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Grandes Esperanzas - Taller Literario

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- ¿Cuándo volverás?-preguntó la señorita Havisham-. Espera que lo piense.<br />

Yo empecé a recordarle que estábamos en miércoles, pero me interrumpió con el mismo<br />

movimiento de impaciencia de los dedos de su mano derecha.<br />

- ¡Calla, calla! Nada sé ni quiero saber de los días de la semana, ni de las semanas del<br />

año. Vuelve dentro de seis días. ¿Entiendes?<br />

- Sí, señora.<br />

-Estella, acompáñale abajo. Dale algo de comer y déjale que vaya de una parte a otra<br />

mientras come. Vete, Pip.<br />

Seguí la luz al bajar la escalera, del mismo modo como la siguiera al subir, y ella fue a<br />

situarse en el mismo lugar en que encontramos la bujía. Hasta que abrió la entrada lateral,<br />

pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche, y así el<br />

torrente de luz diurna me dejó deslumbrado y me dio la impresión de haber permanecido<br />

muchas horas a la luz de la bujía.<br />

- Espérate aquí, muchacho - dijo Estella, alejándose y cerrando la puerta.<br />

Aproveché la oportunidad de estar solo en el patio para mirar mis bastas manos y mi<br />

grosero calzado. La opinión que me produjeron tales accesorios no fue nada favorable.<br />

Nunca me habían preocupado, pero ahora sí me molestaban como cosas ordinarias y<br />

vulgares. Decidí preguntar a Joe por qué me enseñó a llamar «mozos» a aquellos naipes<br />

cuyo verdadero nombre era el de «sotas». Y deseé que Joe hubiese recibido mejor<br />

educación, porque así habría podido transmitírmela.<br />

Ella volvió trayendo cierta cantidad de pan y carne y un jarrito de cerveza. Dejó este<br />

último sobre las piedras del patio y me dio el pan y la carne sin mirarme y con la misma<br />

insolencia que si fuese un perro que ha perdido el favor de su amo. Estaba tan humillado,<br />

ofendido e irritado, y mi amor propio se sentía tan herido, que no puedo encontrar el<br />

nombre apropiado para mis sentimientos, que Dios sabe cuáles eran, pero las lágrimas<br />

empezaron a humedecer mis ojos. Y en el momento en que asomaron a ellos, la muchacha<br />

me miró muy satisfecha de haber sido la causa de mi dolor. Esto fue bastante para darme la<br />

fuerza de contenerlas y de mirarla. Ella movió la cabeza desdeñosamente, pero, según me<br />

pareció, convencida de haberme humillado, y me dejó solo.<br />

Cuando se hubo marchado busqué un lugar en que poder esconder el rostro, y así llegué<br />

tras una de las puertas del patio de la fábrica de cerveza y, apoyando la manga en la pared,<br />

incliné la cabeza sobre el brazo y me eché a llorar. Y no solamente lloré, sino que empecé<br />

a dar patadas en la pared y me retorcí el cabello, tan amargos eran mis sentimientos y tan<br />

agudo el dolor sin nombre que me impulsaba a hacer aquello.<br />

La educación que me dio mi hermana me había hecho muy sensible. En el pequeño<br />

mundo en que los niños tienen su vida, sea quien quiera la persona que los cría, no hay<br />

nada que se perciba con tanta delicadeza y que se sienta tanto como una injusticia. Tal vez<br />

ésta sea pequeña, pero también el niño lo es, así como su mundo, y el caballo de cartón que<br />

posee le parece tan alto como a un hombre un caballo de caza irlandés. En cuanto a mí,<br />

desde los primeros días de mi infancia, siempre tuve que luchar con la injusticia. Desde<br />

que fui capaz de hablar me di cuenta de que mi hermana, con su conducta caprichosa y<br />

violenta, era injusta conmigo. Estaba profundamente convencido de que el hecho de<br />

haberme criado «a mano» no le daba derecho a tratarme mal. Y a través de todos mis<br />

castigos, de mis vergüenzas, de mis ayunos y de mis vigilias, así como otros castigos,<br />

estuve persuadido de ello. Y por no haber tenido nadie con quien desahogar mis penas y<br />

por haberme visto obligado a vivir solo y sin protección de nadie, era moralmente tímido y<br />

muy sensible.

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