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JUAN DE LA ROSA

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—Sígueme, hijo mío –dijo después bondadosamente.<br />

El comandante se sentó de mal humor en una banca de madera que allí<br />

había, y se dispuso a encender un cigarro con el mechero. La comisión que<br />

motivaba su presencia en aquel sitio, era apoderarse de los libros y papeles<br />

que pudieran encontrarse en la celda de Fray Justo, “un hereje e insurgente<br />

fraile, indigno discípulo del gran doctor de la iglesia, a quien sería<br />

preciso enviar ante la Inquisición de Lima, si por desgracia no se moría.”<br />

Esto lo supe algunos años después, de los labios del capitán Alegría, quien<br />

oyó palabra por palabra la orden verbal de Goyeneche. Probablemente<br />

alguno de “los buenos vasallos del rey”, cuyo celo en servicio del monarca<br />

sabía despertar tan eficazmente el señor Conde, le daría a éste los informes<br />

más fidedignos sobre “el fraile atrevido” que se colgó de las riendas de su<br />

caballo, para impedirle castigar con su propia mano, en el templo, al “mal<br />

español don Miguel López Andreu”.<br />

El canto del miserere resonaba en el claustro silencioso y desierto,<br />

cuando el Padre Escalera y yo nos dirigíamos a pasos apresurados a la<br />

celda de mi maestro. “Ecce enim in iniquitatibus conceptus sum” –cantaba<br />

la comunidad compuesta de cinco o seis religiosos a lo más, quienes se habían<br />

colocado en fila a cuatro pasos del lecho del moribundo. El Guardián<br />

tomó su puesto, para seguir inmediatamente el canto en el punto en que<br />

estaba, con voz menos cascada de lo que debía en su avanzada edad: “ecce<br />

enim veritatem dilexisti”... Yo me arrodillé en un rincón de la celda, de<br />

modo que pudiese ver al moribundo.<br />

Nada más imponente que aquella escena. El miserere, que siempre<br />

conmueve bajo las bóvedas del templo o en cualquiera situación, es tremendo,<br />

irresistible al lado de un hombre en la agonía... La misma salmodia<br />

usada por la iglesia, parece irreemplazable por cuanto pudiera concebir<br />

el genio músico del más inspirado artista. El hombre que entonces agonizaba<br />

era, por otra parte, un mártir, un justo, que había sufrido todos los<br />

dolores de este valle de lágrimas y luchado con valor en el combate de la<br />

vida. Estaba recostado sobre sus almohadas, con los ojos cerrados, pero<br />

sus labios se movían, siguiendo con un murmullo apenas perceptible el<br />

canto de sus hermanos. Su pálido semblante reflejaba la serenidad interior<br />

de la conciencia... Perdonadme, lectores míos, vosotros que habéis venido<br />

BIBLIOTECA AYACUCHO<br />

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