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JUAN DE LA ROSA

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pletamente la colina. Quedaban sobre ella como doscientos patriotas de<br />

ambos sexos y de todas las edades, niños que sus madres abrazaban con<br />

desesperación contra su seno, jóvenes que iban a vender caras sus vidas,<br />

ancianos que no tenían fuerzas para arrojar una piedra certera a sus enemigos.<br />

El prefecto Antezana y los caballeros de su comitiva, consiguieron<br />

salvarse merced a la ligereza de sus caballos, no sin recibir la mayor parte<br />

de ellos alguna herida y sin dejar a dos muertos en el campo.<br />

Más tiempo que el combate –le llamo así porque no quiero contrariar<br />

el parte de Sr. Conde de Huaqui–, duró el exterminio, la matanza sin<br />

piedad de los que se encontraron sin salida en aquel círculo de muerte,<br />

que se hacía más insuperable cuanto más se estrechaba. Los soldados de<br />

Goyeneche no dieron cuartel a nadie, ni a las mujeres que se arrastraban<br />

a sus pies... Era la hora de matar; había tiempo de satisfacer otras brutales<br />

pasiones en la ciudad, cuya suerte les había entregado su general...<br />

Voy a deciros lo que fue de algunas personas humildes, cuyos nombres<br />

no figuran en la historia, pero que tantas veces han aparecido en esta de mi<br />

oscura vida.<br />

Clara, la pobre Palomita, se había desplomado desmayada delante de<br />

la abuela a los primeros disparos, y fue salvada sin conocimiento por las<br />

mujeres que comenzaron a huir con el Mellizo y su digno compañero.<br />

Dionisio ocupó su lugar y cayó con el cráneo destrozado. Mi amigo Luis<br />

le sucedió resueltamente, y su voz resonó con la de la anciana hasta que<br />

una bala le atravesó los pulmones. Su padre, el Gringo, hizo prodigios de<br />

valor, sirviendo con Alejo los cañones de estaño. Cuando vio perdida toda<br />

esperanza de salvarse, cuando advirtió, sobre todo, que los implacables<br />

soldados de Goyeneche mandaban arrodillarse a los patriotas, exclamó<br />

en francés:<br />

—Non, sacré Dieu! non, par la culotte de mon père!<br />

Y revolviendo contra su pecho la boca del cañón que había cargado de<br />

metralla, encendió la ceba, y cayó lejos despedazado 26 .<br />

Alejo, más feliz que él, sintió subírsele la sangre a la cabeza, se acordó<br />

de Aroma, embistió al primer granadero que se le puso por delante, le<br />

arrebató su fusil y escapó de la muerte, herido de todos modos, sin saber él<br />

mismo cómo, merced a sus hercúleas fuerzas y a la ligereza de sus piernas.<br />

BIBLIOTECA AYACUCHO<br />

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