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Libro de texto Literatura- Etapa 2

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Que si me dicen que me veo muy niña para estar en antros de gente adulta, que si ya ahora cualquier

mocosa es el alma de las fiestas. A mí ni me altera nadita. Ni me cambia la sonrisa ni doy explicaciones

de nada. Que sean de prejuicios me da igual.

Pero Ángel es distinto. No preguntó nada. No tuvo prejuicios de nada. Sólo llegó con una bebida

en la mano, directo a mi mano, sin decir qué quieres, cómo te llamas, te gusta esto o lo otro. Nada más

fue, directo al centro, como si estuviera tirando flechas al círculo pequeño del tablero.

Sólo dijo soy Ángel, vámonos.

Dije que no, juro que dije que no. Muchas veces.

Él no escuchó, sólo volvió a decir, vámonos.

Carajo, me empezó a bailar en la cabeza José Alfredo Jiménez, con su vámonos, “donde nadie nos

juzgue, donde nadie nos diga, que hacemos mal”. Me monté historias, lo acepto, pero era inevitable.

Juro que dije que no, quizá ya muy suave, quizá ni yo misma me escuché, pero lo dije cuando íbamos

camino a la salida, cuando el tipo estaba pagando con una tarjeta dorada la cuenta y me tenía sujeta

de una mano.

La cabeza me bailaba, me sentí aturdida, medio idiotizada, no por lo que estaba haciendo, sino

porque de la nada me empezó un malestar profundo del centro de las tripas hacia arriba.

No es lo mío subir a autos de extraños, no es lo mío vomitarlos. No es lo mío quedar medio dormida.

Todo dejó de ser normal. La carretera de noche dejó de ser amigable. Un hoyo negro en medio de

lo negro. Ni sonidos siquiera.

No sabía si estábamos camino a la línea fronteriza, aún del lado mexicano.

Lo peor era el silencio, la rigidez de sus brazos sobre el volante y mi cuerpo cada vez más desencajado

en el asiento.

Cuando abrí los ojos, no podía dejar de mirarlo. Dejaron de pesarme los párpados.

No podía evitar que su cara entrara en mi corazón con la fuerza de un electroshock, que su presencia

me tocara algo adentro que nadie había tocado.

Pero o yo no era yo o él era otro que no era en verdad, pues nada puede sucederse así nada más.

¿Y si el destino sí existe? Comenzó a rondarme ese pensamiento. Y más historias se me fueron

montando en segundos, en apenas unos minutos mientras Ángel, muy indiferente y seguro estacionaba

el auto en la cochera de un motel. Limpio, iluminado. Supongo que muy decente.

De verdad que le dije que no, aunque él ya estaba fuera del coche y se dirigía a abrir la puerta de

mi lado. Justo detrás de él una escalera llevaba a la parte más terrible.

No quería, le dije ya con lágrimas en los ojos que eso no, que no estaba bien, que me sentía mal,

que tenía que irme, que me esperaban y me deberían estar buscando ahora mismo. Sólo subíamos

peldaño tras peldaño y mi voz se perdía hacia arriba y hacia abajo, y mis lágrimas fueron dejando un

rastro oscuro en el suelo.

Y otra vez su forma de decir vámonos, como hipnótico atravesó mi corazón. Pero mis piernas se

mantenían rígidas, arrastrándose en el suelo.

Eso no fue impedimento. Hizo lo que buscaba desde el comienzo. Sin compasión.

Aún la noche estaba espesa. Adolorida. Lejos de mí, él atendía una llamada. Sólo me dijo muy autoritario

vámonos. Harto de mi silencio. Como pude me vestí.

Caí en la cuenta que debí recordar la segunda parte de la canción: “donde no haya justicia, ni leyes

ni nada”.

Aquí no había nada, sólo su autoridad. Sólo la ley de una pistola.

—Soy sicario, —me dijo como si fuera el apellido que me hacía falta para sentirlo como alguien

más familiar.

¿Qué quería con eso? ¿Que le diera las gracias por no matarme?

Yo sólo dije que no quería saberlo, pero por dentro me reconfortó la revelación, saber que podía

dirigir todo mi odio a él sin remordimiento, sin culpa, acrecentado a cada minuto.

Volvió a decir vámonos, y la garganta se me anudó. Volví a llorar, ahora sin gritos, sin ruido, como si

con ello pudiera lavarme por dentro. Él me dio la espalda, la pistola estaba libre. No podía creer que así

nada más, así de fácil estuviera en mis manos la pistola y su espalda desnuda. Mi mano nunca tembló,

sólo mi corazón estalló al compás del sonido.

No me arrepiento. Le dije muchas veces que no, juro que me cansé de decir que no.

Ya tirado en el suelo con odio, con infinito odio le volví a decir que no, que no, y con calma salí del

motel como si lo hubiera hecho infinidad de ocasiones antes, como si supiera el camino a casa. Sólo

pensaba en correr, lejos, muy lejos.

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Etapa 2. Género narrativo

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