Grandes Esperanzas - Taller Literario
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- Sí tienes - replicó -. Has llorado tanto que apenas ves claro, y ahora mismo estás a<br />
punto de llorar otra vez.<br />
Se echó a reír con burla, me dio un empujón para hacerme salir y cerró la puerta a mi<br />
espalda. Yo me marché directamente a casa del señor Pumblechook, y me satisfizo mucho<br />
no encontrarle en casa. Por consiguiente, después de decirle al empleado el día en que tenía<br />
que volver a casa de la señorita Havisham, emprendí el camino para recorrer las cuatro<br />
millas que me separaban de nuestra fragua. Mientras andaba iba reflexionando en todo lo<br />
que había visto, rebelándome con toda mi alma por el hecho de ser un aldeano ordinariote,<br />
lamentando que mis manos fuesen tan bastas y mis zapatos tan groseros. También me<br />
censuraba por la vergonzosa costumbre de llamar «mozos» a las sotas y por ser mucho más<br />
ignorante de lo que me figuraba la noche anterior, así como porque mi vida era peor y más<br />
baja de lo que había supuesto.<br />
CAPITULO IX<br />
Cuando llegué a mi casa encontré a mi hermana llena de curiosidad, deseando conocer<br />
detalles acerca de la casa de la señorita Havisham, y me dirigió numerosas preguntas.<br />
Pronto recibí fuertes golpes en la nuca y sobre los hombros, y mi rostro fue a chocar<br />
ignominiosamente contra la pared de la cocina, a causa de que mis respuestas no fueron<br />
suficientemente detalladas.<br />
Si el miedo de no ser comprendido está oculto en el pecho de otros muchachos en el<br />
mismo grado que en mí - cosa probable, pues no tengo razón ninguna para considerarme<br />
un fenómeno -, eso explicaría muchas extrañas reservas. Yo estaba convencido de que si<br />
describía a la señorita Havisham según la habían visto mis ojos, no sería comprendido en<br />
manera alguna; y aunque ella era, para mí, completamente incomprensible, sentía la<br />
impresión de que cometería algo así como una traición si ante los ojos de la señora Joe<br />
ponía de manifiesto cómo era en realidad (y esto sin hablar para nada de la señorita<br />
Estella). Por consiguiente, dije tan poco como me fue posible, y eso me valió un nuevo<br />
empujón contra la pared de la cocina.<br />
Lo peor de todo era que el bravucón del tío Pumblechook, presa de devoradora<br />
curiosidad, a fin de informarse de cuanto yo había visto y oído, llegó en su carruaje a la<br />
hora de tomar el té, para que le diese toda clase de detalles. Y tan sólo el temor del<br />
tormento que me auguraba aquel hombre con sus ojos de pescado, con su boca abierta, con<br />
su cabello de color de arena y su cerebro lleno de preguntas aritméticas me hizo decidir a<br />
mostrarme más reticente que nunca.<br />
- Bien, muchacho - empezó diciendo el tío Pumblechook en cuanto se sentó junto al<br />
fuego y en el sillón de honor-. ¿Cómo te ha ido por la ciudad?<br />
- Muy bien, señor - contesté, observando que mi hermana se apresuraba a mostrarme el<br />
puño cerrado.<br />
- ¿Muy bien? - repitió el señor Pumblechook -. Muy bien no es respuesta alguna.<br />
Explícanos qué quieres decir con este «muy bien».<br />
Cuando la frente está manchada de cal, tal vez conduce al cerebro a un estado de<br />
obstinación. Pero, sea lo que fuere, y con la frente manchada de cal a causa de los golpes<br />
sufridos contra la pared de la cocina, el hecho es que mi obstinación tenía la dureza del<br />
diamante. Reflexioné unos momentos y, como si hubiese encontrado una idea nueva,<br />
exclamé:<br />
- Quiero decir que muy bien.