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El Desembarco<br />
de Alah<br />
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Lorenzo Mediano<br />
El Desembarco<br />
de Alah<br />
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A los médicos, enfermeras y sanitarios de Soria,<br />
porque en sus bosques y montañas hemos compartido<br />
momentos hermosos y terribles.<br />
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Advertencia preliminar<br />
Ninguna de las opiniones religiosas, raciales o sexuales expresadas<br />
por los personajes de esta novela coincide con la del autor, sino que son<br />
reflejo de la época histórica. Así, los cristianos llamaban mahometanos<br />
a los musulmanes y los consideraban una secta herética, aunque en cierta<br />
forma cristiana; y los judíos eran acusados de crímenes innombrables.<br />
Por su parte, los musulmanes calificaban de politeístas a los católicos por<br />
creer en la Trinidad.<br />
De la misma forma, los personajes piensan, sienten y se comportan de<br />
acuerdo a la manera de pensar, sentir y comportarse de sus contemporáneos,<br />
en ocasiones muy diferente a la actual. Sin embargo, para facilitar<br />
la lectura se han aceptado pequeños anacronismos en el lenguaje que no<br />
alteran el sentido profundo de lo que los personajes expresan.<br />
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Capítulo I<br />
Año 710 de la era cristiana, año 748 de la era hispana, año 91 de la Hégira.<br />
Dirige el Imperio Justiniano II, es califa de los creyentes Al-Walid I, reina en Toledo<br />
sobre los godos y los hispanos el rey Vitiza, hijo de Egica<br />
Montaña sagrada de la Calavera, cerca de Causegadia 1 , en el ducado de Cantabria<br />
El oso se puso en pie y, agitando sus zarpas delanteras en el aire, lanzó<br />
un rugido amenazador.<br />
Pelagio sabía que el oso trataba de asustarlo para que le dejase el paso<br />
libre; sin embargo, el desnudo muchacho no se movió del sitio, sino que<br />
afianzó los pies descalzos en el suelo y sujetó la lanza con fuerza.<br />
Habría podido arrojar una jabalina contra el desprotegido corazón del<br />
oso, pero no le estaba permitido hacerlo. Para ser jefe de guerra de las<br />
tribus de las montañas había que matar un oso en leal combate cuerpo a<br />
cuerpo; no podía hacerse a distancia. Un jefe de guerra ha de ser valiente;<br />
pero también contar con el favor de los antiguos dioses. Por eso Pelagio<br />
debía matar al oso vestido tan solo con sus armas: su lanza y, colgando de<br />
un tahalí de cuero, su afilada espada corta celtíbera; no podía llevar coraza<br />
o casco, ni un justillo de cuero, ni siquiera las pieles con que se cubrían<br />
los demás montañeses. Pelagio era una víctima sacrificial ante los antiguos<br />
dioses y como tal debía ser ofrecido.<br />
Desde tiempos inmemoriales, los pueblos cántabros habían realizado<br />
sacrificios humanos en la montaña de la Calavera; pero, los romanos, primero,<br />
y los visigodos, después, los habían prohibido. Aunque esta prohibición<br />
había sido soslayada a veces en tiempos de tribulación o cuando la<br />
autoridad de los romanos y los godos se debilitaba, las manchas de sangre<br />
de las rocas que servían de altar ya solo provenían de animales sacrificados<br />
clandestinamente.<br />
Sin embargo, para consagrar al dirigente de varias tribus, a un jefe<br />
de jefes, los dioses aún debían ser congraciados y otorgar su permiso, su<br />
sangriento permiso. El candidato tenía que ofrecerse a sí mismo como<br />
1 Cosgaya.<br />
13<br />
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Pelagio sacudió la cabeza y se puso en pie, aunque el mundo se obstinaba<br />
en dar vueltas en torno. Sangraba un poco, pero solo eran rasguños.<br />
—Tranquilizaos, no estoy herido.<br />
—Los dioses os han favorecido, señor duque.<br />
—No soy el duque.<br />
—Para nosotros, lo sois. Cuando vuestro padre, el señor Favila, duque<br />
de Cantabria, murió…<br />
El hombre calló. El rostro de Pelagio se oscureció como si lo hubiese<br />
cubierto una de esas tormentas invernales que azotan los riscos.<br />
—Disculpad, mi señor.<br />
Pelagio no contestó. Solo recordaba y, al hacerlo, rechinaba los dientes<br />
de rabia.<br />
Era una historia sórdida y vergonzosa que había sucedido hacía diez<br />
años, cuando él aún era un niño. Vitiza, rey de Hispania, en un banquete<br />
celebrado en Tude 1 , se había encaprichado de la esposa del duque Favila,<br />
Luz Vítula, y le había dirigido tales requiebros e insinuaciones que el duque<br />
Favila había pronunciado palabras ofensivas e insultantes contra el rey.<br />
Este, furioso, le arrebató el bastón a un viejo sirviente y mató a golpes al duque<br />
Favila. Luego, se llevó a su esposa a una cámara apartada y la violó.<br />
Hay quienes dicen que el rey Vitiza no estaba tan borracho como aparentaba<br />
y que todo formaba parte de un astuto plan para deshacerse de<br />
aquel duque incómodo, pues Favila era miembro destacado del partido<br />
chindasvintano, el partido de aquellos que añoraban los tiempos apacibles<br />
—y sangrientos— del antiguo rey Chindasvinto, muerto ya hacía<br />
más de cincuenta años. Si Vitiza lo hubiese mandado ejecutar, habría estallado<br />
una rebelión de los chindasvintanos, seguramente apoyada por el<br />
partido nobiliario, siempre celoso de defender los privilegios y la seguridad<br />
de los nobles. Pero tratándose de una refriega de borrachos por una<br />
mujer, el asunto se contempló con más indulgencia. Además, el duque<br />
Favila había insultado al rey, y todo el mundo comprende que a un rey no<br />
se le puede insultar impunemente.<br />
También había quien decía que lo sucedido tenía una explicación más<br />
sutil y terrible; pero nadie se atrevía a insinuarle nada a Pelagio, pues<br />
solo eran rumores, aunque fuesen rumores que podrían destruir el trono<br />
y llevar al muchacho a la locura y a la muerte. Era mejor ni siquiera<br />
mencionarlo.<br />
1 Tuy, en Galicia.<br />
15<br />
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Roderico, duque de la Bética y nieto de Chindasvinto, movilizó sus<br />
tropas ante semejante ataque contra el partido chindasvintano. Los duques<br />
de Gallaecia y Lusitania, del partido nobiliario, le mostraron su apoyo,<br />
y muchas tribus cántabras y astures, unidas por lazos de lealtad al<br />
asesinado Favila, tomaron las armas. Pero las excusas del rey Vitiza calmaron<br />
los ánimos y los soldados volvieron a sus acuartelamientos sin llegar<br />
a luchar.<br />
El rey Vitiza había llegado a ofrecer desposarse con la violada Luz<br />
Vítula para hacerse perdonar su violación; pero eso no era políticamente<br />
conveniente para ninguno de los tres partidos que se repartían el poder<br />
en el reino godo de Spania, y Vitiza terminó matrimoniando con una muchacha<br />
del partido nobiliario. Y Luz Vítula, en cambio, se había retirado<br />
humillada a Causegadia, en las más ásperas montañas, donde podía ocultar<br />
su ira y su vergüenza.<br />
Favila había dejado dos huérfanos: Pelagio y su hermana Adosinda.<br />
Adosinda era hembra, y Pelagio, demasiado niño como para ser duque de<br />
Cantabria, una tierra montañosa poblada por los salvajes astures y cántabros,<br />
además de limitar con los hostiles caristios, aliados de los vascones,<br />
siempre vigilantes ante cualquier señal de debilidad para lanzarse a<br />
correrías y saqueos.<br />
Así que Vitiza nombró nuevo duque a Pedro, un hijo del rey Ervigio y,<br />
por tanto, vitizano ferviente. Algunas tribus astures y cántabras no acogieron<br />
demasiado bien el cambio de duque, pues habían estrechado lazos<br />
de fidelidad personal con la familia de Favila; además, el duque Pedro era<br />
un visigodo puro, a diferencia de Pelagio, en cuyas venas se entremezclaban<br />
las dos sangres. Pero estas tribus no eran lo suficientemente fuertes<br />
como para sublevarse contra el poderoso reino godo, no sin el apoyo del<br />
partido chindasvintano, y tuvieron que envainar las armas y esperar a que<br />
Pelagio creciese y alcanzase la edad suficiente para conducir a sus hombres<br />
a la guerra.<br />
Mientras tanto, Pelagio, su hermana Adosinda y su madre Luz Vítula<br />
se refugiaron entre los fideles del difunto duque Favila, las tribus que habitaban<br />
en lo más escarpado de las montañas, y allí aguardaron a que pasasen<br />
los años y Pelagio creciese. A medida que crecía, se iba convirtiendo<br />
en un peligro mayor para Pedro, duque de Cantabria, y para el rey Vitiza,<br />
pues estaba claro que, además de la belleza de su madre, el muchacho había<br />
heredado el carácter belicoso de su abuelo, junto con su nombre. Un<br />
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abuelo que había sido un jefe de jefes, valeroso en el combate, temible en<br />
la venganza y persistente en la memoria.<br />
Su madre insistió en que Pelagio no solo se formase en el ejercicio<br />
de las armas y en las tradiciones de su pueblo, sino que también recibiese<br />
una educación clásica que fortaleciera su innato sentido del honor y<br />
su sed de venganza. Además, para reconquistar la corona ducal robada,<br />
no bastaría con ser un buen guerrero, harían falta también inteligencia y<br />
conocimientos.<br />
Así, Pelagio estudió las obras de Julio Cesar de Tácito, de Cicerón, de<br />
Vegecio… Pero si los escritores latinos eran en extremo instructivos, los<br />
escritores griegos le impelían a soñar con proezas. Homero le hacía desear<br />
ser un héroe; Heródoto, Tucídides y Jenofonte le transportaban a batallas<br />
lejanas, y los trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides le hacían estremecerse<br />
con sus relatos de honor y venganza.<br />
Además de a Ulises, Aquiles y Héctor y, Pelagio admiraba a Leónidas,<br />
que había sabido morir con sus trescientos espartanos defendiendo las<br />
Termópilas contra los persas. Si no se podía triunfar, ¡qué bella muerte!<br />
Muchas veces se imaginaba a sí mismo defendiendo el angosto desfiladero<br />
del río Deva que conducía a Causegadia con trescientos montañeses,<br />
y muriendo heroicamente como hizo Leónidas. Aunque cuando volvía al<br />
mundo real, comprendía que sus montañeses, armados ligeramente, eran<br />
muy distintos a los acorazados hoplitas espartanos y que, si intentaban<br />
enfrentarse cuerpo a cuerpo contra la infantería pesada del duque Pedro,<br />
aunque fuese en un paso estrecho, en especial si era en un paso estrecho,<br />
sus montañeses serían arrollados.<br />
Pero a pesar de que en sus lecturas predominaban los héroes y los hechos<br />
de armas, y las mujeres tendían a desempeñar papeles secundarios y<br />
más bien deslucidos, Pelagio se construyó un ideal femenino en el que se<br />
mezclaban la perseverancia de Penélope, la belleza de Helena y el valor de<br />
Antígona. Algún día él también amaría a una mujer así y sería amado por<br />
ella, y las toscas montañesas con las que se había iniciado en los placeres<br />
de la carne serían olvidadas.<br />
Desde lejos, el rey Vitiza vigilaba al muchacho con preocupación.<br />
Las tribus astures y cántabras leales lo custodiaban celosamente como<br />
un símbolo de la independencia perdida, y era imposible conseguir que<br />
el puñal o el veneno solucionasen aquel problema. Y ni pensar en mandar<br />
tropas a apresarlo: no lo conseguirían y estallaría una sublevación.<br />
17<br />
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Sublevación que seguramente apoyaría Roderico, duque de la Bética y nieto<br />
de Chindasvinto. Al reino visigodo no le convenía una guerra en dos<br />
frentes, no con los francos ambicionando, como siempre, la Septimania y<br />
con los mahometanos aposentados en la Tingitania africana.<br />
Lo único que podía hacer el rey era vigilar… y esperar a que Pelagio<br />
diese un paso en falso. Mientras tanto, el duque Pedro, inteligentemente,<br />
se fue atrayendo algunas tribus mediante halagos y obsequios, aprovechando<br />
las discordias ancestrales que las dividían.<br />
Pelagio ahora tenía ya casi veinte años y había llegado el momento de<br />
la venganza. ¿Pero cómo matar al poderoso rey Vitiza, capaz de reunir<br />
un ejército de cien mil hombres, si el joven contaba tan solo con la lealtad<br />
de algunas tribus montañesas? ¿Cómo recuperar su legítima herencia?<br />
¿Cómo restaurar el honor mancillado de su madre?<br />
En estas cavilaciones se distraía Pelagio mientras sus hombres —ahora<br />
ya eran sus hombres— despellejaban al oso. Vistieron a Pelagio con la<br />
piel todavía caliente y ensangrentada y uno tras otro los jefes de las tribus<br />
leales fueron rindiéndole pleitesía. No estaban allí todas las tribus cántabras<br />
y astures, por supuesto: nadie podía unirlas a todas. La cuarta parte<br />
de las tribus aceptaba a Pelagio como jefe de guerra; otra cuarta parte<br />
prefería al duque Pedro, usurpador del título pero hábil político; y el resto<br />
se mantenía prudentemente al margen de la pugna entre ambos.<br />
El joven Pelagio, de la estirpe de su abuelo Pelagio, el famoso guerrero,<br />
por fin se había convertido en un hombre y en un jefe. Y como jefe,<br />
su primer deber sería vengar la muerte de su padre y la vergüenza de su<br />
madre.<br />
Pero eso sería mañana. Hoy era día de regocijo para todos. Tras la fatiga<br />
y el peligro, se liberaron las risas, un sonido no muy común en aquellos<br />
escarpados valles, más propicios para la guerra y el esfuerzo que para<br />
la alegría y el placer.<br />
En medio de la celebración llegó un jadeante mensajero:<br />
—¡Mi señor Pelagio! Vuestra madre os ruega que volváis inmediatamente<br />
a Causegadia. ¡El rey Vitiza ha muerto!<br />
Pelagio mudó el semblante.<br />
—¡Muerto! ¿Alguien lo ha matado o ha sido de muerte natural?<br />
—Lo ignoro, mi señor. Solo sé lo que me dijo la dama Luz Vítula.<br />
Pelagio lanzó maldiciones en el antiguo idioma de las montañas, invocando<br />
a los viejos dioses. Los viejos dioses eran mucho más comprensivos<br />
18<br />
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para la venganza y la sangre que el Dios de los cristianos, siempre dispuesto<br />
a perdonar.<br />
—¡Que Lucobus y Epona, dioses de la guerra, destruyan su descendencia!<br />
¡Que Ojáncanu devore su alma! ¡Que la Señora Cantabria pudra<br />
sus vísceras!<br />
Estaba furioso, porque alguien —humano o divinidad— le había arrebatado<br />
una venganza que consideraba, con toda justicia, suya.<br />
Pelagio tomó su lanza y salió corriendo hacia Causegadia. Sus hombres<br />
dudaron unos instantes, resistiéndose a abandonar la presa, y luego<br />
corrieron tras Pelagio, su Pelagio.<br />
Aunque el joven era ágil y al principio les sacó ventaja, ellos supieron<br />
dosificar sus fuerzas y lo alcanzaron una milla antes de las puertas de la<br />
ciudad.<br />
En las praderas junto a las murallas se habían preparado mesas para<br />
celebrar un banquete con el que todos celebrasen la muerte del oso o, si<br />
así lo querían los dioses, la muerte del joven Pelagio. Pero las gentes de<br />
Causegadia, conocedoras del fallecimiento del rey Vitiza, habían dejado<br />
vacías las mesas y formaban corros hablando entre sí con preocupados susurros,<br />
pues esta muerte era presagio de muchas otras.<br />
Una niña, Gaudiosa, la hija del comerciante de caballos, ignorante de<br />
la gravedad de los hechos, intentó entregarle a Pelagio una guirnalda de flores<br />
silvestres; pero Pelagio la apartó sin ni siquiera mirarla y las flores cayeron<br />
al suelo y fueron pisoteadas.<br />
Luz Vítula estaba en sus pobres aposentos sollozando y su hijo la abrazó.<br />
—¡Madre! ¡Madre!<br />
—¡Vitiza ha muerto! ¡Ha muerto! —Luz Vítula estaba desconsolada.<br />
Los dos lloraban. Pelagio se dio cuenta de que ya nunca se restauraría<br />
el honor de su familia. La violación no sería lavada con sangre y la vergüenza<br />
los acompañaría por siempre.<br />
Cuando las lágrimas se les secaron —por el momento, porque volverían<br />
a brotar en el silencio y la soledad de la noche—, Pelagio dijo:<br />
—He de ir a Toledo, para exigir mi herencia al nuevo rey.<br />
Luz Vítula se estremeció:<br />
—¡Es demasiado peligroso! Los vitizanos eran enemigos de tu padre.<br />
¡En cuanto salgas de las montañas te matarán!<br />
—Madre, no puedo permanecer escondido toda la vida, como un conejo<br />
asustado que no se atreve a salir de su madriguera. Debo afrontar mi<br />
19<br />
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destino. Además, el bando vitizano estará muy debilitado: los hijos del rey<br />
son unos niños…<br />
Pelagio estuvo a punto de decir: «unos niños como era yo cuando<br />
Vitiza asesinó a mi padre y os violó a vos, y yo no pude defenderos»; pero<br />
se contuvo y recompuso su frase.<br />
—… unos niños que no pueden reinar sobre los godos. Si los partidos<br />
chindasvintano y nobiliario se unen, puede que el nuevo rey sea hostil a la<br />
dinastía de Egica y Vitiza. Entonces será el momento de reclamar lo que<br />
es mío: el ducado de Cantabria.<br />
«Aunque, madre, ahora ya nunca podré devolveros el honor perdido».<br />
Esto también lo calló Pelagio, pero pensarlo le desgarró el corazón.<br />
Luz Vítula lo miró preocupada. Su hijo Pelagio poseía una destreza<br />
natural para la guerra y las armas, y además había adquirido una apreciable<br />
cultura. Pero ni libros ni maestros lo podían preparar para lo que<br />
encontraría en Toledo: traiciones, mentiras, argucias, celadas más sutiles<br />
que la más delicada tela de araña... De nada valían prudentes consejos ni<br />
eruditas lecturas, solo con la experiencia era posible aprender a moverse<br />
en un mundo tan alevoso y artero. Desdichadamente, tal vez Pelagio muriese<br />
antes de saber suficiente.<br />
A su madre le habría gustado acompañarlo para guiarlo y aconsejarlo;<br />
pero por desgracia no era posible: ella debía quedarse en Causegadia, en<br />
la fría, pobre y odiada Causegadia, para evitar que el duque Pedro se apoderase<br />
de sus posesiones tribales.<br />
Luz Vítula meditó acerca de la conveniencia de ser ella quien viajase a<br />
Toledo mientras Pelagio se quedaba guardando Causegadia. Pero si bien<br />
entre los semipaganos montañeses a las mujeres les estaba permitido dirigir<br />
los destinos de una casa y de un pueblo, entre los godos resultaba inimaginable<br />
que una mujer interviniese directamente en política. Entre los<br />
godos, las mujeres debían actuar a través de sus maridos y de sus hijos. En<br />
Toledo, nadie la escucharía a ella, pues además de ser mujer, estaba viuda<br />
y había sido deshonrada. Tenía que ser el joven Pelagio quien afrontase los<br />
invisibles peligros del Palacio Real, quien lograse la venganza sobre los vitizanos<br />
y quien recuperase el título y el territorio que el duque Pedro usurpaba.<br />
Mas ¿qué posibilidades tenía el inexperto Pelagio de triunfar, o tan<br />
solo de sobrevivir, en el letal Toledo de los reyes visigodos?<br />
Luz Vítula dudaba. Dejar partir a su hijo era como enviarlo a la muerte.<br />
Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer ella?<br />
20<br />
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—Madre, ¿me oís? ¿Me dais vuestro permiso para que vaya a Toledo?<br />
—Disculpa, meditaba acerca de lo más conveniente para nuestra familia.<br />
Marcha a Toledo con mi bendición, hijo de mi vientre, y que Dios<br />
te proteja y te devuelva tu herencia y tu honor. Ya que no puedes matar<br />
a Vitiza, mata a sus dos cómplices: sus hermanos, el duque Sisberto de la<br />
Tarraconense y el arzobispo Oppas de Hispalis. Pero, te lo advierto, son<br />
como escorpiones, mátalos sin escucharlos, pues si atiendes sus retorcidas<br />
palabras, verterán veneno en tus oídos y nublarán tu juicio. Y recuerda<br />
siempre que en Toledo nada es lo que parece y nada parece lo que es. El<br />
Palacio Real es un nido de víboras.<br />
—Tenéis mi promesa, madre. Como Orestes, llevaré a cabo mi venganza<br />
contra los asesinos de mi padre.<br />
Luz Vítula también poseía una educación clásica y se sobresaltó:<br />
—¿Por qué mencionas a Orestes?<br />
—Porque mató a quienes asesinaron a su padre Agamenón: Egisto y<br />
Clitemnestra. Ya conocéis la historia, madre.<br />
—Sí, y no es del agrado de ninguna mujer, pues Clitemnestra era la<br />
madre de Orestes. Ningún hijo ha de matar a su madre si no quiere atraer<br />
sobre sí la maldición de Dios y de los hombres. Hubiera preferido que empleases<br />
otro ejemplo.<br />
—Disculpad, madre, fue el primer nombre que acudió a mi mente, ignoro<br />
por qué motivo. Ha sido una elección desafortunada.<br />
—¿Podré ir yo también a Toledo?<br />
Había hablado su hermana Adosinda, una jovencita de dieciséis años.<br />
Vestía una doble túnica de colores armoniosos —su madre le había ayudado<br />
a conjuntarlos, tras no pocas discusiones—, de elegantes recamos y<br />
bordados, pero de pliegues que habían pasado de moda hacía diez años,<br />
cuando se vieron obligados a refugiarse en las montañas. Dos cinturones,<br />
uno bajo el pecho y otro en la cintura, realzaban su silueta. Su cabello iba<br />
cubierto por un mavorte, como manda la decencia; pero de forma un tanto<br />
coqueta —y, a decir de su madre, escandalosa— aquella toca dejaba escapar<br />
aquí y allá algunos tirabuzones.<br />
Adosinda quería ir a Toledo, la capital del reino, y educarse con las<br />
otras jóvenes nobles, y conocer a los herederos de ducados y condados,<br />
y bailar con hermosos muchachos —a ser posible, que no tuviesen muchas<br />
marcas de viruela—, y no tener que vestir las viejas ropas de su madre,<br />
y…<br />
21<br />
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En resumen, Adosinda estaba harta de las hostiles montañas y de los<br />
rudos montañeses, llenos de piojos y pulgas, que apenas balbuceaban el<br />
latín cuando no tenían más remedio que abandonar su lengua materna y<br />
que se vestían con malolientes pieles en lugar de con telas. Su madre, inútilmente,<br />
le repetía que aquellas montañas no les cercaban, sino que les<br />
protegían; y que aquellos montañeses eran lo único que se interponía entre<br />
ellas y un destino mortal. Luz Vítula no era convincente porque ella<br />
misma también deseaba abandonar Causegadia y su pobreza.<br />
—No, hermanita —negó Pelagio, con una sonrisa. En cierta forma,<br />
envidiaba la inconsciencia de su hermana pequeña. Sobre ella no recaía el<br />
peso de la venganza, una venganza que lo había acompañado a él desde la<br />
infancia y que ahora, con la muerte de Vitiza, se revelaba imposible—. Si<br />
el nuevo rey es un vitizano, tal vez yo tenga que salir huyendo.<br />
Adosinda hizo un mohín y protestó débilmente:<br />
—Pero pronto voy a cumplir dieciséis años y es tiempo de que me<br />
case. ¿Y con quién voy a matrimoniar, si sigo viviendo aquí? ¿Con alguno<br />
de los jefes de tribu, que gobiernan sobre pastores y cabras?<br />
—Adosinda, te prometo que cuando yo sea duque de Cantabria, como<br />
me corresponde, te buscaré un esposo joven, guapo y heredero de un gran<br />
condado… incluso, tal vez, un ducado.<br />
Luz Vítula miró a sus hijos, y pensó que tal vez se había equivocado<br />
al educar a Adosinda. Cuando murió el duque Favila, Adosinda apenas<br />
tenía cinco años. Y ella, como madre, se había jurado que su hija no sufriría<br />
como sufría ella. Por eso, la había criado como si aún viviesen en<br />
un palacio ducal, donde cada capricho es satisfecho al instante, en vez de<br />
ser refugiados en una casa con techado de paja de centeno. La venganza<br />
correspondía a Pelagio, el hijo varón; Adosinda, en cambio, debía ser<br />
feliz, ya que ni su madre ni su hermano podrían serlo jamás. Algún día,<br />
Adosinda volvería a vivir en un palacio, se había jurado Luz Vítula.<br />
—¿Me traerás algo de Toledo? —se consoló Adosinda—. La ropa se<br />
me cae a pedazos de puro vieja.<br />
Pelagio se lo prometió. La inocencia de su hermana había borrado, por<br />
el momento, la ira que la muerte de Vitiza le había provocado. Y al desaparecer<br />
la ira, había dejado paso a otro sentimiento.<br />
Egilona.<br />
Egilona era su prometida. A la muerte del duque Favila, durante las<br />
frenéticas negociaciones que intentaban evitar una guerra civil, se pactó<br />
22<br />
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que Pelagio, heredero del ducado de Cantabria, se casase con Egilona, heredera<br />
de los condados de Évora y de Brieva.<br />
No había sido fácil contentar a todos los bandos. Ningún noble vitizano<br />
quería dar su hija a un chindasvintano, que además no heredaría<br />
el ducado a poco que el rey encontrase una excusa, pasado el peligro de<br />
guerra. Los nobles chindasvintanos, por su parte, exigían, como compensación<br />
por no levantarse en armas, que Pelagio se desposase con alguna<br />
heredera ajena a su partido, para incrementar el poder de la facción. Así<br />
pues, como el ducado de la Bética era chindasvintano, y los ducados de la<br />
Tarraconense y de la Cartaginense eran vitizanos, solo quedaban los ducados<br />
de la Septimania, Gallaecia y Lusitania, todos ellos dominados por<br />
el partido nobiliario. La Septimania, fronteriza con los belicosos francos,<br />
resultaba un lugar demasiado delicado para situar a un joven enemigo<br />
de su rey. Gallaecia estaba demasiado próxima a Cantabria, y pensar que<br />
Gallaecia se sublevase junto con los astures y los cántabros estremecía a<br />
cualquier monarca sensato. Así pues, solo quedaba Lusitania.<br />
Entre las jóvenes herederas lusitanas, o mejor dicho entre sus padres,<br />
no se despertó demasiado entusiasmo por enlazar con Pelagio. Primero,<br />
porque era heredero de un ducado más pobre que la mayoría de los condados.<br />
Segundo, porque resultaba harto improbable que algún día tomase<br />
posesión de su heredad. Y tercero, porque era enemigo declarado del rey,<br />
y a nadie le hace gracia casar a su hija para que enviude pronto: en el mercado<br />
matrimonial, una viuda cotiza menos que una virgen y sería difícil<br />
volver a casarla ventajosamente.<br />
Al fin, el dudoso honor le correspondió a Egilona, hija del conde<br />
de Évora y de la condesa de Brieva. Sus padres protestaron, pero estaba<br />
en juego la paz del reino y tuvieron que ceder. Sin embargo, el rey<br />
Vitiza les prometió aplazar la boda todo lo posible, en la esperanza de que<br />
Pelagio sufriese algún accidente mortal en cuanto se descuidasen sus leales<br />
montañeses.<br />
Pelagio, aconsejado por su madre, había escrito muchas cartas a su<br />
prometida Egilona, por lo menos tres o cuatro al año. Eran cartas tiernas<br />
y amables; a decir verdad, al principio casi se las había dictado Luz Vítula;<br />
pero luego Pelagio había aprendido que las mujeres quieren cartas que hablen<br />
de sentimientos, de futuro y de esperanza; y que no les interesan los<br />
lances de caza o de guerra, ni siquiera las torturas que se infligen a un asesino<br />
enviado por el duque Pedro al que se ha capturado.<br />
23<br />
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Cuando escribía a Egilona en una letra uncial clara, aunque un poco<br />
temblorosa por la falta de práctica, Pelagio olvidaba por unos momentos<br />
que era un guerrero y sentía una extraña calidez en el corazón, como<br />
cuando te lame un cabritillo o cuando se aproxima uno al fuego en una<br />
noche de invierno. Entonces, su expresión se dulcificaba y sus dedos, hechos<br />
para empuñar la espada y aferrar la lanza, se esforzaban con el cálamo<br />
sobre el pergamino para escribir palabras tiernas.<br />
Luz Vítula había animado a su hijo a amar, a pesar de que entre los nobles<br />
el matrimonio tiene poco que ver con el amor, y mucho con el poder<br />
y la heredad. Ella había calculado que, a través de Egilona, Pelagio podría<br />
congraciarse con el partido nobiliario, fiel de la balanza entre vitizanos<br />
y chindasvintanos. Bien sabía Luz Vítula que el amor, aunque fuese un<br />
sentimiento despreciado, podía ser muy poderoso y trastornar voluntades,<br />
incluso cambiar el curso de la historia. Y si todo se torcía en el norte,<br />
Pelagio con su familia siempre podrían refugiarse en Évora. Ningún lugar<br />
sería peor que la pobre, lluviosa y fría Causegadia.<br />
Egilona, al principio, se había extrañado de aquellas cartas; y sus padres<br />
las habían examinado por si contenían alguna insinuación de traición<br />
o algún mensaje político oculto. Pero por mucho que analizaron cada palabra,<br />
no encontraron nada sospechoso. Por algún motivo que no alcanzaban<br />
a comprender, Pelagio estaba cortejando a su hija sin haberla visto<br />
siquiera. La primera carta no fue contestada. Pero consideraron que la segunda<br />
debía ser respondida, aunque con comedimiento, para no ofender<br />
al partido chindasvintano con un silencio que cabría interpretar como un<br />
intento de volverse atrás en el compromiso.<br />
Carta tras carta, año tras año, los dos jóvenes fueron compartiendo<br />
sueños y despertando al amor. Claro que Pelagio nunca escribió acerca<br />
de su afán de venganza contra el rey, porque habría sido imprudente;<br />
ni Egilona mencionó tampoco que ella odiaría vivir en las montañas<br />
lluviosas del norte, alejada del sol que la había visto nacer: ¿por qué no<br />
habitar en Toledo, a mitad de camino de las posesiones cántabras y del<br />
condado de Évora? Así los dos estarían en situación de atender sus tierras,<br />
y además, en Toledo se hallaba la corte con todas sus diversiones<br />
e intrigas.<br />
Las cartas eran llevadas por mensajeros. Y por ellos supo Pelagio que<br />
Egilona era de estatura media, de figura fina —pero sin llegar a ser huesuda—,<br />
rostro bello, cutis liso sin marcas de viruela, largo cabello rubio,<br />
24<br />
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pecho joven aunque no generoso (bueno, no importaba, ya estaban las<br />
nodrizas para criar a los hijos), dientes blancos y regulares, y voz armoniosa.<br />
Una imagen que contrastaba con las rústicas campesinas y pastoras<br />
con las que Pelagio solía yacer, que olían a ganado y cuyas manos, aunque<br />
intentaban acariciar, estaban encallecidas por el trabajo diario.<br />
También por los mensajeros Egilona supo que Pelagio era joven y fuerte,<br />
de aliento fresco como la menta que masticaba (en esto, los mensajeros<br />
tuvieron que improvisar, porque solo a una mujer se le ocurriría preocuparse<br />
del aliento: ellos nunca habían olisqueado el aliento de Pelagio ni de<br />
nadie), de estatura alta para un montañés (en realidad, su estatura era más<br />
bien baja si se comparaba con la de un godo), músculos fuertes, dientes…<br />
No, no le faltaba ningún diente, el mensajero estaba casi seguro, y claro<br />
que eran blancos, todos los dientes son blancos.<br />
Según los mensajeros, Pelagio era valiente pero no brutal —Egilona se<br />
habría asombrado si hubiese imaginado lo que para un montañés significa<br />
ser brutal—, cantaba bien y tenía buena puntería con la jabalina (esto último<br />
no le importaba nada a Egilona). Respondiendo a sus preguntas, los<br />
mensajeros admitieron que Pelagio era amable, gentil, educado, dulce con<br />
las mujeres, amante de los niños… y todo aquello que Egilona quiso que<br />
dijeran, porque se dieron cuenta de lo que ella deseaba oír y supusieron,<br />
con acierto, que, si la satisfacían, recibirían algún silicua de plata de más<br />
como recompensa, o incluso un tremise de oro.<br />
Así pues, los dos se enamoraron en la distancia y esperaban con impaciencia<br />
el día de su matrimonio, cuando se conocerían en persona.<br />
Pelagio sabía, por la última carta recibida, que Egilona iba a residir en<br />
la corte unos años, para formarse y para conocer a los otros jóvenes nobles<br />
godos de ambos sexos que un día regirían los destinos de Spania.<br />
Hasta entonces, para él Toledo había sido un terreno vedado que significaba<br />
la muerte. Pero ahora, con la muerte de Vitiza, iría a Toledo, debía<br />
ir para defender la causa de los chindasvintanos y su propia causa.<br />
Toledo, la peligrosa capital del reino y del poder, y el lugar donde le esperaba<br />
Egilona y el amor.<br />
Con el optimismo propio de su juventud, Pelagio imaginó que el nuevo<br />
rey le devolvía el ducado de Cantabria y después se casaba con Egilona en<br />
una ceremonia celebrada en la catedral metropolitana de San Pedro y San<br />
Pablo, donde se coronan los reyes y matrimonian los duques. Por supuesto,<br />
habría dificultades. Pero todas serían vencidas y llegaría la felicidad.<br />
25<br />
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Ante tan esplendoroso futuro, uno llegaba a olvidar que el destino, o<br />
tal vez la Providencia, le había privado de una venganza a la que tenía derecho.<br />
Pero aún quedaban con vida los dos hermanos de Vitiza, el duque<br />
Sisberto y el arzobispo Oppas, que según su madre habían urdido el asesinato<br />
del duque Favila.<br />
Egilona…<br />
En la ciudad hispana de Évora, ducado de Lusitania<br />
—Mi señora, el señor conde me manda deciros que ha llegado una paloma<br />
mensajera de Toledo con una triste nueva: el rey ha muerto.<br />
La condesa de Brieva, esposa del conde de Évora, dejó caer al suelo el<br />
manto de lana que le estaba mostrando a Egilona, su única hija.<br />
—¿El rey Vitiza? ¿Cómo es posible, si era tan joven? ¿Ha sido asesinado?<br />
¿O tal vez envenenado?<br />
—Ignoro tales precisiones, mi señora, solo conozco aquello que el señor<br />
conde me ha ordenado transmitiros. —El sayón que había hablado miró el<br />
manto de lana que se arrebujaba a sus pies, dudando de si sería conveniente agacharse,<br />
tomarlo y devolvérselo a su dueña, o si tal acto se interpretaría como una<br />
familiaridad inaceptable. Decidió que lo más seguro era fingir no haberse apercibido<br />
del hecho—. Debo añadir que el señor conde me ha dicho que mañana<br />
partirá con sus fideles y bucelarios para encontrarse en Emérita 2 con nuestro<br />
duque y acompañarlo luego a Toledo para elegir un nuevo monarca.<br />
La condesa se sentó en una silla de cuero procurando que no se arrugasen<br />
ni su túnica ni su sobretúnica. Tener cuidado de que no se deshiciesen<br />
los pliegues del vestido se convertía en una segunda naturaleza para<br />
todas las damas nobles.<br />
Una sirvienta le alisó con la mano un doblez que no estaba situado<br />
exactamente donde debería, mientras que otra recogió del suelo el manto<br />
que la condesa había dejado caer.<br />
Con un gesto casi imperceptible de la mano, la condesa las despidió a<br />
ambas, junto con el sayón que había traído las nuevas, y mientras salían de<br />
la cámara, mordisqueó el extremo de la toca, algo que solo hacía a solas y<br />
cuando algo le preocupaba.<br />
Su hija Egilona permaneció en pie, respetando el mutismo de su madre.<br />
No pudo evitar pensar que mordisquear la toca era algo más propio<br />
2 Emérita Augusta: Mérida, capital de Lusitania.<br />
26<br />
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de una niña que de una mujer adulta, y no digamos de una condesa. Pero<br />
reprimió pronto este pensamiento pecaminoso, que infringía el precepto<br />
bíblico de honrar a los padres. Dios ordenaba respetar y obedecer a los<br />
padres, y todo buen cristiano debía acatar este mandato divino.<br />
Por fin, Egilona no pudo soportar más el silencio y habló:<br />
—Así pues, madre, tendré que aplazar mi viaje a Toledo —dijo, dejando<br />
pasear la mirada por los baúles a medio llenar con su ropa. La decepción<br />
se traslucía en su tono de voz, pues se había hecho muchas ilusiones<br />
con su presentación en la corte del rey.<br />
—¿Aplazarlo? Nada de eso. Acompañaremos a tu padre a la convocatoria<br />
del Senado.<br />
—¿No será peligroso?<br />
—¿Viajar por los caminos? ¿Qué puede pasarnos acompañados por<br />
los fideles y los bucelarios de tu padre?<br />
—Sabéis que no me refiero a eso, madre. Hablo de Toledo. Los hijos<br />
del rey Vitiza son muy jóvenes para heredar el trono y los chindasvintanos<br />
tratarán de hacer rey a uno de los suyos.<br />
Egilona, a pesar de su juventud, conocía bien la historia de los últimos<br />
tiempos aunque se le escapaban algunos detalles.<br />
Las luchas por el poder nunca tienen comienzo, ni tendrán fin; pero<br />
esta se había iniciado con la llegada de Chindasvinto al trono de Spania<br />
(o Hispania, si se prefiere hablar como los vencidos hispanorromanos),<br />
hacía unos sesenta años.<br />
Chindasvinto había depuesto al joven rey Tulga. A pesar de su avanzada<br />
edad, Chindasvinto —ya casi octogenario—, poseía una gran fortaleza<br />
y decidió que su usurpación sería la última y que la persona del rey sería, a<br />
partir de entonces, sagrada. Para asegurar el trono, mató o desterró a más<br />
de la mitad de la nobleza goda, y confiscó sus bienes.<br />
Los diez años del reinado de Chindasvinto fueron de paz, pero de una<br />
paz tan ominosa como el silencio de los cadalsos cuando el hacha se levanta<br />
y los espectadores contienen la respiración.<br />
Bajo su hijo Recesvinto, la Spania goda descansó. Fueron veinte años<br />
durante los cuales los nobles gobernaron, los sacerdotes oraron y el pueblo<br />
trabajó. Los exiliados volvieron a sus casas y les fueron devueltos cargos<br />
y honores.<br />
Pero tras la muerte de Recesvinto, la corona se escapó de las manos<br />
de los descendientes de Chindasvinto para depositarse sobre las<br />
27<br />
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sienes de Wamba. Y de nuevo comenzaron las sublevaciones y las<br />
conspiraciones.<br />
En una de estas conspiraciones Wamba perdió el trono. Fue narcotizado<br />
y los nobles, fingiendo creer que estaba moribundo, hicieron que se le<br />
suministrase la penitencia, sacramento que, como todo el mundo sabe, incapacita<br />
para reinar posteriormente. Al despertar Wamba, ya era un monje<br />
y había un nuevo rey: Ervigio.<br />
Al morir Ervigio, le sucedió Egica, esposo de su hija. Sin embargo,<br />
Egica odiaba a la familia de Ervigio (incluyendo a su propia esposa) y, en<br />
cuanto se apoderó del trono, les arrebató sus propiedades y privilegios. Su<br />
esposa terminó en un convento.<br />
Todos estos hechos provocaban una gran inseguridad y se multiplicaron<br />
las sublevaciones y los disturbios. Las epidemias y las plagas asolaban<br />
la tierra, haciendo que el pueblo suspirase por los tiempos del reinado de<br />
Chindasvinto y de su hijo, cuando por lo menos había paz.<br />
A Egica le sucedió su hijo Vitiza.<br />
Muchos godos estaban hartos del caos que suponían los cambios de<br />
reinado electivos y deseaban que la corona permaneciese dentro de una<br />
sola familia para evitar guerras civiles. Pero ¿en manos de qué familia?<br />
¿La de Egica y Vitiza o la de Chindasvinto?<br />
Porque a pesar de los años transcurridos, la familia de Chindasvinto<br />
seguía siendo la más poderosa de Spania: los treinta años de poder habían<br />
sido bien aprovechados. En particular, poseía el rico ducado de la Bética,<br />
bajo el mando del duque Roderico, nieto de Chindasvinto.<br />
En cambio, había otros nobles godos —entre los que se encontraba<br />
el propio clan de Egilona— que preferían que la realeza siguiese siendo<br />
electiva para conservar el poder de nombrar —y en su caso, destituir— a<br />
los reyes de Spania.<br />
En resumen, había tres partidos godos que se disputaban el poder: los chindasvintanos,<br />
los vitizanos (de la familia de Egica y Vitiza) y los nobiliarios.<br />
Naturalmente, esto era así a grandes rasgos, los que Egilona comprendía.<br />
Los partidos no eran monolíticos y un noble astuto podía sacar provecho<br />
de venderse —o más bien alquilarse— al mejor postor.<br />
Pero incluso Egilona, aun siendo joven, podía percibir que la prematura<br />
muerte de Vitiza, en plena juventud, suponía un golpe demoledor para<br />
el partido vitizano. Sus hijos eran demasiado niños para gobernar una nación<br />
tan turbulenta como la goda. ¿En quién recaería la corona, pues?<br />
28<br />
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El conde de Évora, obligado por su juramento de fidelidad, acompañaría<br />
a su señor, el duque de Lusitania, hasta Toledo para elegir un nuevo<br />
rey. Y llevarían cuantos soldados pudiese reunir para hacer valer su<br />
fuerza, ya fuesen guerreros leales a su familia, los fideles, o mercenarios<br />
contratados por una paga, los bucelarios. ¿Por quién se inclinaría el duque<br />
de Lusitania? Por lo que Egilona sabía, tanto el duque como su padre<br />
pertenecían al partido nobiliario. Pero si no les era posible imponer<br />
un candidato de su gusto, siempre podían obtener privilegios apoyando<br />
al ganador.<br />
De todas formas, Toledo iba a convertirse en una ciudad muy peligrosa.<br />
No comprendía cómo su madre insistía en que ella fuese allí.<br />
Antes de recibir la noticia de la muerte del rey, Egilona había soñado<br />
con participar en los bailes y fiestas de la corte, y en conocer a los jóvenes<br />
nobles que allí se educaban y al mismo tiempo eran rehenes del buen<br />
comportamiento de sus padres. Hasta que les habían interrumpido las<br />
nuevas de la muerte de Vitiza, su madre y ella habían estado eligiendo<br />
las mejores ropas y las más deslumbrantes joyas para su presentación en<br />
la corte. Y se había mostrado encantada de salir de la provinciana ciudad<br />
de Évora, donde había nacido y vivido hasta entonces. Pero ir a la capital<br />
cuando se anunciaba una guerra civil…<br />
—Madre, ¿no será peligroso que vos y yo nos encaminemos hacia<br />
Toledo en estas circunstancias?<br />
Egilona se mordió los labios apenas pronunció estas palabras. A su<br />
madre le molestaba mucho que la acosasen y, si no había respondido la<br />
primera vez, alguna razón tendría. En otras ocasiones, esto habría supuesto<br />
una azotaina; pero su madre estaba demasiado abstraída y respondió,<br />
como lejana:<br />
— ¿Peligro? ¿Qué peligro va a haber para la hija del conde de Évora y<br />
la condesa de Brieva? ¡No seas cobarde!<br />
Egilona bajó los ojos, avergonzada.<br />
Su madre se apiadó de ella y decidió explicarle, aunque solo en parte,<br />
las razones por las que debían ir a Toledo:<br />
—Hija mía, como bien sabes, estás prometida a Pelagio, hijo del duque<br />
Favila. Un matrimonio que no era de nuestro agrado, en absoluto, y que intentábamos<br />
posponer por todos los medios.<br />
Egilona asintió. Ella sí quería casarse con Pelagio, el mejor hombre del<br />
mundo; pero su opinión no contaba.<br />
29<br />
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Su madre fingió no darse cuenta de la contrariedad de su hija. Ya decía<br />
ella que de aquellas cartas no podía salir nada bueno; pero no había forma<br />
de evitarlas. ¡Amarse antes de casarse! ¡Qué ridículo! Ella respetaba a<br />
su esposo, y le era fiel, y le obedecía en lo posible, y yacía con él cuando<br />
intentaban tener más hijos o incluso en las ocasiones, por fortuna cada<br />
vez más raras, en que él no podía calmar su concupiscencia con criadas y<br />
sirvientas. ¿Pero amarlo? Ella no conocía a ninguna esposa que amase a<br />
su propio marido.<br />
—Pues bien, esta es nuestra oportunidad para deshacer este compromiso<br />
nefasto.<br />
Egilona guardó silencio, hasta que se vio forzada a decir:<br />
—Como deseéis, madre.<br />
Satisfecha, la condesa de Brieva prosiguió:<br />
—En Toledo puede pasar cualquier cosa. Tal vez los del partido nobiliario<br />
consigamos imponer un rey que no pertenezca a la familia de<br />
Chindasvinto ni a la de Vitiza. Entonces, con un rey de nuestro bando<br />
será fácil romper ese compromiso tan perjudicial para nuestra familia.<br />
»Aunque el partido nobiliario no lograra imponerse, podremos vender<br />
caro nuestro apoyo a los chindasvintanos o a los vitizanos. Y una de nuestras<br />
condiciones, quien quiera que sea quien reine, será romper el compromiso.<br />
Tu padre me lo ha prometido y ya sabes que tu padre, después de<br />
los duques de Lusitania, Gallaecia y Septimania, es uno de los principales<br />
soportes del partido nobiliario: justo será que le recompensen.<br />
—¿Y con quién se casará Pelagio? —preguntó Egilona. Desposarse ella<br />
con otro hombre, le parecía una tragedia como aquellas que, dicen, escribían<br />
los griegos ¿o eran los romanos? Aunque sabía leer y escribir, ella no<br />
había recibido una pecaminosa educación pagana y a veces lo lamentaba.<br />
Pero con educación pagana o sin ella, imaginarse a Pelagio casado con otra<br />
mujer le resultaba, simplemente, insoportable.<br />
—¿Y a ti qué te importa? —replicó su madre con tono desabrido.<br />
Luego se arrepintió de ser tan áspera con su hija. La pobre niña no tenía la<br />
culpa, la culpa la tenían aquellas malditas cartas, o el lujurioso rey Vitiza,<br />
que había cometido aquel crimen para ayuntarse con la bella Luz Vítula<br />
(¿Seguiría siendo tan hermosa, después de diez años en las montañas? Le<br />
gustaría saberlo).<br />
—Hija, cuando conozcas a los más hermosos y ricos nobles de la corte,<br />
olvidarás a ese Pelagio, heredero de un ducado que nunca poseerá. En la<br />
30<br />
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corte hay música, y diversiones, y bailes, y vestirás bellos vestidos, y lucirás<br />
deslumbrantes joyas… ¿Crees que hay de todo eso en el salvaje norte?<br />
—¡Pero yo le quiero!<br />
Como Egilona lo dijo llorando, sin asomo de rebeldía, la condesa<br />
de Brieva abrió los brazos y la acogió, a pesar de que eso arrugaría su<br />
sobretúnica.<br />
—Vamos, vamos, mi pequeña. Pronto olvidarás este capricho de juventud.<br />
Recuerda que eres noble, y goda, y que te debes a tu familia y a tu<br />
clan. Eres la heredera del condado de Évora, así es que acalla los lamentos<br />
de tu inexperto corazón. Cuando seas mujer, me lo agradecerás. Para una<br />
mujer, no hay peor desgracia que amar.<br />
—¡Soy tan desdichada! ¿Vos me entendéis, madre? ¿Habéis amado alguna<br />
vez?<br />
Un recuerdo trató de insinuarse en la memoria de la condesa de Brieva,<br />
recuerdo que chocó con la firme coraza de su voluntad.<br />
—Nunca, gracias a Dios —mintió—. Y ahora, querida hija, dejemos<br />
las lágrimas para otro momento, porque solo tenemos el día de hoy para<br />
preparar la ropa y las joyas que necesitarás durante tu estancia en Toledo.<br />
He decidido que llevarás mi collar para tu presentación en la corte.<br />
—¿Vuestro collar de oro, ópalo y ágatas? —A Egilona le encantaban<br />
los collares.<br />
—¿Cuál si no? Ya sé, es mi mejor joya, pero tú eres mi única hija y<br />
has de deslumbrar a la corte con adornos dignos de una reina. Ahora hemos<br />
de buscar una sobretúnica con un color que armonice con el collar.<br />
Yo creo que esta… O tal vez… Ven, Egilona, ayúdame a encontrar algo<br />
adecuado.<br />
Egilona se enjugó las lágrimas y se entregó a la consoladora tarea de<br />
probarse ropas y joyas. El dolor quedó, por el momento, relegado.<br />
La condesa de Brieva sonrió ante el éxito de su artimaña.<br />
Su hija debía olvidar a Pelagio, ese desharrapado heredero de nada, ese<br />
montañés salvaje, ese seductor sobre el pergamino.<br />
Porque desde que había recibido la noticia de la muerte de Vitiza, en<br />
su mente había empezado a fraguar un plan para que Egilona se casase<br />
con el duque más poderoso de Spania: Roderico, duque de Bética, nieto<br />
de Chindasvinto.<br />
Así, su hija no sería solo duquesa, sino reina. Si su intuición política no<br />
le engañaba, y no solía hacerlo, el partido nobiliario, tras algunas dudas,<br />
31<br />
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apoyaría al chindasvintano para evitar que se consolidase la dinastía de<br />
Vitiza, y Roderico sería rey. Aquel apoyo tendría un precio: un matrimonio<br />
que sellase el pacto entre los dos partidos. Egilona, reina de los godos<br />
y de los hispanos, regina gothorum et hispanorum. Sonaba bien.<br />
—¿Qué os parecen estos pendientes, madre? ¿Conjuntan con el<br />
collar?<br />
—¿Cómo? ¡Ah, sí, desde luego! Estarás preciosa con ellos. Mira, si vistes<br />
este estrinjo, quedará muy bien con el collar y los pendientes. Y con<br />
este amículo sobre los hombros irás muy elegante y, además, no pasarás<br />
frío en otoño.<br />
«Vamos, Roderico, toma la corona y haz reina a mi hija —pensó la<br />
condesa de Brieva—. ¿A qué estás esperando?»<br />
En Hispalis (Sevilla), a orillas de río Betis. Palacio del duque de la Bética<br />
Los exploradores de Roderico le habían informado con precisión<br />
del desembarco de aquella partida de saqueo proveniente del África<br />
Tingitana.<br />
—Así pues, los comanda un tal Tarif ben Malluk y son unos cien jinetes<br />
y unos quinientos infantes —resumió Roderico.<br />
Roderico, duque de la Bética, se hallaba reunido en un consejo de guerra<br />
con la mayoría de sus condes (faltaban algunos, declarados vitizanos,<br />
que con distintas excusas se negaban a servir a un chindasvintano).<br />
—Siendo así, no entiendo por qué hemos esperado a reunir casi veinte<br />
mil soldados —masculló Fredegar, conde de Corduba—. Es muy caro<br />
mantener tantas bocas, por no hablar de lo que hay que pagarles. Total,<br />
para aplastar a menos de mil mauros desharrapados…<br />
Roderico suspiró con paciencia. Fredegar no había luchado en las guerras<br />
vasconas o tingitanas, y pensaba que las batallas se libraban chocando<br />
dos ejércitos entre sí y venciendo el más fuerte.<br />
—Sería más fácil combatir contra godos como nosotros. ¿Sabes qué es<br />
esto? —dijo Roderico, dándole unos golpecitos al pecho de Fredegar.<br />
—Claro, una loriga —Fredegar, como los demás condes, iba vestido<br />
con cota de malla de la cabeza a los pies, a pesar de que se hallaban seguros<br />
dentro de las murallas de Hispalis a más de cien millas del mauro<br />
más cercano.<br />
—Pues bien, los mauros no las llevan.<br />
32<br />
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Fredegar y otros condes inexpertos sonrieron.<br />
—¿Que no llevan lorigas? Entonces aún será más fácil derrotarlos.<br />
—Si luchasen como se debe, sí. Pero ellos se niegan a chocar frontalmente,<br />
como los ejércitos godos, francos o bizantinos en vez de pelear<br />
frente a frente hasta que uno de los contendientes es derrotado,<br />
ellos atacan y se retiran como si fuesen tábanos. Los soldados —nuestros<br />
soldados, en este caso— pesadamente armados tratarán de perseguirlos<br />
y, bajo el peso de sus armaduras y sus escudos, se agotarán.<br />
Y cuando no puedan más y desfallezcan de sed, entonces es cuando<br />
los mauros atacarán de verdad… y vencerán. ¡Eso no nos ha de pasar<br />
a nosotros!<br />
El conde de Corduba y algunos condes jóvenes mostraron su escepticismo<br />
en sus rostros, si no en sus palabras. Roderico insistió:<br />
—Los bizantinos son viejos enemigos nuestros, todos recordaréis lo<br />
que nos contaban nuestros abuelos sobre ellos y sus catafractos, esos jinetes<br />
cubiertos tanto ellos como sus monturas por cotas de malla impenetrables.<br />
Y, sin embargo, han perdido toda el África y el oriente ante esos<br />
hijos del desierto.<br />
—También vencimos nosotros a los bizantinos… —gruñó uno de los<br />
condes.<br />
—Los expulsamos de Spania, pero no destruimos su Imperio —precisó<br />
el conde de Astigi 3 , que siempre solía apoyar la opinión de Roderico<br />
en asuntos militares. Había luchado junto a él en las guerras vasconas<br />
y en la Tingitania 4 , y sentía un saludable respeto por su intuición a la<br />
hora de enfrentarse al enemigo—. En cambio, esos nómadas han conquistado<br />
Siria, Egipto y Cartago. Y, debo recordar, nos han arrebatado<br />
la Tingitania.<br />
Todos guardaron silencio ante la mención de la Tingitania.<br />
—Bueno, en realidad no era nuestra. Nos la ofreció el conde Juliano,<br />
el gobernador bizantino, cuando cayó Cartago y se hizo evidente que el<br />
Imperio ya no podía apoyarle. Pero aunque la aceptamos, nunca la llegamos<br />
a poseer, porque enviar fuera de Spania al ejército real es demasiado<br />
peligroso para cualquier rey godo, que se arriesga a ver su trono<br />
usurpado —Fredegar, conde de Corduba, rompió el incómodo silencio—.<br />
Por cierto, ¿por qué no está aquí el conde Juliano?<br />
3 Écija.<br />
4 Región de Tánger.<br />
33<br />
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—Ha enviado una carta excusándose. Dada la delicada situación de<br />
Septem 5 , prefiere seguir custodiando la ciudad, a pesar de que ha llegado<br />
a un acuerdo de paz con Musa, el gobernador musulmán de África —explicó<br />
Roderico.<br />
—Juliano es un traidor, un vitizano y un bizantino. ¡Ni siquiera es un<br />
godo como nosotros! —protestó el conde de Gadir 6 .<br />
Como estaban acostumbrados a los exabruptos del conde de Gadir, un<br />
anciano malhumorado de casi cincuenta años, no le hicieron mucho caso,<br />
aunque tenía razón en lo que había dicho y todos lo sabían.<br />
—¿Y el conde de la flota del estrecho Tartesio, ¿dónde está? —preguntó<br />
Fredegar—. ¿Cómo ha dejado pasar los barcos de ese tal Tarif sin<br />
hundirlos?<br />
—Otro vitizano, ¡os lo digo yo! —volvió a gritar el conde de Gadir—.<br />
¿Y ese está vigilando nuestras costas?<br />
—El conde de la flota se encuentra defendiendo las comunicaciones<br />
con Septem —lo defendió Roderico—. Y el desembarco de Tarif ha ocurrido<br />
en el lado occidental del estrecho.<br />
En realidad, Roderico sospechaba que el conde de la flota, de simpatías<br />
vitizanas, había permitido la incursión de Tarif para perjudicar su<br />
prestigio y su economía con el saqueo del ducado de la Bética; pero como<br />
no tenía pruebas, era mejor simular que creía en su lealtad. Algún día lo<br />
mataría por su traición; hasta entonces, fingiría ser un ingenuo.<br />
—Dejemos en paz a los ausentes y concentrémonos en la estrategia<br />
que seguiremos para aplastar a los seiscientos hombres de Tarif —prosiguió<br />
Roderico, aunque él, personalmente, había tomado buena nota de<br />
los condes que faltaban y, en su momento, les haría pagar cara su deserción—.<br />
Tenemos veinte mil soldados: creo que serán suficientes.<br />
—¡Cómo no van a ser suficientes contra seiscientos mauros! —lo interrumpió<br />
Fredegar, conde de Corduba. Estaba furioso por aquel derroche<br />
de dinero. Además, reunir los veinte mil soldados había costado casi un<br />
mes, durante el cual los mauros habían saqueado la Bética a placer.<br />
—Suficientes no para vencerlos. ¡Para atraparlos! —matizó Roderico—.<br />
Sus caballos son más rápidos que los nuestros, aunque menos corpulentos;<br />
y sus infantes no llevan armaduras ni grandes escudos. Podría haber<br />
mandado dos o tres mil soldados tras ellos, y habernos pasado varios<br />
5 Ceuta.<br />
6 Cádiz.<br />
34<br />
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meses corriendo tras los bereberes sin alcanzarlos, ¡pero yo no soy tan<br />
estúpido!<br />
Fredegar enrojeció, pero calló.<br />
—Formaremos tres grupos: ala izquierda, centro y ala derecha. La infantería<br />
del centro avanzará empujando al enemigo, mientras las alas impiden<br />
que escape. La caballería, de reserva, por si intentan romper nuestra<br />
línea.<br />
—Y para perseguir a los enemigos cuando huyan, claro —Fredegar<br />
trató de restaurar su prestigio ante los demás condes.<br />
Roderico decidió que Fredegar se quedaría en Hispalis. Si le daba algún<br />
mando, aquel idiota llevaría al ejército al desastre.<br />
—Huirán, pero no los perseguiremos. Escuchadme bien: no romperemos<br />
nuestra formación por ningún motivo. Ese es un viejo truco de la<br />
caballería ligera: simular un ataque, fingir una huida y conducir así a los<br />
perseguidores hasta una emboscada. ¡No! Seguiremos avanzando al paso,<br />
en buen orden, sin agotarnos ni desorganizar las filas.<br />
Fredegar gruñó algo como que aquella forma de luchar no comportaba<br />
gloria ni honor, pero como no lo dijo claramente, Roderico fingió no<br />
haberlo oído:<br />
—Tarde o temprano, terminaremos arrinconando a los mauros contra<br />
un río, contra un precipicio o, en todo caso, contra el mar. Entonces,<br />
cuando no puedan huir a ninguna parte, los aplastaremos gracias a nuestras<br />
armas y corazas. ¿Lo habéis entendido?<br />
Todos afirmaron, sin demasiado entusiasmo. Fredegar tenía razón:<br />
aquella era una manera de luchar carente de honor y de gloria.<br />
Roderico intuyó lo que pensaban:<br />
—Si alguno lanza una carga sin recibir órdenes, ¡por Jesucristo que lo<br />
castraré con un cuchillo mellado!<br />
En eso, llegó el encargado de las palomas mensajeras, que, jadeante,<br />
atravesó las puertas sin pedir permiso:<br />
—Mi señor Roderico…<br />
—¿Qué quieres? ¿No puedes esperar a que terminemos el consejo?<br />
—Roderico estaba de mal humor, disgustado por la estupidez de sus<br />
condes.<br />
—Mi señor Roderico, noticias de Toledo. ¡Noticias importantísimas!<br />
—¡Dilas pues, maldición!<br />
—¡El rey Vitiza ha muerto!<br />
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Todos se levantaron de sus asientos, como propulsados por una catapulta.<br />
Algunos, en un movimiento instintivo, incluso llevaron las manos<br />
a las empuñaduras de sus espadas.<br />
—¡Por Dios! ¿Cómo ha muerto ese cerdo? ¿Alguien lo ha asesinado?<br />
¿O ha sido alguno de los muchos maridos ultrajados en su honor conyugal?<br />
¿O por fin le ha alcanzado la justicia divina? ¡Responde de una vez,<br />
no balbucees, maldita sea tu perra madre!<br />
—Mi señor… se dice que su muerte ha sido natural, a pesar de tener<br />
poco más de treinta años. Al principio parecía una simple indisposición<br />
por haber comido demasiado en un banquete, pero empezó a vomitar bilis<br />
hasta que murió.<br />
—¡Sufrió poco para lo que merecía! —gruñó Roderico— .¿Hace cuánto<br />
le entregó su alma al diablo, ese perro?<br />
—Un día o dos, tal vez un poco menos. Lo que le haya costado a la<br />
paloma mensajera llegar hasta aquí desde Toledo.<br />
Roderico no daba crédito a su suerte. Iba a elegirse un nuevo rey en<br />
Toledo ¡justo cuando él disponía de veinte mil soldados listos para partir<br />
a la guerra! Los otros duques necesitarían un tiempo para reunir a sus<br />
condes con sus comitivas, y en todo caso ninguno llevaría a más de mil<br />
hombres de armas e incluso para reunir tan menguada hueste necesitarían<br />
algunos días. Él pensaba aprovechar aquellos pocos días de plazo para<br />
adueñarse de la capital y del trono.<br />
—¡Partimos mañana al amanecer! ¡Hacia el norte!<br />
Sus condes lo miraron asombrados.<br />
—Sí, vamos a apoderarnos del reino.<br />
—Pero, señor, ¿qué hacemos con Tarif y sus mauros bereberes?<br />
—Que saqueen cuanto quieran y que luego se vuelvan al África, a vivir<br />
en sus jaimas disfrutando de su mal ganada opulencia. ¿Por qué habríamos<br />
de preocuparnos de unos miserables, cuando podemos poseer Spania?<br />
El conde de Astigi, excepcionalmente, se atrevió a contradecir a su<br />
señor.<br />
—¿No se animarán así los mauros a enviar más expediciones de saqueo?<br />
La impunidad del crimen fomenta el delito.<br />
—Cuando sea rey, me ocuparé de eso. Tenéis razón, conde de Astigi,<br />
pues esta decisión conllevará arduos trabajos en el futuro. Pero no puedo<br />
dividir mis fuerzas, sería llamar al desastre; tengo que elegir: o castigar a<br />
unos saqueadores, o ser rey. Y elijo ser rey.<br />
36<br />
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—Sí, mi señor, tenéis razón.<br />
—Así pues, mañana saldremos hacia Toledo y hacia la gloria.<br />
Roderico se atusó la barba con una sonrisa, mientras sus condes lo vitoreaban.<br />
No había nada que el duque de Tarraco, Sisberto, el hermano de<br />
ese perro de Vitiza, pudiese hacer.<br />
Palacio ducal de Tarraco<br />
—Mi señor duque, lamento deciros que… ha llegado una paloma<br />
mensajera con una infausta nueva: vuestro hermano ha muerto.<br />
—¡No es posible!<br />
—Por desgracia, así es, mi señor. Dios lo ha querido así.<br />
—¿Cómo ha sido? ¿Un asesino de los chindasvintanos?<br />
—No, mi señor. Su médico judío dice que se le hizo un vólvulo en<br />
el intestino: ninguna ciencia humana pudo salvarlo. Murió vomitando<br />
bilis.<br />
—¿Le administraron la penitencia?<br />
—No, mi señor. El mensaje de la paloma es forzosamente breve, pero,<br />
al parecer, hasta el último momento se abrigó la esperanza de que sucediese<br />
un milagro. Lo acompañaron en su lecho las más preciadas reliquias<br />
de santos, e incluso trajeron de la catedral el fragmento de la Vera Cruz<br />
que allí se custodia. Vos sabéis que, desde lo sucedido con el rey Wamba,<br />
ningún prelado quiere arriesgarse a penitenciar a un rey, para no ser acusado<br />
de conspiración si luego se recupera.<br />
«Así pues, mi hermano yace en el infierno por sus muchos pecados.<br />
¡Para siempre! —pensó el duque Sisberto—. ¡Desdichado! ¡Maldito sea<br />
Ervigio, que por apoderarse del trono ensució de tal manera el sacramento<br />
de la penitencia! ¡Mejor hubiera sido envenenar a Wamba, como manda<br />
la tradición!».<br />
El duque Sisberto decidió encargar tres años de misas diarias por el<br />
alma de su hermano. Dudaba de que esto fuese suficiente.<br />
Pero había que pensar en los vivos. Ahora él era tutor de los tres huérfanos<br />
de su hermano: Akhila, Olmundo y Ardabasto. Su deber era cuidarlos<br />
y protegerlos, y custodiar el trono para ellos.<br />
Por desgracia, el partido vitizano no era lo suficientemente fuerte<br />
como para imponer a un niño como rey de los godos y de los hispanos.<br />
Aquello estaba demasiado alejado de las tradiciones. No solo se opondría<br />
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el partido chindasvintano, sino también el partido nobiliario y los nobles<br />
que dudaban a qué bando apoyar. ¡Maldita sea! Hermano, ¿por qué te has<br />
muerto tan joven?<br />
No entendía cómo alguien podía mirar con nostalgia la época de<br />
Chindasvinto, un tirano envejecido y sanguinario. Sí, había terminado<br />
con las guerras civiles y las sublevaciones durante una generación, pero a<br />
costa de aniquilar a familias enteras de los godos. Un precio demasiado<br />
alto para cualquier persona razonable.<br />
Ahora, tras la muerte de Vitiza, la única oportunidad de los vitizanos<br />
estribaba en conseguir el apoyo de la Iglesia. La Iglesia odiaba las guerras<br />
civiles y revueltas que acaecían tras las elecciones de un nuevo rey, y trataba<br />
de imponer el principio hereditario de la corona.<br />
Por desgracia, su hermano Vitiza se había enemistado con la Iglesia<br />
al negarse a aplicar las leyes antijudías de Egica. Él había discutido con<br />
su hermano sobre la prudencia de enfrentarse a la Iglesia. No se podían<br />
desobedecer impunemente los mandatos de los x v i i y xviii Concilios de<br />
Toledo.<br />
Pero Vitiza consideraba estúpido esclavizar al pueblo judío, privarles<br />
de sus bienes y de su capacidad de comerciar. Los judíos constituían una<br />
fuente importante de ingresos para el reino y si se les exterminaba, como<br />
deseaba la Iglesia, Spania se arruinaría.<br />
Ahora, como represalia, la Iglesia respaldaría las pretensiones de los<br />
chindasvintanos. ¡Oh, sí, fingiría dudar, para obtener aún más concesiones<br />
y privilegios, pero finalmente los apoyaría!<br />
Y el partido nobiliario, evidentemente, también se pondría de parte de<br />
los chindasvintanos. Apoyar a los legítimos herederos del trono era contrario,<br />
por principio, a los intereses del partido nobiliario, que defendía el<br />
caos de la monarquía electiva. Sin duda, exigirían que una de sus herederas<br />
se casase con el maldito Roderico, duque de la Bética y, si Dios no lo<br />
remediaba, próximo rey de los godos y de los hispanos.<br />
Sin embargo, si llegaba a tiempo a Toledo, quizá lograse poner de su<br />
parte a los nobles palatinos del Aula Regia. Y entonces, tal vez consiguiese<br />
defender con éxito los derechos de su sobrino.<br />
Su sobrino Akhila, y no Roderico, tenía que ser el próximo rey. Era<br />
de justicia.<br />
—¡Preparad a todos los soldados disponibles! —ordenó Sisberto—.<br />
¡Partimos mañana!<br />
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—Señor, en la guarnición de Tarraco solo hay unos cientos de hombres.<br />
¿No sería más prudente convocar a vuestros condes y fideles, y contratar a<br />
más bucelarios? —objetó el conde de Dertosa 7 , que por un azar se encontraba<br />
en el palacio ducal solicitando el permiso de su señor para la boda de una de<br />
sus hijas—. Si me concedéis una semana, podría aportar mil soldados.<br />
—¡No hay tiempo! Conde, delego en vos la tarea de reunir a los míos<br />
en diez o quince días. Mientras tanto, yo debo partir hacia Toledo con<br />
los hombres que tengo ahora. Quien llegue primero a la capital, obtendrá<br />
una ventaja inestimable, e Hispalis está mucho más cerca de Toledo que<br />
Tarraco. Pero, por el amor de Dios, no os demoréis: antes prefiero un día<br />
que quinientos soldados. ¿Habéis comprendido?<br />
—Sí, mi señor. No dejo de estar intranquilo por vos. El duque Roderico…<br />
—Él también tendrá que perder tiempo reuniendo soldados y eso me<br />
concede una oportunidad. Por eso os digo: ¡apresuraos! El destino del reino<br />
recae sobre vuestras espaldas.<br />
—No os defraudaré, señor. Y ahora, si me lo permitís, voy a dar órdenes<br />
para que los mensajeros partan hacia todos los condados.<br />
—Muy bien. Así veremos quién nos es fiel y quién, en el fondo de su<br />
corazón, es un maldito chindasvintano.<br />
Cuando el conde de Dertosa salió de la estancia pisando con fuerza,<br />
Sisberto miró por la ventana. Como el día era templado, los sirvientes habían<br />
retirado el pergamino que normalmente la tapaba y Sisberto pudo<br />
mirar al exterior, hacia el mar.<br />
Aquella era una visión que le agradaba y serenaba sus ánimos. Pero<br />
esta vez experimentó un oscuro presentimiento, como si un ominoso destino<br />
le aguardase.<br />
Se pasó la mano por la frente para desechar tan desasosegante premonición<br />
y él también salió de la estancia para preparar su partida. El peligro<br />
estaba en Toledo, no más allá del mar, se dijo. En Toledo esperaba el<br />
poder y, en cambio, más allá del mar no había nada.<br />
Mezquita de Tingir, capital de Al-Magrib, la tierra del Poniente,<br />
antes conocida como la Tingitania<br />
Tariq ibn Ziyad, walí de Tingir, segundo al mando de Al-Magrib, se hallaba<br />
postrado hacia la Meca, rezando la azalá del dhuhr. A pesar de las preocupaciones<br />
7 Tortosa.<br />
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de su cargo, se sentía en paz consigo mismo, pues su voluntad estaba conforme<br />
con la divina para todo.<br />
Entonces, le vino a la mente una aleya del Sagrado Corán: «Los infieles<br />
dicen: “La hora no nos llegará”. Di: “¡Claro que sí! ¡Por mi Señor, el<br />
Conocedor de lo oculto, que ha de llegaros!”». Como Tariq no sabía qué<br />
podía significar aquella inspiración, volvió a sus piadosas oraciones. Sin<br />
duda, en su momento, Alah, el Omnisapiente, le revelaría Su voluntad. Y<br />
Su voluntad se cumpliría en el cielo y en la tierra. Él, Tariq ibn Ziyad, solo<br />
existía para servirla.<br />
40<br />
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