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vida y a una profunda revisión de lo que ha ocurrido en estos centros en los
que muchos mayores quizá no han recibido una asistencia adecuada. Todos
hemos elogiado a la profesión médica, que desde el juramento hipocrático
hasta hoy, se compromete en el cuidado y defensa de la vida; la sociedad española
ha aplaudido su dedicación y ha pedido un apoyo mayor a nuestro
sistema de salud para intensificar los cuidados y “no dejar a nadie atrás”. La fragilidad
experimentada constituye una oportunidad no para abrir la puerta a
la práctica inhumana de la eutanasia, sino para reflexionar sobre el significado
de la vida, el cuidado fraterno, el sufrimiento y la muerte. No es una demanda
social, en esta hora de la vida española, legalizar la muerte provocada. El sí a la
dignidad de la persona, más aún en sus momentos de mayor indefensión y fragilidad,
nos hace decir no a esta ley que niega la dignidad de la vida humana.
Por tanto, lo importante es poner los pies en la tierra y descubrir que una
sociedad humana y verdadera no puede partir de la eliminación total del sufrimiento
y proponer salir del escenario de la vida cuando se sufre, sino que hay
que ayudar a todos a superar y a vivir con sentido el sufrimiento. No es posible
entender la eutanasia y el suicidio asistido como mera expresión de la autonomía
del individuo, ya que tales acciones implican por definición la participación
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