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Sábado, 4 de febrero
Ni ropa nueva ni nada para leer. Fred sigue fuera de combate. He resuelto el
problema del baño y me he electrocutado.
Esta mañana, al encenderse las luces, le he explicado a Jenny mi idea para el
baño. Es tan sencilla que me siento idiota por no haberlo pensado antes. Jenny ha sido
la primera en intentarlo. Ha salido con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué tal ha ido? —le he preguntado.
—Estupendo.
Su rostro estaba radiante. Ha sido una maravilla verlo. Querría quedarme con ella
y empaparme, bañarme sin más en su alegría, pero la idea me gustaba demasiado.
Casi he llegado a sentir vergüenza.
—Bueno —he dicho—, creo que tendría que ir y darle la noticia a la señorita
Estirada.
Me he acercado a la habitación de Anja, he llamado, he esperado a que me
respondiera y he entrado. Todavía estaba en la cama. La habitación olía mal. Tenía
los ojos hinchados y el cabello enmarañado y sin brillo.
—¿Sí? —ha dicho.
Había un envase de copos de avena en el suelo y una hogaza de pan en el pequeño
armario.
—¿Sí? —ha repetido.
—¿Cómo estás hoy?
—¿Qué quieres?
Le he echado una mirada al pan.
—¿Un aperitivo de medianoche?
—Tenía hambre.
—Podrías comer con nosotros, ¿sabes? No somos unos salvajes.
—¿Querías algo?
Le he mostrado la sábana que llevaba en la mano.
—Privacidad.
—¿Cómo?
Le he enseñado el agujero, del tamaño de una cabeza, que había abierto en la
sábana
—Solo tienes que ponértela —le he explicado—, como si fuera un poncho.
Puedes ir al baño, lavarte y emplear la taza sin que él vea nada.
—¿Eso es todo?
Le he lanzado una mirada.
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