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—Sí —dije yo.
—Mira —añadió—, íbamos a dar un salto al Neolítico. Pero no: vayamos ahora del
australopiteco al Homo erectus.
—Mejor —apunté yo—, para llevar un poco de orden.
Entonces, el paleontólogo se volvió y me dijo algo disgustado:
—Oye, qué es eso del orden. Esto no es un cuento. Si quieres un cuento, te lees el
Génesis. La evolución no tiene la estructura de un relato. No hay planteamiento, nudo y
desenlace. La evolución es el mundo del caos.
—¿En la evolución no suceden unas cosas después de otras? —pregunté
ingenuamente.
—Pues a veces no. Estoy siguiendo un orden cronológico como un mero pretexto,
¿vale?
—Vale, vale.
—Mira, más del noventa por ciento de las calorías que ingiere la humanidad
proceden del arroz, el trigo, la patata y el maíz. Cuatro plantas. Un extraterrestre nos
apuntaría en el grupo de los vegetarianos. Ahora bien, ¿los neandertales eran
carnívoros? Claro que sí, porque durante tres cuartas partes del año no hay nada
vegetal. Los frutos se producen a finales de verano y en el otoño, eso sí, en cantidades
brutales. Piensa en la bellota. Estrabón decía que éramos un pueblo comedor de
bellotas.
—¿Se conserva bien la bellota?
—Bueno, hay que convertirla en harina y hacer tortas. En el otoño la cantidad de
bellota es brutal. Las tortas se comían todo el año. La base de la alimentación del ibero
era la torta. Pero en la Prehistoria no había molinos. No sabían moler.
Por fin, Arsuaga decidió moverse y fuimos caminando hacia una pollería
decepcionante, porque él estaba en el Homo erectus y quería ver algo de caza, que apenas
había.
—Antes —le dijo al dependiente—, las perdices y los faisanes estaban colgados de
unos ganchos, con todo su plumaje, daba gusto verlos.
—Ahora no nos lo permiten —se justificó el pollero.