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Grandes Esperanzas - Taller Literario

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demás objetos, que solían estar cubiertos de papel de plata, incluso los cuatro perritos de<br />

lanas blancos que había sobre la chimenea, todos con la nariz negra y una cesta de flores en<br />

la boca, formando parejas. La señora Joe era un ama de casa muy limpia, pero tenía el arte<br />

exquisito de hacer su limpieza más desagradable y más incómoda que la misma suciedad.<br />

La limpieza es lo que está más cerca de la divinidad, y mucha gente hace lo mismo con<br />

respecto a su religión.<br />

Como mi hermana tenia mucho trabajo, se hacía representar para ir a la iglesia, es decir,<br />

que en su lugar íbamos Joe y yo. En su traje de trabajo, Joe tenía completo aspecto de<br />

herrero, pero en el traje del día de fiesta parecía más bien un espantajo en traje de<br />

ceremonias. Nada de lo que entonces llevaba le caía bien o parecía pertenecerle, y todo le<br />

rozaba y le molestaba en gran manera. En aquel día de fiesta salió de su habitación cuando<br />

ya repicaban alegremente las campanas, pero su aspecto era el de un desgraciado penitente<br />

en traje dominguero. En cuanto a mí, creo que mi hermana tenía la idea general de que yo<br />

era un joven criminal, a quien un policía comadrón cogió el día de mi nacimiento para<br />

entregarme a ella, a fin de que me castigasen de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley.<br />

Siempre me trataron como si yo hubiese porfiado para nacer a pesar de los dictados de la<br />

razón, de la religión y de la moralidad y contra los argumentos que me hubieran<br />

presentado, para disuadirme, mis mejores amigos. E, incluso, cuando me llevaron al sastre<br />

para que me hiciese un traje nuevo, sin duda recibió orden de hacerlo de acuerdo con el<br />

modelo de algún reformatorio y, desde luego, de manera que no me permitiese el libre uso<br />

de mis miembros.<br />

Así, pues, cuando Joe y yo íbamos a la iglesia, éramos un espectáculo conmovedor para<br />

las personas compasivas. Y, sin embargo, todos mis sufrimientos exteriores no eran nada<br />

para los que sentía en mi interior. Los terrores que me asaltaron cada vez que la señora Joe<br />

se acercaba a la despensa o salía de la estancia no podían compararse más que con los<br />

remordimientos que sentía mi conciencia por lo que habían hecho mis manos. Bajo el peso<br />

de mi pecaminoso secreto, me pregunté si la Iglesia sería lo bastante poderosa para<br />

protegerme de la venganza de aquel joven terrible si divulgase lo que sabía. Ya me<br />

imaginaba el momento en que se leyeran los edictos y el clérigo dijera: «Ahora te toca<br />

declarar a ti.» Entonces había llegado la ocasión de levantarme y solicitar una conferencia<br />

secreta en la sacristía. Estoy muy lejos de tener la seguridad de que nuestra pequeña<br />

congregación no hubiera sentido asombro al ver que apelaba a tan extrema medida, pero tal<br />

vez me valdría el hécho de ser el día de Navidad y no un domingo cualquiera.<br />

El señor Wopsle, el sacristán de la iglesia, tenía que comer con nosotros, y el señor<br />

Hubble, el carretero, así como la señora Hubble y también el tío Pumblechook (que lo era<br />

de Joe, pero la señora Joe se lo apropiaba), que era un rico tratante en granos, de un pueblo<br />

cercano, y que guiaba su propio carruaje. Se había señalado la una y media de la tarde para<br />

la hora de la comida. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la<br />

señora Joe mudada y la comida preparada, así como la puerta principal abierta - cosa que<br />

no ocurría en ningún otro día - a fin de que entraran los invitados; todo ello estaba<br />

preparado con la mayor esplendidez. Por otra parte, ni una palabra acerca del robo.<br />

Pasó el tiempo sin que trajera ningún consuelo para mis sentimientos, y llegaron los<br />

invitados. El señor Wopsle, unido a una nariz romana y a una frente grande y pulimentada,<br />

tenía una voz muy profunda, de la que estaba en extremo orgulloso; en realidad, era valor<br />

entendido entre sus conocidos que, si hubiese tenido una oportunidad favorable, habría<br />

sido capaz de poner al pastor en un brete. Él mismo confesaba que si la Iglesia estuviese<br />

«más abierta», refiriéndose a la competencia, no desesperaría de hacer carrera en ella. Pero

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