Media Luna no.3
Revista mexicana de literatura, ilustración y fotografía
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De igual manera, la muerte para el
cristiano no va después de la vida, no
es ese lugar desconocido y negro, como
la oscuridad de una fosa, sino es la vida
sin Cristo. Una vida a color en la que se
busca la satisfacción del yo; el egoísmo
disfrazado de bienestar. Una ¿vida?
de ansiedad, afán y vacío. Una vida
de victimización, autojustificación y
visión propia de lo que es bueno o malo
–cuánta osadía-. Una vida de mentiras
piadosas, blancas, chiquitas, necesarias.
Una vida muerta, a todo color.
Aun lo que hay después de la muerte
física, para el nacido de nuevo –en
lenguaje cristiano–, no son tinieblas.
Es decir, su cuerpo humano deja
de funcionar pero su espíritu, no.
Su muerte en el plano terrenal le
ha dado paso a una vida iluminada
con colores celestiales, una morada
preparada por Jesús (Juan 14:2), libre
de la lucha diaria del <<morir a uno
mismo>> tomando su propia cruz.
¿Cuáles son aquellos colores
celestiales? Juan el apóstol los describe
como blancos, dorados, aperlados;
todos ellos reflejantes, transparentes,
luminosos, seguramente cegadores
al ojo humano. Lo suficientemente
brillosos como para no necesitar de
un sol y una luna (Apocalipsis 21:23).
Una muerte viva, llena de luz.
¿Y qué pasa con tanto resplandor
prometido para la eternidad? La
construcción del miedo en torno al
más allá, desaparece. El creyente
se reconstruye de fe, esperando
confiadamente el tiempo que le toque
morir a la carne para estar en un sitio
infinitamente mejor que la tierra. Y
aunque dicho lugar no deja de ser
humanamente desconocido, el temor no
se apodera de quien cree, y ni es atraído
por los colores mortales del día a día;
todos visibles, tentadores e insistentes
desde el principio de los tiempos.
MEDIA LUNA
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