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la rabia y el orgullo - Rafael Revilla

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nadie, comenzando por sí misma.<br />

Es un alcalde digno de otro grandísimo alcalde con ap<strong>el</strong>lido italiano, Fior<strong>el</strong>lo La<br />

Guardia, a cuya escue<strong>la</strong> deberían ir muchos de nuestros alcaldes. Tendrían que<br />

presentarse humildemente, incluso con ceniza en <strong>la</strong> cabeza, ante él para<br />

preguntarle: «Sor Giuliani, por favor, dígame cómo se hace». El no d<strong>el</strong>ega sus<br />

deberes en <strong>el</strong> prójimo, no. No pierde tiempo en tonterías ni en medrajes<br />

personales. No se divide entre <strong>el</strong> cargo de alcalde y <strong>el</strong> de ministro o diputado.<br />

(¿Hay alguien que me esté escuchando en <strong>la</strong>s tres ciudades de Stendhal, es decir,<br />

en Nápoles, en Florencia y en Roma?).<br />

Llegó instantes después de <strong>la</strong> catástrofe, entró en <strong>el</strong> segundo rascaci<strong>el</strong>os y corrió<br />

<strong>el</strong> p<strong>el</strong>igro de transformarse en cenizas como los demás. Se salvó por los p<strong>el</strong>os y<br />

por casualidad. Y al cabo de cuatro días, volvió a poner en pie <strong>la</strong> ciudad. Una<br />

ciudad que tiene nueve millones y medio de habitantes y casi dos sólo en<br />

Manhattan. Cómo lo hizo, no lo sé. Está enfermo, como yo, <strong>el</strong> pobre. El cáncer<br />

que va y viene, le ha mordido también a él. Y, como yo, hace como si estuviese<br />

sano y sigue trabajando. Pero yo trabajo en una mesa, caramba, y sentada.<br />

El, en cambio... Parecía un general de ésos que participan directamente en <strong>la</strong><br />

batal<strong>la</strong>. Un soldado que se <strong>la</strong>nza al ataque con <strong>la</strong> bayoneta ca<strong>la</strong>da. «Ade<strong>la</strong>nte,<br />

vamos, vamos, arriba. Vamos a salir de esto lo más pronto posible». Pero podía<br />

hacer eso, porque <strong>la</strong> gente era, es, como él. Gente sin vanidad y sin pereza, habría<br />

dicho mi padre, y con cojones. En cuanto a <strong>la</strong> admirable capacidad de unirse, a <strong>la</strong><br />

forma de cerrar fi<strong>la</strong>s de una manera casi marcial con <strong>la</strong> que los estadounidenses<br />

responden a <strong>la</strong>s desgracias y al enemigo, pues, tengo que decirte que me ha<br />

sorprendido incluso a mí.<br />

Sabía, sí, que esa capacidad había explotado en los tiempos de Pearl Harbor,<br />

cuando <strong>el</strong> pueblo se fundió en torno a Roosev<strong>el</strong>t y Roosev<strong>el</strong>t entró en guerra<br />

contra <strong>la</strong> Alemania de Hitler, <strong>la</strong> Italia de Mussolini y <strong>el</strong> Japón de Hiro Hito. La<br />

había advertido, sí, después d<strong>el</strong> asesinato de Kennedy. Pero después de todo<br />

esto, había venido <strong>la</strong> Guerra de Vietnam, <strong>la</strong> <strong>la</strong>cerante división ocasionada por <strong>la</strong><br />

Guerra de Vietnam y, en cierto sentido, esa guerra me había recordado su Guerra<br />

Civil de hace siglo y medio.<br />

Por eso, cuando vi a b<strong>la</strong>ncos y negros llorar abrazados, y digo bien abrazados,<br />

cuando vi a demócratas y republicanos cantar abrazados God bless America,<br />

cuando les vi olvidarse de todas sus diferencias, me quedé de piedra. Lo mismo<br />

me pasó cuando oí a Bill Clinton (una persona hacia <strong>la</strong> cual nunca sentí ternura<br />

alguna) dec<strong>la</strong>rar: «Apretémonos en torno a Bush, tened confianza en nuestro<br />

presidente». Y lo mismo me pasó cuando esas mismas pa<strong>la</strong>bras fueron repetidas

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