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Grandes Esperanzas - Taller Literario

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- Inmensos - dije -. Y se peleaban uno con otro por unas costillas de ternera que les<br />

habían servido en una bandeja de plata.<br />

El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, con el mayor asombro. Yo<br />

estaba verdaderamente furioso, como un testigo testarudo sometido a la tortura, y en<br />

aquellos momentos habría sido capaz de referirles cualquier cosa.<br />

- ¿Y dónde estaba ese coche? - preguntó mi hermana. - En la habitación de la señorita<br />

Havisham.<br />

Ellos se miraron otra vez.<br />

- Pero ese coche carecía de caballos - añadí en el momento en que me disponía ya a<br />

hablar de cuatro corceles ricamente engualdrapados, pues me había parecido poco dotarlos<br />

de arneses.<br />

- ¿Es posible eso, tío?-preguntó la señora Joe-. ¿Qué querrá decir este muchacho?<br />

- Mi opinión - contestó el señor Pumblechook - es que se trata de un coche sedán. Ya<br />

sabe usted que ella es muy caprichosa, mucho..., lo bastante caprichosa para pasarse los<br />

días metida en el carruaje.<br />

- ¿La ha visto usted alguna vez en él, tío? - preguntó la señora Joe.<br />

- ¿Cómo quieres que la haya visto, si jamás he sido admitido a su presencia? Nunca he<br />

puesto los ojos en ella.<br />

- ¡Dios mío, tío! Yo creía que usted había hablado muchas veces con ella.<br />

- ¿No sabes - añadió el señor Pumblechook - que cuantas veces estuve allí, me llevaron a<br />

la parte exterior de la puerta de su habitación y así ella me hablaba a través de la hoja de<br />

madera? No me digas ahora que no conoces este detalle. Sin embargo, el muchacho ha<br />

entrado allí para jugar. ¿Y a qué jugaste, muchacho?<br />

- Jugábamos con banderas - dije.<br />

He de observar al lector que yo mismo me asombro al recordar las mentiras que dije<br />

aquel día.<br />

- ¿Banderas? - repitió mi hermana.<br />

- Sí - exclamé -. Estella agitaba una bandera azul, yo una roja y la señorita Havisham<br />

hacía ondear, sacándola por la ventanilla de su coche, otra tachonada de estrellas doradas.<br />

Además, todos blandíamos nuestras espadas y dábamos vivas.<br />

- ¿Espadas? - exclamó mi hermana -. ¿De dónde las sacasteis?<br />

- De un armario - dije -. Y allí vi también pistolas..., conservas y píldoras. Además, en la<br />

habitación no entraba la luz del día, sino que estaba alumbrada con bujías.<br />

- Esto es verdad - dijo el señor Pumblechook moviendo la cabeza con gravedad -. Por lo<br />

que he podido ver yo mismo, esto es absolutamente cierto.<br />

Los dos se quedaron mirándose, y yo les miré también, vigilando, al mismo tiempo que<br />

plegaba con la mano derecha la pernera del pantalón del mismo lado.<br />

Si me hubiesen dirigido más preguntas, sin duda alguna me habría hecho traición yo<br />

mismo, porque ya estaba a punto de mencionar que en el patio había un globo, y tal vez<br />

habría vacilado al decirlo, porque mis cualidades inventivas estaban indecisas entre afirmar<br />

la existencia de aquel aparato extraño o de un oso en la fábrica de cerveza. Pero ellos<br />

estaban tan ocupados en discutir las maravillas que yo ofreciera a su consideración, que<br />

eludí el peligro de seguir hablando. La discusión estaba empeñada todavía cuando Joe<br />

volvió de su trabajo para tomar una taza de té. Y mi hermana, más para expansionarse que<br />

como atención hacia él, le refirió mis pretendidas aventuras.<br />

Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor<br />

asombro, los remordimientos se apoderaron de mí; pero eso tan sólo ocurría mientras le

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