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Las minas del Rey Salomón - H. Rider Haggard

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H. <strong>Rider</strong> <strong>Haggard</strong> donde los libros son gratis<br />

-¡Ahora!- murmuré.<br />

La triple explosión de nuestros rifles siguió rápidamente a mi<br />

palabra, y el elefante de sir Enrique cayó, como herido por un rayo<br />

con el corazón partido de un balazo. El mío dobló las rodillas, cuando<br />

creía verle rodar por el suelo, volvióse a levantar, y, lanzándose en<br />

precipitada carrera, pasó cerca de mí; pero le traje a tierra con una<br />

nueva bala que le clavé entre las costillas y, cargando al mismo tiempo<br />

que corría hacia él, puse, con otra que le metí en el cerebro, término<br />

a la agonía <strong>del</strong> pobre animal. Entonces volvíme para ver cómo<br />

Good se las había arreglado con su coloso, cuyos chillidos de cólera y<br />

dolor escuchara mientras remataba al mío; al acercarme al capitán le<br />

encontré en un gran estado de excitación. Parece que su elefante, al<br />

sentirse herido, dirigióse, furioso contra su agresor, quien apenas tuvo<br />

tiempo para separarse de su dirección, continuando en su ciega acometida<br />

en sentido de nuestro campamento. Mientras tanto, la manada,<br />

presa <strong>del</strong> pánico, había desaparecido por el lado opuesto.<br />

Discutimos por corto tiempo si debíamos perseguir al elefante<br />

herido o continuar tras la manada, y decidiendo esto último, partimos<br />

seguros de que nunca más pondríamos los ojos en sus enormes colmillos.¡Ojalá<br />

así hubiera, sido! Fácil cosa fue continuar nuestra persecución,<br />

porque los elefantes, en su desesperada fuga, habían aplastado el<br />

tupido arbusto corno si fuera endeble hierba, dejando un rastro que<br />

parecía un camino carretero.<br />

Pero alcanzarlos no era cosa tan fácil y tuvimos que caminar dos<br />

horas largas, con un sol que nos quemaba, para volver a encontrarlos.<br />

Estaban, excepto uno, aglomerados en un grupo, y pude ver, por la<br />

inquietud que manifestaban y el continuo movimiento de sus trompas<br />

hacia arriba para olfatear el aire, que se hallaban alarmados y dispuestos<br />

a evitar otro ataque. El elefante que se destacaba de los demás,<br />

sin duda alguna, era una centinela que, como a cincuenta varas de la<br />

manada y sesenta de nosotros, vigilaba por la seguridad de todos. Seguro<br />

de que si tratábamos de aproximarnos nos descubriría, y dando<br />

su señal de alarma, haría que sus compañeros pronto desaparecieran<br />

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