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Dios mío, este sitio va a acabar conmigo.
Esta noche, después de que el ascensor subiera, he pasado un rato mirando a la
puerta cerrada. Mirando y pensando. Pensando y mirando. Esa puerta es tremenda.
Lisa, plateada, de textura granulosa, sólida, hermética. No tiene resquicios en los
bordes ni abajo. Ni marcas. Ni defectos. Ni arañazos.
Después de contemplarla durante un rato, he agarrado una cacerola de la cocina y
le he arreado un buen golpe. No ha servido para nada, pero así me he sentido mejor.
La he golpeado varias veces, y luego le he dado patadas, y al final he dejado la
cacerola en el suelo y he golpeado en la puerta con las dos manos. Un relámpago me
ha atravesado el cuerpo y me ha lanzado al suelo.
La puerta estaba electrificada.
Han pasado dos horas desde entonces.
Las manos todavía me tiemblan.
Mañana será domingo. He pasado una semana aquí. Siete días. Algunas veces me
siento como si llevara aquí toda una vida, y otras como si acabara de llegar.
Los recuerdos van y vienen.
Mi casa, la casa donde vivíamos antes de que mamá muriera. Papá. La escuela.
La estación, el metro, la gran escultura metálica en Broadgate… todo eso queda ya en
el pasado, en otro mundo, en otro planeta. A años luz de aquí. Pero las pequeñas
cosas… aún las conservo en la memoria. Recuerdos a medio formar de los tiempos en
los que era niño, pequeñas historias, mitos. Momentos. Las cosas de la calle. Las que
están fuera del tiempo. Las que no lo están tanto. Como la mañana del domingo
pasado. Aún recuerdo lo que sentía con los pies en el andén, el hormigón liso y gris,
frío y llano. Siento el peso de la guitarra que se me clavaba en el hombro. Siento el
chirrido de la cuerda del do cuando la guitarra me rebotaba contra la espalda. ¿Qué
más oigo todavía? Los sonidos del domingo por la mañana. El rumor de las palomas.
El tráfico de las primeras horas. El golpeteo de las botas con punta de acero del tío
corpulento que trabajaba en el andén. Calzado de matón. Clac clac. Clac clac. Clac
clac. Luego el sonido se desvanece, la película que tengo en la cabeza se rebobina y
vuelvo a estar en la parte de atrás de la camioneta del ciego. La camioneta sufre una
sacudida y me doy cuenta de que el ciego ha subido detrás de mí y comprendo que se
trata de una trampa, pero ya es demasiado tarde. Me agarra por la cabeza y me pone
un trapo húmedo sobre el rostro y siento que me ahogo. Me entra un producto
químico por la nariz. No puedo respirar. No me llega el aire. Los pulmones me arden.
Pienso que voy a morir. Forcejeo, trato de golpearlo con los codos y las piernas, le
doy patadas, golpeo el suelo con los pies, sacudo la cabeza como un loco, pero no me
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