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EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 67 SEPTIEMBRE 2021

Antología de cuentos de autores hispanoamericanos

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL

AÑO 6 NRO 67 — SEPTIEMBRE 2021

ISSN

2591—3123

Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder

Imágenes:

Pixabay Freepik

PXHERE PEXELS

Copyright:

EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS AUTORES,

QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y ORIGINALIDAD DE LOS

MISMOS.

Bajo Licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—

SinDerivar 4.0 Internacional

Director y Propietario:

Federico A.Marongiu

Propiedad Intelectual:

N° de Registro 5.348.677

En la Web:

WWW.ELNARRATORIO.COM.AR

www.issuu.com/elnarratorio

E—mail:

elnarratorioblog@gmail.com

elnarratoriodigital@gmail.com

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ÍNDICE

LA CREDULIDAD DE LOS CONSERJES MARINA GÓMEZ

ALAIS 7

MERODEADOR NOCTURNO ANDRÉS APIKIAN 10

ESCOLOPENDRA ADÁN ECHEVERRÍA 22

BUENOS DÍAS XIMENA CANDIA CORVALÁN 27

HUEVOS PODRIDOS CRISTINA OLEBY 32

KNOCK OUT! MARIANA CÁRDENAS DÍAZ 36

MILO Y ÁMBAR JUAN ESTEBAN BASSAGAISTEGUY 43

CARIÑO MATERNAL OSWALDO CASTRO ALFARO 49

ELLA EDGAR A.RIVERA 53

SI LA PATRIA ES EL LUGAR DONDE SE NACE…

LILIANA FASSI 58

EL VIEJO DE ENFRENTE GUSTAVO VIGNERA 62

PROCESO DE CREACIÓN GERARDO ÁLVAREZ

BENAVENTE 68

SÉPTIMO MANDAMIENTO RAÚL GARCÉS REDONDO 72

UN PASEO EN LA TARDE CARLOS ENRIQUE

SALDÍVAR ROSAS 76

ÁNIMA SOLA DAMARIS GASSÓN PACHECO 79

PAPAFRITA FRANTZ FERENTZ 84

SIEMPRE LE SENTABA BIEN A ESAS HORAS…

IÑAKI FERRERAS 89

ESPERANZA MANUEL SERRANO 93

EL PROFESOR JONATHAN CAICEDO GIRÓN 96

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EL DECRETO DEL LEÓN REY EDUARDO BARRAGÁN

ARDISSINO 103

LA ESCENA ALBERTO IRANZO SARGUERO 106

SOY GIACOMO PERNA 108

EL DEMIURGO J.R.SPINOZA 113

NEUROSIS Y POSMODERNIDAD LOURDES CUCCO 119

OTRO TIEMPO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

125

EL SECRETO DE LAS HADAS NURIA DE ESPINOSA

127

AMOR ETERNO JUAN MARTÍNEZ REYES 130

¡SOLO EN PUNTA DEL ESTE! CARLOS M. FEDERICI

(SEGUNDA PARTE) 133

SUPLEMENTO TRENES

DOS VIAJES JUAN IGNACIO POSSE 143

EL TREN QUE SIEMPRE LLEGA ZANDRO ZÁS 146

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7


L

os moteles de ruta me provocan algo que oscila entre lo fascinante y

lo horrendo.

Mientras manejo, voy atenta, observando a los costados del camino

la aparición de una señal que avise si hay alguno cerca. Seducida

como una mosca por el neón de los carteles de publicidad, me resulta inevitable

aceptar su invitación a desviar el rumbo, recorrer con el auto los doscientos o

trescientos metros que indica la bifurcación, hasta dar con el lugar.

La curiosidad por su estética bizarra se me hizo costumbre y es una

diversión simplona que entretiene mis viajes de trabajo.

El caso es que ya no puedo dejar de hacerlo. Este turismo de bajo

presupuesto se convirtió en hábito. Se volvió excusa para estirar las piernas y

ablandar las manos entumecidas de sostener el volante. También, lo tomo como

escala técnica que aprovecho, entre otras cosas, para hacer pis.

Porque, al principio, solo me detenía en la puerta a sacar fotos. Ahora,

irrumpo en medio de la noche silenciosa y, en ocasiones, de puro jodida pego

timbrazos en el mostrador. Disfruto cuando sobresalto al encargado que, echado en

la oficinita del fondo, disimula el concierto de ronquidos con el televisor o la radio

encendidos a todo volumen.

Aunque el modo en el que me presento, depende de mi humor.

La mayoría de las veces, confieso que entro sigilosa. Suele repetirse esta

escena del encargado frito porque siempre llego de madrugada. Entonces, no aprieto

el llamador. Avanzo en puntas de pie por el pasillo que lleva hasta la conserjería.

Casi todos los moteles se parecen. Incluso, he llegado a apagar la luz para

demostrarme a mi misma qué tanto los conozco. O cierro los ojos y hago el

recorrido a ciegas, guiándome solo por el oído y el olfato. En los corredores hay

perfumes fuertes de desodorante ambiental barato, pero cerca del cuartito donde el

conserje pasa la noche, es habitual que el aire huela distinto. Lo caracteriza un tufo

denso, mezcla de encierro, mal aliento, pizza recalentada, olor a pucho impregnado

en las cortinas.

Al abrir la puerta, es gracioso encontrarlos adoptando caprichosas formas

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con sus cuerpos. Sentados de brazos cruzados en una silla de plástico duro, con la

cabeza volcada hacia atrás; encastrados en diminutos sillones con los anteojos

puestos, apretando la papada contra el pecho; enroscados en posición fetal encima

de la alfombra… siempre incómodos, pero con la apariencia plácida de un bebé en

su cuna. Algunos babean de tan relajados. Sin que se den cuenta, los fotografío en

esas posturas íntimas y absurdas, con los pelos aplastados y los lentes torcidos. Hay

un segundo en el que me inspiran cierto sentimiento maternal, me pregunto si

tendrán frío, me surgen ganas de arroparlos. Después, los despierto con un “bu” o

con un aplauso en la oreja. Del susto, los tipos saltan por el aire. Casi como en un

acto reflejo, se arreglan el pelo y se acomodan el cuello de la camisa. Yo les sonrío.

Ellos responden con sonrisa forzada para clientes inoportunos y preguntan qué se

me ofrece. Gentilmente, se disponen a que les clave una cuchilla en la barriga. Por lo

general, la hundo en tres repeticiones cortas, según la estructura del portero. Me

agrada que sean corpulentos porque el desafío es todavía mayor: practico destreza y

velocidad para quitar el filo de la carne y volverlo a meter más profundo, sin darles

tiempo a que me toquen siquiera. Gritan, pero la televisión o la radio gritan mucho

más fuerte. Cuando se entregan y caen exánimes —tal como los había encontrado

momentos antes, pero teñidos de rojo escarlata y sin gruñir como cerdos—, los

retrato junto al cartelito con el nombre del establecimiento que, habitualmente,

tienen apoyado sobre el escritorio.

Con frecuencia, tanta adrenalina me abre el apetito o me deja sedienta,

busco algo en el frigobar y me lo llevo al auto, recordando antes hacer pis para

seguir viaje.

Es curioso que nunca atinen a defenderse.

Mi teoría acerca de su credulidad es que siempre confían en la inocencia del

posible huésped porque en la famosa película de suspenso, el conserje es el asesino.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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10


E

l cadáver de Julia Navarro fue descubierto por una pareja de

estudiantes, una semana después de haber sido asesinada. Las

subsiguientes indagaciones forenses constataron que la joven, de

treinta años de edad, había sido golpeada en repetidas

oportunidades con un objeto contundente en la región craneal y torácica. Contrario

a las crecientes especulaciones, no se halló ningún signo de abuso sexual. Tampoco

había sido asaltada, ya que tenía encima todas sus pertenencias. Aunque, siendo más

precisos, “encima” no era el término adecuado.

Mientras el equipo de Policía Científica iniciaba la recolección de muestras,

un subcomisario notó que un trozo de cuero blanco sobresalía por debajo del

cuerpo maltrecho de la mujer que, con la mirada perdida en algún punto del cielo,

los brazos extendidos y una pierna torcida en un ángulo imposible, se descomponía

sobre un charco pestilente. Teorizaban que podría haber caído encima del pequeño

bolso, que conservaba todos los objetos de valor.

Los estudiantes declararon ante el juez que varios perros rondaban la zona

en el momento del hallazgo. Estas afirmaciones eran consistentes con el dictamen

pericial, que describía la ausencia de tres dedos de la mano izquierda y uno de la

derecha, producto de mordiscos que no coincidían con la dentadura de un ser

humano.

Los jóvenes aseguraron que, para quienes frecuentaban el lugar, era común

toparse con animales muertos entre la maleza que bordeaba la carretera 71. Al echar

un vistazo más cercano el panorama fue mucho más claro y, de la misma forma,

menos alentador. El juez les preguntó qué hacían allí. La chica, mucho más joven

que su compañero, confesó que les gustaba sentarse a fumar por las noches en el

terraplén de pedregullo, ya que era una zona tranquila.

El rostro de Julia logró mantenerse en las portadas de los medios más

importantes durante varios días. En su última foto aparecía en una playa, de pie

junto a una palmera. Una sonrisa radiante le iluminaba el rostro; una semana más

tarde la única forma de reconocerla sería mediante las impresiones de los escasos

pulpejos dactilares que aún conservaría. Posaba para la cámara con una mano

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apoyada en la corteza y la otra, a modo de jarra, en la cintura. Llevaba una camisa

aguamarina de mangas anchas y un short de mezclilla. Detrás, dos niños pequeños

correteaban descalzos por la arena.

El juez decidió archivar el caso una vez reunida toda la evidencia disponible

y, con asombrosa prontitud, el foco de las noticias volvió a centrarse en los asuntos

cotidianos. Nadie hubiese podido anticipar que, con la misma rapidez, las cosas

volverían a torcerse.

La Ford Expedition de los Galmarini circulaba a toda velocidad por la

carretera 71. El matrimonio se había decantado por El Fogón de Alberta, sitio en el

que, según su propio eslogan, elaboraban las mejores papas gratinadas. Lo cierto era

que tenía la calificación suficiente en Google como para ser tomado en cuenta. Solo

una persona expresaba su inconformidad en la sección de comentarios. “Espero que

los cocineros aprendan a colocarse el sombrero. Si no lo hacen, seguirán llenando la

comida de pelos”. Un usuario anónimo, con la foto de un automóvil deportivo en

su perfil, le respondía que quizás los pelos provenían de sus propios sobacos. El

resto de las opiniones eran positivas. La gente elogiaba cada aspecto del servicio: la

calidad de los platos, la aptitud de los empleados y la conveniencia de los precios.

Dejaban atrás el tramo más penumbroso de todo el trayecto, en el que

abundaba la vegetación a ambos lados del camino. Habían pasado frente a algunas

caravanas, que suplían a los deficientes postes de alumbrado en los arcenes.

Salomón apagó las luces largas, encendió el intermitente y dobló hacia la izquierda

en la intersección con la carretera 94, desde la cual ya podían divisar las luminosas

avenidas. Inés advirtió, casi por accidente, que su esposo la miraba de reojo.

—¿Qué pasa? —preguntó mientras le acariciaba el muslo.

—Me estoy meando desde que salimos —confesó Salomón—. Voy a vaciar

el tanque cuando lleguemos. Es probable que el siguiente en entrar al baño deba

hacerlo encima de una canoa.

—¡Ay, qué asqueroso! —respondió su mujer, dándole una palmada en el

mismo sitio que antes sobaba. Él la miró, y aquel gesto fue suficiente para que

ambos estallaran en carcajadas. Una vez hubo recuperado la compostura, Salomón

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aceleró.

Se aproximaban al centro de la ciudad.

El Fogón de Alberta estaba atestado de personas, reunidas en grupos de

hasta cinco o seis en torno a una misma mesa. Todas ellas eran rectangulares, con

los aderezos dispuestos sobre manteles blancos como armiños que, por su

extensión, ocultaban el único pie que las sostenía. Dos empleadas repasaban los

pedidos detrás de un gran mostrador semicircular. Una amplia ventana conectaba

aquel espacio con la cocina, a través de la cual podía oírse el murmullo de los

cocineros entre la caótica orquesta de platos, ollas y sartenes.

Las luminarias, dispuestas a lo largo de las paredes revestidas en madera de

roble, daban al lugar un aspecto muy acogedor. Tomaron asiento junto a una

ventana de cristal esmerilado, lejos de las mesas centrales.

—Es bellísimo —dijo Inés. Sus ojos grises recorrían el recinto de un

extremo al otro—. Realmente hermoso.

—Y menos mal que reservé a tiempo —contestó Salomón—. De lo

contrario, dudo mucho que encontráramos esta mesa desocupada.

—Hubiese sido una lástima —respondió Inés.

—Además —repuso Salomón—, también me habría meado encima. Cuida

mi saco.

Dicho esto, el hombre se alejó caminando. Llegó al final de un estrecho

pasillo, vaciló un instante (quizás por observar los pictogramas) y luego entró al

baño de la derecha. Regresó al cabo de cinco minutos, aliviado.

—Fue como sacarse una mochila enorme de la espalda, ¿no?

—De la vejiga, mejor dicho. Pero sí.

Un mozo se les acercó mientras charlaban. Vestía una camisa blanca junto

con chaleco, pantalones y corbatín negro.

—Buenas noches —dijo. Le entregó una carta a cada uno y, sin agregar

nada más, se retiró. Segundos después volvió con copas, cubiertos y aperitivos, que

ambos agradecieron.

—Si desean algo más, hágannoslo saber. En breve alguno de mis

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compañeros les tomará la orden.

—Muchas gracias —respondió Salomón. El mozo asintió, dio media vuelta

y regresó a la cocina.

Probaron el plato estrella, que acompañaron con una botella de vino tinto.

Para cuando decidieron abandonar el restaurante, casi a media noche, la clientela se

reducía a grupos dispersos que bebían y charlaban. Las mesas, despojadas de su

original esplendor, aparecían cubiertas de platos sucios y servilletas arrugadas.

Salieron al frío del exterior, donde el viento helado calaba hasta los huesos y

la enorme luna llena se alzaba en un cielo sin estrellas.

Salomón detuvo la camioneta frente a la casa estilo Cape Cod de una planta

y media. Del techo de dos aguas sobresalía una pequeña ventana abuhardillada,

donde se ubicaba el desván. Toda la construcción era de color gris apagado, mas

este detalle no le restaba elegancia ni belleza a la morada. El hombre puso el freno

de mano y contempló a su esposa. Compartieron una breve sonrisa, que pronto se

transformó en un beso apasionado. La mano de Salomón abandonó el regazo de su

mujer y pasó a la nuca, intentando así llevar el ritmo de aquella indómita boca.

Oyeron un breve tintineo en la parte trasera del vehículo, pero le restaron

importancia. El hombre desabrochó su cinturón de seguridad, se acercó aún más a

Inés y comenzó a sacarle el vestido.

—¿No podemos esperar a estar adentro? —preguntó ella.

—No, no podemos —respondió él, al tiempo que aferraba uno de sus

pechos y la volvía a besar.

La cuadra estaba sumida en un profundo silencio, que cada tanto era

truncado por los grillos en las cunetas. La mujer hacía breves pausas para observar,

entre risillas de placer, la calle que se extendía ante ellos. Por delante de la ventanilla

de Salomón, una sombra se movió con agilidad felina. El hombre seguía abrazado a

su esposa, como si su vida dependiera de aquel acto. En efecto, de nada le hubiera

servido. Giró la cabeza para ver qué ocurría allí fuera, sin saber que, al hacer esto, la

bala se metería directamente en su ojo izquierdo. El estampido, acompañado de un

fogonazo cegador, quebró la calma de la noche.

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Inés gritó. Recibió dos disparos, uno de los cuales le atravesó el cuello.

Intentó chillar una vez más, pero ya no pudo: el segundo proyectil se incrustó entre

sus cejas, anulándole el pensamiento. Estaba muerta antes de caer sobre el respaldo.

Emilio Castellano despertó tumbado sobre la espesa maleza que circundaba

la carretera 71. Apoyó las palmas en la hierba húmeda, imitando la pose de quien se

relaja en la playa, y aguardó a que sus ojos se adaptasen a la oscuridad. No muy lejos

de aquel punto, los tímidos rayos de luz del alumbrado público se filtraban entre los

matorrales. El canto de los grillos le taladraba los tímpanos. Parecían estar en todos

los sitios y en ninguno a la vez, al igual que cuando uno intenta buscarlos entre la

vegetación.

Con cierta dificultad logró ponerse en pie. Avanzando entre los arbustos,

notó que un extraño cuerpo ejercía presión sobre su cuello. Se llevó una mano a la

altura de la manzana de Adán, preparado para toparse con la piel escamosa de una

culebra. Palpó un objeto delgado, demasiado como para tratarse del reptil. El

recuerdo lo golpeó como un rayo, y con vergonzosa impaciencia se desenredó los

auriculares del Walkman, que traía en el bolsillo del abrigo.

Se hallaba tan cansado como alguien que ha corrido una maratón de varios

kilómetros sin detenerse. Había abierto los ojos en el momento exacto en que su tío

le disparaba con la escopeta, que nunca apuntaba a su mujer.

—Esta vez te toca a ti —decía antes de presionar el gatillo. Pero Jonás ya

llevaba once años muerto. Se había ahorcado con una sábana dentro de su celda,

dos semanas después de haber sido encarcelado por el asesinato de su esposa. Para

su desgracia, recordaba casi a la perfección la totalidad de la escena: el intenso olor a

pólvora, las salpicaduras en las paredes y el rostro impasible de su tío, que sostenía la

escopeta humeante contra su hombro. Luego de disparar se dirigió al cuarto de

baño, donde se enjuagó el rostro con agua fría, y aún con la toalla en la mano marcó

el número de la policía. El arma descansaba sobre la mesada de la cocina, y seguiría

estando allí cuando dos patrulleros estacionaran fuera de la casa y lo metieran

esposado en uno de ellos.

Se colocó un auricular en el oído izquierdo, sacó el Walkman del bolsillo y

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pulsó el botón de play. Bon Scott siguió interpretando Night Prowler como si nada

lo hubiese interrumpido. Tras corroborar que el casete funcionaba, enrolló el cable

alrededor del aparato y volvió a meter todo dentro de su saco. Recogió el palo

impregnado en sangre que descansaba sobre la hierba, y avanzó hacia la carretera.

Su relación con Jonás había sido algo particular. Solían sentarse en el

cordón de la vereda a contar historias y beber alguna que otra cerveza. En una

ocasión trajo consigo un antiguo manojo de fotografías en blanco y negro, que le

enseñó entre carcajadas.

—Mira —le dijo aquella vez—, esto le pasaba a los que agarrábamos.

La instantánea mostraba a dos militares flanqueando a un adolescente atado

a los brazos de una silla. Una joven versión de Jonás, el soldado de la izquierda,

observaba la escena con fascinación. Su compañero, algunos años mayor, le

arrancaba de cuajo las uñas de las manos con la bayoneta de su rifle. Emilio se

limitaba a observarlo con atención. De vez en cuando hacía algún comentario, pero

la mayor parte del tiempo permanecía en silencio, imaginando las siniestras andanzas

de su tío.

Se detuvo al llegar a la valla de contención. Dos focos creaban pequeñas

lagunas amarillentas sobre el asfalto de la carretera. No era un lugar transitado,

mucho menos lo sería a aquellas horas. Aguzó sus oídos, obteniendo como única

respuesta el susurro de una esporádica brisa que le desordenaba el cabello. Una vez

hubo verificado que no hubiera nadie cerca, decidió regresar.

A solo unos metros de distancia del punto en que había despertado, Julia

Navarro yacía entre unos arbustos. Intentaba llenar sus pulmones con el escaso

oxígeno que era capaz de inhalar, emitiendo estertores similares a los ronquidos de

quien está sumido en profundo sueño. Tenía hundido el hueso frontal, lo cual

provocaba que su cráneo se asemejara a la superficie abollada de un objeto metálico.

La movió con el pie, dejándola boca arriba. Por debajo de su columna, ahora

curvada como si estuviera practicando la postura del pez, asomaba un trozo de

cuero blanco. Castellano perfiló el torso y, con un golpe digno de un habilidoso

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jugador de hockey, le torció hacia fuera la pierna derecha. La mujer aulló e intentó

apartarse, sin éxito.

—¿Tratas de decirme algo? —preguntó Emilio al tiempo que se acuclillaba

junto a ella. De su garganta brotó un vibrante gorgoteo, que distaba de ser una frase

inteligible.

—Lo siento, pero no te comprendo —ladeó su cabeza y se aproximó al

rostro de la joven—. Inténtalo una vez más. Voy a darte otra oportunidad.

Julia reunió sus últimas fuerzas y le escupió un coágulo de buen tamaño,

que llenó de sangre el interior de su oído. El hombre se puso de pie, dominado por

la cólera. Levantó el tronco por encima de su cabeza, en dirección al cielo nocturno.

El trozo de madera describió un arco en el aire y, al llegar abajo, pudo oírse con

inequívoca claridad el estallido de una cáscara de nuez.

Después, reinó el silencio.

Emilio sale de su caravana, bajando de un salto los dos pequeños escalones.

Cae de rodillas sobre el suelo arenoso y vomita hasta que sus entrañas se niegan a

continuar. Escupe, se limpia con el dorso de una mano y alza la mirada al cielo,

donde no ve ninguna estrella. Apoya la frente sobre la tierra (como un musulmán

rezando, piensa por un confuso instante) y vuelve a escupir. El amargor de la hiel

todavía le quema el esófago, y tiene la sensación de que su mandíbula pende de

resortes que vibran sin control. A duras penas se recuesta contra uno de los

neumáticos; prefiere esperar sentado a que cesen los mareos.

Quince minutos más tarde consigue ponerse de pie y volver a entrar. Antes

de cerrar la puerta echa un vistazo a la carretera y, con una extraña sensación de

orgullo, recuerda que de no ser por su caravana aquel tramo de la 71 estaría sumido

en la penumbra. Coloca el pasador, se lanza sobre el sofá y entra en un estado cuasi

comatoso. Se duerme antes de lograr acomodarse, por lo que la mitad superior de su

cuerpo queda suspendida en el aire. Un viejo recuerdo se cuela entre en sus sueños,

mientras resbala hacia una inevitable caída.

Gritos provenientes de la cocina lo despiertan en mitad de la noche. Da un

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respingo sobre el colchón y abre los ojos de par en par. Emilio acaba de cumplir

siete años. Tiene epilepsia, y por esta razón cree que está a punto de sufrir otro

ataque. Sus preludios varían: con frecuencia siente olor a naranjas, otras veces a

comida descompuesta. Escucha un zumbido que se vuelve más y más grave, desea

escapar de él pero le resulta imposible. Cuando está convencido de que van a

reventarle los tímpanos, pierde la consciencia. La parte más peligrosa, aunque resulte

contradictorio, no son tanto las crisis sino las aparatosas caídas que estas provocan.

Se ha lastimado en varias oportunidades, la más grave requirió cinco puntos de

sutura en la cabeza, luego de golpeársela contra la esquina de un mueble. Ha tenido

suerte, y espera seguirla teniendo.

Por lo general despierta en los brazos de su madre, cansado y algo

confundido. A veces llora, y su padre aprovecha cada ocasión para decirle que no

sea marica. Al igual que su hermano tiene un carácter tosco, casi siempre violento.

Él no estuvo en ninguna guerra; es alcohólico. Las batallas son internas, y en la

mayoría acaba derrotado.

—¿¡Puedes hacerme caso por una puta vez, zorra imbécil!? —brama su

padre. El chasquido de una bofetada retumba en las paredes de la casa—. ¿¡Puedes!?

—Creí que no te molestaría —responde su madre entre sollozos. Vuelve a

escucharse un golpe, más fuerte que el primero. La mujer recula y choca contra una

mesa, lanzando algunos vasos al suelo. El niño escucha el estallido de los vidrios y se

mete bajo las frazadas. Su padre habla de una forma muy extraña, como si su lengua

se moviese a cámara lenta. Imagina que se ha convertido en un monstruo, y aquella

idea lo aterroriza. Tanto es así que una cálida humedad aflora de su entrepierna,

extendiéndose luego a las sábanas de Spiderman.

Se cubre los oídos con todas sus fuerzas y aguarda a que todo pase, prefiere

soportar el hedor de su propia orina a tener que oírlos discutir. Con creciente temor

nota que los gritos se acercan a su dormitorio. Gritos acompañados de pasos firmes,

enfurecidos.

—¡No lo lastimes, por favor! —grita su madre, asiendo a su marido del

brazo. Al verse obstaculizado, el hombre actúa sin pensar. Le lanza un puñetazo que

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le rompe la nariz y la hace aterrizar sobre sus glúteos. De un instante al otro la

puerta se abre, y la manta que lo resguarda se eleva con violenta rapidez. Su

progenitor lo azota una y otra vez con la hebilla de un cinturón, tatuándole

horrendas marcas rectangulares. El niño llora, se retuerce y suplica, pero nadie

puede auxiliarlo. Su madre intenta levantarse, pero no lo consigue. No sabe que será

en vano, ya que pronto perderá la consciencia. En el jardín delantero dos gatos

inician un escandaloso cortejo, que coronará aquella sinfonía demencial.

El pequeño cierra los ojos y, aguantando la respiración, espera el siguiente

golpe. Cuando por fin los abre, no sin cierta desconfianza, se percata de que ya no

está en su cuarto. La vegetación le araña los brazos, y apenas puede ver lo que tiene

a su alrededor. Aunque todavía no lo sabe, se encuentra en el mismo lugar donde

veinte años después le dará muerte a Navarro. Tiene aferrado por el cuello a uno de

los gatos que unos instantes atrás pretendía copular en el jardín de su casa. Lo agita

como si de una alfombra polvorienta se tratase, estampándolo contra el suelo. No lo

lanza con la fuerza suficiente (quizás así su muerte hubiese sido mucho más

piadosa), por lo que la hierba absorbe casi toda la energía del impacto. Una gata

negra observa la escena desde un rincón, sabe que ese será también su destino.

El animal se levanta, aturdido, e intenta huir. Sin concederle tal

oportunidad, Castellano lo alcanza y vuelve a sujetarlo del cuello. Haciendo oídos

sordos a los chillidos de dolor y desesperación, saca una navaja multiusos de la

cintura de sus pantalones orinados y comienza a rebanarle la garganta. El felino se

estremece, la sangre brota de su tráquea seccionada y cae sobre la tierra. Corta hasta

cansarse; cuando la hoja roza las vértebras toma la pequeña cabeza y hace palanca

sobre ella para quebrar la espina dorsal, que emite un repugnante sonido

cartilaginoso al partirse. Ya liberada del único nexo que la conectaba al resto del

cuerpo, la cabeza rueda entre los arbustos. El niño la sigue con la mirada, pero ve

que algo ha cambiado: es la cabeza de su padre, que lo observa con una mezcla de

sorpresa e indignación. De su boca abierta emerge un estridente grito, que parece

provenir del mismísimo infierno...

Despertó cuando su cuero cabelludo rozaba el suelo de PVC. Consciente de

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que caería en cualquier momento, revoloteó los brazos como un poseso y se aferró

al respaldo del sofá. Le dolía la cabeza, pero aun así se encontraba mejor. Por lo

menos podía pensar con claridad, y eso le bastaba. El mareo no había desaparecido,

pero la sensación de estar girando en el interior de un microondas era apenas

perceptible. El reloj en la pared marcaba las doce y siete de la noche, lo que

equivalían a tres horas de sueño ininterrumpido.

Sobre la encimera de la minúscula cocina reposaba una caja de ácido

valproico, que recogió antes de salir. Extrajo de ella el prospecto, al cual le echó un

último vistazo, y un blíster, que aún encerraba tres cápsulas anaranjadas. Harían falta

más que unos efectos adversos para dejarlo fuera de combate. Con esto en mente,

lanzó todo a la basura.

Afuera el cielo estaba despejado, pero las estrellas seguían ausentes. Una

gran luna llena coronaba el firmamento, como desde hace mucho tiempo no se

apreciaba. Detrás de la caravana, una camioneta robada descansaba bajo una lona,

que Emilio se apresuró a meter en el compartimento posterior. Abrió la puerta y se

sentó al volante, resguardándose así del viento gélido. Debía deshacerse del vehículo

cuanto antes, puesto que no tardarían en localizarlo. Al mesarse el cabello con ayuda

del espejo retrovisor advirtió, por el rabillo del ojo, la presencia de un palo con

sangre seca en los asientos traseros. Otro elemento del que necesitaba librarse.

Desde aquel punto era capaz de divisar un amplio tramo de la 71 sin grandes

dificultades. La aguja indicadora del nivel de combustible se encontraba por debajo

del ½, pero pasarían varias horas antes de que alcanzara el empty, y aún más para que

se agotara la reserva. Centraba su atención en aquellas minucias, cuando el creciente

ronroneo de un motor lo obligó a alzar la vista.

Una Ford Expedition atravesaba la carretera a toda velocidad. Sus faros se

asemejaban a los ojos de una bestia hambrienta, que corre hacia su presa para

despedazarla. Mientras la observaba acercarse abrió la guantera, posando una de sus

manos en la culata de una pistola. Comprobó su munición y giró la llave en el

contacto para encender el motor, que despertó con un rugido.

Se refugiaba bajo el ala de aquella noche salvaje. Su mejor aliada.

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Al fin y al cabo, él era la bestia.

Andrés Apikian

Uruguay

Blog: https://antologiaderelatos-com.webnode.com.uy/

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22


S

ólo éramos Alicia y yo separados por la delgadez de la madera. Yo

junto a la puerta del baño, atrapado en la rendija donde filtra esa

luminosidad. En la nariz el olor de la piel húmeda. En la piel las astillas

del temor a ser descubierto. Una hoguera se iba gestando en el vientre,

un estallido de los capilares en los labios, en la punta de los dedos, en los ojos.

Y acá esta desnuda de nuevo, inmersa en la boca abierta del silencio,

calladita e inmóvil sobre la plancha metálica. Solo es el azul de sus labios, los

moretones y los coágulos cubriendo algunos centímetros de piel. Hace frío en la

habitación, miro la sequedad de sus células.

Apenas me avisaron recorrí las calles de la ciudad rumbo a la morgue, con

el escozor en las venas, cual si el tiempo se comprimiera al romper los espejos de la

mente, y es ahí donde vuelvo a mirar aquel animalejo que subía por las paredes, sus

patas me recorren otra vez la espalda y pienso en la lengua de Alicia ensalivando mis

axilas.

Con los minutos descolgándose del reloj de la pared, iba una escolopendra

por la verticalidad del muro, ajustando sus articulaciones, goteando su ponzoña

sobre las losetas del suelo mientras mis piernas permanecían atrapadas, como si

estuvieran contagiadas del veneno del bicho que caminaba por el muro, junto a la

puerta, junto a mi; y yo entumido e inmóvil recargado en el deseo, observando a

Alicia desvestirse.

Es ella.

El agente del ministerio público sostiene la blanca sábana con que le

cubrían el rostro. La médico forense, con su bata clínica y sus delgados dedos

cubiertos de látex, va mostrándome las heridas y los moretones en el cuerpo de mi

prima. Los costados han sido desgarrados, a lo mejor por animales de rapiña que

abundan en los basureros donde encontraron el cadáver. Tiene piquetes de insecto

en toda la espalda y en los muslos. Me fijo en los dedos de la médico, en el color

café obscuro de sus uñas, en la delgadez de su muñeca, tiene el pelo recogido, el

cuello alargado, los pómulos realzados y las cejas bien cuidadas.

Detrás de la bruma, miro cada movimiento cuando me acerqué al lugar

23


exacto, esa aspereza de la puerta del baño, puedo sentirla aún: la cubierta de

sequedad arcaica, las líneas inexactas de las circunvoluciones, eran lo único que me

separaba de Alicia. El obstáculo que detenía mis impulsos de niño que abría los ojos

ante la humedad del sexo. Mis trece años dominando el tumbo de mi corazón, las

venas quemando las entrañas.

La tarde que me atreví a espiarla había llovido, la humedad se sentía en las

paredes y una brisa fresca entraba por los resquicios de las ventanas. Mi abuela había

salido como siempre a alguno de esos rezos vespertinos en que las ancianas se

entretienen. El cielo mantenía su negrura amenazante; yo me hacía tonto mirando el

techo y descubrí la escolopendra caminando por los rincones de la casa. La

humedad la había hecho salir de su escondrijo a recorrer el techo y las paredes,

dispuesta a la cacería. La capturé y evitando la mordida la introduje en un frasco de

cristal.

Cuando salí de la morgue, llevé conmigo el collar que de niño le había

regalado a Alicia. Era el artrópodo de la niñez dentro de un cubo de cera. Igual he

guardado el número de teléfono de la médico forense, su letra limpia y ágil me dan

esperanza. Su risa se había destartalado cuando se dio cuenta que le coqueteaba.

Llegó hace tres días, pero fui posponiendo la cita para verla explicaba

mientras me entregaban sus pertenencias. Había sido asesinada como otras tantas

mujeres, se haría la investigación con todos los tiempos y deficiencias que eso

implica.

Cuando Alicia se metió al baño supe que era el momento de aprovechar

para correr a sus cajones y hurgar entre su ropa interior para encontrar la imaginaria

de sus olores. Hasta aquel momento me conformaba solo con esto. Pero esa tarde la

oscuridad del cuarto me permitió darme cuenta que por las ranuras de la raída

puerta, la luz filtraba. Escuché el agua de la regadera.

Ahí estaba yo, junto a la puerta, mirando la transfiguración de todos mis

sentidos, encandilado por la luz como un insecto, dejé el frasco con la escolopendra

en el suelo e introduje la vista. Alicia se pasaba el jabón por las piernas, subiendo

sobre los muslos, y haciendo crecer la espuma sobre la vellosidad del pubis.

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Mis manos quedaron pegadas a la puerta y la pupila creció, como si se

tratase de esos juguetes de esponja que vienen comprimidos dentro de un huevito

de plástico, y aumentan su tamaño cuando les echas agua.

Ella cerró la llave de la regadera, salió a escurrirse, y cuando quedó frente a

mi; vi como la toalla corría sobre sus pechos redondos y relucientes; la tela iba

arrancando las gotas, como la lengua de algún monstruo que la paladeaba, se cerraba

alrededor de su talle y se abría de nuevo girando sobre la cadera, enredándose al

cabello que le continuaba goteando la espalda.

Alicia dio un paso enfrentando mi respiración; se acercó a la puerta, y las

piernas se me hicieron una masa gelatinosa por el calor que me envolvía.

Fue cuando sentí la herida en la pantorrilla, grité y Alicia me descubrió, el

bicho sintiéndose libre me había hundido sus quelas. Con un manotazo, me lo

arranqué, no me dio tiempo de meterlo al frasco, y corrí hacia mi casa.

Yo avisaré a sus padres le había dicho a la médico forense mientras

firmaba los papeles que daban constancia de su identidad, y tuve oportunidad de

rozarle la mano, ella me lanzó una mirada invitadora. Quedamos de ir a cenar. Bajo

la bata clínica me he percatado de sus diminutos senos y no pude resistir, de nuevo,

la tentación.

Ardiendo en calentura me visitó Alicia en mi cuarto. El veneno del

artrópodo me dejó indefenso. Mi prima me había traído el animal dentro del frasco,

remojado en alcohol.

Desde entonces comenzó a meterse a mi cuarto tumbándose en la cama

para quedarnos mirando el techo, y le enseñé mis juguetes con los que torturaba

insectos, y otras alimañas. Pusimos el frasco con la escolopendra enfrente de la

cama, y Alicia me enseñó a recorrer su cuerpo: primero a mordiditas, y luego sorbo

a sorbo hasta quitarnos el aliento.

Me acostumbré a esa mágica furia con que supo atrapar mi lengua.

Yo le presumía mis aficiones de diversión con toda esa fauna rastrera que la

gente odia, y son parte de mí. Comenzó a ayudarme a alimentar tarántulas, a ver

cómo los alacranes sujetan a los grillos para devorarlos; toda esa violencia

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depredador-presa, nos excitaba hasta el orgasmo. Llegamos a cazar escolopendras

para dejarlas caminar sobre la cama mientras enredábamos la piel. Nos

acostumbramos a su ponzoña.

Por eso le regalé el collar. Había enrollando la escolopendra como un

caracol, y lo cubrí con cera líquida que al enfriarse formó un cubo sólido, hice unos

cortes con un micrótomo, luego lo guardé en un relicario que robé en una iglesia, le

crucé una cadena de plata que era de mi madre, y lo colgué a su cuello, para que

cayera entres sus enormes pechos, hasta que llegara el momento de olvidarnos. Y

supe que, a pesar de los años que me llevaba, por más que quisiera, no podría

arrancármela de encima.

Quiero pasar contigo las vacaciones, había dicho por teléfono. Pero no

pude reunirme con ella hasta que la policía vino por mí. Encontraron su teléfono

portátil con la última llamada a mi número. Su cadáver tirado en la basura.

Camino por el interior de este parque con el collar de Alicia entre los dedos.

Puedo ver la rigidez del miriápodo dentro de la cera. La sequedad de mi prima en la

memoria, sobre la plancha metálica, sin más gritos de dolor y sangre escurriendo.

Al anochecer pasaré por la médico forense para ir a cenar. He atrapado

algunos alacranes para divertirnos.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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27


-¡B

uenos días! ¿no cree que falte una expresión para

saludar cuando no es todavía de madrugada y tampoco

la hora permite decir que se trata de la noche?

Buen insomnio podría ser.

Concuerdo, ¡buen insomnio entonces!

Estaba por cerrar la garita cuando llegó este pasajero a comprar el último

pasaje en bus hacia Mulchén. Andaba tan abrigado que parecía decidido a pasar las

cuatro horas que faltaban para el siguiente bus, ahí mismo en el terminal. No era

recomendable para un señor de su edad, estos sureños son engañadores en todo

caso, el pelo blanco y su postura de derrotado lo hacían parecer de unos sesenta y

cinco años. Tal vez recién andaba por los cincuenta y la vida pesada del campo lo

habían deteriorado.

A Mulchén los pasajes ¡la ciudad de la amistad!

Me miró con cara de por favor deje de repetir el mismo chiste mi

mueca, en lugar de sonrisa, hizo las veces de disculpa y entendí que debía quedarme

callado, pero faltaba mucho para que llegara mi compañero a sacarme del turno y a

veces me daban ganas de hablar para pasar el rato. Hablar, no conversar, eso es un

arte más sofisticado, pocas veces he alcanzado ese nivel. Cuando no había pasajeros

en el terminal, cerraba la garita y me pegaba un pestañazo con la radio y la luz

prendida. Si no tenía tantas ganas de dormir, me hacía un té y unas tostadas con

mantequilla, ojalá de marraqueta, las de hallullas rara vez quedan buenas, menos con

ese pan recalentado que venden por ahí ahora.

Mi compañía inesperada, me recordaba lo solo que estaba. O peor, que

estuviera ahí, sentado al frío, con esa expresión imperturbable en su cara, la soledad

se convertía además en falta de libertad. Leseras de uno, seguro el pasajero esperaba

pasar un rato tranquilo y no quería nada de mí, pero ya sabe, la crianza lo formatea a

uno. No pude conmigo mismo y le ofrecí la bendita y tan chilena taza de té, mi

pancito no, eso sí que no. Hace tiempo me lo prohibieron por el colesterol, pero no

hay caso. No hay tonto malo pa´l pan decía mi abuelo y es una verdad revelada.

No, gracias. No se moleste.

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No es molestia.

Puedo jurar que dije eso último como un automatismo, no quería insistir,

pero uno, por educado, siempre hace una de más, igual que los gambeteros en el

fútbol. El solitario pasajero se hundió en su parka verde y el gorro de lana, tomó con

fuerza el bolso que había dejado en el suelo y luego pareció tomar vuelo para

levantarse.

No vuelva a dirigirme la palabra, supongo que también puedo perder la

cabeza con usted.

Se puso de pie y se fue a sentar en el banco de más allá, donde no estaba la

protección del muro de la estación. Por si no me quedaba clara la idea, agregó:

O peor, usted la puede perder conmigo. La cabeza.

Hizo un gesto, señalando la propia, como pegándose un tiro. Me recorrió

un escalofrío por toda la espalda. Miré su bolso, pensé lo peor.

Me encerré y puse mi cartel en cartulina blanca.

Tengo frío.

Estoy adentro. Si necesita atención,

con un aló entenderé y le abriré.

Gracias por su comprensión.

Cuando lo escribí, me pareció buena idea, no contaba con que la gente no

iba a entender: recibía golpes en la ventanilla, gritos, chiflidos, hasta patadas en la

puerta, dependiendo de lo primitivo del pasajero. También hay gente tímida, que no

se atreve a nada, por ellos es que, cada cierto rato miraba por si había alguien

esperando atención.

En una de esas confirmaciones, salí, miré al pasajero del gorro chilote y lo

vi acariciando algo en su bolso, imaginé un cachorro de perro o de gato, se supone

que deben declararlo antes de viajar. Lo informaría más tarde al chofer del bus.

Volví a entrar. En mi espacio de vendedor de pasajes tengo de todo. Le

digo la cápsula espacial. ¿Ha entrado alguna vez a un kiosco? Así aprendí a organizar

mi lugar de trabajo. Muchas veces he pensado que sería mejor para mí tener uno de

esos, leería de todo, sabría muchas cosas, podría hablar de casi cualquier cosa. Aquí

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no puedo leer, tengo un mini Tv y ahí me entero de lo que pasa.

Hay cosas que uno ve que no se pueden olvidar, ¿le cuento de una? Una

mujer llevaba por la calle la cabeza de una niña, la sujetaba del pelo, ya no goteaba

sangre, eso significaba que llevaba mucho rato caminando con ella, en la otra mano

llevaba un cuchillo. Dieron esa noticia en la TV, en la sección de actualidad

internacional. Parece que era en Londres o Moscú, no estoy seguro. Dijeron que la

gente la veía pasar y pensaban que era una cámara escondida, un disfraz de

Halloween o la filmación de alguna película. Nadie la detenía porque la escena era

tan inverosímil que no daban crédito a sus ojos.

Hay un tango, Por una cabeza, de Carlitos Gardel:

Por una cabeza

Si ella me olvida

Qué importa perderme

Mil veces la vida

Para qué vivir

Por eso no pude estudiar nada, porque paso de una cosa a otra, es que ese

tango tampoco se puede olvidar, es lo único que asocia la canción y la cabeza de la

niñita, muerta a manos de una loca sin medicamentos. Lo que no resisto es pensar

en…no, no puedo comentarlo siquiera.

No entiendo por qué esta noche se me hace más eterna que otras. Pareciera

que al reloj mural le duele pasar de un segundo a otro, indeciso, como si quisiera

quedarse en el instante previo. El té no se enfría y ya me comí mis dos tostadas con

mantequilla. La oscuridad continúa invadiendo el terminal. Tal vez sea buena idea ir

por más agua y hacerme otro té, la del hervidor se me acabó. Así se enfría el que

tengo servido y tengo una excusa para matar el tiempo esta noche. Puse otro cartel.

Vuelvo enseguida.

Gracias por su comprensión

Tengo varios, para distintas circunstancias. Mantener informados a los

clientes es prioridad dice mi jefe.

Si hubiera tenido la oportunidad, le hubiera preguntado ¿qué hace aquí? ¿de

verdad va a Mulchén?, sobre todo quería preguntarle qué llevaba en el bolso, si era

un animal, tenía que avisar al conductor. Entonces hice algo de lo que me arrepentí

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en el mismo instante.

¿No le ha pasado a usted? Responde un mensaje de WhatsApp o peor,

envía uno y mientras lo escribe ya se está arrepintiendo, pero igual continúa. Es

como si uno viera el trailer posterior de la vida y a pesar de eso sigue. Sang

froid, hubiera dicho Juan Verdaguer[i]. Usted puede buscar explicaciones, pero no la

hay.

¡Amigo, última oportunidad! ¿una tacita de té p´al frío?

Solo me miró con furia, pero el destino es el destino, decía mi abuela. Uno

corre para arrancar de él, ignorando que se dirige precisamente a cumplirlo.

Ya, oiga, cuando se suba al bus avise que lleva un cachorro en el bolso, lo

divisé haciéndole cariño hace un rato ¿es un perrito, lo puedo ver?

Supongo que el agua para el hervidor le habrá servido para limpiar el piso

del terminal. Ahora sentí en mi propio pescuezo lo frío y afilado de un cuchillo

carnicero enorme. Dejó mi cuerpo decapitado en mi cápsula espacial. El tipo no

carecía de educación, para informar a los pasajeros, dejó un cartel, escrito con mi

propia sangre.

Espere a mi compañero,

He perdido la cabeza.

[i] https://www.youtube.com/watch?v=I5wpUnByCVQ&t=118s&ab_channel=gustavorafaelMaldonado

Minuto 13.36.

XIMENA CANDIA CORVALÁN

Chile

Blog: https://nopoderdecir.blogspot.com/

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32


M

ariana salió a la calle y sintió el olor a azufre, su despacho

estaba muy cerca del balneario. Ese olor le recordaba cada día

que debía dejar de orientar la vida de los demás para intentar

dirigir la suya.

Sus pies fingían caminar decididos, sus manos la delataban. El dedo índice

empujó un pellejo del dedo pulgar hasta que fue lo suficientemente largo y lo

terminó de arrancar con los dientes.

Entró en el Parque de las Fumarolas, donde las pozas estaban en ebullición.

Las columnas de vapor ascendían abriéndose camino entre la noche oscura. Allí el

olor era aún más intenso y se le quedó pegado a su pelo negro. Una gota de sudor

resbaló por el escote de su vestido. Al pasar por el camino de grava, una piedra se

introdujo entre la planta del pie y su sandalia. Caminó varios pasos con ella clavada

en el empeine, sintiendo un ligero dolor. Intentó quitársela haciendo equilibrio, pero

finalmente decidió sentarse en un banco. Al agacharse para sacarse la sandalia, sus

gafas se deslizaron hasta la punta de la nariz, y ella las subió con un movimiento

rápido de su dedo índice. La piedra era muy pequeña, cayó rebotando tres veces

contra los adoquines.

Unas voces llamaron su atención. Una pareja joven se acercaba en sentido

contrario. Al llegar a la fuente de aguas sulfurosas, la chica le salpicó al chico entre

risas y él intentó hacer lo mismo. Actuaban como niños aunque debían de tener

unos veinticinco años. Ella les dedicó una sonrisa cansada. Una polilla pasó volando

y Mariana siguió su vuelo torpe con la mirada. La polilla llegó hasta una farola que

alumbraba unas hortensias azules, ella nunca había conseguido unas hortensias de

un color tan intenso. Atraída por la luz, se introdujo por un orificio y se quedó

atrapada en la farola, golpeándose contra los cristales.

La pareja continuaba alrededor de la fuente, bebían y ponían muecas ante su

sabor extraño. Seguramente eran turistas. Se fijó en el chorro de agua que caía de la

fuente y de repente sintió sed. Entonces recordó que no había guardado la botella

de agua en la nevera. Un escalofrío de miedo ascendió por su espina dorsal, como

una columna de vapor, y le pellizcó la nuca. Mierda, Nuno se iba a enfadar. Llegaría

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a casa cansado y de mal humor y, cuando fuera a beber su agua fresca, vería que a

ella se le había olvidado fuera. Otra vez. ¿Por qué lo había olvidado? ¿Qué le había

pasado? Siempre intentaba recordarlo, pero algo había ocurrido después de llenar su

vaso. La habían llamado por teléfono, sí, eso había sido. Visualizó la botella sobre la

encimera de la cocina. Se enfadaría muchísimo, la llamaría inútil, y torpe, y tonta, le

recordaría todas las cosas que hacía mal cada día, y ella se sentiría pequeña y débil,

como una polilla. El miedo se enredó con la vergüenza. No lo podía permitir. No

debía sentir miedo de la persona con la que compartía su vida. ¿Qué le diría a un

paciente en su situación? ¡Era tan fácil cuando no se trataba de ella!

La pareja se alejó. Observó sus siluetas mezclándose con la neblina. Iban

abrazados, él le besaba a la chica en el cuello.

Decidió hablar con Nuno al llegar a casa. Estaría tan enfadado que

provocaría una discusión. Ella aprovecharía para hacerle ver lo exagerado de su

reacción. Le confesaría que le tenía miedo, que cada día entraba en casa asustada

pensando qué habría hecho mal, que al oír su voz todos sus músculos se ponían en

alerta, que tenían que solucionarlo o ella se iría de casa porque no lo aguantaba más.

Sintió un pinchazo en el dedo pulgar, se había arrancado demasiada piel.

Tenía una perla de sangre, la chupó y sintió su sabor a hierro. Hierro y azufre.

Se levantó del banco y siguió caminando. Esta vez sus pies iban decididos

de verdad. Repasó la conversación en su cabeza una y otra vez, con diferentes

reacciones, con diferentes respuestas. Se sintió fuerte. Llegó a su casa y abrió la

puerta con la sensación de tenerlo todo bajo control.

Desde el salón vio que él estaba fumando en la terraza, junto a las

hortensias, las que no tenían un azul tan intenso. El humo de su cigarro ascendía

abriéndose camino entre la noche oscura.

Mariana pasó a la cocina y vio que la botella seguía sobre la encimera.

Quizás no la había descubierto. Entonces igual no estaba enfadado. Pero de todas

formas tendría que hablar con él. Aunque había tenido un día duro y estaba muy

cansada. También podían hablar otro día. Sí, definitivamente podían hablar otro día.

Se desvistió y se puso su pijama, el que Nuno le había regalado por su cumpleaños.

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Se metió en la cama y se recostó sobre la almohada, sintiendo el olor a azufre de su

pelo. Siempre le recordaba al olor de los huevos podridos.

CRISTINA OLEBY

Suecia - España

Página WEB: https://cristinaoleby.com

Facebook: https://www.facebook.com/cristinaolebyautora

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V

ladimir de nuevo en el cuadrilátero.

***

“Miralo, ahi´ta ese muchacho ´e nuevo. Por San Pachito lindo que

no lo vayan a dejar todo ensuciao´e sangre” exclama Mama

Josefa, con sus ochenta y tantos años, mientras enciende una veladora a San

Francisco de Asís y otra a San Judas Tadeo para luego subir el volumen de la radio.

Don Temístocles y Faustino (Fausto) dan largos sorbos al aguapanela humeante de

sus tazas. Por el aparato se oye que narran en forma muy elegante como se ablandan

la carne dos hombres.

Mama Josefa recuerda como el menor de sus nietos iba todas las tardes, en

forma casi ritual, a una vieja cancha dotada con bultos rellenos de trapo, sogas

malolientes y tiza de magnesio para las manos de los jóvenes púgiles del occidente

colombiano. En lo que era llamado “El polideportivo” de la ciudad. El agua fría del

pacifico colombiano, se filtraba por todos lados para vertirse en pequeños lagos;

pequeños, pero ocasionaron el daño suficiente a los descalzos pies de Vladimir a sus

trece años. Corría sin parar el año 97.

***

Vladimir en Nueva York, recibiendo crochets, hooks y directos, a la vez

lanza escupitajos al suelo de su campo de enfrentamiento. De esos movimientos, el

primer hook a la quijada se lo dio su hermano mayor, Franklin, en medio de una

golpiza que le fue propinada por defender su pedazo de la cama. Dicho suceso y

otras palizas le enseñaron a no meterse en lo que no debía y que “En esta vida, no se

debe ser sapo, papi”. Pese a todo, Franklin era un gran deportista en potencia, al

momento de enfrentarse a la salida de la escuela, olvidaba que la camisa del

uniforme debía mantenerse inmaculada.

Sus piernas gruesas y su frondoso pecho evocaban al Hércules del Valle del

Cauca. El dominio de su cuerpo venía desde su pie derecho, adelantado al cuerpo y

que hacía espectacular juego con lo erguido de su columna al tipo del griego Mirón,

mientras preparaba el maravilloso uppercut (de esos que tan bien le salían). Ese

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Frank era bajado del mismísimo Olimpo, con sus músculos, sus fuertes manos,

amplios pies y rostro de expresión adusta.

Los golpes de Frank eran tan certeros que lograban bambiar los cuerpos

que los padecían y poner a bailar la mirada de los espectadores. Llegaban como

rayos y más de una vez ocasionaron sendos moretones, sangrados capilares y

raspaduras por las palmadas callosas de su autor. Franklin tenía sangre de Mohamed

Alí y Picasso por ser artista con los puños. Todos auguraban futuros halagüeños

para Frank; Manchester, Oaxaca, Puerto Rico, Arlington y Las Vegas, junto a otras

grandes y opulentas ciudades que aclamarían con fuerza su nombre y pondrían en

cartel las apuestas por esos puños de acero.

***

—Franklincito tenía mucho músculo y poca visión —decía Don

Temístocles, su abuelo de grandes manos y ojos brillantes— el muchacho, ese, solo

pensaba en pelear, surtir bambucazos a la salía´e la escuela. Su cuerpo era grande

pero, en su cabeza, el chininín pensamientos era solo hacer para comer y tener ganas

de pelar. Era un comeviejo de tiempo completo, cuando su papá hablaba de escasez,

él se proponía para cortero, pescador, carguero o lo que fuera. Nos importaba más

que estudiara el muchacho, pero él: “nah, nah, nah”. —La radio perdió el sonido

por dos segundos, nada que un manazo no pueda solucionar.

***

Vladimir, el boxeador bonaerense que no para de correr descalzo por las

playas enlodadas, malolientes a meados y adornadas por las piedrecillas, los perros

olvidados de la mano de Dios y San Francisco, y los vidrios de botellas rotas que los

borrachos dejaron tras su tambaleante paso.

A sus largas zancadas siente como la arena se mete entre sus dedos, como

tras su paso deja marcas de pies talla cuarenta y tres. Corre camino a ver a su abuela

para ayudarle a vender las sabrosas empanadas de cambray. Siento que esta

narración sería más poética si el joven Vladi cantara un:

“empanadas de cambray,

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para las viejas, aquí hay,

e que no me las compre, déjelas ahí”

a modo de Petronio, pero no. Vladi es el encargado de recibir el dinero y

entregar la chuspa con la mercancía. Pasan por cantinas, bares y solares, las

empanadas salen a la venta en un dos por tres. Esos tiempos ya se fueron hace más

de nueve u once años.

***

Al paso en que el enfrentamiento avanza, siente su rostro cosquilleante tras

el golpe propinado por su oponente brasileño. Cada milésima de segundo se

convierte en la reminiscencia de su primer enfrentamiento: “El que lo

internacionalizó”, como lo afirman periódicos como “El Puerto”, “Buenaventura

Viva” y “El Reflector”, esos recortes están exhibidos en la cabecera de la cama de

sus abuelos.

Recuerda la exaltación y los nervios que corrieron por todos sus

neurotransmisores al presenciar aquella dama verdosa que llaman Libertad. Se

manifestaron a manera de choque eléctrico, correr de sangre por sus venas junto a

un bombeo acelerado del corazón, el cual puede percibir él mismo al apretar los

puños y cerrar los ojos para hacerse a la idea que lo vivido no fue un sueño.

Esa Estatua de la Libertad es tan inmensa que puede ocupar una pantalla de

televisor o la primera plana de un “New York Times” o un “El Puerto”. Piensa

mientras pasan del sur de Manhattan camino a la iluminada Nueva York. Las manos

le sudan y la nariz le gotea por el aire frío.

***

Fausto, su entrenador en Buenaventura, se hace a la idea que el boleto de la

fama y el éxito que se ha llevado a Vladimir a miríadas de destinos con el propósito

de romper jetas a punta de bambucazos es módico frente al destino que le corrió

pierna arriba al ya difunto Frank.

—Franklin se nos fue al otro lado por un lío de faldas que encontró por

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andar con ganas de matar los fules ¡sí que había hambre en la casa de la señora

Josefa, Dios bendito! El día que ese muchacho se dio por finado, lo mandaron al

guabo como si fuera una cosa o un perro —los ojos se enlagunan—. El día que lo

encontraron tirado en la vía rumbo al cañaveral (donde había trabajado como

cortero hacía unos meses), sus compañeros casi no lo reconocieron por lo mal

trajeado que lo habían dejado, sangrado y hasta coquimbo estaba el muchacho. Fue

una gran pérdida para todos. El día de su sepultura, hubo ron y lagrima a moco

tendido despidiendo al Franklin. Al rato ya se les había olvidado el muerto

embombado en el cajón y lo mandaron chispiando al hueco —contó el entrenador

terminando con una voz temblorosa que disimulaba con sonrisas y miradas al

horizonte.

Mamá Josefa se persigna, aprieta el rosario y se pega aún más a la radio,

mientras Don Temístocles le frota el hombro como símbolo de consuelo.

***

Esa acción de romper hocicos y enñatar rinozonas le ha mostrado el globo

como solo a una pop-star u otro tipo de celebridad se ha de presentar. Ayer amaba

las chiquitecas que se hacían para el disfrute de los jóvenes. Eso en los días que se

tenía presente que los progenitores de los asistentes no se encontraban en el sitio

para ver a sus hijas danzar como patiperras y que al otro día el despertador no iba a

joder para ir a la escuela.

Hoy ya está habituado a escuchar a un tal Chopin en medio de caras

comidas, chicas ensiliconadas y con la ambientación proporcionada por las gracias

hechas de la champaña y el brandy, que hacen que las lenguas hagan sonoras más

sandeces que de lo normal.

***

Una vez en el ring, Vladimir recibe un golpe lateral, tal como los que su

padre le propinaba con una gruesa correa por agarrarse a trompadas a la salida de la

escuela; una escena para nada extraña durante su vida como mocoso.

El viejo, ya alcoholizado, nada quería saber sobre peleas, puños y los

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dolores que traían a su mente la imagen de Franklin. El licor y las cachaloas siempre

le gustaron a ese hombre, por eso Vladi pensaba que su madre, Jaslenis, había

fallecido de tristeza y dolor el día que él nació.

Su papá tenía las manos igual de nutridas como Frank y Vladi, solo que su

progenitor las usaba para amasar nalgas de las desconocidas esparmadas que

cambiaban un rato de coito por unos pesos con que llevar el pan a su casa. Él, ya

viejo, andaba con las ropas con olor a moho, con las barbas largas y espesas por las

calles de mala reputación de la ciudad. Muchos decían que se hacía ufano de la fama

de su hijo y otros decían que lo maldecía por “andar embombado y oliendo a

Chanel, con reloj melo, anillos melos y ropa cara, mientras su papasito huele a

mierda en un pueblo ´e mierda”.

—El viejo murió del hígado y no sé de qué cosas más pero los últimos días

se vio muy mal —Dijo Faustino.

—¡Hasta sangre tosía! —Apuntó Doña Josefa.

***

A pesar de sentir dolor, Vladimir, en el noveno o décimo round le soltó una

sonrisita en la cara a su adversario; acto que dejó suficientemente confundido al

brasilero tanto para distraerlo, y hacerle un gancho que le hizo escupir el protector

dental de tan pesada mano que lo sumió en el fatal microshock que lo dejara tendido

en el suelo para posicionar a Vladi como el vencedor en el enfrentamiento. Minuto

veintinueve del encuentro.

No hace falta ser gran matemático para darse cuenta de que del minuto

veintinueve al treinta y tres hacían falta 240 segundos. 240 segundos en los que el

nockeado hubiera sido Vladi; pero no, el referee levantó el monumental brazo del

morocho bonaerense, que en contados instantes lucirá uno de esos cinturones que

dan cuenta de la batalla conquistada y de la nariz que se acaba de achatar. Más allá

de pensar en la celebración, las sustancias, las mujeres y los caros licores, Vladimir se

persignaba dando gracias a San Pacho y a San Judas, mientras pensaba que,

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definitivamente “es mejor ser rico que pobre”. La prensa lo aclama y de sus palabras

sale:

—Un saludo pa´mi abuela que no me deja y más encima me encomienda.

Al otro lado del globo quitaron la luz y ni Doña Josefa, ni Faustino, ni Don

Temístocles alcanzaron a oír el saludo de su Vladi. La oscuridad lo llenó todo tras el

estallido del transformador.

MARIANA CÁRDENAS DÍAZ

Colombia

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C

iento treinta. Ciento cuarenta, ciento cincuenta, ciento sesenta. Y

más.

Una recta larga, sin curvas a la vista.

El hombre pisa el acelerador hasta el fondo, las manos firmes al

volante y la mirada al frente, fija en el asfalto; el cielo despejado y el sol en lo alto

acompañan la velocidad creciente. Nadie en la ruta.

Y en su corazón tampoco.

Los acordes de «It must have been love» se escapan del pendrive y le

atraviesan los oídos.

Y esa lágrima insidiosa, molesta, por fin se decide a caer.

Ir a visitar a la abuela. La obligación (no tanto, en realidad) de cada fin de

semana. Sonríe ante esta última ocurrencia.

Saca un instante los ojos de la ruta y, desde el retrovisor, los fija en el

asiento del bebé. Ámbar. Pequeño pedacito de luna —así la llama Jorge, el papá—.

Su hijita duerme, y ella vuelve a mirar hacia adelante. El martes próximo va a

cumplir un año, y la mujer no sabe si su madre viajará de Rauch a Tandil al festejo.

Imagina que la abuela no querrá perderse la fiesta por nada del mundo; pero su

madre es tan especial…

Siempre lo dice Jorge: «¿Qué tiene tu vieja contra mí? No la entiendo». Ella

tampoco. ¿Será que tiene miedo de que su yerno abandone a su hija y se vaya con

otra, como lo hizo su propio esposo hace tanto tiempo? Ella sabe, Jorge no es así…

aunque es imposible que le robe el fútbol con amigos del sábado a la tarde para que

vaya con ella a ver a su suegra. «Ni en pedo, amor: demasiado tengo con tu vieja

cuando viene para acá».

En fin. Supone que el tiempo acomodará las cosas entre Jorge y su madre; y

Ámbar, imagina, tendrá mucho que ver.

Los ojos color miel. Y esa sonrisa que derretía su coraza de iceberg. La

fineza de su piel, las curvas peligrosas que él había aprendido a recorrer, las mil y

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una formas en que ambos se fundían con el otro, sin esconder nada…

Y la vez aquella en que él regresó de la oficina y ella lo abrazó hasta casi

cortarle la respiración. Lloraba, pero de alegría. El test había confirmado sus

sospechas, y por fin el embarazo tan buscado llenaba sus vidas. Él sintió una leve

molestia en los ojos, pero no lloró; aunque el hielo algo se resquebrajó cuando la

besó.

—Te amo —le dijo él. Y ella supo que era verdad.

La joven fija la vista en la ruta —no sobrepasa los ciento diez kilómetros

por hora: consejo de Jorge cuando le enseñó a manejar—. Entiende a su madre;

entiende su miedo a que el pasado se repita, pero no lo comparte. A pesar de que el

contacto con su padre, el abuelo de Ámbar, es casi nulo, la vida le sonríe por todos

lados. Es contadora, y trabaja en uno de los principales estudios de Tandil; y su hija

es una belleza, como el papá. Es igualita: ojos claros, pelo negro, la piel morena...

La piel de Jorge… Cómo le gusta sentirla pegada contra su espalda,

mientras se entrega entera, y las manos expertas de él la aprietan justo ahí.

Suspira, algo excitada; separa las piernas, se levanta un poco la pollera y

busca con su mano derecha la humedad de ahí abajo. Acaricia. Cada vez más rápido,

cada vez más atrevida. Y sin dejar de suspirar.

Cuando supieron que esperaban un varón, enseguida se pusieron de

acuerdo con el nombre: Milo. Como Manara, como Lockett, artistas que los dos

admiraban.

Los movimientos que la mamá empezó a sentir devinieron en varias

conjeturas; ella decía que iba a ser futbolista: las pataditas la acariciaban por dentro y

la llenaban de felicidad; él decía que iba a ser abogado, y así continuar la tradición

familiar —lo hacía más para molestarla a ella, y reírse juntos después, que por propia

convicción—.

Pero todo se complicó. La sangre, los dolores intensos de su mujer, la

urgencia, la desesperación, todavía resuenan en su cabeza.

45


Recuerda con exactitud cada segundo. Los gritos de ella en plena noche; la

velocidad del mismo auto que hoy maneja, para llegar de su casa al hospital; la

prohibición de entrar a la sala de partos; la espera inmanejable. Y la cara del doctor

cuando salió de ahí.

Era la cara de la muerte.

De la muerte de su esposa y de su bebé.

Hemorragia interna puerperal… seismesino… Jamás iba a olvidar esas

cuatro palabras.

Regresa del pasado con la misma velocidad con la que conduce. Vuelve a

putear a Dios, como tantas veces lo ha hecho: la soledad duele, y no hay nada que la

cure.

Entonces, toma la decisión.

Los mismos estertores, pero distintos; la misma explosión, pero no igual.

No hay nada como volar con Jorge adentro de ella; pero está bueno satisfacerse sola

de vez en cuando. Relajada, satisfecha, vuelve a concentrarse cien por ciento en el

manejo.

Escucha moverse a Ámbar en su asiento. Unos segundos después empieza

el llanto; ha perdido el chupete, y debe tener hambre. La madre gira apenas la cabeza

para hablarle y consolarla.

—Ya llegamos, amor, falta poquito.

Son sus últimas palabras.

Ve el auto que viene por el carril contrario, y mira el cuentakilómetros.

Clavado en ciento sesenta.

Sostiene el volante con una mano, y con la otra se desabrocha el cinturón; la

alarma lo ensordece y tapa la música del pendrive.

Con los ojos bien abiertos, y cuando ya no hay tiempo para nada, se cruza al

otro lado de la ruta.

Y vuela.

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Vuela dividido en dos: su cuerpo sale por el vidrio delantero,

implosionando, destrozándose, rompiéndose a la par de los dos autos, expulsado del

suyo propio con la velocidad de la luz; su alma, por el contrario, flota inmóvil

encima del desastre.

Se ve a sí mismo, o lo poco que queda de él, al costado de la ruta. Y

también la ve a ella: sus ojos siguen siendo color miel, y él sabía que lo estaría

esperando.

Pero su mujer no sonríe.

—Así no, amor —dice ella, y desaparece en el aire.

Una niebla repentina lo envuelve, asfixiándolo. Todo se vuelve gris. Un

hedor insoportable lo cubre todo. Hace frío. Escucha gritos que se acercan. Alguien

lo toma de los hombros, por detrás, con fuerza titánica. Se da vuelta; no hay nadie,

pero escucha una voz, que no es la de su mujer:

—Condenado. Para toda la eternidad.

Sucumbe aterrorizado en la bruma helada. Está solo; no, solo no: las

imágenes lacerantes de su esposa y su hijito, los dos en la morgue del hospital, se

agitan frenéticas a su lado.

Y él sabe que será así para siempre.

El auto se cruza de carril y se mete, literalmente, dentro del suyo. El

impacto es feroz: la trompa de su propio auto se contrae como el fuelle de un

acordeón y escupe el motor contra el volante, que aplasta el pecho de la mujer. El

airbag no sirve de nada: los pulmones y el corazón explotan en un segundo, y lo

riegan todo del color rojo metálico de la muerte.

El olor del combustible impregna el aire. Hace calor. Mucho calor. Ámbar

no conoce el fuego, y llora; pero no de hambre, esta vez, sino de dolor. El asiento

del bebé ha resistido el choque, pero un pedazo de vidrio ha lastimado una de las

mejillas de la pequeña. Su berreo es lo único que se escucha en la soledad de la ruta.

Hasta que lo ve a él.

Sentado a su lado, en el asiento trasero del auto, hay un nene. No tiene más

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de un año y medio de edad, y le sonríe, y la toma de la mano.

—Perdoná a papá —le susurra él, en el idioma de los bebés. Ámbar se

calma por completo; sonríe, también, y una última lágrima le moja la herida cuando

deja de llorar.

Las puertas del Cielo se abren en medio de la explosión.

JUAN ESTEBAN BASSAGAISTEGUY

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/juanesteban.bassagaisteguy/

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Twitter: https://twitter.com/juanebassa

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49


E

lla, que siempre descuidó el amor de su marido y la crianza de los

hijos, ahora debe estar encerrada con ellos un mes.

La disfuncionalidad del hogar llegó de a poco, como si estuviera

signada por el destino de un enemigo. Desde que se casó puso una

pared limitante en el mundo familiar. Trazó las fronteras de lo básico con lo

necesario para sobrevivir. Esta barrera zanjó los sentimientos y sirvió para que la

vieran con aires distantes, tal vez resentidos.

En realidad, esa no fue la idea que la llevó al altar. Las circunstancias de la

vida se portaron mejor con ella que con el padre de sus hijos y muy pronto los

rigores profesionales la absorbieron. Fue necesaria su intervención para llenar a fin

de mes y pagar cuentas.

El círculo amical le alimentó la idea de que sus seres queridos la odiaban.

Fue incapaz de procesar la mala leche de las amigas para superar la chismosería

apabullante. El resultado fue el desastre progresivo en la intimidad de la casa que

está apunto de cancelar.

Max fue consciente de la situación y rumió su frustración. Paulatinamente el

amor que lo embrujó pasó a ser la devoción enfermiza por los hijos y tener sexo

furtivo con la empleada de turno se convirtió en el desafío cuando los niños estaban

en el colegio. Fue la manera sado masoquista de paliar el fracaso y evitar el divorcio.

Se envolvió en la rutina y pasividad. Prefirió el hogar seguro y renunció a las

aventuras descabelladas que se propuso al pedirle matrimonio. Quedó reducido a la

mínima expresión de la auto estima varonil.

Al emborracharse con los amigos, Max aflojaba la lengua y sostenía que era

casi una hazaña tener sexo con su mujer. Rocío siempre lo esquivó aduciendo estrés

laboral, falta de sueño o un sinnúmero de dolencias ficticias. Para Max, copular con

ella representaba el triunfo de su existencia y haberla embarazado, un milagro.

Max gastaba su escaso dinero en universitarias a quienes deslumbraba con

verbo florido y ademanes de dandy. Aprendió el arte del engaño marital. Se

transformó en el artista de la mentira callejera y en el malabarista de la oportunidad.

Nunca perdía la ocasión de bajar un calzón para enredarse en un romance mentiroso

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y luego aparecer con una sonrisa en los labios, como si hubiera recibido la

felicitación del jefe de la revista donde trabajaba como corrector.

Para la opinión de los demás, Max era el ejemplo de la fidelidad y mejor

exponente de los valores de un padre de familia, En buena cuenta, la imagen que

proyectaba era impoluta y merecedora de reconocimiento. En su fuero interno

gozaba con esta fama y suspiraba contento al saberse envidiado de alguna forma.

Jamás mostró un resquicio de evidencia y se graduó como el sumo sacerdote del

buen samaritano, devoto, abnegado y decente a carta cabal. Poco le faltaba para que

le salieran alitas como los ángeles y lo beatificaran. Para sus amigos era el prototipo

del varón domado y digno ejemplo de lo que un macho alfa no debía ser.

Los hijos lo veían como el súper héroe de comics, dispuesto a sacrificar la

vida por el bien de la humanidad. Lo adoraban y era el maestro, consejero y

educador de la casa. Lo admiraban y disfrutaban la forma cómo elaboraba

panqueques, pizzas y parrilladas en el horno de cerámica del jardín. Era el capitán

América de sus sueños infantiles y empezaron a cuestionar a su mamá por la forma

cómo lo criticaba, gritaba y a veces lo enviaba a dormir a la sala.

Las disposiciones gubernamentales obligaron a la población a guardar

cuarentena obligatoria. La pandemia viral cobraba vidas diariamente y la seguridad

de la casa era la garantía de seguir con vida. Max y sus hijos vieron la posibilidad de

arreglar las diferencias al interior del hogar. Diseñaron, simulando un juego de mesa

y mientras Rocío dormía, la forma de matarla. Tenían tiempo suficiente para hacerlo

sin despertar sospechas. Max y los niños se convencieron que la pandemia del

coronavirus podía enterrar a propios y extraños. Nada más extraño que una esposa y

madre desgraciada, concluyeron mientras saboreaban los milkshakes de chocolate

preparados por Hulk. Es decir, Max, el hombre verde invencible.

A la semana del aislamiento, Max es el primero en enfermar y dos días

después, los niños. Rocío los aísla en el sótano y no informa a nadie. Cierra la puerta

con llave, le quita el celular a Max y espera que empeoren. Convierte la casa en una

fortaleza, en la que los enemigos se pudren en las mazmorras. Levanta el puente

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levadizo y aísla la propiedad del mundo exterior. Libera los dragones imaginarios de

su mente enfermiza y agradece que las criaturas sobrevuelen la casa para defenderla

de los invasores invisibles. Encerrada en el castillo, Rocío desoye los llamados de

auxilio y los condena a morir de sed, hambre y asfixia.

Es tal el pánico que sobreviene por la mortandad producida por el virus,

que la batalla queda circunscrita al espacio privado de cada familia. Rocío tiene la

coartada perfecta para justificar la muerte de sus familiares Serán unas víctimas más,

una falla lamentable del sistema sanitario del gobierno. El desenlace mortal pasará

desapercibido y no habrá reclamos. Solo le resta sobrevivir al encierro y burlar a la

muerte para ser libre.

La víspera del desenlace fatal, coge el teléfono y marca el número de

emergencia. La brigada acude para asistir a los estertores finales de su adorada

familia. Recibe el pésame hipócrita del médico jefe, las recomendaciones sanitarias

post mortem, los certificados de defunción por COVID-19 y registran los

fallecimientos como números fríos de la estadística lapidaria de la pandemia.

Sofía enjuga las lágrimas. Los despide con gesto compungido y en el piso de

la sala de la casa quedan las tres bolsas negras que contienen los cadáveres.

Aguardará el resultado de la prueba de laboratorio, la que le confirmará, tal como la

que le hicieron en la oficina, que por su sangre corren grandes cantidades de

anticuerpos bloqueadores, hallazgo inequívoco que ya padeció la enfermedad.

Sofía va al aparador del comedor. Saca la botella de whisky y llena medio

vaso. Tiene que marearse un poco para tragar el enorme sapo que tiene en frente de

ella. Lo degusta puro, como la acostumbró Ricardo, el hombre que la hace regresar

tarde a casa por brindarle sexo salvaje. Mira por el ventanal que da a la calle y lo

llama para que se ocupe de las cremaciones.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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“Y al instante llegaron. Y tú, oh feliz diosa,

mostrando tu sonrisa en el rostro inmortal,

me preguntabas qué de nuevo sufría y a qué

de nuevo te invocaba”.

Himno a Afrodita, Safo de Mitilene.

L

a tarde comenzó a refrescar y Jaime sintió la mejora en el ánimo de

los transeúntes. Probó otro bocado de su tarta de Limón “Carlota” y

deslizó un dedo sobre la pantalla de su teléfono. Sentado en una de

las mesas junto a la acera en uno de los muchos cafés al aire libre de

la ciudad, esperaba a que diera la hora y repasaba las fotografías de varias muchachas

que aparecían en un artículo sobre las grandes promesas del ajedrez en México y

Latinoamérica. Observaba sus caritas llenas de juventud, la proporción de sus ojos y

labios, la forma de las cejas y extendía las imágenes tanto como podía para apreciar

cada detalle de sus orejas. Abrió una nota y escribió el nombre y ciudad de

residencia de cada una de ellas. Bebió un trago del café que acababan de servirle y

no pudo contener una mueca de disgusto por la bebida que momentos antes, con

toda claridad, ordenó sin azúcar. Recordó los momentos junto a su esposa, cuando

en el café de cada tarde solían confundir las tazas y bebían del café del otro.

Durante muchos años Erika y Jaime bebieron café y comieron pan dulce al

caer el sol, hasta que la edad y las órdenes del doctor le impidieron (la mayor parte

de las veces) probar los bocados dulces que tanto le gustaban a ella. Sentados en dos

mecedoras de yute en el frente de su casa, platicaban sobre las nimiedades del día a

día, o compartían el silencio, uno lleno de amor y solemnidad, con frecuencia

mientras cada uno se hundía en las páginas de la novela que estuviesen leyendo, cada

quien con su copia personal, en tanto la vista de Erika se los permitió.

Fueron casi cincuenta años de paseos por las veredas y las calles

empedradas, de partidas de ajedrez junto a la hoguera cuando en el pueblo no se

conocía otro deporte que no fuera el futbol o el tiro con pistola, de tardes lluviosas

haciendo el amor, de discusiones que terminaban con gritos e inevitablemente eran

seguidas de reconciliaciones cargadas de lágrimas y caricias que terminaban en

abrazos de finales oníricos con los cuerpos sudorosos en el suelo. Fue Erika quién le

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enseñó el gusto por los pastelillos y postres mexicanos, pero nunca pudo

convencerlo de tomar el café dulce. ¿Qué pensaría Erika de los cafés helados,

espumosos y cubiertos de chocolate, de la infinidad de postres y golosinas que se

servían hoy en día en las cafeterías de las plazas? Tal vez lo mejor sería no

preguntárselo. Enterró a Erika veinte años atrás, un día que ya olvidó, en un

panteón de Jalisco al que jamás volvió y no quería recordar. ¿Para qué? No tenía

objeto pensar en ello y, sin embargo, no podía evitar volver al recuerdo de tanto en

tanto.

Remembró los pésames de amigos y familiares, los indiferentes Lamento tu

pérdida de conocidos o lejanos, seguidos de los invariables qué joven te ves y qué bien te

conservas de cada reunión. Revivió los abrazos y llantos compungidos de sus cuñados

a quien probablemente ya los hayan enterrado en la misma tumba de su hermana.

No había vuelto a saber de ellos después de ese día, pero qué más iba a ser de ellos

sino morir como todos. Jaime y su mujer nunca habían podido tener hijos y una vez

que Erika falleció no hubo nada más que lo uniera a esa familia.

El reloj marcó diez para las cinco. Jaime terminó su Carlota y se limpió con

la servilleta, pagó la cuenta y cruzó la calle, dejando sobre la mesa junto al café

dulce, los recuerdos de hace veinte años. Se detuvo frente a la puerta del edificio,

contemplando su reflejo sobre el cristal. Trató sin mucho éxito de aplanar el cabello

que el viento le había levantado, acomodó su saco y abotonó la camisa hasta el

cuello. Se había cortado el cabello y rasurado la barba para verse lo más joven

posible. Quería aparentar treinta años o menos, pero no estaba seguro de que sus

esfuerzos bastaran. Empujó la puerta al tiempo que abría el último botón de la

camisa, pensando que eso lo haría parecer más joven y despreocupado. Pidió

instrucciones a la recepcionista. Atravesó la galería de arte y dio vuelta a la izquierda

en el pasillo al fondo, subió las escaleras rápidamente y se internó en la sala de

eventos donde unas treinta personas estaban de pie alrededor de una mesa en el

centro de la habitación, con el tablero y las piezas acomodadas listas para comenzar

la partida que definiría al campeón estatal.

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Un jovencito muy delgado, encorvado y de cabellos largos miraba fijamente

las piezas sentado del lado de las negras. Ema llegó un poco tarde; lo suficiente para

hacer que se preguntaran por ella pero no tanto como para molestar a nadie. Lucía

un vestido azul corto de falda holgada y tacones altos que remarcaban sus piernas

contorneadas. Sus aretes dorados con piedras coloridas iban a juego con la pulsera

en su muñeca derecha. Era diestra. Caminaba y se contoneaba con un aire de

superioridad, como el que solo una bella mujer de veinte años puede tener y que

dejó muy en claro cuando saludó a su contrincante, el cual torpemente no sabía

dónde colocarse para las fotografías. El muchacho sudaba en exceso y evitaba la

mirada de otros, concentrándose casi exclusivamente en el tablero. A su lado, Ema

lucía imponente y gloriosa. El organizador del evento hizo las presentaciones

pertinentes y dio lugar al encuentro. Ema se deslizó en el asiento con elegancia.

Cruzó las piernas, tenía muslos fuertes. Centró los peones en las casillas y giró los

caballos con delicadeza.

Cuando gustes. Le dijo Ema al muchacho, con voz suave pero tono

enérgico, casi ordenándole con ojos penetrantes y los labios teñidos de un rojo

intenso.

El joven activó el reloj y al instante todo el murmullo cesó. Solo se

escucharon el movimiento de las piezas por el tablero y el flash de las cámaras de

reporteros de diarios locales. Ema hizo el primer movimiento llevando el peón de

Rey a E4, el muchacho hizo E5, Ema desarrolló su caballo en F3 y el rival hizo

Caballo C6. Fue en la tercera jugada que Jaime se interesó de verdad. Ema movió su

Peón a C3. La apertura Ponziani siempre fue una de sus favoritas. A partir de ese

momento, Jaime no despegó los ojos de Ema. Siguió cada movimiento de su mano,

del tablero al reloj, del reloj a la pluma y libreta, tocando un instante bajo el mentón

y de nuevo a una pieza. A diferencia de Jaime, el oponente de Ema no conocía bien

las jugadas y luego de caer en una celada, no pudo zafarse de los problemas, lo que

lo llevó a entregar la partida cuando una mala posición y una torre de menos lo

dejaron sin opciones. Ambos jugadores estrecharon las manos sellando la victoria de

Ema y fue en ese instante que la chica tuvo un momento de espontaneidad pura.

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Jaime advirtió algo que disipó toda duda en su mente.

Ema ladeó ligeramente la cabeza hacia la izquierda con una leve sonrisa,

lamió un poco su labio superior y acomodó el cabello detrás de la oreja,

acariciándola unos instantes. Jaime reconoció ese pequeño gesto, lo había visto miles

de veces. Lo vio en una plaza de la antigua babilonia, en el palacio del Maharajá en

donde con un juego de ajedrez ganó la libertad de una doncella, lo vio en el rostro

de un joven soldado persa que murió luchando contra las filas griegas, lo vio en una

mujer que conoció demasiado tarde en las costas italianas, lo vio en los campos de

trigo en el medievo, en un rostro gitano, en una mulata de la Nueva Vizcaya, lo vio

sin duda en una joven llamada Erika setenta años atrás y en muchas otras

encarnaciones. Era ella.

La ceremonia concluyó sin mayores festejos con una formalidad seca y

francamente tediosa. Jaime iba de un lado a otro esperando el momento de poder

acercársele, con el corazón lleno de excitación y miedo, como cada vez que la volvía

a encontrar. El lugar se vació poco a poco y Jaime dudó de ir tras ella, el primer

encuentro siempre lo ponía nervioso. Ema se fue sosteniendo el pequeño trofeo

acompañada de una amiga. Las siguió de lejos, las vio detenerse a apreciar una de las

pinturas y cuando salieron del edificio las vio cruzar la calle para entrar en la

cafetería al otro lado. Vio a Ema elegir la mesa en la que él había estado esperando y

lo interpretó como una señal de que todo iría bien en esta vida. Se armó de valor y

cruzó la calle, decidido a conquistarla una vez más.

EDGAR A.RIVERA

Colombia

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-Y

o tenía más o menos tu edad cuando fui con mi madre a

Saluzzo. Papá ya había muerto, pero a él nunca le interesó

volver dijo Blanca.

—¡Qué raro, abuela! Siempre escuché que los inmigrantes

soñaban con el regreso a su patria. Así le decían: su Patria -dijo Annina.

—No tu abuelo. Tu abuela, sí. Él se integró acá; ella se sintió siempre ajena.

Blanca había escuchado muchas veces a sus padres discutir sobre el retorno.

Él decía que en Italia ya no tenían nada que hacer. En cambio, ella quería regresar,

aunque fuera solo una vez.

—Entonces, ¿te volviste argentino? solía preguntarle a Domingo. ¿Y

por qué seguís diciendo que sos italiano?

—Esas son cosas de papeles, nada más.

Domingo y Teresa habían emigrado a la Argentina un año después de

haberse casado. Traían a Bianca, su hija de tres meses. Al llegar se instalaron en un

conventillo de la capital. Él empezó a trabajar como vendedor ambulante y, con el

tiempo, con sacrificios y privaciones, lograron tener su propio negocio y construir

“la casita de material”. Así la llamaban.

—Yo era bebé cuando vinimos. Tus tíos nacieron acá, y yo sufrí por eso.

Ellos eran argentinos, pero yo me sentía diferente, como si no fuera hermana. A

veces, cuando peleábamos, me decían “la italianita”, como si fuera algo malo. Hasta

el nombre distinto, tenía. Me lo cambiaron al bajar del barco; yo era Bianca y así me

siguieron llamando mis padres, pero en los papeles aparecía como Blanca.

Después de la muerte de Domingo, cuando Blanca ya tenía veinte años,

Teresa decidió hacer el viaje con su hija. Los varones, al igual que había ocurrido

con el padre, no estaban interesados. Italia era para ellos un lugar que podrían visitar

alguna vez como turistas.

—En cambio, yo soñaba con ir dijo Blanca. Me sentía un poco de allá.

Mamá siempre me había contado sobre Saluzzo, sobre la familia que había quedado.

Me imaginaba esos sitios, esa gente, había tantas cosas que quería saber…

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Los primeros días en Saluzzo, Teresa quiso recorrer sola los viejos lugares:

la Catedral de Santa Maria Assunta, la plaza contigua a la Catedral, el castillo de los

marqueses, el Monviso al fondo… Aquello tenía cientos de años y su familia había

sido parte de esa historia. Ella había ido en busca de sus recuerdos, de su infancia,

de su pasado. Sin embargo, una vez allí se sintió sumergida en un sinfín de

sentimientos desoladores. Todo estaba igual y a la vez nada era lo mismo. Cada lugar

que visitaba seguía idéntico, pero ninguno era el que recordaba. También le ocurría

con la gente que había dejado: los familiares y vecinos que las recibieron eran las

mismas personas, pero ya no los sentía cercanos. También ella era una desconocida

para los que habían quedado. En una ocasión, sus primos le dijeron: —Teresa, ¿te

olvidaste del piamontés? Casi no te entendemos, con esa mezcla rara que hablas.

Y ella pensó con ironía en cómo algunos en Argentina se reían y decían que

los italianos, que apenas chapurreaban el español, eran unos “gringos brutos”.

—La pobre mamá dijo una vez que hubiera preferido no haber vuelto. Así

habría guardado en su memoria lo que se trajo al emigrar dijo Blanca. Fue

entonces que pensé en hacerme ciudadana argentina. Lo pensaba cada vez que ella

les decía a mis hermanos que eran afortunados al tener una Patria. En cambio, a mí

me repetía que también era ajena. Entonces me decidí.

—Abuela dijo Annina, es extraño, porque nosotros, los de mi

generación, queremos saber de dónde venimos, queremos conocer los sitios que

ustedes dejaron. Es como si nos faltara una parte de nuestra vida y necesitáramos

completarla. Y también es paradójico agregó, porque muchos se hicieron

argentinos y nosotros pedimos la ciudadanía italiana.

—Posiblemente porque ustedes tienen muy claro que son de acá y que sus

raíces están allá. Se sienten seguros de pertenecer a este lugar. Me imagino que es

por eso que no tienen conflictos.

Cuando Annina se fue y Blanca quedó sola, recordó con tristeza la

indiferencia de su padre y el dolor de su madre. Para él, el cruce del océano había

significado cerrar una parte de su vida para construir una nueva en la Argentina y

nunca lo había lamentado. Su madre, al contrario, había pasado años escindida entre

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“allá” y “acá”; entre su patria idealizada, que ya no había encontrado cuando volvió, y

el país que los había acogido, que era la patria de sus hijos, pero a la cual ella nunca

se sintió pertenecer.

Lo que Blanca omitió contarle a su nieta, lo que tampoco les había contado

a sus hijos y que continuaría siendo un secreto que se llevaría con ella, era la decisión

que Teresa había tomado cuando ya no pudo seguir habitando en ese no-lugar en el

que había pasado gran parte de su vida.

LILIANA FASSI

Argentina

Página WEB: https://lilianafassi.wixsite.com/misitio

Facebook: https://www.facebook.com/lilianafassi.com.ar

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A

penas me puse de novio con Matilde nos alquilamos un depto por

Carapachay. Era oscuro, húmedo y feo, era lo que nos daba el

cuero para poder pagar sin mayor drama. Cuando falleció papá, a

mi vieja se le ocurrió la feliz idea de ofrecernos la terraza de su

casa para que pudiéramos construir nuestro nidito de amor sin incurrir en gastos

tirados a la basura. Iba a ser algo nuestro, y de paso cañazo le hacíamos compañía.

Lo hice convencido, fueron varios los motivos que hoy puedo enumerar. El

primero, porque siempre me gustó el barrio, el segundo porque tarde o temprano, al

ser hijo único, esa propiedad sería mi herencia y por último y no menos importante,

porque mamá es una de esas personas que jamás te va a romper las bolas, es una de

esas minas que no se meten donde no la llaman. Encontré un método de

construcción rápido y en octubre ya teníamos nuestro lugar. Faltaban algunos

pequeños detalles de terminación, algunos revoques, algunas luces, la baranda de la

escalera, nada que no nos permitiera vivir felices. Teníamos un pequeño balconcito

donde tomábamos unos mates con mi amorcito cuando volvía arruinado de la

fábrica.

Una tarde cualquiera, mientras nos poníamos al día de nuestros

correspondientes quehaceres, veo salir de la casa de enfrente un viejito con bastón

rodeado por tres perros callejeros. Al principio me sorprendió, yo había vivido en

esa casa por diecinueve años y nunca me había percatado del vecino que teníamos

justo enfrente. En ese momento pensé que los jóvenes, por lo general, no le damos

bola a los vecinos y mucho menos a las personas mayores. El viejo miró para arriba

y se quedó un buen rato con su vista fija en mi persona mientras los perros, que

parecían sarnosos, meaban el árbol que solo ostentaba unas pocas hojas amarillas. El

señor, de pronto, bajó la vista como abatido de un sueño que no pudo lograr. Pegó

unos gritos y comenzó su caminata hacia la avenida escoltado por sus tres

vagabundos. A la media hora, cuando ya empezaba a oscurecer, aparece de nuevo,

pero ahora cargando una bolsa de feria que llevaba con dificultad. Se mete la mano

en el bolsillo, saca un manojo de llaves, los perros vuelven a mear el pobre árbol y

sube su vista hacia donde nosotros estábamos como esperando un saludo de nuestra

63


parte.

A partir de esa tarde, de la misma forma en la que nosotros manteníamos

nuestra ceremonia del mate vespertino, el viejo y sus perros repetían su rutina con la

precisión de un eximio relojero.

Un domingo de diciembre, mientras almorzábamos los ravioles que

amasaba mamá, tuve la inquietud de preguntarle:

—¡Vieja! ¿El señor que vive enfrente, es nuevo en el barrio?

—¿Qué señor? —me contestó de la misma forma que me hubiese

contestado si le decía que la salsa estaba horrible.

—El viejo ese, el de enfrente, el de los tres perros, no para de mirar para

arriba cuando estamos en el balcón tomando mate —le dije sospechando que no

había onda con el vecino.

—No le des bolilla, es un viejo chismoso, siempre esta cuchicheando con

los vecinos, es mejor perderlo que encontrarlo. —se despachó mi vieja que, cuando

hay algo que no le gusta… no le gusta.

Terminamos de almorzar y yo me fui a dormir la siesta, al otro día había

que ir a trabajar y tenía que estar descansado.

Como era de esperar, antes de quedarme dormido, hicimos el amor con

Matilde, para no perder tampoco esa buena costumbre. Estaba medio adormecido

cuando escucho el timbre del departamento de abajo. Si no era un vendedor

ambulante o un testigo de Jehová nadie tocaba el timbre de mi vieja. Paré la oreja y

pude escuchar un tumulto alejado de voces que se entrecruzaban, al rato escucho

que la puerta se cierra con fuerza y un instante después, unos cuantos ladridos de

perros que terminaron por desvelarme. No le di bola y me puse a ver el partido de

Racing en la tele.

El veinticuatro nos hicieron ir a laburar en la fábrica, decían que había que

poner el lomo ya que la cosa estaba jodida y podía haber despidos. Lo bueno fue

que al mediodía nos largaron y como gentileza por el esfuerzo realizado en todo el

año, me regalaron una cajita navideña que tenía unas garrapiñadas, un pan dulce y

una sidra. Por supuesto se la di a mamá como mi aporte para los festejos familiares.

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Esa tarde como una ceremonia religiosa e inevitable, fuimos con Matilde al balcón

para tomar unos matecitos y esperar la nochebuena que organizaba mamá con unos

primos en casa. El solo hecho de pensar que esa noche no la compartiría con papá

me hacía creer que por más azúcar que le pusiera al mate no dejaría de chupar un

mate amargo. Los pendejos de la cuadra, como de costumbre, empezaron a joder

con los cohetes y a preparar botellas para alinear las cañitas voladoras que

encenderían cuando oscureciera. Miré el reloj, esa tarde tenía unas extrañas ganas de

que el viejo de enfrente saliera. Imaginaba su profunda soledad para estas fechas.

Esta vez, cuando mirara para arriba quería saludarlo con la mano, o tal vez gritarle

un “¡Feliz Navidad, vecino!” que sin duda le cambiaría al menos un poco el ánimo.

Matilde me cebó otro mate y me besó. El señor ya debía estar saliendo, habían

pasado como diez minutos de su habitual salida. De pronto la puerta se abre

lentamente y salen los pichichos como locos al ataque de un estruendo de

rompeportones. El viejo no sabe cómo detenerlos, los chicos de la cuadra salen

corriendo y en eso… uno de los perritos cruza la calle, el viejo larga el bastón y va a

su rescate, con tal mala suerte, que un camión que doblaba la esquina un poco

picado se los lleva puestos al perro y al viejo. Como en cámara lenta pude ver en

detalle cómo revoleaba a los dos cuerpos por el aire. Tiré el mate y bajé corriendo

para ayudar al vecino. Matilde bajó atrás mío. Mamá subió la persiana. El camionero,

que sin duda estaba pasado de brindis anticipados se agarraba la cabeza. Los chicos

de los petardos habían desaparecido. Los otros dos perros no entendían nada, daban

vueltas en círculo mirando a su dueño y a su compañero bañados en sangre. Matilde

agarró a los perros y se los llevó para casa. Yo llamé a la ambulancia que tardó como

veinte minutos en llegar. El viejo aún respiraba, su amigo ya había pasado a mejor

vida. Recuerdo que tuve una discusión con el chofer del camión que no paraba de

pedir perdón en todos los idiomas imaginables.

Bajaron la camilla y ayudé al enfermero a subir a mi vecino.

—¿Usted es el hijo? —me preguntó casi por obligación.

—No, es mi vecino de enfrente —le contesté consternado.

—¿Lo puede acompañar? Somos pocos en la guardia y tuve que venir solo

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de raje —me preguntó comprometiéndome a algo que no estaba preparado.

Antes de subir, cargué el cuerpito del perro y lo acomodé en la vereda.

Mamá lloraba y mi esposa la consolaba abrazándola mientras observaban la

dramática escena.

En el trayecto, el viejo parecía que tenía convulsiones, la sangre le salía de la

cabeza a borbotones. Por fin, llegamos al hospital. Lo revisaron y lo llevaron directo

a la sala de operaciones. Yo me quede ahí esperando, no tenía ninguna obligación,

era un desconocido para mí que la desgracia me lo había cruzado en mi camino.

Fueron como tres horas. No dejé de estar preocupado por un minuto. Uno de los

médicos salió y me dijo:

—Perdió mucha sangre… pero va a estar bien, es un hombre fuerte.

—¿Necesitan algo más en lo que pueda ayudar? —le pregunté con la

esperanza que me había vuelto al cuerpo.

—Sí, sí, claro. Vamos a necesitar muchos dadores de sangre. Te pido que

difundas entre los vecinos que tengan sangre del tipo negativo.

Tomé un Uber y me fui para casa con el recado. Yo no recordaba qué

grupo y factor tenía, pero de ser un potencial donante, no iba a tener drama en

hacerlo. El cuerpo del perro muerto aún estaba donde lo había dejado. No me gustó

para nada verlo ahí tirado como un perro, aunque, si bien era un perro, merecía

tener su dignidad. La puerta de la casa del viejo estaba abierta y aproveché para

meter el cadáver de su amigo. Ya en el interior, pude ver que tenía un pequeño

jardín prolijito lleno de malvones donde lo apoyé. A la derecha se encontraban tres

puertas altas de madera con banderola que custodiaban cada uno de los ambientes.

Como la curiosidad mata al hombre, tuve la necesidad imperiosa de abrir la primera

para ver cómo vivía ese desconocido. Las luces titilantes de un arbolito en miniatura

me conmovieron. Había dos platos sobre la mesa como quien espera a otro

comensal. En un costado había una cómoda llena de fotos que no pude evitar

chusmear. Una, de color sepia, me llamó la atención y la acerqué a mis ojos. Estaba

mamá, con papá junto a un hombre que imaginé que podría ser el viejo. A todos se

los veía jóvenes… felices. Mi mamá estaba en el medio abrazando a ambos. Reían.

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Se los veía amigos, buenos amigos, casi inseparables. ¿Qué habría pasado para que

ahora la vieja lo detestara?

La espina de la duda se había clavado en mí. Crucé la calle y fui a ver a

mamá. Estaba con Matilde sentada en la cocina escuchando la tele. Los dos perros

echados en un rincón esperando algo para morfar.

—Parece que el viejo zafó —les dije al llegar.

Noté que mamá había cambiado su expresión.

—Hay que avisar a los vecinos ya que necesitan como veinte dadores de

sangre. ¿Vos te acordás de qué grupo de sangre soy yo? —le pregunté al pasar.

—No, no me acuerdo, pero seguro que… vos vas a poder donar —me

contestó mientras batía la mayonesa para el vitel toné.

Las fichas del rompecabezas calzaban como por arte de magia. No

necesitaba preguntar más nada. Pensé en papá, que Dios lo tenga en la gloria y en el

viejo de enfrente que Dios lo cuide en la Tierra.

Los cohetes empezaron a ensordecer la noche. Los perros estaban

asustados. Llegaron los primos. Abrí la heladera y saqué la sidra que me habían

regalado en la fábrica. La destapé, serví varias copas. Abracé a mamá. Matilde me

guiñó un ojo.

—¡Feliz Navidad! —les dije y sin más palabras bebí las burbujas de la duda

que nunca me animé a develar.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/

Twitter: @vignera

Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor

Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar

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68


E

l siguiente relato es verídico; lo escribí con el fin de aclarar algunas

ideas y también para que alguien pueda ayudarme a discernir la

verdad de lo que aconteció.

Hace ya varios meses cuando comenzó todo. Una noche estaba

sentado frente a la máquina de escribir intentando dar forma a una novela que debía

entregar a mi editor, cuando comencé a sentir una extraña sensación que me

recorrió todo el cuerpo. Fue como un mareo y luego desapareció. Volvió a

ocurrirme a la noche siguiente pero esta vez con más fuerza y en la tercera noche ya

con la sensación de que alguien me hablaba.

En la cuarta noche además, no pude continuar con mi trabajo, no me

surgieron ideas y la hoja quedó en blanco. De repente pude escuchar en forma clara,

una voz que hablaba desde mi interior; no parecía ninguna voz conocida ni tampoco

una alucinación; más bien sentía como si alguien estuviera tratando de comunicarse

conmigo, como si me poseyera de algún modo. Realmente no comprendía lo que

ocurría y debo confesar que sentía bastante miedo. Pero pronto la voz me

tranquilizó diciendo que era la de un escritor muerto hacía muchos años y que

lamentablemente su obra nunca llegó a ser conocida, por lo que ahora trataba de

realizarla y difundirla a través de mí. Luego de esto mi mano comenzó a moverse de

manera automática, buscó un lápiz, una hoja y se puso a escribir. Esto duró un rato

al cabo del cual la voz se fue desvaneciendo y entonces recuperé el control de mi

mano.

A la noche siguiente y a la misma hora volví a sentir como un mareo y luego

empecé a sudar y a temblar hasta padecer verdaderas convulsiones que me

estremecían de pies a cabeza. Reapareció la voz y nuevamente comencé a escribir en

lo que tenía a mano. Las ideas surgían claras y precisas y llenaban hojas y hojas a

gran velocidad. Nuevamente luego de un rato que ignoro cuánto duró la voz se

desvaneció y quedé exhausto.

Las noches siguieron pasando y yo no había podido escribir una sola

palabra de mi novela pero en cambio, tenía un cuaderno lleno de material brillante

que procedía de esa extraña voz. Muy pronto mi actitud había cambiado y yo

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esperaba con ansia que llegara la hora en que me comunicaba con este ser. Pero una

noche me di cuenta que quien estaba escribiendo a través de mí no era la misma

persona. El estilo había cambiado y el trazo tampoco era el mismo. Cuando intenté

preguntarle quien era, me respondió que él se sentía poseído por una fuerza extraña

que a su vez intentaba comunicarse conmigo. Pude confirmar entonces la sospecha

de que alguien más había entrado en este extraño juego. Indudablemente se trataba

de un gran maestro en el arte de la literatura. Su obra era mayor y la riqueza del

lenguaje utilizado demostraba claramente sus amplios conocimientos.

El tiempo fue transcurriendo mientras las hojas se iban llenando cada vez

con mayor rapidez; tenía ya cientos de hojas escritas con distintos estilos y temas,

pertenecientes a muchos poetas y escritores que se fueron agregando a la cadena.

Noche tras noche las convulsiones me sacudían y una voz me hablaba; una voz que

ya no sabía a quien pertenecía, ni de qué época, pues era imposible poder discernir a

los cientos de personajes muertos que querían dar a conocer por mi intermedio

sus obras inconclusas e incluso nunca escritas.

Creí volverme loco, casi no dormía porque era despertado a cualquier hora

del día para transcribir sus ideas. Había logrado tener tanto material como jamás

antes hubiera podido imaginar y mi casa se encontraba repleta de manuscritos de

todos los estilos y de todas las lenguas incluso algunas que yo ni siquiera conocía

ni mucho menos hablaba. Todo esto era una maldición, había logrado tener tanta

obra como para ser reconocido mundialmente como un maestro y sin embargo

nada de ello me pertenecía… ¿o sí? No podía publicar las obras bajo los nombres

originales porque nadie me creería o me tratarían de falsificador. Me encontraba en

un dilema sin solución.

Hasta que un día, estando en medio de es misión monumental y sin poder

soportar más aquella situación, intenté detener lo que estaba ocurriendo. Grité con

todas mis fuerzas que todo aquello era mío y que así aparecería ante el gran público.

Creo que esa idea fue la que precipitó el trágico final. De pronto las voces se

apagaron y el alivio que experimenté fue inmenso, pero solo duró unos instantes

porque entonces sentí un temblor espantoso que recorrió todo mi cuerpo, las voces

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de los cientos de poetas que antiguamente me poseyeron se volvieron enfurecidas

contra mí al unísono y mi cabeza resonó como la gran campana de una iglesia. Las

convulsiones reaparecieron una vez más pero con más fuerza que nunca; caí al piso

y me revolqué desesperado tratando de detener ese estruendo insoportable que me

gritaba: “¡TRAIDOR!”

Creo que en ese infierno perdí el conocimiento mientras veía mi cuarto

arder en llamas. Cuando desperté me hallaba muy dolorido, tirado aún en el piso.

Todos los papeles habían desaparecido. La gran obra se había esfumado.

Nunca más volví a escuchar voces dentro de mi, ni a escribir nada, hasta

hoy…

GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE

Uruguay

Blog: miscuentos17.blogspot.com

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72


L

a ciudad bullía en pleno agosto con calles y plazas rebosantes de

gente en busca de sol, sangría y paella. Inmerso en este mar de

turistas, mi objetivo era bien distinto: había venido a Valencia a

hacerme con el Santo Cáliz. Sí, el famoso Grial de Indiana Jones y

de todos esos best-seller sobre Templarios, organizaciones secretas y demás

estupideces que pueblan las estanterías de todas las librerías. La copa que utilizó

Jesús en la Última Cena, aquella con la que instauró el sacramento de la Eucaristía,

descansaba en una de las capillas de la catedral. Y hasta allí me dirigí.

La entrada al templo costaba ocho euros. ¿Pero qué son ocho euros a

cambio del objeto más anhelado de la Cristiandad? Además, con la promoción

estival, podía visitar también la espectacular lonja, el museo de la seda, la iglesia de

los Santos Juanes y la conocida como Capilla Sixtina valenciana: la iglesia de San

Nicolás de Bari. Salvo por una pareja de mochileros despistados, de rubios cabellos

y rostros más rojos que un cangrejo, que decidieron marcharse en cuanto

descubrieron que allí lo más parecido al Agua de Valencia (ya saben, el típico cóctel

compuesto de zumo de naranja, cava, vodka y ginebra) era el agua bendita de la pila

de la entrada, me encontraba completamente solo. Sin tiempo que perder, encaminé

mis pasos a la primera capilla de la derecha, también vacía, y en lo que se tarda en

rezar un padrenuestro, me hice con la preciada reliquia. Al momento ya estaba de

nuevo mezclado con la multitud de turistas. La tensión acumulada, los nervios, y el

sofocante calor, me llevaron hasta una hortachería cercana junto a la imponente

torre de Santa Catalina, para refrescarme. En mi mochila guardaba el objeto sagrado

por el que durante siglos se habían matado los hombres. Bien me merecía un premio

en forma de fresca horchata acompañada de un delicioso fartón.

El tren de vuelta no salía hasta las cuatro y veintidós de la Estación del

Norte. Así que todavía disponía de tiempo para hacer algo de turismo. Desde donde

me encontraba, en pleno centro histórico, las playas y el puerto me pillaban a

desmano. Demasiado lejos también el moderno Museo de las Artes y las Ciencias

junto al antiguo cauce del río Turia. Entonces, recordé que con mi entrada a la

catedral tenía acceso a otros edificios de interés. San Nicolás de Bari me esperaba.

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Sin duda, su fama es del todo merecida. La iglesia gótica se nos presentaba

vestida de una piel barroca que dejaba boquiabierto al visitante. De este lado, ocho

lunetos dedicados a San Pedro de Verona. De aquel, otros ocho sobre San Nicolás

de Bari. Desde los auriculares de la audio guía atendía a las explicaciones de cada

pintura allí inmortalizada. Fue cuando contemplaba la escena de San Nicolás

dejando tres bolsas de dinero, sin ser visto, en casa de las tres doncellas para que su

padre no se viera en la obligación de tener que vender sus virgos (Con los años, más

gordo y vestido de rojo, rebautizado como Papa Noel o Santa Claus, dejará juguetes.

Un atraso, vaya) cuando la escuché por primera vez. En un primer momento pensé

que provenía de la joven del mostrador de la entrada. Pero esta se encontraba

distraída echando rápidos vistazos a la pantalla de su teléfono móvil. Aquella voz

que me llamaba tampoco procedía de ningún otro visitante, estando estos con la

mirada posada en el techo, absortos ante tanta belleza. Y de nuevo pronunció mi

nombre. Me invadió de súbito un terrible escalofrío que me hizo querer salir de allí a

toda prisa. Pero la entrada estaba bloqueada por un numeroso grupo de turistas

orientales. Y una vez más aquella voz.

¿Que diablos quieres? grité fuera de mí. Mi estado de enajenación no

pasó desapercibido para los presentes que llevaron su mirada y el objetivo de sus

cámaras fotográficas de las pinturas a mi rostro de desesperación primero, de

incredulidad después al sentir como un objeto caído del cielo me abría la cabeza

justo debajo del luneto que representa la muerte de San Pedro. Yo no perdí la vida

pese a todo y el arma casi homicida no era un hacha como el que perforó el cráneo

del pobre santo sino un barreño caído del andamio levantado para las labores de

restauración. Pero quiso el infortunio que en mi caída, la mochila se abriera dejando

escapar una copa de ágata procedente de Palestina del siglo I, esto es, el Santo Cáliz

(el pie, las asas y las piedras preciosas obviamente son añadidos). El mismo que viajó

a manos del apóstol San Pedro desde Jerusalén a Roma y a causa de la persecución

romana, San Lorenzo ocultó en su tierra natal, al cobijo de los Pirineos. Luego ya en

poder de los reyes de la Corona de Aragón pasó por Zaragoza para recalar

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finalmente en Valencia. Y parece que ahí seguirá mientras yo voy de la ambulancia,

al hospital y de allí derecho a comisaría.

RAÚL GARCÉS REDONDO

España

Página WEB: http://www.desdesoria.es/tieneunminuto

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76


S

olamente es uno de mis rutinarios paseos por las calles de esta enorme

ciudad, de la cual no sé si valga la pena recordar el nombre. Todo es

raro por aquí, lo ha sido desde hace tanto que ya no me acuerdo la

última vez que me sentí henchido de vitalidad, aunque con cierto

temor a que me suceda algo violento, pues Lima (vaya, me acordé del

nombre de la capital) siempre ha estado asediada por gente de diversa laya. No

obstante, eso ha quedado atrás y ya comprobé que puedo realizar estas caminatas

con tranquilidad. Dejé atrás mi casa, a los míos; por fortuna, no me casé, no tuve

hijos, no conocí el amor, pero no soy frío como los témpanos de hielo que veía en

los documentales de los canales por cable; ahora pongo las grabaciones que deseo

ver en los reproductores y todo marcha con calma. Hay comida, hay bebida. Voy de

domicilio en domicilio, a veces me quedo algunos días viviendo en el que me

parezca más cómodo, sin embargo, deseo andar, recorrer todo, de sur a norte; ha

pasado tiempo, quizá no mucho, unos años, los cuento con los dedos de las manos.

Quiero llegar al Callao y establecerme allí, no sé si sea buena idea transitar el país

entero, o (se me ocurre una idea más loca) cruzar la frontera e ir por el mundo. No,

esta es mi patria, no sabría qué hacer en otros lares. La vida es muy corta y nunca

me ha gustado viajar. Pasear es otra cosa, es revitalizar los músculos, sentir que el

corazón late, que se respira, ese es mi modo de hacerme el fuerte, como quien sabe

que hay un centenar de ladrillos por caer encima de su cabeza, pero estos retrasan su

descenso, dando la oportunidad de evadirlos. No me siento bien, mas no tengo

opción. Oh, casi me choco con un ciudadano extranjero que deseaba venderme

algo. Sigo de largo. Veo a una pequeña niña con su madre, caminan de la mano, se

les nota muy contentas. Un jovencito avanza en su bicicleta por la pista, asciende

con lentitud hacia el cielo, luce como si deseara alcanzar su meta con parsimonia,

también con intensidad. A veces los carros, que suelen estar inmóviles en las pistas,

arrancan y van hacia algún rumbo desconocido. Nunca tuve un auto, no sé manejar.

Hay un señor que se acerca a mí con dos niños varones, no quiero tropezarme con

ellos, me ha pasado antes varias veces, y no me gusta lo que sucede cuando se juntan

conmigo. Sé que hay algunos que perciben que estoy aquí, pero son muy pocos. No

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pueden dañarme ni hacerme algún bien, no logran hablarme, nadie puede, excepto

yo. Nada más les converso a los insectos, porque aun los animales grandes,

domésticos, silvestres (y, con seguridad, salvajes) han corrido el mismo destino que

el resto de la humanidad. Una mujer muy bonita, como de mi edad, treinta y nueve

años, aparece cruzando la esquina. Deseo ir hacia ella, mirarla más de cerca, pero de

inmediato desaparece. Luego reaparece al otro lado de la calle. Cruzo la calzada y de

súbito un microbús surge, cierro los ojos, odio cuando esto sucede. Es atemorizante,

empero, no representa ningún peligro. Lo aprendí hace mucho. Solo he de cerrar los

ojos. No hay ruido. Por ello canto un tema musical en voz alta. Dos chicas discuten

con un adolescente, él se les corre, lo persiguen, se hunden en la vereda. La mujer

linda sale de una pared, creo que me ha visto; sí, intenta alcanzarme y se aleja de mí

contra su voluntad. Los que se dan cuenta de su estado trastornan la base del

mismo. Maldito virus, mutó y se los llevó a todos. No sé por qué yo permanecí. No

entiendo por qué terminaron así. Sé que podré subsistir con los vegetales y llegaré a

viejo. No estoy solo. Es lunes por la tarde, soy un hombre que pasea tristón. El

único ser humano vivo en un mundo donde todos los demás son fantasmas.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Blog: http://babelicus.blogspot.com/

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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-T

odah (gracias) dijo Dimas. También le había dado de

beber a Gestas con gran esfuerzo, poniéndose de puntillas

para alcanzarles la esponja embebida en agua con la vara y

que así pudieran saciar su sed mientras esperaban que su

crucifixión los llevara a la muerte.

Cuando Celestina Abdégano iba a dar de beber al Maestro, sintió a sus

espaldas cómo rugía la multitud llenándola de improperios, y las piedras empezaron

a chocar contra su humanidad. Los centuriones trataron de contener a las personas,

pero tuvo que retirarse sin conseguir su objetivo. De todas formas, Jesús estaba tan

malherido y le costaba tanto alzar su propio peso con los brazos para poder respirar,

que apenas si se había dado cuenta de su presencia.

Tuvo que apartarse y se escondió tras una roca desde la que podía observar

el Gólgota y los tres hombres que bajo un sol abrasador estaban condenados a la

agonía, tras ellos las osamentas podridas y los restos de los que ya habían pasado por

el mismo suplicio, por lo que era una tierra impura y maldita. Apenas si escuchaba lo

que hablaban, pero le dolía en el alma ver a su amado maestro así; humillado,

maltratado, sangrante por todos los latigazos y golpes recibidos. Le habían avisado

de su captura, y observó cómo lo obligaron a cargar la cruz hasta el calvario,

cayendo y volviendo a levantarse con un esfuerzo sobrehumano.

Observó cómo obligaron a Jesús de Cirene a cargar la cruz del maestro en

el último trecho, y no entendió porqué clavaban sus extremidades, si los otros dos

condenados estaban tan solo amarrados a sus cruces. Vio la burla al ponerle la

corona de espinas y le dolía cada golpe que le propinaban, el vinagre que le dieron a

beber, por eso se arriesgó y se acercó para darle agua, pero el enardecimiento de la

gente, la que hacía pocos días lo había recibido como el hijo de Dios a la entrada de

Jerusalén, cantando hosannas, se volcó en ella sin piedad alguna.

Recordaba con dolor todo el bien que Jesús hizo, cómo curaba a los

enfermos, expulsaba demonios y daba esperanza. Solo que ella era muy tímida, y

aunque se mantenía pendiente de sus pasos, no se le acercaba demasiado, su carisma

la cohibía.

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Se quedó durante las tres horas que duró la tribulación, vio cómo del

lanzazo que le dieron en el costado brotaba agua y sangre y se aterró. Lo oyó llamar

a su padre, preguntándole por qué lo había abandonado. Sintió en su corazón una

angustia opresiva y cuando su amado maestro exclamó que dejaba su espíritu en las

manos de Dios, lloró amargamente.

Cuando Jesús expiró y se oscureció el sol, la tierra empezó a temblar y la

roca en donde se había escondido se desprendió aplastándola. Nadie notó que había

muerto hasta días después, nadie la extrañó ni la echó en falta, había muerto sola,

sencillamente.

Abrió los ojos y se encontró en una celda en la que el fuego era abrasador,

aunque no se quemaba, las llamas le impedían dar siquiera un paso. Estaba en el

purgatorio, tenía grilletes en las manos y en los tobillos, y aceptó resignada su

castigo. Supo que estaba condenada a padecer sed por no atreverse a darle de beber

al hijo de Dios, asumió su culpa, su gran culpa, para siempre.

En ese no tiempo en que los días no transcurrían, le llegaban rumores,

súplicas. No sabía quién la invocaba ni para qué, pero empezó a prestar atención.

Notaba que estas charlas aminoraban el calor y procuraba, con la energía que poseía,

cumplir con las peticiones que le eran hechas. No todas las peticiones eran buenas

pero ¿quién era ella para juzgar? En la medida de lo posible las cumplía y conseguía

a cambio luz y un poco de alivio. Quizás era posible que pudiera ver el final de su

martirio, y los susurros eran mejor que nada, al fin y al cabo.

***

Mi esposo no dejaba de golpearme, cada vez que llegaba bebido y frustrado

de otro día de rechazos en su búsqueda de trabajo, descargaba toda su furia en mi

cuerpo. Como si en mi carne se concentraran los motivos de su mala suerte y de su

desdichado destino. Se preguntarán por qué no me iba, pues yo me pregunto lo

mismo. Los golpes no solo maltratan el cuerpo, aturden la conciencia.

Cuando los moretones viraban hacia tonos más amarillos que pudieran ser

disimulados con maquillaje, salía para realizar las magras compras que pudiera y para

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que la brisa refrescara mi cara abotagada. De camino al abasto, un señor había

colocado una venta de estampas y artículos religiosos a la entrada de la iglesia, me

acerqué para distraerme un poco, por curiosidad y la vi.

Una mujer encerrada entre las llamas, que alza sus manos encadenadas

pidiendo clemencia, algo en la imagen me llamó, me sentí tan identificada que le

pregunté al vendedor de quién se trataba:

Verá usted señora, esta es el ánima sola, la más sola y desesperada de las

almas que habita el purgatorio, la que más necesita luz, para salir de ahí.

Me quedé pensando por un buen rato, y en un impulso le pregunté cuánto

costaba, a lo que respondió:

Se ve que usted está pasando por una gran necesidad. Llévesela, se la

regalo, pero le advierto que tenga cuidado con lo que le pida porque se lo va a

cumplir, y cuando lo haga, usted deberá cumplirle a ella sin falta.

Me la llevé y la coloqué en un pequeño altar que tengo en mi casa. Como

había escuchado que a las ánimas se le colocan velas, pensé que ella las necesitaría

igualmente. No pedí nada en particular, nada concreto, tan solo que acabara mi

pena. Al mes aproximadamente recibí una llamada:

Buenas noches, ¿usted es la señora de XXX?, necesitamos que venga a la

morgue a reconocer el cuerpo de su marido. Disculpe que seamos tan bruscos, pero

no tenemos tiempo que perder.

Me senté, o más bien me dejé caer en el sofá ¿Muerto? No sabía qué sentir,

pero lo que sí reconocí fue el alivio que me invadió. Era libre ¡Libre! Hasta que

volteé a ver la estampita del ánima. Esa noche, al acostarme después de haber hecho

el reconocimiento y los trámites necesarios para el velatorio y el entierro la soñé y

obtuve mi respuesta.

María Celestina había escuchado un susurro que resultó un poco más fuerte

que otros. Una súplica desesperada. Abrió los ojos de un todo en medio de las

llamas y accedió al intercambio. Ella al fin disfrutaría del descanso eterno, de la luz

perpetua, solo tendría que llevarme con ella para que tomara su lugar, supo que

ambas compartíamos la desesperanza del que no ve salida y este es mi pago, su

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historia.

Vino ante mí, hermosa, joven, tal y como era hace más de dos mil años.

Leyó el relato que escribí para ella, me vio a los ojos, escudriñó mi alma y entendió

que tan solo su culpa era la que la mantenía presa, que su adorado Jesús la había

perdonado desde el mismo principio. Él la vio, se dio cuenta de sus esfuerzos por

darle alivio, no pasó desapercibida para él, la quiso y la quiere y le espera.

Ahora que yo fallecí, estoy entre las llamas, sofocándome, pero he de pagar

y purgar el pecado por el cual le rogué tanto. Debo perdonarme y quizás salga de

aquí. Pero no me arrepiento de haber hecho el intercambio. Ella viene de vez en

cuando y me abraza, agradecida por haberle dado descanso.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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S

u nombre real es Pepe Garduña, pero cuando mi mujer lo conoció (en

foto) dijo sobre él:

—Es tan inexpresivo como una papa, como una papa frita.

Tiene razón. Uno se lo queda mirando y tiene la misma expresividad

que una patata frita, aunque Pepe tenga ojos, boca y esas cosas propias de los

humanos. La cosa es que en casa pasó a ser conocido como Papafrita.

Se podría decir de él que era más raro que un perro verde, pero me cuesta

muchísimo describirlo. Para mí convivir con él durante este tiempo ha sido una de

las experiencias más duras de mi vida.

¿Por qué? Pues, así de pronto, diría que porque es tan empático como una

papa. Exacto, además de su similitud con el tubérculo, Pepe tiene la misma empatía

que una patata, aunque podría ser que el vegetal tenga más empatía que ese ser

humano. En fin, cosas mías.

Quizá se pregunten cómo aterrizó tal personaje en mi vida. Bien, fue por

trabajo. Yo había empezado a trabajar en una imprenta importante. El volumen de

trabajo era enorme y mi cubículo estaba al lado del cubículo de él.

Nos separaba una mampara que, estando sentados, no nos permitía ver a

quién teníamos alrededor, pero el jefe, que pasaba constantemente por detrás de

nosotros, nos veía perfectamente, aunque nosotros no teníamos manera de saber

cuándo él se acercaba.

Al principio creí que aquel jefe oteador sería mi principal pesadilla, pero

enseguida me di cuenta de mi error. Papafrita, o sea, Pepe, enseguida se manifestó

en su ser espontáneo. Resultó que, encima, tenía cierta autoridad sobre mí, aunque

no fuese exactamente mi jefe, pero era el encargado de la revista a la que me habían

asignado.

Recuerdo la primera vez que Pepe se manifestó. Fue durante un fin de

semana romántico en el que me escapé con mi mujer a Lisboa. Estábamos gozando

una sesión de fados en el Chiado, cuando me sonó el móvil. Se me erizó la piel

cuando vi su número en la pantalla. Le mandé un SMS diciendo que estaba en el

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extranjero y que no podía atenderlo.

Fue en vano. No sé por qué extraño motivo pensó que yo tenía wifi y me

llamó por wasap. Manda huevos, pensé, pero salí atropelladamente del local y me

planté en la calle. Atendí la llamada.

—Hola, te llamo porque me he dado cuenta de que hay un error en los

créditos y que, como el lunes, ya mandamos a imprenta, hay que cambiarlo. Resulta

que has puesto el comité científico donde el comité editorial y viceversa. Cámbialo,

¿vale?

—Verás, ahora estoy en Lisboa con mi mujer —traté de argumentar.

—Búscate un ordenador. En el hotel seguro que hay. Los archivos están en

la nube.

Inútil, era inútil argüir con él. Inútil. Ni que decir tiene que me fastidió el fin

de semana. El lunes, al regresar a la oficina, le comenté mi sorpresa por su llamada.

No quise resultar desagradable. Pero su respuesta se limitó a un comentario

estúpido:

—Era urgente.

Ni tanto.

Comencé a conocer detalles de su vida durante los almuerzos. Al principio

de mi tiempo en la empresa, me quedaba a comer en la cantina porque me tomaba

muy en serio los horarios. Papafrita los respetaba a rajatabla, como no podía ser de

otro modo.

Fue así como me contó su vida. No me interesaba en absoluto, pero soy

incapaz de decirle en su cara: «No me interesa una mierda tu vida». Tampoco es que

me contase mucho, se limitó a narrarme que había vivido un tiempo en Bulgaria,

donde fue por una beca Erasmus cuando era universitario, pero luego se quedó allí

más tiempo y hasta se casó con una búlgara (no me entra en la cabeza que en aquel

matrimonio entrasen los sentimientos). La cosa es que se divorció y se volvió a casa,

pero sin detalles. Además, se aficionó al idioma y en la editorial publicó un par de

libros de cocina búlgara.

Ni aquellas conversaciones durante el almuerzo ni el hecho de que

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fuésemos vecinos de cubículo hicieron que mi relación con él mejorase. No tenía

más remedio que aguantarlo, con las llamadas fuera de lugar en fin de semana o

vacaciones. Recuerdo incluso que el jefe nos comunicó que Pepe se había ausentado

un día —uno solo— porque había fallecido su madre.

Al regresar al día siguiente, le di el pésame por educación, pero su reacción

todavía me sorprendió:

—Gracias, pero vamos a acabar con la maqueta, que ya estamos

acercándonos al límite de plazo.

No podía creérmelo. En fin, la cosa es que hubo momentos en que intenté

mantener una relación civilizada, que no cordial, de colegas de trabajo, tanto que

hasta un día le llevé unos dulces que hacía mi mujer. Él me lo agradeció, pero los

apartó sin más. Sospeché que iban a acabar en la papelera.

Pero como no hacía más que joderme la vida con exigencias de trabajo con

llamadas en los peores momentos, me di cuenta de que era imposible que pudiese

tener cualquier relación, siquiera laboral, con él.

Sabía que jamás en mi vida me iba a encontrar a nadie tan anempático. No

creía que existiese nadie así. Era lo peor de lo peor y encima me enojaba hasta

niveles inimaginables.

Por entonces, un día me encontraba viendo una película de los Hombres de

Negro en la televisión con mi mujer. Recuerdo que le comenté:

—Al final va a ser verdad que estamos rodeados de extraterrestres. Estoy

seguro de que Papafrita es uno de ellos.

A mi mujer le hizo gracia y aún me comentó:

—Mira, quizá él u otro como él sirvió de modelo para los vulcanianos de

Star Trek. Seres sin sentimientos. ¿Te fijaste en si tiene las orejas puntiagudas?

Los dos nos reímos. Eso explicaría muchas cosas. Papafrita tiene que ser un

alienígena.

Este es el texto que recuperé del ordenador de Carlos Molina, el compañero de Kököt

Vopiletz, conocido entre los humanos como José Garduña. Había llegado muy lejos en sus

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averiguaciones de quién es realmente nuestro compañero. Por eso, he dado orden de que manden a

Molina a otra sección de la editorial y deje de estar en contacto con nuestro hombre.

Nuestra seguridad está a salvo por ahora, pero quisiera preguntarles si hay manera de

que Kököt Vopiletz pueda adquirir cierta empatía para evitarnos problemas futuros, porque,

aunque no es humano, al menos que lo parezca.

FRANTZ FERENTZ

España

Facebook: www.facebook.com/Frantz.Ferentz

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S

iempre le sentaba bien a esas horas... Pero a ella, no. Ella no quería

sexo a las ocho de la tarde. Se lo había dejado bien claro, desde el

principio. No era su momento. Pero él se empeñaba porque era el

único rato en que se excitaba. ¿Por qué solamente se excitaba en ese

preciso momento? Porque, hacía años, siendo adolescente, su profesor de religión

había abusado de él a esa misma hora. De modo que no podía tener relaciones en

ningún otro rato del día…

Eso también significaba que la violación le había gustado tanto, que le

perseguía a lo largo de toda su vida. De modo que cada vez que lo hacía con ella, no

podía de dejar de pensar en el sacerdote.

Nunca se atrevió a decírselo a sus padres y tampoco nunca fue a ningún

psicólogo por vergüenza personal y porque le podrían tomar por loco. De modo

que, hasta ese momento y estaba bien seguro de que eso ya permanecería ahí, en

su cerebro para el resto de sus días, había vivido y seguiría viviendo con ese gran

secreto.

Era sábado. Se levantaron con desgana. El quería dormir más y quedarse en

casa leyendo a Barbara Cartland. Reconocía su gusto facilón por la literatura

romántica. Y le encantaba. Ella, por su parte, quería salir al campo a cazar conejos;

era una amante de la caza. Parecía como si la Naturaleza les había cambiado los roles

tradicionales de macho con aficiones de hombre y hembra con aficiones de mujer.

De pequeña, su padre militar le había inculcado el gusto por ese deporte.

Como la pareja no se logró poner de acuerdo como casi nunca, en los últimos

tiempos cada uno pasó el día por su cuenta.

El hombre se quedó feliz en su soledad. Hacía varios fines de semana que

no la disfrutaba porque ella se empeñaba en salvar su relación básicamente por el

qué dirán; estaba convencida de que su estatus social así se lo exigía. Sin embargo, a

él, lo que pensaran los demás le importaba un comino siempre que no fuese un

tema grave, como el que bien guardaba para sus adentros.

Cuando volvió de la cacería, él se levantó del sofá y sin darle un beso de

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bienvenida, le habló mirándola fijamente a los ojos.

¿No crees que deberíamos separarnos? Ya no nos queremos…

¿Pero nos hemos querido alguna vez...?

También es verdad. Pero reconoce que, al principio, nos llevábamos

bien. Éramos como hermanos que, de vez en cuando, se acuestan.

Ella respiró profundamente. Le miró con desgana y subió por las escaleras

de mármol hacia su dormitorio a cambiarse para la cena. Y llamó a la asistentacamarera

para darle instrucciones.

Él no volvió a decir nada. Estaba acostumbrado a sus desplantes, a su

soberbia. Sabía que ni el divorcio ni siquiera una mera separación entraban en

sus planes. También intuía que le engañaba con otro… o con otra… Pero, en

realidad, le daba igual. En el fondo de su corazón, tan solo deseaba liberarse de esta

atadura y comenzar a vivir la vida a su manera.

Puso el tema “My way”, de Frank Sinatra a todo volumen. Se sirvió un

güisqui doble. Ella entró airada pidiéndole que lo bajara de inmediato, pero se hizo

el sordo y la mujer, en un arranque de ira, quitó el CD y lo tiró a la chimenea. Este

ardió con destellos psicodélicos de antiguo vinilo.

¿Se puede saber por qué apagas la música sin mi permiso...? ¿Quién te ha

dicho que la quites...? ¿Por qué has quemado el CD?

¡Me lo he dicho yo misma! No soporto esa canción. Mis padres odiaban a

Frank Sinatra. Decían que era un mafioso.

Lo que odiaban tus padres era la libertad.

Entonces, él se levantó resolutivo del sofá, la miró fíjamente a los ojos sin

decir palabra y subió a su dormitorio. Preparó las maletas con respiración

entrecortada: Ya no podía ni un minuto más. Y salió de la casa dando tal portazo

que rompió el pomo.

“Menos mal se dijo ella con media sonrisa justo después. Al final, lo he

logrado. Y rio abiertamente. Unos días sola para lo que yo quiera.

Se sentó en el sofá, se sirvió un tequila, cruzó las piernas al estilo de Sharon

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Stone en la famosa película, encendió un cigarrillo con clase, expulsó la primera

bocanada de humo al techo y cogió el teléfono con cierto toque de ansiedad

teatralizada.

Marisa, cariño, soy Marta. Al fin, podremos estar solas unos días. Te

espero para cenar. ¡Te quiero...!

De camino hacia el aeropuerto, resuelto a empezar de cero, buscó con

fruición el número de teléfono de su colegio para ver si podía dar con aquel cura

que le había marcado para el resto de su vida…

IÑAKI FERRERAS

España

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93


E

l paisaje que se extendía frente a él era de puro desierto. Una

sequía pertinaz había dejado cadáveres de árboles y animales que

poco a poco iban incrementando la cantidad de arena. Un viejo

árbol, desnudo de hojas y artrítico de ramas, daba mínima sombra.

Esperaba que le llegara su momento.

Mirando hacia el cielo comprobó que una bandada de pájaros huía hacia

donde no hubieran llegado todavía las calamidades. Con añoranza recordaba

aquellos días en los que suelo y cielo se unían para recibir y despedir estaciones.

Un pajarillo se separó de la bandada y se posó en el árbol buscando sombra.

En sus plumas llevaba años y cientos de kilómetros recorridos en viajes eternos.

Estaba cansado. Se detuvo sabedor de que nunca alcanzaría a sus compañeros.

Posado en una rama cerca del tronco, con otra sobre la cabeza que le daba

sombra, comenzó a hablar sin palabras con el viejo árbol.

—Te admito, pajarillo, —dijo el árbol—, eres capaz de conocer sitios, de

contemplar el mundo desde lo alto, de ser libre permitiendo que el viento te lleve

—Sí, pero tú eres fuerte. Resistes mientras los demás han abandonado la

lucha. Eres modelo de rectitud y marcialidad.

La tarde comenzaba a declinar y los pájaros se perdieron en el horizonte. El

frío haría su aparición dentro de poco. Recibirían los besos proféticos de otro frío

invierno. Quizás el último.

El viejo volador se estremeció en la rama y todo el árbol le respondió con

una fuerte sacudida, como si quisiera desprender del rocío a las miles de hojas que

hacía lustros no tenía.

De pronto uno y otro comprendieron su destino: uno no volvería a volar

junto a los suyos. No volvería a buscar tierras cálidas donde nacerían sus polluelos.

El otro presentía que el peso de la nieve en sus ramas acabaría por partirlas y

quedaría inutilizado para ser albergue de pájaros.

Ambos sabían que en breve serían huéspedes del helado suelo. Pero el viejo

pájaro moriría con el deseo de seguir volando porque es un ser libre y nunca deja de

serlo. Y el viejo árbol recordaría los cientos de años que estuvo en pie y las vidas que

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albergó.

planta crecía.

El buen tiempo los encontró abrazados y en medio de los dos, una mínima

MANUEL SERRANO

España

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«¡H

“Chirrin, Chirrin, te quiero yo, Chirrin, Chirrin, mi profesor”

Cantinflas

ay golpes en la vida, tan fuertes, tan fuertes…Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios» «¡Mientras navegaban por

su mente estos versos, Danilo, el maestro de la

escuela, preparaba su clase de literatura.

Pensaba en César Vallejo y sentía cómo el estómago

vacío le hacía catarsis con los versos del poeta. Como este, el profesor tampoco

tenía el mínimo trozo de pan. Su situación era cada vez más precaria. Una lluvia de

espinas penetraba las carnes de su estómago. Para completar sus penurias, la escuela

estaba en quiebra. Le adeudaban seis meses. Su situación no podía ser más vil.

En casa el ámbito no era distinto. Vivía en una pensión de paredes blancas,

selladas con arena y cal. El techo era de una madera desgastada, que le permitía

entrada para el concierto de la lluvia.

amedrentador:

Una mañana, cuando Danilo se dirigía a la escuela, la casera le dijo en tono

—Te sacaré de aquí, ¡a ti y a tus cochinos libros!

Danilo abstraía la dimensión de esa sentencia.

Otra vez le dejó por fuera dos días, aunque el azar jugó a su favor. La casera

en un descuido dejó la puerta entreabierta y Danilo aprovechó la oportunidad de

escurrirse por la verja, aunque fue descubierto in fraganti.

—Esta sí es la última vez, profe —le dijo—. Ya estoy cansada de cobrarle la

renta, y usted no tiene más objetos de valor, excepto esos cochinos tratados de

poesía, pero no me encartaré con un montón de basura. ¿Qué ganaría leyendo eso?

Danilo recordó cómo muchos de los escritores que amaba también habían

pasado las duras y las maduras. Se acordó cómo García Márquez había vivido

tomando agua hervida de las maticas que tenía Mercedes en el impío invierno galo.

O cómo a Julito los estudiantes le apodaban «Largazar», «Pobrazar», pues se vio en

la obligación de ser maestro de escuela de un barrio porteño, para poder llevar mate

a su madre. O cómo al antipoeta le tocó vender caramelos en Puerto Montt, para

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alimentar las cuerdas de Violeta.

Volviendo en sí, se sintió mal, pues el hambre se tornaba insoportable. La

casera sintió pesar y lo dejó en la desbarajustada habitación por unos días. Pensó

que era mejor hacer una obra de caridad, pues el padre había predicado que era

menester ayudar al prójimo, ya que era la única empresa digna entre los hombres.

Los estudiantes lo miran. Se hacen gestos. Se hacen señales entre ellos.

Detallan su viejo pantalón de chalis caqui. Una camisa a cuadros manga corta y una

corbata con adheridos de la Hora Warner, comprada en el mercado de las pulgas. Se

sientan de manera solemne y guardan silencio. Saben la importancia de escuchar.

Sus miradas se detienen en los zapatos apaches del profe. La mochila donde carga

los textos amarillentos está hecha jirones. Los estudiantes comprendían el dantesco

camino que peregrinaba Danilo.

La última vez lo levantaron del piso cuando se desmayó en una izada de

bandera mientras declamaba: «Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos, la llevo

perdida». Y sí, efectivamente, casi deja la existencia en el patio. Sus compañeros le

sugirieron que fuera al médico, sin embargo, él tenía una enfermad muy común:

hambre.

—Nada es más importante en la vida que dejarse ser por los libros. La literatura es la

única resistencia a los declives de la vida —con esas sentencias, Danilo empezaba la clase

al día siguiente.

Los discípulos, absortos, se deleitaban con el susurro que emitía con el alma

el profe poeta, como solían llamarle.

—Carpe Diem, mis niños, Tempus Fugit —recitaba, mientras movía sus

lánguidas manos de arriba para abajo, advirtiéndoles lo fugaz del amor y del tiempo.

Les explicaba que el dinero no tenía importancia, que debían levantarse

todos los días apasionados por aquello que les hinchaba el corazón.

Entonces, con sus ojos fulgentes, dijo:

—¡De la vida no nos moverá nadie!

El alma se le elevaba. Los niños por un momento habían dejado de ser

pobres. Danilo les dijo:

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—¿Por qué no pensar que vinimos al mundo a escuchar a Julio Jaramillo o

a soñar con un tango de Gardel o, mejor aún, a vibrar con la guitarra del tipo que le

hizo preguntitas sobre Dios?, o ¿por qué uno no podía bailar resueltamente al ton y

son de Totó La Momposina? Esas son cosas que valen la vida, los sueños, los

anhelos, camaradas.

El viento administraba esas palabras para que hiciesen casita en las almas de

los estudiantes.

Carlos levantó la mano y preguntó:

—Profesor, ¿para qué leer poesía en estos tiempos donde nada nos salva de

la pobreza?

Danilo quedó absorto. ¿Para qué servía su discurso poético si hasta las

mariposas se le habían muerto de la desnutrición en el estómago? Además, el

hambre de a poco le arrebataba la lucidez, porque eso sí, se necesita de un buen

trozo de pan, y un vaso de aguapanela, para pensar por lo menos en un par de

buenos versos.

Después de una larga pausa, el profe dijo:

—Mira, Carlos, el asunto es sencillo. Uno desayuna dos o tres hachazos de

Raskolnikov y con eso te llenas el alma o te la partes, pero alguna cosa haces.

Solo Mariana y Villalobos sonrieron quedamente. El chiste había sido

pésimo. Los estudiantes habían bajado de su idilio. Sin embargo, seguían creyendo

que Danilo, a pesar de su mal sentido del humor, era como el pequeño poeta que

intenta llegar por lo menos a las pantorrillas de Dios.

Las doce del mediodía. La campana de bronce titilaba. El sonido se hacía

humo en el oído de los estudiantes que abandonaban su catarsis para continuar con

sus vidas miserables.

—Hasta mañana, Profe Poeta —le decían.

Una lluvia de palomas ensopó el mediodía. Los estudiantes se perdían como

puntos negros en la línea del horizonte.

—Danilo, hemos notado con preocupación que cada día se encuentra más

delgado y taciturno, pensamos que algo le está pasando —le dijo la rectora, dueña

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del colegio.

—En verdad no es nada. Solo que he tenido problemas personales, pero

estoy bien.

—Sí. Es un secreto a voces que ya estaba pensando en un reemplazo para

usted, además, algunos de los honorables padres de familia se han quejado de sus

clases. Dicen que sus hijos ya no quieren ver más televisión, que prefieren leer todo

lo que se encuentran y que es preocupante no compartir la telenovela de la noche en

familia, pues la clase del profe revolucionario, como han osado tildarlo, fractura la

fraternidad en el hogar.

El profesor, cabizbajo, prometió a la rectora que esto no volvería a suceder

y le suplicó que repensara su continuidad en el trabajo que tanto amaba.

¡No podía irse ahora! ¡No quería ser una carroña en vida! Rememoraba los

versos de un poeta maldito que supo morirse asfixiado entre las prostitutas más

abyectas.

La rectora pensó que el sueldo de Danilo era muy alto y que por eso

adoptaba esos comportamientos insoportables. No obstante, decidió brindarle otra

oportunidad, ya que le colaboraba a fin de año pintando los puestos y los muros de

la escuela.

Los estudiantes se miraban quedamente. Comprendían que el día soñado

había llegado. El profesor había anunciado que en clase hablarían sobre los mayores

exponentes de la poesía latinoamericana. Imaginaban a Danilo declamando Patas

arriba con la vida de Alfonsina Storni o las Soledades de Pizarnik o alguna de

Amado Nervo. Las quimeras eran tan elevadas que en el aura del salón solo se

respiraba el hálito del verso bien logrado.

Los estudiantes empezaron a preguntarse qué había pasado con la clase de

letras y qué con las voces de los poetas latinoamericanos, pues el maestro no llegaba.

Efectivamente, habían inferido sobre la significancia del rótulo ¡Tempus!, que

ronroneaba en sus cabezas.

Averigüemos qué ha pasado con el profe poeta —dijo Carlos.

—Estoy de acuerdo —dijo Villalobos.

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En la puerta se les cruzó la rectora, quien los invitó a sentarse.

La rectora se paró delante del salón. El tablero verde crecentaba su figura.

Frunció el entrecejo y dijo:

—No entiendo qué ha pasado. ¡Estoy compungida!

Los estudiantes guardaron silencio. La rectora continuó:

—Niños, hoy el profe Danilo ha sido encontrado muerto en su habitación.

Dicen que fue el cólera. Pero no se preocupen, pensando en ustedes y en la

economía de sus corazones, ya conseguimos el reemplazo: un catedrático de

religión, quien se hará cargo de la clase de literatura, pues como todos saben, no

existe ningún inconveniente en que el nuevo maestro les enseñe eso de leer y hacer

planas. ¡Ah!, olvidaba decirles que las exequias se llevarán a cabo mañana sobre las

diez, sin embargo, el problema es que se nos cruza con la clase de ciencias y sería

una pena perderse la teoría de Mendel.

El silencio fulminó el espíritu de los estudiantes, quienes absortos

escuchaban el discurso de la rectora. Las lágrimas caían como una catarata

hambrienta. La mañana se ensombreció y un hálito de reminiscencias pobló el salón

de clases.

Los estudiantes no olvidarían las enseñanzas y el legado que les había

heredado el profesor. Al otro día, todos asistieron a las exequias. No les importó

Mendel, ni el castigo que recibirían cuando los padres se enteraran. Encima del

ataúd dejaron las siguientes inscripciones:

Desde ahora transitaremos

por los parajes de la poesía.

Esperamos no importunar.

Lo dejamos conversando

con las mejores almas del pasado.

Con afecto: los estudiantes que se nutrieron del pan,

que es lo mismo que la poesía.

Después, los estudiantes se alejaron como puntos negros en el horizonte.

No hubo una lluvia de palomas, sino un aguacero de nostalgias que atravesaba el día.

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La campana no volvió a sonar como antes.

JONATHAN CAICEDO GIRÓN

Colombia

Facebook: https://www.facebook.com/jotto.caisedorff

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103


E

l tigre emprendió molesto el camino de regreso, luego de su

entrevista con el león rey. Creyó que en esa ocasión sí podría

convencerlo de dejar sin efecto el decreto que había anunciado

años atrás, pero no fue así. El poderoso león, como siempre, no

hizo más que repetir que todos debían ser comprensivos y solidarios con los demás.

El tigre estaba harto de oír eso, al igual que la pantera y el jaguar, quienes acudieron

a su amigo en busca de las novedades de su entrevista con el león. Ninguno se

sorprendió al enterarse que este último se negó a retroceder con el decreto que

ordenaba que los carnívoros más fuertes debían ceder parte de las presas que

lograran cazar para los más débiles. En un inicio todos accedieron a colaborar

temporalmente con los suyos más necesitados; sin embargo, el tiempo transcurría, y

los carnívoros más débiles no hacían nada por intentar empezar a valerse por sí

mismos. De repente comenzaron a exigir más, y el león rey los escuchó. Los más

fuertes ya se veían obligados a entregar la mitad de su comida, por lo que acordaron

hacer algo al respecto. Tenían crías que alimentar, y debían aplicar el doble de

esfuerzo todos los días para poder hacerlo, debido a ese mandato que les sacaba lo

que conseguían con tanto esfuerzo.

Ante la nueva negativa, los tres felinos reunieron a la mayor cantidad de

carnívoros que les fue posible y, esa noche, le dijeron al león rey que se rehusaban a

seguir cazando mientras él no anulara su decreto. Pero, imaginando que se le podía

llegar a presentar una eventualidad de ese tipo, este profirió un grito y, en un

segundo, se halló rodeado por los carnívoros "débiles" de su reino, los cuales no

dudaron en atacar a los otros, dispuestos a todo para defender su estilo de vida, en la

que no necesitaban mover un solo dedo para subsistir. La prolongación de la batalla

hizo que el tigre y los suyos pusieran un alto a esta, y se marcharan con resignación

del lugar, mientras el monarca felicitaba a sus leales defensores por el buen trabajo.

—Es inútil —les dijo el tigre a sus camaradas—. Ellos ya tienen la fuerza

suficiente para valerse por sí mismos, pero se acostumbraron a depender de alguien

más para vivir. Este decreto los volvió mediocres, holgazanes y totalmente sumisos

al rey para siempre. Tendremos que seguir viviendo bajo esta ley o irnos de este

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reino con nuestras familias, en busca de un lugar mejor para vivir.

Sus compañeros no podían estar más de acuerdo con aquellas palabras.

EDUARDO BARRAGÁN ARDISSINO

Argentina

Facebook: https://m.facebook.com/edu.barragan.77

Twitter: https://mobile.twitter.com/home?locale=es

Instagram: https://www.instagram.com/edu.escritornovato/

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M

iró el croissant como quien mira acero pulido. Frente a ella la

cámara rodeó a los protagonistas de la cinta y delante de ella

un vaso con un zumo de naranja de angustioso color

corroborando la sospecha de que había pasado por mil bocas

con carmín. Olisqueó el zumo, la cámara, ajena a ella, no registró la repugnancia que

le producía el líquido. Observó las servilletas de papel en la mesa y un nuevo mundo

se abrió ante ella. Cogió un par, se limpió la boca, las arrugó, y las encajó entre los

cuernos del croissant. La palabra corten no parecía ni tan siquiera ser imaginada por

el director de orquesta, así que su vista se fue de nuevo al servilletero de papel. Creó

un par de aves revisitando sus conocimientos de papiroflexia, desechó la idea de

ponerlas a nadar en aquel pequeño lago de naranja claramente contaminado y

sopesó traer nuevos animales a la manada. En un momento dado, cuando la

desesperación de una toma que parecía no tener fin estaba empezando de desafiar

los límites de su desesperación, se armó de valor y sopesó el croissant entre sus

manos. Lo imagino apetitoso, tal vez le diera realismo a la escena que le diera un

buen bocado, quizás eso haría que se notase su actuación… de alguna manera. Sus

dientes se acercaron peligrosamente a aquel trozo de ladrillo y respiró de alivio

cuando la ansiada frase llegó hasta sus oídos. ¡¡¡Corten!!!

ALBERTO IRANZO SARGUERO

España

Instagram: @jerryclade

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Y

o no soy nadie, pero nadie quiero seguir siendo.

No soy nadie sino un fantasma de otro nombre y mismo apellido

frente al solipsismo cansado de mi padre, que revive en mi silueta

y mis hazañas las glorias pasadas, desterradas por la miserabilidad

de las estaciones que se subsiguen y que enjaulan todo ser dentro de la cárcel

inclemente de la imposibilidad.

No soy nadie en los escombros del útero desgastado de mi madre,

estragado por el natural avance de la decadencia orgánica, que remembra todavía

aquel pupilo idílico de semejanzas angélicas que nunca fui, ofuscada en su

percepción por la bondad inmaculada de la maternidad.

No soy nadie en los ojos de mi querida hermana, que prende velas en el

altar de los recuerdos para avivar una imagen mía carcomida por el tiempo nefasto

que nos ha dividido, un daguerrotipo de un otrora olvidado por todos salvo por la

magnificencia de la hermandad.

No soy nadie en los rostros desaparecidos de mis antepasados, cuya tez de

pasas desapareció debido a la inflexible incumbencia de los gusanos, igual que su

memoria de mí y del mundo.

No soy nadie dentro de la percepción variegada y heterogénea de los

centenares de amores y amantes que fueron, que son y que han de venir, que van

transformando mi figura y las pasiones que esta había de generar a cada repique de

la medianoche, rindiéndose sin pugnar a la eterna metamorfosis que escarmienta lo

bueno, si es que hubo algo bueno, que a cada fin emprende su trasmutación hacia lo

desagradable, lo erróneo, lo ínfimo, lo inútil, lo incierto, lo superficial, lo pasajero.

No soy nadie para las sonrisas generosas de mis amigos, algunos varados en

un mundo que ya no me pertenece pero que en las noches de melancolías anhelo

volver a exhumar, otros agarrados firmemente a la estela de bastimentos de rumbo

indeciso pero esperanzoso, unos pocos más zarpados sin adioses hacia las tierras sin

regreso dominadas por la voluntad de las parcas. No soy nadie sino miles de

máscaras diferentes en sus evocaciones ocasionales de nuestras gestas memorables,

nuestras borracheras desgraciadas, nuestros sufrimientos abisales, nuestras aventuras

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eternas, todas eternamente deformadas por el individualismo de las percepciones.

No soy nadie en el rebaño de mis coetáneos de aquí sino otra oveja sin

pastor que busca amparo de los lobos famélicos de la incertidumbre, suplicando la

protección de un futuro infame, aún más malvado que las fieras que huelen mi

rastro. Pero no soy nadie tampoco para mis coetáneos de allá, sino otro peregrino

procedente del hemisferio bronceado del globo, cuyos problemas abarcan la mera

esfera de la superficialidad de la existencia. No soy y no seré nadie en la memoria de

una entera generación de inexistentes, caracterizada por la precariedad de la falta de

origen, rumbo y eje, sino otro débil y fugaz granito de arena, empujado a la deriva

por el soplo de los céfiros. Otro náufrago que terminará esclavizado por la tiranía de

los modelos sociales, desperdiciando en labores despreciables y asentimientos

dóciles el milagro de la existencia, convencido de poder entregarle un sentido

material inexistente a la insensatez del ser.

No soy nadie para la tierra fértil que me escupió en el mundo y el mar

impetuoso que me empujó a andar a dos patas, demasiados ocupados a amamantar

su grey de hijos necesitados para preocuparse de los que se fueron perdiendo,

abandonando su cuna, pues la ciudad está familiarizada con las despedidas y ya no

puede con la nostalgia de los que se fueron. No soy nadie tampoco para el

continente que me enseñó a erguir la espalda y que ansío volver a vivir, para su

naturaleza abrumante, para sus metrópolis paquidérmicas y sus pueblos perdidos,

para sus ríos de océano y sus mares caníbales, para el aullido de sus selvas y para el

silencio de sus desiertos, para sus días de garúas y aguaceros y para sus noches

estrelladas, para su gente multicolor y sus miles de vidas distintas. No soy nadie sino

otro transeúnte que se asomó a su inabarcable magnitud, pues el continente

desilusionado conoce bien el pasmo repentino que su descubrimiento genera en los

forasteros, y ya es viejo para creerse otra promesa de amor desesperado, por veraz y

sincera que sea.

No soy nadie mientras mis sentidos juegan a embriagar mis sensaciones. Se

percatan del entorno, pero confunden su procedencia en los laberintos

desconocidos de la memoria. El olor de la madera ardiente evoca chimeneas

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navideñas cuyo calor se une a la humedad oprimente de las noches del trópico, y

entonces las mesas ahítas de familiares sin rostros se transforman en mesetas de

arrecifes variopintos, y la noche cálida y la espuma de un mar manso se proponen

clementes de acunar mis sueños renuentes, que de lo contrario se hundirían en el

insomnio fomentado por la melancolía de la lejanía. Los escalofríos invernales ya no

remandan a las madrugadas gélidas a la espera de un bus repleto, sino al desaliento y

a la sorpresa de las cumbres andinas, y mis manos se estiran para rozar una piedra de

infinitos ángulos cuya ságoma tambalea en la confusión de mis recuerdos. Hasta las

caricias sinceras se pierden en la remembranza de otras manos que paliaron mi

zozobra en otros páramos. Y sin embargo. Sin embargo no estoy ni aquí ni allá, sino

estancado en el caos apátrida que enriqueció pero desasosiega mi ser.

No soy nadie para la vida sino una infinitesimal y temporánea partícula

dentro de su milenario existir, y ni las más entrañables hazañas me asegurarían un

lugar en su atiborrada y corta memoria. No soy nadie para la muerte, que a pesar de

sus esporádicas caricias rehúsa englobarme definitivamente en su abrazo frío.

No soy nadie mientras mi figura se refleja en un espejo cualquiera, y el

reflejo se graba momentáneamente en mis pupilas, transformando uno en el

espejismo del otro, confundiendo la realidad de mi imagen con la ficción fotográfica

de mi reflejo. Las imágenes se acumulan en los estantes de mi percepción y van

transformando la siguiente silueta que se deparará vulnerable y escurridiza, a la

merced de mi interpretación de mí mismo en un vidrio borroso, y variará aún más

según factores externos que influenciarán mi visión de lo que soy, lo que era y lo que

anhelo ser. La única certeza son las ilusiones edificadas por mi ego.

Soy nadie en el momento en el que apago la luz y mi silueta se confunde en la

sombra de la noche sin estrellas que atraganta mi pieza. Ahí mis pensamientos se

vuelven mantequilla y mi actuar, domesticado por mi propio ser, se amansa tácito, se

calla, se aparta, rindiéndose a las tinieblas que revelan mi idiosincrasia. Es en este

entonces que mi persona se despoja de las máscaras y los trajes, se desnuda de las

prendas y los adornos, reniega las ideas y los teoremas, y se vuelve simplemente él.

Solo es ahí, relegado en lo invisible que la obscuridad concede, que logro volverme

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nadie. Y esto es lo que quiero ser.

GIACOMO PERNA

Italia

Facebook: https://www.facebook.com/giacomo.perna.58/

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113


H

e detenido el tiempo. Un mar de cadáveres está desperdigado a

mis pies. El olor a pólvora, sangre y sudor ha desaparecido,

igual que el soplo del viento. El guerrero frente a mí se

encuentra inerte. Puedo ver en su cara el esfuerzo por

mantenerse de pie.

Observo la fotografía en el dije. Una mujer de cabello negro, sonríe. Abraza

a una niña pequeña. En todos los mundos y universos que he recorrido no había

conocido a nadie que mantuviera la esperanza, no después de lo que le mostré.

Toco su frente y hurgo en su memoria.

Veo un parque. Una familia va de paseo. El padre carga en hombros a la

niña. La madre toma de la mano a su esposo. Una playa. Ambos padres entierran a

su hija en la arena. Risas de niño. «¿Hace cuánto no escuchaba la risa de un niño?».

Debo tomar una decisión. Me siento en el suelo y medito. Abro los ojos.

He decidido.

II

Bajé del risco. Ante mí estaba el último ejército. Eran más de cinco mil

hombres y mujeres armados. Aguardaron, se veían nerviosos. ¿Habían escuchado

los rumores de mi capacidad? ¿O era solo que podían sentir el poder que emanaba

de mí?

Me dirigí hacía ellos paso a paso, lento, pero a medida que me acercaba fui

aumentando la velocidad. Cuando comprobaron que las balas me traspasaban sin

hacerme el más mínimo daño, se colocaron en posición de combate. Acepté el reto.

Sería a puño limpio.

Di un salto y coloqué mi pie en la nuca de uno. Escuché como se quebraba.

Aterricé con la rodilla en el cuello de otro. Golpeaba y esquivaba. La mayoría eran

muy lentos para tocarme, los que llegaban a hacerlo, no me hacían daño alguno,

apenas podía distinguir sus golpes del roce del viento. Alguien lanzó una granada.

Yo la sostuve frente a mi cara hasta que explotó. Los soldados alrededor mío

murieron debido a las esquirlas. Fue cuando retrocedieron. Todos, excepto uno.

114


Su ropa era de color rojo y tenía un dragón tatuado en el brazo derecho y

un tigre en el izquierdo. Se paró firme y dijo:

—Aunque seas muy fuerte, no retrocederé.

Me abalancé contra él. Logró esquivar un par de golpes y me propinó una

patada en la cabeza. Sentí un poco de dolor. Me descubrí sangrando un poco. Hacía

muchos años que no veía ese tono rojo en mí. Golpeé con fuerza su estómago. Se

arrodilló del dolor.

Levanté mi mano y atraje un asteroide. El cielo se oscureció. La enorme

roca se acercó hacia el planeta. Cuando estuvo a cien metros de colapsar, el hombre

de los tatuajes alzó sus manos al cielo y lanzó un rayo de energía que desintegró casi

en su totalidad la amenaza.

Algunos pedazos de roca cayeron al suelo, como lluvia, incendiados y

destruyendo todo el paraje. El hombre que realizó la proeza estaba exhausto, yacía

de rodillas frente a mí con la mirada desafiante.

—¿Quién eres?, ¿cómo obtuviste tanto poder?

Sentí piedad por él. Toqué su cabeza enlazando nuestras mentes. Le mostré.

Cuatro niños avanzaban en la oscuridad. Un delgado camino rodeado de

zacate crecido casi al metro de altura. La luna llena y la vela que sostenían en la

mano eran sus únicas fuentes de luz. No se podían ver las estrellas. Cuatro niños,

cuatro velas.

—No dejen que su vela se apague —ordenó la chica, la única niña del

grupo.

—Hubiera sido mejor traer linternas —dijo el niño de lentes.

—Solo velas —replicó la chica —fue lo que mi prima me contó.

A lo lejos se podía ver una vieja casona. Hecha de madera y pintada de un

color entre el gris y el morado. Por un momento una nube obstruyó la luz de la luna

y la casa desapareció. Cuando la nube pasó, regresó también la casa. Todos lo

vieron, pero ninguno comentó nada al respecto.

—¿Qué te contó tu prima? —dijo otro niño con una camisa que alguna vez

había sido roja.

115


—Dijo que ella fue con sus amigas. Habían escuchado de Strega y su don.

Solo se le puede ver cuando hay luna llena. Es una gran bruja. Criaturas del infierno

rondan su casa, por eso quien va a visitarla debe llevar una vela encendida. Solo te

dejará pasar si alguno de los visitantes cumple años. Según esto, es debido a un

pacto que hizo hace mucho tiempo. Por aquel entonces mi prima estaba cumpliendo

trece. Convenció a sus amigas de ir con ella. Dice que te enseña una carta y

dependiendo de esta será tu futuro.

El relato se interrumpió cuando llegaron a la puerta.

La niña tocó seis veces. La puerta rechinó y se abrió. Entraron. Había

animales disecados en las paredes. Una mesa llena de frascos con líquidos de

colores. Una mujer encapuchada salió de una de las habitaciones.

—Síganme.

Los niños obedecieron. Los llevó a un cuarto lleno de velas, con las paredes

de color rojo. En una mesa estaban colocadas cinco sillas. Cuatro de un lado y una

del otro. Tomaron asiento.

La bruja les pidió que tocaran el mazo de cartas. Y comenzó a repartir una

por una las cartas. La muerte. El mago. La rueda de la fortuna. La emperatriz. Y el

ermitaño.

Todo se oscureció.

Un funeral. El ataúd desciende. Uno de los niños está en el interior. Los

demás lloran. Uno de ellos revisa su carta. La mamá del difunto está inconsolable.

La niña se acerca a darle un abrazo. Vuelve la oscuridad.

Otro de los chicos está caminando en el parque. Se mete la mano al bolsillo

y observa su carta. Un hombre con una aureola en la cabeza y la mano alzada, como

sosteniendo un pergamino. “El Mago”, se lee. Cuando despega los ojos de la carta,

se halla en otro lugar. Una especie de tianguis, rodeado de personas. Deambula

desorientado por unos minutos, después, se acerca a un policía y habla con él.

En la estación de policía los oficiales niegan con la cabeza. Él pregunta por

sus padres, le dicen que no existe nadie con ese nombre.

—¿Ya nos vas a decir tu verdadero nombre?

116


—Ya se los he dicho.

—Si nos sigues mintiendo, tendremos que mandarte al orfanato.

El chico se desespera. Extiende sus manos y todo a su alrededor se calcina.

—¿Tú eras ese chico?

—Alguna vez lo fui.

—Este no es tu mundo, ¿verdad?

—He recorrido decenas de mundos. Pero no he podido volver al mío.

—¿Por qué nos haces esto?

—Solo puedo pasar al siguiente mundo cuando destruyo el actual. Creí ser

todopoderoso, pero solo estoy cerca de serlo.

El hombre se puso de pie.

—Ahora entiendo quién eres y porqué haces lo que haces.

—Sabes que no puedes ganar.

—Es verdad. Pero así como tú tienes un anhelo y haces todo por

conseguirlo, yo también tengo por quién luchar.

Sacó algo de entre sus ropas y me lo arrojó. Era un dije de plata. Mostraba

una foto de una mujer cargando a una niña.

Sonreí.

Hice oscurecer el mundo.

III

Cuando la luz volvió, el hombre de los tatuajes levantó su dije del suelo.

Los muertos y heridos se pusieron de pie. Una enorme selva comenzó a crecer por

toda la ciudad, llenando de verde lo que una vez estuvo muerto. Un río emergió de

la tierra, con agua dulce y cristalina.

El demiurgo se había ido.

Una nota cayó del cielo.

El hombre la tomó y leyó.

117


J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/

Instagram: @winchesterrudy

Twitter: @r_spinoza

118


119


C

orrí la perilla del gas justo antes de que el café se chorreara por los

costados. Levanté la cafetera para ver si ya el pico había dejado de

largar el líquido negro y tapé. En el choque brusco de la tapa con la

cafetera salió un olor denso y oscuro que bastó para que se me

abriera el apetito.

En la mesa estaban las tostadas, en la ventana el invierno. Cosas chicas,

quizás superficiales, de un escenario común de la vida moderna. Pienso en que es

una cosa chica, pero ¿en qué momento lo chico se volvió tan chico? ¿O en qué

momento lo chico se convirtió en algo tan grande? No quiero caer en pensamientos

comunes ni tampoco ser un tibio, pero qué privilegio se volvió todo.

Mientras sostengo la tostada, me pregunto qué pasaría si por x o por y

mañana tuviese que renunciar a la soledad de tomar café y comer tostadas una tarde

de un día cualquiera. Qué pasaría si, por alguna razón, la vida me ubicara en un

espacio-tiempo que me impidiese hacerlo. O si en algún momento me rodeara de

personas que destruyeran todos estos hábitos-rituales y, peor, que me hicieran dar

cuenta de la banalidad y la carga simbólica, quizás innecesaria, que le pongo a la

tarea de tomar un café y comer tostadas en invierno solo.

Cuando pienso en eso me agarra una especie de espasmo que hace que el

corazón se me detenga por un microsegundo —o como sea que se llame la unidad

más chica de tiempo— y que un calor interno me recorra todo el cuerpo. Pero,

después, también pienso en que, aunque no lo creamos, en cierta medida, podemos

elegir dónde caer y, cuando lo veo, me calmo y agradezco que eso funcione así.

Pero, después, también pienso en que hay algo grave y es que yo soy el que funciona

así, los otros no y uno —aunque muchas veces lo niegue— se ve llevado por el otro.

Es normal que pase que te des cuenta de que estás siendo llevado por una

corriente que no entendés, pero que seguís igual y, que, de repente, pum, te das

cuenta de que estás muy lejos de vos mismo y ahí se te paraliza y se te cae todo el

mundo, en realidad, todo tu mundo.

También, puede pasar que, por ahí, en esos choques bruscos, se suelan

romper ciertas estructuras muy arraigadas que creías tener y ahí, en verdad, te das

120


cuenta de que esa estructura, más que representarte, te encadenaba y salir de ella fue

lo mejor, entonces ahí llegás a sentirte bien. En ese caso, ¿nos sentiríamos bien

porque llegamos a algo que nosotros queríamos y no sabíamos o nos sentimos bien

porque llegamos a ser lo que esperaban de nosotros? ¿Y si, en realidad, lo que

queremos de nosotros es, inconscientemente, lo que los otros esperan de nosotros?

¿Soy lo que soy porque pude romper —o rompieron— mis propias estructuras o

porque las sigo al pie de la letra? Si las sigo al pie de la letra, ¿de dónde vino todo

este manual de instrucciones para interpretar mi vida?

Todo forma parte de estructuras que las tomo de manera muy exclusiva y

que siento que me caracterizan en un cien por cien, aunque, seguramente, debo

haberlas comenzado a imitar de algo o alguien en algún momento que ya no

recuerdo, porque, seguramente, haya sido de forma paulatina y automática.

Capaz el crecer es darte cuenta de que tal o cual estructura la creamos

nosotros mismos según una interpretación que creemos propia. También, es asimilar

que, en cierta medida, somos nosotros mismos los que nos dibujamos nuestro

propio embrollo y cárcel mental mientras pensamos que los barrotes a los que nos

arraigamos no están siendo sostenidos por nuestras propias manos.

Cargar con el peso de hacerse cargo es una carga que aceptarla ya supone

un montón. Pero, qué grave que todo dependa de mí: soy neurosis y posmodernidad

encarnadas en un cuerpo indefenso. Ese es mi concepto, mi justificación para todo,

mi manera de proyectar todas mis culpas, la otredad que creo para mi propio

reconocimiento.

¿Está bien o está mal? No sé, a veces me sorprende cómo todos los

parámetros tan básicos de la vida no los sé o se me dificulta reconocerlos. Es tan

difícil saber hacerlo, pero ya con el mero intento de querer reconocer significa que

puedo llegar a darme cuenta de una parte de algo y eso ya es un montón. O, al

menos, eso me dijeron y, por dicha razón, lo creo.

Muchas veces tomamos el significado de las palabras cuando ya finalizaron

su proceso. Es decir, decimos “reconocimiento”, por ejemplo, cuando finalizamos y

dimos por hecho el reconocimiento de algo, pero no cuando empezamos a hacerlo:

121


sociedad teleológica.

Hoy es domingo y sé que es domingo porque los días tienen como un cierto

aroma que los define, o al menos eso me pasa a mí. Nunca pude contarle esta

sensación a nadie, seguramente a todos les pase, o a una gran mayoría, porque

también hay gente que no sabe ni dónde está parada.

El hecho de saber que hay gente para todo me reconforta, me consuela, me

da risa, me desautomatiza de mi mundo y, a veces, me deja en un sentimiento de

esto no puede ser posible. Aunque, también pienso, ¿por qué no podría ser posible?

La palabra posible está determinada por nuestra realidad ¿Nunca podrá salirse de

ella?

En fin, cuando me levanté, preparé el mate y desayuné. Es uno de los pocos

días que me tomo el tiempo necesario para darle cierto momento especial al

desayuno. La mañana del domingo tiene ese no sé qué que la hace diferente a todas

las otras mañanas de la semana, o al menos siento eso porque lo fui escuchando y

asimilando poco a poco a medida que crecía hasta que eso se volvió parte de mi

realidad.

Es posible que a alguien alguna vez en la vida le haya parecido distinta la

mañana del domingo y vio que tenían un cierto aroma, un cierto no sé qué que

hiciera que se creen naturalmente ciertos ritualitos que dicha persona asumió como

reconfortantes. Seguramente, luego, esa persona compartió ese sentimiento con

cierta gente y eso hizo que esas sensaciones se volvieran tanto propias como

colectivas hasta que todos termináramos creyendo en eso y haciendo una performance

de esa sensación cada semana.

Lo mismo que la supuesta agonía de las siete de la tarde ¿Quién la inventó?

Si nadie me hubiese dicho que los domingos en la caída del sol me sentiría en un

círculo oscuro y vacío ¿Estaría ahora triste, apenado, entre el cruce del llanto y la

imposibilidad de llorar?

Quizás estaría disfrutando y siendo “feliz”. O quizás, también, se me

ocurre, estaría con un sentimiento de pena y hubiese inventado que los domingos a

las siete de la tarde se da algo que hace que la angustia brote de todas las paredes.

122


Quizás hubiese bautizado ese sentimiento desconocido como la “agonía del

domingo” y, luego, se lo hubiese contado a conocidos como un invento personal,

dándoles razones y explicándoles la lógica de por qué mi teoría es verdadera. Quizás,

ellos, allí, también esperarían todos los domingos a las siete de la tarde para juntar

todos los sentimientos procrastinados de la semana y sentirse también angustiados y

apenados.

Miro el celular que dejé apoyado en la azucarera y, en él, miro el reflejo de

mi cara. La observo y se me dificulta reconocerme. Me toco los ojos y la boca y todo

lo que la compone me parece ajeno. Miro mi sombra entera, nuevamente, y asumo

que está proyectada y reducida a una pantallita negra, pero que esa pantallita basta

para reconocerme y pensar en que mi boca hace días que no pronuncia una palabra

para otro oído que no sea el mío. Eso me asusta, pero, al mismo tiempo, pienso en

que así estoy bien y no sé si eso es autosuficiencia, orgullo, herida del abandono o

qué.

Sé que esta corteza no me representa, aunque todos puedan pensar que sí.

Pero también, veo que mi corteza no es dureza, al contrario, es producto de sentir

demasiado, entonces puede tener sentido que se me vea representado en eso y que

yo mismo, entonces, pueda asumirlo para que deje de sentirlo así.

Soy fruto de mi maraña de pensamientos y de eso también se desprende la

idea de que a veces no tengo razones del tipo empíricas para llorar o reír, porque

todo lo que me ata, muchas veces, no es real. Con esto no quiero decir que me

encanta complicarme con todo —o tal vez sí— sino que forma parte de una especie

de instinto que la vida, las personas, yo mismo fueron haciendo esto…

Nuevamente… poniendo a las personas y a la vida antes que a mí mismo. Proyecto

todas mis miserias en el reflejo ajeno para poder sentirme un poco más a salvo ¿A

salvo de qué? Me pregunto. Qué costumbre tan idiota.

Vuelvo a mi cara, me miro, soy ajeno ¿Me convertí en lo que quería? ¿Qué

es, en realidad, —si eso existe— lo que quiero? ¿Si no lo sé es porque soy lo que

quiero?

Capaz en el no cuestionamiento está la suficiencia de algo, porque está

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naturalizado, asimilado y aceptado. Si no fuera lo que quiero, estaría deseando ser

otra cosa, porque en la ausencia está el deseo. Entonces, estaría pensando todo el

tiempo: “No soy lo que quiero, quiero serlo, pero me es imposible”. En cambio acá

dije “¿Soy lo que quiero?” Esto significa que después de quién sabe cuánto tiempo

pude desautomatizar lo que soy y preguntármelo

¿Hay una inconformidad, entonces, ahora, en mí? ¿O todos vivimos con

inconformidades y lo que siento es común? Lo primero que pienso es que si me

quejo de algo, como en este momento, de lo duro que soy y que no quiero serlo, por

ejemplo, entonces hay gran parte de mí que no es lo que quiere ser y no todo resulta

tan absoluto. O capaz lo es, pero solamente lo es para mí y eso no basta para que

termine de serlo en su totalidad, porque el otro no lo puede ver.

A veces me encantaría que nadie supiese de mi existencia, pero, después,

cuando pienso bien, me doy cuenta de que mi existencia es posible por múltiples

factores que vienen de los otros. Desde ya, pienso, me conformo y empleo palabras

que no me pertenecen ni me corresponden. Hablo las palabras de “alguienes”

desconocidos que algún día se les ocurrió hablar así.

El lenguaje es mi cárcel y no puedo salir de eso. Como así tampoco pude

salir de la idea de que es domingo, siete de la tarde y que estoy agonizando entre las

migas de una tostada terminada, una taza de café ya fría y con el invierno

pegándome en la ventana.

LOURDES CUCCO

Argentina

Instagram: instagram.com/lulacucco/

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125


N

orma levanta la vista a cada minuto. Escribe con dificultad y le

tiembla la mano. Se siente bloqueada para expresarse. Piensa,

mientras escudriña detrás del vidrio. Notablemente contrariada

e inquieta, bebe el café a grandes sorbos. Es pequeña, de

cabello entrecano, erguida en su silla, aparenta fortaleza en su actitud. Detrás del

ventanal castigan las gotas heladas.

Marcos la observa desde la vereda opuesta, amparándose detrás de un árbol

y en la negrura de la noche. Encogido en toda su estatura delata el agobio. Cuánto

ha permitido en nombre de la paciencia y el mandato social de no dejar a sola a su

madre.

Está decidido, no volverá a casa. Norma insistirá hasta el cansancio, pero las

cosas han llegado a un punto en el que lo más saludable es respetar la distancia y los

límites que se han establecido. Sería un despropósito aflojar ahora, significaría un

retroceso. Ya está. Puede que Norma acuse alguna dolencia para captar la atención

con mayor fuerza.

Ella, él lo sabe, no permitirá que fluya el diálogo. Está escribiendo los

puntos a tratar para que no se le escape ningún detalle. Argumentar sus razones, será

difícil para Marcos. Pero es su tiempo y deberá defenderlo con mucha convicción. A

su edad, considera que no debe dar más explicaciones y su madre deberá

comprender. Con mucha pena comienza a alejarse del lugar.

Su madre no entenderá la tardanza. Últimamente no entiende nada.

Ella nunca puso obstáculos en la relación de Marcos y Alejandro, como

para que él quisiera formar un hogar lejos de la casa materna.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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127


I

sabel acababa de acostarse, cuando vio por primera vez unas luces

diminutas que volaban por su habitación. Eran Hanna y Fanny dos

hermosas hadas.

Ya había pasado un año desde aquella noche y de nuevo se acercaba la

navidad. Isabel estaba impaciente, esperaba ansiosa que llegara el anochecer para

poder celebrarlo con sus amigas las hadas. Les había preparado unos regalos. Una

pequeña cajita de madera barnizada, con un pequeño corazón de cristal pegado en la

tapa y una mariposa de tela de color rosa. Estaba segura de que les encantaría.

Isabel esperaba nerviosa en su habitación sentada al borde de la cama con

solo la luz de la lamparilla encendida. El tiempo avanzaba y ya se escuchaban los

villancicos navideños que se filtraban a través de la ventana, envueltos en el silencio

nocturno que comenzaba a ser invadido por los coros de la navidad.

Sin darse cuenta Isabel se fue quedando dormida.

De pronto dos lucecitas, emergieron de la penumbra de la habitación. Hana

y Fanny cogieron los regalos, miraron a Isabel durante unos segundos y con

lágrimas en los ojos se marcharon hacia la oscuridad de la noche para no regresar

nunca más.

No podían revelar su secreto, lo tenían prohibido. Si los adultos conociesen

su existencia, desaparecería su mundo, que estaba gobernado por la inocencia. Y es

que Isabel, aquel mismo día, había dejado de ser una niña para convertirse en una

mujer.

Isabel pasó noches, días, años, esperando a sus amigas las hadas,

preguntándose ¿Por qué no volvieron a visitarla? Y cada día al anochecer se quedaba

un rato al borde de la cama con la esperanza de verlas aparecer.

Una tarde al oscurecer mientras observaba a través del cristal de la ventana

del salón, le pareció ver unas lucecitas que se acercaban. Pero no, no eran sus amigas

las hadas, sino simples luciérnagas que revoloteaban por el jardín. Isabel se

entristeció mucho y una extraña aflicción comenzó a invadir su mente. Entonces

tomó la firme decisión de seguir esperando convencida de que Hana y Fanny

volverían.

128


Meses después…

—Permanece en un estado continuo de melancólica nostalgia. No sé

explicarlo mejor, hay algo en su rostro, como una especie de alejamiento —dijo el

doctor, frunciendo el ceño.

—Ha pasado tiempo desde qué… —evitó continuar, la mujer le observaba

fijamente.

Por unos instantes el doctor titubeó, pero solo percibió un vacío en sus

ojos. Movió la cabeza negativamente y fijó la vista en su acompañante, esperando

algún gesto o comentario.

En ese momento la paciente, aparecía con la mirada perdida en algún punto

lejano.

Los dos hombres se miraron. Uno, cogió la pluma que colgaba de su

bolsillo delantero y anotó: “Reclusión”. El otro hombre escribió: “Continúa en su

mundo de fantasía…” —siguió escribiendo— “… la noche, las hadas, ausente,

tratamiento: electroshock”.

Volvieron a dar una ojeada a la paciente y se marcharon.

Al cerrarse la puerta de la habitación, pequeñas luces aparecieron tras el

cristal. Isabel, sonrió, abrió la ventana y se dejó fusionar por ese mundo mágico de

fantasía que la embargaba con la compañía de sus amigas las hadas.

NURIA DE ESPINOSA

España

Blog: https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

Twitter: @misletrasnuria1

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130


E

l silencio se desgajaba con la voz del cura, un anciano de ojos

vivarachos, quien leía un pasaje bíblico:

Jesús comenzó a viajar a diversos lugares con sus discípulos,

haciendo milagros.

Al ver el ataúd, la viuda, recordando lo ocurrido, se echó a llorar. El

hombre de mar había llegado de un largo viaje. Cuando estuvo en casa, sus hijos lo

recibieron con un abrazo y una sonrisa. Ella lo miró como increpando su tardanza.

Sospechaba algo. Comenzaba a creer en los comentarios de sus vecinas. La duda de

su fidelidad la llenaba de celos y de rabia el corazón.

Volviste, pensé que te habías olvidado de nosotros se limitó a decirle,

sin apartar la mirada de su esposo.

Se había jodido el motor en alta mar, por eso tardé dijo él.

Comprendo replicó la mujer, dudando de su palabra. Ya viste los

recibos, debemos desde hace meses. Además, ha venido un tal Díaz diciendo que le

debes dinero.

Tranquila, mujer, pagaré las deudas de los recibos respondió él. Al

flaco Díaz, lo veré más tarde para arreglar las cuentas. Dame algo de comer. Tengo

mucha hambre.

Comió con gusto. Al fin podía saborear algo diferente y delicioso después

de tanto tiempo de comer tallarines con atún en altamar. Minutos después,

inexplicablemente comenzó a ver todo borroso, y luego se desvaneció. Cuando su

mujer lo vio inmóvil en la silla, se echó a llorar desconsoladamente. Sus pequeños

también rompieron en llanto cuando se enteraron del fatal suceso.

Horas después llegaban los de la funeraria. Estos hicieron el acta de

defunción y lo amortajaron. Lo velaron esa noche. Los vecinos desconcertados por

la muerte inesperada de Jeremías, acudían a dar el pésame a la viuda quien estaba

devastada.

Ella seguiá allí, viendo el féretro. ¿Qué será de mí y de mis hijos? ¿Cómo

haré para pagar las deudas que aún tenemos? ¡Ay, diosito, apiádate de mí y de estas

131


criaturas! ¡Dame fuerzas para superar esta desgracia y darles de comer a mis

pequeños!

El sacerdote leía sosegadamente un capítulo de la Biblia, y afirmaba:

Entonces, Jesús se acercó a la tumba y, exclamó: ¡Lázaro, levántate y

anda!

En ese instante, como si hubiera escuchado desde la ultratumba, el occiso

abrió la tapa del ataúd y se levantó.

La gente se quedó petrificada de miedo por unos segundos. Algunos

reaccionaron de su letargo y salieron corriendo despavoridos del templo. Otros se

persignaban y rezaban. Pero la mayoría se quedó inmóvil, sin mover ni un párpado,

con los ojos bien abiertos, sin atinar a decir o hacer algo.

El cura se desmayó, cuando vio al hombre caminando.

Estás vivo musitó la esposa, antes de desplomarse como una pared de

adobe.

Cuando recobró el conocimiento, vio a su esposo a su lado. Ella lo miró

asustada como si estuviera viendo a un fantasma.

Estoy vivo, no te asustes mujer le dijo él sonriente.

¡Qué bueno! respondió. Pensé que te había matado con las pócimas

para el amor eterno que me dio el brujo. No iba a poder vivir tranquila con ese

cargo de conciencia.

JUAN MARTÍNEZ REYES

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/juanjesus.martinezreyes.7

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133


Resumen de la primera parte: Un misterioso homicidio ha venido a perturbar, intempestivamente,

la sofisticada existencia de los veraneantes puntaesteños. El narrador del

presente relato, novelista policial de cierta notoriedad, reputadamente experto en crímenes

de difícil esclarecimiento, decide emprender una investigación por su cuenta, al margen de

la pesquisa oficial. Los informes de un simpático y locuaz camarero del Country Club, el

judío Simón, le ayudan bastante a localizar a varias personas presuntamente involucradas

con la víctima, un tal Brunswick, de origen europeo. En trágica secuela del asesinato, un

inesperado suicidio conmueve el ambiente. El comisario Noriega busca la ayuda de nuestro

escritor-detective, pero este no se muestra decidido a cooperar…

Capítulo 5

-¿T

odavía no tiene novedades sobre el otro caso? —

pregunté, cándidamente, al comisario.

—Nada —la réplica cortó como un hachazo—. ¿Y

usted?

Cerré la boca. Con aquello se dio por terminada la

charla informal.

Oficialmente, Noriega, que me sabía presente en la coronación de la Reina,

procedió a interrogarme acerca de los movimientos del difunto en los instantes que

precedieron a su deceso (pues la víctima se contaba asimismo entre los asistentes a

la ceremonia); y al confesarle yo que temía haber cedido por algunos momentos a

los reclamos insoslayables de Morfeo, me castigó con una mirada entre

desilusionada y cáustica que me deprimió profundamente.

—¡Gracias por su ayuda! —lanzó, mordaz.

—No veo por qué se pone así —protesté—. ¡Le quedan cientos de testigos

extra, ahí en los jardines! Llame a cualquiera entre el público.

—¡Novedad...! —Sin duda estaba fastidiado—. ¡Solo que lo había elegido a

usted, suponiéndolo más idóneo que los demás! Por la profesión que ejerce, vio...

Tras separarnos, me puse a caminar a la ventura, irritado con todo y con

todos, en especial conmigo mismo… Me había propuesto guardar reserva sobre mis

subrepticias actividades de Sherlock Junior... ¡y tuve que confiárselas precisamente a

Simón, el hablador compulsivo! Bien claro estaba que Noriega se había enterado por

él de mis torpes andanzas...

134


Me volví al oír que me llamaban. Otra vez el ubicuo Simón. Comenzaba a

alentar, a la sazón, cierto antisemitismo progresivo...

—¡Espere, espere...! —jadeó él, poniéndose a la par de mis zancadas—.

¡Mire que camina ligero usted, cuando está enojado!

—¿Enojado? —le respondí, con un gruñido, sin dejar de andar—. ¿Y se

puede saber por qué tendría yo que estar enojado?

—Porque se imagina que el comisario se burla de usted... ¡No, no! —me

oprimió el brazo, con esa peculiar gentileza suya que desarmaba—. ¡No se vaya a

disgustar conmigo! ¡Él está mucho más desorientado que usted…; no sabe lo que sabe

usted!

Caminamos por la avenida Roosevelt, luego por la Buenos Aires, en

dirección del fresco de la rambla. Había abundante movimiento —la efervescencia

de la Península en temporada jamás decrece, y menos de madrugada—, pero

afortunadamente nadie nos prestó atención.

Me decidí. Envuelto en el rumor de los vehículos que se sucedían, le hablé

con franqueza, aunque evité encararlo:

—Ni el comisario ni yo sabemos gran cosa. Hay solamente una persona que

lo sabe todo de todos, Simón, y esa persona es usted… Usted siempre está donde

pasan las cosas. ¡No pude dejar de notarlo!

Resonaron nuestros pasos durante cierto tiempo, sin que se escuchasen

nuestras voces… Luego, en un lugar menos congestionado:

—Le voy a revelar algo —me dijo Simón—, pero solo a condición de que se quede

estrictamente entre usted y yo, al menos en tanto yo viva. ¿Le parece bien?

—Estoy de acuerdo. Diga, Simón…, diga.

Habíamos interrumpido la marcha. La solemnidad del momento requería

que nos sentásemos, y a tal efecto nos aprovechamos del murete de cierto jardín

cuya vivienda, a oscuras, parecía estar vacía.

—Usted no conoce mi nombre... completo, ¿verdad? ¡Pues me llamo

Liesenthal de apellido! ¿Le suena?

135


Pensé unos instantes. Luego se encendió la metafórica bombilla: artículos

periodísticos, programas de televisión, estadísticas de trágico horror, Nüremberg...

—¡Liesenthal! ¡El cazador de nazis! Pero yo creía...

—Ese era mi hermano mayor —manifestó él, con sencillez—. Lo mataron

en el Paraguay; pero aún quedamos muchos para continuar su obra... Estuve en el

Brasil, en el sesenta y seis; y en Paraguay, en el setenta y cuatro; pero ahora ya no

queda mucho por hacer ahí que no pueda atender la Policía local.

”Mis investigaciones me trajeron a esta Punta..., porque supe de mis fuentes

acostumbradas que aquí se escondía el único de esos demonios (fuera de Mengele, el

“Ángel de la Muerte”) que se las había arreglado para escurrirle el bulto a la

justicia…

Algo así como un relámpago se disparó en las profundidades de mi

esclerótico encéfalo. De repente creí verlo todo claro.

—¡Brunswick! —exclamé—. ¡Brunswick..., “el austríaco”! Entonces, él era...

Simón asintió con repetido vaivén de la cabeza,

—¡Brunswick! Y pudo darse el lujo de conservar inclusive uno de sus

apellidos, ya que nunca adquirió celebridad. Fue sumamente astuto: dejó que sus

jefes se llevaran la gloria..., con lo que obtenía a un tiempo la buena voluntad de

estos y una futura impunidad. Sin duda (y no sorprende en una mentalidad como la

suya) ha de haber tenido todo fríamente planificado desde un principio, en previsión

de un eventual vuelco a favor de los Aliados… ¡Y hasta estas tierras acabó por llegar,

procurando eludir su castigo!

Capítulo 6

¿ Pero quién era, qué fue lo que...?

Los ojos de Simón, aproximándose a los míos, eran como discos de fuego.

—¡Brunswick fue el peor de todos! ¡El Mal encarnado! Él ideó las soluciones más

eficientes para resolver “rápido y con limpieza” el “problema judío”... Fue él quien

concibió a Dachau, a Treblinka, a Auschwitz..., las cámaras de gas colectivas, los

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experimentos genéticos...

”Eichmann, Himmler y Bormann llegaron incluso a convencerse a sí

mismos de haber sido los gestores de la infamia..., pero en honor a la verdad ese...

mérito le pertenece a Brunswick, el cuasi anónimo, el desconocido…

”¡Y lo más repugnante de todo es la frialdad absoluta con que perpetró sus

atrocidades! Era obvio que para él no representaba sino un trabajo, cuyo buen

desempeño había de granjearle pingües beneficios. Ni siquiera odiaba a nuestra raza.

Por eso, me imagino, no tuvo reparos en convivir con nosotros cuando así le

convino...

Silencio. El hálito perfumado a pinares y a sal jugó en nuestras narices, y a

los oídos nos llegaba, envuelto en el rumor perenne de las olas que lamían la arena,

el apagado murmullo de los locales de expansión nocturna, el bramar sordo de los

motores, bocinazos junto a carcajadas lejanas, voces sin nombre.

—Entonces —murmuré—, se hizo... justicia.

Los dedos de Simón, como alambres estremecidos de energía, se cerraron

en torno a mi muñeca. Sentí seca la boca y no me atreví a persistir en mi indagación.

—Así debió haber ocurrido, sin duda —susurró Simón—. Quedaría bonito

como final de una de sus novelas, ¿verdad?

Carraspeé, incómodo.

—¿Y no fue el caso?

Él sacudió la cabeza.

—No lo hizo ninguno de los de mi organización: le doy mi palabra.

Nosotros no buscamos sangre. Es distinto nuestro objetivo: que los culpables vayan

a juicio, que el mundo se entere de quiénes fueron y de los crímenes que

cometieron. Eso es justicia.

—Ya veo.

—Lo otro..., quizás les resulte hasta demasiado fácil.

Vibró en su tono una nota ronca, un matiz de furia vengativa (a pesar de

sus palabras) que no me corresponde condenar; solo he cumplido en registrarlo.

137


Todo aquello me hacía sentir desorientado. Entonces volví a recordar la

llave..., el probable jirón de evidencia concreta que aún reposaba en mi bolsillo.

En repentino impulso, se la tendí a Simón.

Si él no sabe explicarme el significado, me dije, pues entonces habrá llegado el momento

de abandonarlo todo.

—Encontré esto cerca del cuerpo de Brunswick, entre la arena.

La tomo. Estuvo observándola por unos minutos bajo la luz de los focos de

alumbrado público...; de golpe, ante mi sobresalto, bajó la cabeza y emitió varios

sonidos cuya afinidad con la risa o el llanto no logré discernir de forma concluyente.

—¡Oh, Dios! —masculló—. ¡Oh, Jehová! Solo aquí... ¡Solo en Punta del

Este...!

Me atreví a tomarlo por los hombros. Admito que me había alarmado.

—¿Qué es, Simón? ¿Qué pasa, eh?

—Esta llave... —su voz sonó sarcástica—. A ver, ¿cómo la catalogaría

usted, con esa mentalidad suya de... novelista?

—Bueno... Si se tratara de un elemento dramático, gravitante en el

desarrollo de una de mis tramas, yo diría que esta llavecita correspondería a la caja

sellada de algún banco, digamos, donde Brunswick ocultaba la evidencia de su

pasado culpable. Más precisamente, determinada documentación escrita o gráfica,

que probaría sin lugar a dudas su vinculación con la execrable...

Me interrumpí. Él se había puesto a reír..., una risita ahogada y cloqueante,

que parecía pugnar por estallar en carcajada.

—¡Frío, frío! —murmuró, y me quedé mirándolo sin entender...

Capítulo 7 (Final)

¡No, no, no! —Simón desgranó un risueño gorgoteo.

—¿N-ooo?

—Frío —dictaminó él— ¿Sabe qué es en realidad esta llave? ¡Un duplicado

de la de una de las habitaciones del hotel “Inn Time”! ¡Totalmente funcional...,

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como las demás!

Demostré estar totalmente en ayunas.

—¡Vamos! —restalló Simón—. ¿Así que de veras es usted tan verde como

aparenta? ¿Y su madurez de autor? ¿No se fijó en el corazoncito diminuto que tiene

grabado la llave?

—No le presté atención. No pensé que...

—¿Cómo piensa entonces que se reúnen las parejas que desean evitar un

exceso de publicidad para su “affaire”? ¡“Inn Time”es el sitio apropiado! Las

señoritas que ahí se hospedan mandan hacer duplicados de sus llaves, en el mismo

hotel —todas con su primoroso corazoncito estampado—, a fin de que sus amigos

puedan visitarlas sin problemas a la hora más conveniente. ¿Lo ve?

—Sí. Sí, claro, pero...

Me di una palmada en la frente.

—¡Ya sé de qué pieza es la llave! —proferí—. ¡Ya sé quién para ahí!

Simón asintió.

—Verónica Vallejo..., la flamante Reina. Yo sabía un montón de chismes

relativos a ella. Por ejemplo, que aunque posaba como novia más o menos “formal”

del atontado Quiquito Vázquez, se veía mucho con Goyo Labat, el de la TV... Claro

que este la quería más que nada para que le sirviese de… artículo de persuasión,

digamos. Como dulce mediadora, ¿me comprende?, en procura del favor de los

poderosos... ¡De esa forma creyó que podía ganarse al viejo Brunswick!

—¡Todo un rico tipo!

—Ella no estaba desconforme con el arreglo —Simón alzó los hombros,

sacando el labio inferior—, siempre y cuando, desde luego, se la compensara como

correspondía... ¡Vivimos una época muy... particular, hoy día!

—Me imagino lo que habrá sentido Labat —observé—, cuando le fue a

ofrecer la chica a Brunswick..., ¡y se enteró de que el viejo ya había andado

recogiendo las rosas de ese jardín, por cuenta suya! Supongo —añadí— que los

“auspicios” del viejo, le habrán ayudado bastante a la bella Verónica en el

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concurso...

—Yo estaba al corriente de la situación —dijo Simón—, porque Labat,

medio bebido, se me confió, antes de volverse a Montevideo con los sueños

deshechos... ¡El que andaba ajeno a todo, en cambio, pobrecito, era precisamente

Quique Vázquez..., hasta que la verdad llegó a sus oídos, quizás por boca de la

misma Verónica!

Ella habrá querido sacudirse un estorbo —medité—, ¡y solo consiguió que

el desgraciado se pegara un tiro!

—No solo eso: ¡primero Quique, enfermo de celos, mató a Brunswick! Luego no

pudo con la carga de esa culpa, sumada a su horrible frustración sentimental, y...

Callamos. Simón me había devuelto la llave, pero ya no sabía qué hacer con

ella.

—Posiblemente sea esta llave la única prueba palpable de todo el drama —

murmuré. Y elevando la vista hacia Simón—: ¿Por qué no fue más franco con el

comisario Noriega, Simón? ¡Si lo hubiese orientado un poco en lo relativo a la

verdadera personalidad de Brunswick, o le hubiera comunicado algo de su

vinculación con Labat y Verónica, al menos él no habría andado tan a ciegas!

—No es santo de mi devoción, el tal Noriega —repuso él, con desusada

sequedad—. ¡Jamás colaboró con nuestra causa! No la considera... relevante.

—De cualquier manera —razoné—, es cuestión de tiempo solamente. Muy

pronto la pericia balística va a indicar que el arma del crimen y la del suicidio son la

misma… ¡No creo que Quique Vázquez haya usado dos! Obró bajo un impulso

pasional, y en tales casos no se reflexiona mucho...

Simón me dedicó una sonrisa.

—Bien distinto a sus relatos, ¿eh?

—Completamente. Mis tramas se nutren en el Lugar Común... ¡todo lo

contrario de lo que sucede en Punta del Este! Bueno, tenga en cuenta que cuando

escribí Marea Carmesí yo no conocía esto... —Me puse a reír entre dientes, hablando

más conmigo mismo que con Simón—. Escapar a la venganza de todo un pueblo

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enardecido..., evadir durante décadas la sed justiciera de la humanidad..., ¡para terminar bajo la

bala de un jovenzuelo celoso! ¡Qué ironía!

—Solo en Punta del Este ocurren así las cosas —sonrió Simón.

—¡Solo en Punta del Este! —convine, enfurruñado—. ¡Parece que por acá

son alérgicos al convencionalismo literario!

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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DOS VIAJES

JUAN IGNACIO POSSE

En los reservados a hombre con bastón, mujer con panza o niño en brazos

hay una rubia. Del lado de la ventanilla, una mujer con pelo blanco. En el espacio

que comunica vagones, unos chicos en el piso, abrazados. Él agarra el pelo de ella y

le sopla la nuca. Una morocha los esquiva y se sienta frente a la rubia. Se seca el

sudor con las manos.

La morocha tiene caderas amplias. Al lado, un hombre con bastón se seca el

sudor con un pañuelo y se levanta. La morocha apoya en el asiento la mochila verde.

Mira a través de los ojos negros a la rubia que se alisa el vestido y toca la piel de sus

piernas. Vestido blanco, piernas bronceadas. Abre una cartera marrón. Las uñas

pintadas de violeta.

El tren abre las puertas, baja el hombre con bastón. Entra una mujer de

saco azul. Se escucha la señal sonora. El tren cierra las puertas. La morocha mira al

costado, cruza la pierna izquierda por encima de la derecha. Saca del bolsillo el

celular, lo aprieta, se ilumina, vuelve apretarlo.

La rubia enrolla en el índice izquierdo un mechón de pelo y con la otra

mano revisa el celular mientras inclina la cabeza.

La mujer de pelo blanco se para. La rubia se levanta. Se sienta del lado de la

ventanilla. Las puertas se abren. Un parlante dice: “Usted está en estación Dumar”.

Bajan la mujer de saco azul y la de pelo blanco. Se escucha la señal.

La morocha mira atrás. Revisa el celular, lo aprieta. La rubia recuesta la

cabeza.

Un castaño tropieza con los abrazados, sin caerse, pasa por delante de la

morocha que saca la mochila y la pone entre sus piernas.

El castaño mira a la morocha, mueve la cabeza y se sienta al lado de la rubia

que se sobresalta. Tiene camisa blanca y en la mano derecha una botella de plástico

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con una etiqueta roja y líquido negro adentro. Dice: perdón. La rubia dice: está bien.

El castaño muestra los dientes, blancos.

La morocha tiene el pelo atado. Atrás de la oreja sale un mechón

desordenado. Baja la vista, se mira. Al final de la pierna izquierda las cuerdas de un

zapato acogotan el pie.

El castaño dice: qué calor. La rubia dice: sí, terrible. El castaño mete la

mano en el bolsillo del pantalón y saca el celular. Lo aprieta, se ilumina y lo guarda.

El tren abre las puertas. Se apagan las luces. Se escuchan uuhs. Un hombre

entrecano con una aureola oscura en la axila dice: alguien se tiró. Una mujer

arrugada de pelo rojo dice: algo pasa.

El castaño dice: hace mucho que no pasan estas cosas. La rubia dice: es

verdad. El castaño dice: ¿tenés muchas estaciones? La rubia dice: me bajo en

Laredo. Él dice: yo viví en Laredo. Ella dice: ¿por dónde? Él: cerca de la estación.

En Blandengues. Ella: ah, yo vivo más lejos, pero por ahí vive Lara, una amiga. Él

dice: ¿Lara? Ella: sí, Lara Ponce ¿la conocés? Él: sí, es vecina. Ella: mirá vos, yo iba

con ella al colegio. El castaño dice: ¿cuántos años tenés? La rubia: veintidós, ¿vos?

Él: veintisiete.

El castaño sonríe, dientes blancos. Habla, acerca la boca a la oreja de ella.

Los labios rozan el lóbulo de la oreja. El castaño dice: me derrito. La rubia ríe, se

levanta el pelo con las manos. El castaño dice: ¿puedo? Apoya la botella en la nuca

de ella. Dice: ¿querés? La rubia dice: dale. El castaño abre la botella.

Se prenden las luces. Un hombre de camisa roja se acomoda en la barra de

apoyo isquiático para personas con movilidad reducida. Interrumpe la vista de la

morocha. El tren avanza. Un flaco con sombrero, mancha blanca en la cara y

guitarra toca una canción que hace a algunos mover la cabeza. Se escuchan aplausos.

El cantante pasa con el sombrero en la mano.

El castaño dice: ¿dónde? La rubia: sobre Falucho. Está muy bueno. El

castaño aprieta el celular. Dice: chau, nos vemos. La rubia dice: sí, dale. Se besan. El

castaño se levanta y camina hacia el primer vagón. El tren frena, se abren las

puertas. Se baja el hombre de la camisa roja y el cantante. Entra corriendo una chica

que respira fuerte. Se escucha la señal sonora. La que respira fuerte se sienta al lado

de la rubia. La morocha se rasca debajo de la rodilla izquierda. Entre las manos

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suena el celular. Lo acerca a la oreja. Mira a la rubia. Dice: no sé. Dice: dónde. Dice:

chau.

La rubia sacude la cabeza. Cierra y abre los ojos. Aprieta con los dedos

índice y pulgar izquierdos el inicio de la nariz.

La morocha la mira. Revisa el celular. La rubia se acomoda la cartera, se

levanta. La morocha se cuelga la mochila y se para. El tren abre las puertas.

La rubia camina por el andén, baja las escaleras. La morocha sigue el mismo

camino.

La rubia cruza la calle, la morocha está atrás. La rubia camina lento, se toma

la cabeza. La morocha se pone a la par. Dice: ¿estás bien? La rubia la mira. La

morocha mira adelante. Una camioneta blanca. La puerta lateral está abierta. En el

interior, acuclillado, el castaño. La morocha mira al castaño, habla de nuevo: ¿estás

bien? Están por terminar de cruzar la calle. La rubia no contesta, estira un brazo,

mira al castaño que sale de la camioneta, toca el hombro de la morocha y cae.

JUAN IGNACIO POSSE

Argentina

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EL TREN QUE

SIEMPRE LLEGA

ZANDRO ZÁS

La madrugada se sentía liviana, la luz del sol aún era tenue y no terminaba

de iluminar una ciudad que no había dormido y que, a pesar de esto, no se veía

agotada. Desde la mesa del Bar las calles se veían renovadas, como esperando con

entusiasmo todo el trajín que todavía no había estallado. A través del vidrio se sentía

la energía dormida a punto de explotar, como un vértigo tangible, como el que

precede a la bocanada de la voluta de humo, que vibra durante un tiempo hasta que

al fin desaparece transformándose en el esfuerzo que impulsa y termina vomitando

peatones, vehículos, puestos de venta, locales comerciales, ruido y cansancio. La

ciudad aún vibraba, aún se movía liviana y lenta, aún esperaba para, luego en un par

de horas, rugir con todas sus fuerzas.

Bajar del altillo a esa hora luego de servirse un café, sentarse a tomarlo en

una de las mesas mirando hacia la calle, y repasar mentalmente todo lo que sucedería

durante el día, y prefigurar el retorno ya entrada la tarde, pidiendo un nuevo café,

esta vez en la barra antes de subir nuevamente al altillo, era el comienzo de día

habitual, era su esfuerzo de vómito personal, su vértigo previo al salto. Salto que lo

llevaría a zambullirse en las aguas tumultuosas de la ciudad en la que había elegido

vivir.

Le era imposible no comparar el Bar en penumbras y en silencio, solo con

la luz de la barra encendida, que era la única que prendía cuando bajaba, con el lugar

al que llegaba en la tarde, lleno de clientes, con un bullicio permanente. Siempre lo

primero en lo que pensaba al sentarse a la mesa junto al vidrio que daba a la calle,

era en la impresión que generaría en alguien que pasara y lo viera sentado solo a la

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mesa del Bar cerrado y a media luz. Luego daba el primer sorbo al café y repasaba su

plan una vez más, como cada madrugada. Pasado ese ritual diario, se relajaba y

disfrutaba de la mejor hora del día, del momento más íntimo, en el que podía batirse

a duelo, cara a cara, consigo mismo.

Se tomó el café lentamente, lo saboreó y disfrutó del aroma, seguía mirando

a través de la ventana, pero ahora ya podía verse en las calles, caminando hacia la

estación de trenes. Tocó apenas el estuche del bajo que yacía recostado a la silla que

estaba a su izquierda, mientras miraba el pequeño amplificador a su lado.

La manera en la que fluían las calles de la ciudad en las distintas horas era

absolutamente equilibrada, y formar parte de esa corriente no dejaba de ser natural;

ni siquiera al mediodía, cuando todo parecía más enceguecedor y los ruidos eran más

agudos. Aún en ese momento del día parecía natural confundirse con la corriente de

vehículos y peatones, fundirse en ese magma imparable que se arrastraba a través de

calles y veredas.

Mientras estaba solo, o mientras formaba parte de la gran ciudad que se

movía indivisa, como una gran mole viscosa, todo era mucho más armónico. Podía

seguir con su plan de forma casi natural… podía deslizarse. Ese plan que desde la

adolescencia; o sea, desde siempre, supo que iba a llevar adelante. Aún cuando todo

indicaba que costearse la vida tocando un bajo era, por lo menos, arriesgado; sino

ilusorio. Cuando decidió partir hacia la ciudad, lo más lógico parecía ser trabajar de

lo que pudiera, y en su tiempo libre tocar el bajo. O arriesgarse un poco más y

empuñar una guitarra, seguro podía agarrar una guitarra y sacarle algún sonido

decente, y seguramente llamaría un poco más la atención que con el bajo. Pero eso

era hacer lo que hacía la mayoría. Y la mayoría se equivocaba, siempre. Así que con

diecisiete años, casi dieciocho, y con el bajo a cuestas, se fue a la ciudad.

Cuando llegó a la ciudad por primera vez, ya tenía todo decidido, tocaría el

bajo todo el tiempo, en todo lugar y a toda hora. Lo absorbería todo, aprendería

todos los días, vería en vivo a quienes consideraba los mejores, y seguro conocería a

otros de los que aprendería todos los trucos, todos los estilos, estudiaría sus técnicas

y no pararía de tocar. Ya en ese entonces el plan estaba trazado, solo había que pulir

algún detalle.

Y un detalle a pulir era encontrar un lugar donde vivir.

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Algunos hosteles muy baratos pagados con el poco dinero que trajo, luego

las casas comunitarias de las que, más temprano que tarde, había que huir; varias

noches de verano en algún parque, fueron los lugares previos al altillo del Bar. Una

vez que estuvo instalado en el altillo todo se vio mucho más claro. El dueño del Bar

se veía muy a gusto con el arreglo, él organizaba el toque de los viernes de noche,

obviamente tocaba ese día allí, y oficiaba de sereno durante las únicas 4 horas que el

Bar permanecía cerrado durante la madrugada, además de pagarle al dueño una

suma casi ridícula por mes. El trabajo de sereno consistía en cerrar con llave la

puerta que comunica el Bar con la escalera que lleva hacia el altillo, luego de que el

dueño se iba, y dormir profundamente de manera de no enterarse si ocurría algo allá

abajo. De mañana se levantaba, hacía café en el altillo, bajaba con la taza y lo tomaba

en una de las mesas en penumbras. Cuando llegaba la persona encargada de realizar

la limpieza le abría, y al rato, cuando llegaba el dueño, partía hacia la estación de

trenes. Tocaba en la estación hasta las primeras horas de la tarde, luego dormía

algunas horas y se juntaba con la banda para ensayar un par de horas. Horas de

libertad absoluta, a pura música. Cuando sentían hambre, daban por terminado el

ensayo, preparaban algo para comer, conversaban acerca de los temas que estaban

armando, tendían estrategias para intentar difundir de la mejor manera el material

que cada vez sonaba mejor. Y luego, volvía al Bar.

El día en la estación de trenes siempre era distinto, a pesar de que siempre

hacía lo mismo. Se ubicaba a un lado del puesto de revistas, utilizaba el

tomacorrientes del puesto, y tocaba durante toda la mañana y parte de la tarde. El

local de revistas se beneficiaba de la atención que atraía el bajista, y él tenía un lugar

de referencia al cual lo asociaran. Los pasajeros asociaban su presencia con el local, y

ya formaba parte del lugar, era ya esperable que junto al local de revistas estuviera el

bajista tocando.

Los trenes, más allá, en los andenes, llegaban y partían, descargaban y

recibían pasajeros, la estación era como una pequeña ciudad, al comienzo se movía

uniforme, anónima. Pero a los pocos meses de estar allí, ya empezaba a

individualizar personas que se repetían, rostros ya vistos, algunos además de dejar

algo de dinero dentro del estuche del bajo lo saludaban como a un viejo conocido. Y

en ese momento se sentía afortunado de estar tocando, y de no tener que entablar

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ninguna conversación, simplemente daba las gracias y seguía con la línea de bajo en

la que estaba. Así conoció a Laylah, mientras tocaba una improvisación libre de Jazz

que corría de la mano de Blue Train de Coltraine ella se acercó, le dijo hola, y le dejó

sobre el amplificador un vaso de café con una pequeña barra de chocolate apoyada

sobre él. Sorprendido, le sonrió, le dijo muchas gracias guapa, y siguió tocando.

Luego supo que trabajaba en el quiosco de golosinas todas las mañanas, mañanas

que se extendían hasta las primeras horas de la tarde, excepto un día a la semana,

que era el libre rotativo. También supo que escuchaba Rocanrol, que leía Poesía, que

consideraba a Robe, a Leopoldo María Panero y a Jean-Michel Basquiat la santa

trinidad que guiaba su vida, la razón que hacía que valiera la pena vivir. Pesimista

contumaz pero llena de entusiasmo, y dueña de una sonrisa que era capaz de hacer

parar los trenes en seco en plena hora pico, de detener el flujo de pasajeros en un

instante, transformándolos en estatuas inmóviles y sin expresión. Supo, con el correr

de los meses, todo lo que disfrutaba cada vez que se enfrascaba con ella en

conversaciones hasta la madrugada, mirándola incansablemente, escuchándola decir

que los políticos son todo lo que está mal en este triste mundo, y que el arte es la

única posibilidad real de perder con dignidad, con entereza y entusiasmo, de la

misma manera que al final terminaron perdiendo los vikingos, siendo ellos mismos y

sin retroceder en ningún momento, llevando como estandarte la certeza de que la

fidelidad a un estilo de vida, sostenida sin tregua hasta el final, era la garantía para el

ingreso a un Valhalla eterno, tan extremo y sin concesiones como la vida que

decidieron sostener mientras duró. Que la única manera de no corromperse era

sostener la firme voluntad, y mantener la convicción de que no cesaría ni un solo

segundo la resistencia ofrecida, en esta lucha eterna contra un mundo absolutamente

corrupto y podrido, contra un mundo de políticos y de canallas que les eran serviles,

y los vitoreaban, y aplaudían ideas que se repetían a lo largo de la historia, y que

constituían un bochornoso y pendular fracaso eterno. Y que la única manera de

sostenerse con dignidad y orgullo, en ese miserable escenario general, era con el arte

protegiendo y atacando constantemente desde las trincheras. Supo también que el

amor no era una cuestión de elección, que no te daba tiempo de acomodarte, ni de

planificar nada, y que irrumpía como un tren sin frenos en una estación atestada y

que, por alguna razón, mientras pasaba a toda velocidad sin el más mínimo atisbo de

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frenar, veías una ventanilla abierta y, sin saber muy bien porque, saltabas y te

zambullías, y de repente estabas viajando hacia la próxima estación, sentado al lado

de una chica absolutamente lúcida y demasiado hermosa como para querer

compartir el viaje contigo, y sin embargo ahí estaba, no solo compartiéndolo, sino

diciéndote que era el mejor viaje de su vida. Supo también del viaje al interior, a casa

de sus padres por unas semanas. Supo, en ese entonces, de sus padres y de un

hermano menor. Supo, que las semanas se transformaron en dos meses. Supo

también de los exámenes médicos. Supo de la enfermedad. Y, sin volver a verla,

supo, que la chica, demasiado lúcida, tal vez también demasiado hermosa, y por

supuesto demasiado íntegra para vivir en este mundo de mierda, se murió sin

despedirse. Como se muere la gente digna. Dejando desolado todo cuanto la

rodeaba.

Al año de su muerte tocó durante las horas de la tarde, Blue Train, incluso

en un momento puso la música original que se podía escuchar muy suave mientras

el tocaba el bajo. Esa tarde tocó el solo original de Paul Chambers de forma

idéntica, sin cambiar una sola nota, y es que… no había nada que cambiar, así

sonaba como debía sonar, abrumador.

Caminar por la ciudad siempre ponía las cosas en su lugar, lo tranquilizaba,

le devolvía la perspectiva necesaria. Había decidido parar de tocar cerca del

mediodía e irse a caminar por un par de horas, hamacarse un poco en el vaivén de

las calles. Al volver a la estación, y antes de dirigirse al local de revistas, para tocar

un par de horas más, pasó por los baños. Mientras se lavaba las manos, pudo ver

reflejada en el espejo, una leyenda que estaba justo detrás de él. Se secó las manos y

se paró justo enfrente de la pared escrita: “Los impuestos son un robo y los políticos

unos ladrones, si el estado desaparece ya no tendrán donde esconderse”

Sonrió, se sintió bien.

Salió del baño y se dirigió al puesto de revistas. Al llegar Milton lo recibió

con un café.

Tomá, está caliente.

Gracias Milton.

Mientras te fuiste a caminar, me di cuenta… sabés que justo hoy hacen

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tres años que murió…

Sí, claro.

No me había dado cuenta cuando llegué, recién lo supe al ver la fecha en

uno de los diarios. Se extraña muchísimo… hay momentos que están realmente

vacíos, su falta es evidente en todas partes.

Está en todos lados, en tu necesidad de que esté, en mi rabia, en toda la

razón que tenía… que tiene, cuando hablaba de la libertad. Cuando vivía de acuerdo

a eso. Está presente siempre… de hecho recién la encontré en el baño.

Como que la encontraste… no me jodas. Ya pasaron tres años, no

deberías ver…

Tranquilo… es lo que te digo, está siempre presente, leí en la pared algo

sobre el gobierno y los políticos, algo que siempre decía…

Tres años… es el tren que eternamente está partiendo…

No, Milton. Es el tren que siempre llega.

En el Bar a la noche, cuando retornaba, todo giraba más rápido de lo que lo

hacía su cabeza en ese momento, por eso siempre se quedaba un rato sentado en la

barra, tomaba un café, y esperaba a estar sincronizado con la energía del Bar, luego

subía, y se ralentizaba nuevamente.

La noche anterior había estado conversando con el dueño en la barra, antes

de subir.

Buenas, ¿cómo estás?

Bien, ¿café o cerveza?

Hoy, cerveza. Una antes de subir.

¿Cómo estuvo el ensayo?

Muy bien, ya tenemos todo listo para grabar, están todos los temas súper

trabajados.

¿Cuándo graban?

Bueno, estamos tratando de conseguir con el estudio todos los días

necesarios seguidos, sin que nos queden días libres en el medio… y que no nos

cobren demasiado. Eso va a llevar un tiempo.

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¿Sabés? El gobierno debería subvencionar proyectos así, debería hacerse

cargo de parte de los gastos.

El gobierno debería quedarse quietito y no hacer absolutamente nada,

porque todo lo que hace genera daño. Debería esperar sin moverse, hasta que al fin

se empiece a achicar de a poco. Hasta quedar bien chiquito.

Si, ya sé. La libertad.

Si viejo, deberíamos tener la libertad de grabar lo que queramos, y solo

preocuparnos de tener el dinero para pagar el estudio. Y no pensar en que el tipo del

estudio nos va a cobrar veinte por ciento más de lo que nos cobraría, si no fuera

porque el estado le cobra eso de impuestos. Impuestos que van a destinar a tratar de

solucionar algo que el estado por sí mismo no solo no pudo solucionar, sino que

generó. Él mismo crea las necesidades, que después, con nuestro dinero intenta

solucionar, y casi nunca lo logra.

Tu amiga decía algo parecido, me parecía adorable cuando hablaba del

arte como una solución a todos los problemas que tenemos.

Como la única solución.

Sí. Cuando hablaba de política… bueno, no era tan adorable.

No se puede ser adorable todo el tiempo. ¿Sabés que mañana van a hacer

cinco años que murió?

Ya cinco años… me caía muy bien. Sobre todo cuando hablaba de arte.

Si ya sé… de política no tanto. ¿Cuántos años tenés, viejo?

Sesenta y ocho, pibe. Vos andás por los veinti…

Veinticinco.

Veinticinco… me pregunto qué vas a pensar acerca de perseguir la

libertad todo el tiempo cuando tengas sesenta y ocho…

¿Qué pensabas vos cuando tenías veinticinco?

En poder llegar a fin de mes.

Ves, vos también perseguías un poco de libertad.

Pero estaba preso en esa búsqueda.

Pero la búsqueda te hacía más libre, más de lo que podías ser si no eras

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consciente de lo que buscabas.

Bueno, por lo menos era libre tratando de llegar a fin de mes.

Sí. Siempre se puede ser un poco más libre. Siempre es necesario serlo.

Siempre es necesario ser un poco más libres… es lo que al final de cada

conversación siempre decía Laylah… lástima que se fue.

No se fue. Se murió. Cuando las personas se mueren y quedan sus ideas,

ellas también se quedan. Están presentes cada vez que vivimos de acuerdo a ellas,

cada vez que hablamos y cada vez que defendemos esas ideas, tratando de que

alguien más las entienda.

Salud pibe.

Salud. Voy a subir. Avisame cuando te vayas así bajo a cerrar.

Esa mañana, como de costumbre, cuando llegó la persona encargada de

limpiar el Bar, le abrió. Y luego de que esta encendiera las luces y comenzara con las

tareas de limpieza, prácticamente enseguida llegó el dueño. Se saludaron a la

distancia, el dueño fue hacia atrás de la barra, encendió la radio, abrió y cerró la caja

registradora, luego saludó al encargado de la limpieza, y se acercó a la mesa. Él ya

estaba parado, con el bajo colgando de la espada y el ampli en una de sus manos. Se

dieron un apretón de manos. Él caminó hacia la puerta, la abrió y se zambulló en la

ciudad tibia, que lo abrazó y lo hamacó con su envolvente vaivén.

ZANDRO ZÁS

Uruguay

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