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Esos eran recuerdo de su abuelo.<br />
Llevaba, semi ajado, en una carpeta gruesa<br />
como archivador, su diploma de técnico. Ese<br />
curso que por fin había logrado terminar,<br />
después de tres intentos errados en otras<br />
carreras. Curso que le había pagado su<br />
madre ya viuda. Llevaba el peso de ese<br />
dolor de haber quedado huérfano, llevaba la<br />
responsabilidad de quedarse a cuidar a su<br />
madre, como único hijo. Llevaba el recuerdo<br />
de varias novias con las que nunca pudo<br />
concretar nada porque “no estaban a la altura<br />
de su santa madre”. Una mujer liberal que<br />
había tenido ya varios novios después que<br />
enviudó. Pero a él no le importaba, porque su<br />
madre merecía ser feliz.<br />
Llevaba prejuicios y miedos; llevaba una vida<br />
sin vivirla como él había querido. Llevaba<br />
a cuestas sufrimientos, noches de alcohol<br />
sin sentido, acumulación de vinilos ya rotos<br />
que escuchaba una y otra vez a solas en su<br />
dormitorio; así como esos libros que, con el<br />
peso, encorvaban cada día más su esbelta<br />
espalda y lo hacían parecer más viejo de lo<br />
que era.<br />
Ella, después de haber hecho la pregunta se<br />
sonrojó, le dijo que no tenía que responder,<br />
que disculpara su imprudencia. Se dio media<br />
vuelta y retomaba su marcha a su solitario<br />
hogar. Él la detuvo, la miró tristemente a los<br />
ojos y le agradeció por haber sido la única<br />
persona que había reparado en ese pequeño<br />
gran detalle.<br />
Un par de semanas después se volvieron<br />
a ver, pero esta vez, él solo llevaba un libro<br />
nuevo en sus manos y una sonrisa en su<br />
rostro. Se miraron, se sonrieron y cada uno<br />
siguió su camino.<br />
Por: Maria Cristina Borroye.<br />
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