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abajo y se sorprendían, pues había árboles y una corriente de agua en el fondo. Algunos<br />
desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un salto, pero eran en cambio muy profundos,<br />
y el agua corría por ellos en cascadas. Había gargantas oscuras que no podían cruzarse sin<br />
trepar. Había ciénagas; algunas eran lugares verdes de aspecto agradable, donde crecían flores<br />
altas y luminosas; pero un poney que caminase por allí llevando una carga nunca volvería a<br />
salir.<br />
Por cierto, era una tierra que se extendía desde el vado a las montañas, de una vastedad que<br />
nunca hubieseis llegado a imaginar. Bilbo estaba asombrado. Unas piedras blancas, algunas<br />
pequeñas y otras medio cubiertas de musgo o brezo, señalaban el único sendero. En verdad era<br />
una tarea muy lenta la de seguir el rastro, aún guiados por Gandalf, que parecía conocer bastante<br />
bien el camino.<br />
La cabeza y la barba de Gandalf se movían de aquí para allá cuando buscaba las piedras, y<br />
ellos lo seguían; pero cuando el día empezó a declinar no parecían haberse acercado mucho al<br />
término de la busca. La hora del té había pasado hacía tiempo y parecía que la de la cena pronto<br />
iría por el mismo camino. Había mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la luz era<br />
ahora muy débil, pues aún no había salido la luna. <strong>El</strong> poney de Bilbo comenzó a tropezar en<br />
raíces y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo de un declive abrupto, que el caballo<br />
de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.<br />
—¡Aquí está, por fin! —anunció el mago, y los otros se agruparon en torno y miraron por<br />
encima del borde; vieron un valle allá abajo.<br />
Podían oír el murmullo del agua que se apresuraba en el fondo, sobre un lecho de piedras;<br />
en el aire había un aroma de árboles, y en la vertiente del otro lado brillaba una luz.<br />
Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron en el crepúsculo, bajando por el sendero<br />
empinado y zigzagueante hasta entrar en el valle secreto de Rivendel. <strong>El</strong> aire era más cálido a<br />
medida que descendían, y el olor de los pinos amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando<br />
cabeceaba y casi se caía, o daba con la nariz en el pescuezo del poney. Todos parecían cada<br />
vez más animados mientras bajaban. Las hayas y los robles substituyeron a los pinos, y el<br />
crepúsculo era como una atmósfera de serenidad y bienestar. <strong>El</strong> último verde casi había<br />
desaparecido de la hierba, cuando llegaron al fin a un claro despejado, no muy por encima de<br />
las riberas del arroyo.<br />
«¡Hummm! ¡Huele como a elfos!», pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las estrellas.<br />
Ardían brillantes y azules. Justo entonces una canción brotó de pronto, como una risa entre los<br />
árboles:<br />
¡Oh! ¿Qué hacéis,<br />
y a dónde vais?<br />
¡Hay que herrar esos poneys!<br />
¡<strong>El</strong> río corre!<br />
¡Oh! ¡Tra-la-la-lalle,<br />
aquí abajo en el valle!<br />
¡Oh! ¿Qué buscáis,<br />
y a dónde vais?<br />
¡Los leños humean,<br />
las tartas se doran!<br />
¡Oh! ¡Tral-lel-lel-lelle,<br />
Archivo<strong>Tolkien</strong>.org 34