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Horacio Revista

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Bardo

Venía pensando, haciendo sinestesia, en el olor del caldito procesado, el juguito

en polvo o el del riachuelo cuando vas para el sur del conurbano. Hay olores que

te ubican en la palmera.

Hay aromas que aún no he sentido y hay aperturas a los olores que te dejan

inmóvil, como el merkén, ají ahumado picante, en la sopa un día de junio de 2015,

en ese viaje a chile con aroma a amistad y revelaciones en el amargo San Pedro.

Ahí desprendió un tufillo a régimen, a dictadura, a libertad y a decisión, aunque

después de esto tardé dos años en abrirle la puerta al aroma a tierra mojada,

siempre llegan a tiempo las decisiones de explorar nuevos sentidos.

Hay olores que no me dejan dormir, cable quemado o papel prendido fuego, que

depende si es domingo y me agarra envidia o me dio pereza salir a comprar

“parrilla para todes”.

-Lo cierto es que te cuesta quedarte quieto- me dice en este instante, el olor a

madera quemada por el disco de la amoladora que me lleva a sentir el olor de la

locura adolecente o mejor dicho, a una institución que huele rancia.

La tierra compostada, el mate con el agua en su punto justo, los libritos recién

horneados o el caza bobo pegajoso de las pastafrolas de panadería, son la

pandemia de mi cuarentena.

Recuerdo perfumes con olor a explotador y olor de trigo crujiente en las tardecitas

de verano, cosechando; Las lonas calientes de las carpas de playa o los marzos

frescos en el carro de girasol, recuerdo como si fuera hoy: el siempre verde

húmedo, un faso prensado horrible y la galería de trasparentes de la quinta en

ramón.

Olor-situación: ¿y si todo lo que huelo me trajo hasta acá? ¿Y si cuestionamos los

olores industriales? ¿Y si estoy oliendo muy intenso?.

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