E L A MOR DE DIOS NO CONOCE LÍMITES POR STEPHANIE MILLER
Me encanta leer sobre la mujer del pozo en Juan 4. Allí es donde Jesús le dio Su increíble regalo de gracia a una mujer con un historial de malas decisiones. Sin embargo, Él no la condenó. No la reprendió ni le hizo sentir más culpa y vergüenza. No, nada de eso. En cambio, Él le transmitió amor. Perdón. Aceptación. Y una invitación a tener una relación con el Hijo de Dios, Aquel que podría por fin llenar cada vacío en su vida para siempre. Es maravilloso. Jesús sabía absolutamen te todo lo que había hecho esta mujer; sin embar go, Él optó por pasar por alto su historial de pecado—sus pensamientos sucios, sus motivos y cada momento pecaminoso—para ver a la mujer que Él había creado. Él la invitó a seguir Su ca mino mejor, que llevaba a una vida de abundancia aquí en la tierra y a la vida eterna con Él en el cielo (Juan 3:16; 10:10). Pero después, como si eso fuera poco, ¡Él la utilizó para acercar a otros a la salvación! El Apóstol Juan podría haber estado refiriéndose a mí al escribir. Yo también tomé malas decisiones. Muchísimas. Pero, alabado sea Dios, Jesús me encontró en mi “pozo” y me entregó Su regalo de perdón y un comienzo nuevo. Me dio la bienvenida a Su familia y desde enton ces—aunque no logro comprenderlo—Él me ha utilizado para acercar a otras personas a Su gracia maravillosa. Mis elecciones pecaminosas venían de mi necesidad de amor. No recuerdo un momento de mi infancia en que me sintiera amada o segura, salvo cuando mi papá estaba en casa. Lamentablemente, sus compromisos con el ejército lo alejaban con frecuencia. Su ausencia nos dejó a mis hermanos y a mí vulnerables a las conductas abusivas de nuestra mamá, que tenía problemas con el alcohol. Hoy, superados los años de terapia por mis propias malas decisiones, comprendo mejor la enfermedad del alcoholismo que sufría ella. Ahora entiendo que mi madre no era mala; estaba enferma. Tenía una enfermedad que afectaba en gran medida su comportamiento. Eso no hace que lo que yo experimenté a manos de ella parezca más llevadero, pero saberlo me ayudó a perdonarla. También pude perdonar a mi padre por no intervenir como yo pensaba que debería haberlo hecho. Independientemente de los motivos por los que mis padres actuaron así, esos años de abandono y abuso me llevaron a creer que nadie podía amarme y que yo no merecía que me salvaran. O sea, si mi madre no me amaba y mi padre no me salvaba ¿quién podía hacerlo? En mi adolescencia, comencé a beber y a usar drogas ilegales. Estas sustancias aclaraban por momentos la oscuridad que me envolvía. Pero empecé a necesitar cada vez más drogas y distintas combinaciones de drogas y alcohol para conseguir el mismo efecto. A los 15, entré en un club ilegal de motociclistas. Sin duda, estaba buscando el amor en el lugar equivocado. La mayoría de los hombres, incluso mi novio, no veían nada de malo en golpear a sus mujeres. Pronto quedé embarazada. Por mi experiencia, los hijos eran una maldición. Así es como me hizo sentir mi madre. Desesperada, fui a un centro de embarazo, donde una asistente social me dijo que con 16 semanas, apenas tenía en mi cuerpo una bola de tejido. La palabra “bola” era exactamente lo que quería oír y decidí hacerme un aborto. Tenía tanto miedo de ser como mi mamá. Después me hice otros tres abortos, pero jamás pensé que le estaba quitando la vida a alguien. Más tarde reconocí mi pecado, busqué el perdón de Dios y con terapia, fui superando las consecuencias emocionales que tiene el aborto. Cuando tenía 18 años, fui a una escuela de cosmetología. Allí se presentaron unas personas de una escuela de modelos en busca de chicas que quisieran participar en el concurso de belleza del condado de Brevard. Una mujer me animó a inscribirme. Me dijo que era inteligente, elegante y hermosa. Nunca jamás en mi vida me habían dicho esas cosas. Me reí por dentro y estuve tentada de decirle: “Si supieras con quién estás hablando ¡me escupirías!”. Sin embargo, sus palabras me motivaron. Entré en el concurso y me dieron el premio a Miss Simpatía. Esta experiencia y la aceptación de esas mujeres me ayudaron a creer que tal vez yo podría ser alguien especial. Decidí que volvería a presentarme en el concurso al año siguiente. Lamentablemente, a esa experiencia positiva rápidamente le sobrevino la oscuridad y volví a mi forma habitual de pensar: yo no valía nada para nadie. No tenía nada bueno para dar. Yo era una maldición y una carga. No volví a participar en el concurso. En cambio, me escapé con otro motero, un italiano buen mozo de piel oscura que contraban deaba grandes cantidades de cocaína en el Estado de Florida. No pasó mucho tiempo hasta que rompió conmigo de mala manera, dejándome abandonada. Durante seis años viví en la calle, haciendo lo que fuera necesario para sobrevivir. Me arrestaron muchas veces por mis actividades y me enviaron a la cárcel. La primera vez, estuve dos años cumpliendo una condena en el Correccional de Florida. La cárcel no hizo nada para que cambiara. Apenas me liberaron, volví a las andadas. Pocas semanas después violé la libertad condicional y me sentenciaron a dos años más en la Institución Correccional Lowell, una de las peores cárceles de mujeres en la Florida. Mientras estaba ahí falleció mi madre. No era una persona religiosa, pero me encontré yendo a la capilla de la cárcel. Me preguntaba si se habría ido directo al infierno y me sentía aterrada por su alma. Fui al altar y me arrodillé a orar. Me sorprendí cuando otras reclusas que estaban en la capilla me rodearon, pusieron suavemente sus manos en mis hombros y comenzaron a orar por mí. Sentí que me envolvía el amor puro de Jesucristo. Allí no había tinieblas, solo luz (Juan 1:5). Volví a mi dormitorio y pasé dos días pensando en lo que me había pasado. Me puse de rodillas y oré: “Dios, no sé si de verdad existes. No sé si Tú puedes oírme o si Tú puedes hacer por mí lo que todo el mundo dice que puedes hacer. Pero si Tú eres quien dicen que eres y puedes hacer lo que dicen que Tú puedes hacer ¿lo harías por mí? No quiero vivir un solo día más de esta manera”. Estaba tan cansada de andar en la calle cometien do delitos. Las actitudes que me desmoralizaban, las relaciones abusivas, el alcohol y las drogas no me habían dejado más que dolor y arrepentimiento. Era la desgracia de la familia, no más que una pila de basura que había que eliminar. No quería pasar un día más llevando mi pesada carga de vergüenza. VICTORIOUSLIVINGMAGAZINE.COM Número 04 / 2020 9s