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en proceso<br />
54<br />
<strong>encuentro</strong><br />
Jorge Valls <br />
grupo, mayor o menor, que mantiene la costumbre. Por aquella época, en La<br />
Cabaña, después del último recuento, nos parábamos, con permiso previo de los<br />
demás, en el pasillo entre las hileras de camas, y lo rezábamos en alta voz, aunque<br />
a veces, de acuerdo con las condiciones, no podíamos hacerlo completo sino<br />
uno o dos misterios nada más. Leíamos un trozo del Evangelio y dábamos una<br />
pequeña prédica al principio. En medio del pandemonium que vivíamos, predicábamos<br />
el perdón de las ofensas y el amor a los enemigos. No era fácil. Todos<br />
los días había que padecer cuanta violencia y humillación podían infligirnos, y<br />
todas las noches asistíamos a la sistemática carnicería de nuestros hermanos. Si<br />
los guardias y el aparato entero que nos trituraba se mostraban con más brutal y<br />
desembozada ferocidad, los hombres que habían acabado en presidio venían de<br />
la lucha más cruenta: de los alzamientos en las lomas y de la acción urbana. Pero<br />
si toda la bravura se justifica en la batalla, nada más repugnante que la perfidia y<br />
la crueldad para con los vencidos, y esto era nuestro pan cotidiano. Así nuestra<br />
prédica de amor y perdón irritaba a muchos hasta desesperarlos. Especialmente<br />
después de una noche de ejecuciones venía una mañana de blasfemias y diatribas.<br />
«¿Pero cómo van a hablarnos de amor y perdón con lo que nos están<br />
haciendo estas gentes? ¡Ustedes son todos una partida de hipócritas o canallas, y<br />
están haciéndole el juego a los que torturan y matan a los nuestros!» El director<br />
de la comunidad cristiana era un hombre sencillo, de mucha nobleza de alma y<br />
fe firme, que no se cuidaba de muchos argumentos. Su respuesta siempre era la<br />
misma: «Así lo mandó nuestro Señor y así hay que cumplirlo».<br />
Verdaderamente en aquel tiempo no teníamos muchas razones. Vivíamos<br />
una agonía cotidiana y cada uno de nosotros vertía su pasión más profunda.<br />
Esencialmente era el <strong>int</strong>ento terrible de traspasar aquel infierno que nos<br />
devoraba mediante la afirmación del espíritu. En medio de la brutalidad y la<br />
enajenación extremas el hombre descubre que la única realidad es el Cristo<br />
crucificado, que no hay otra opción. Es lo único que puede salvar la condición<br />
humana, el único modo de seguir siendo hombre. Cuando algunos en la<br />
especie se precipitan en la brutalidad, otros tienen que asumir en sí la responsabilidad<br />
de la especie. Estábamos en el peor riesgo de convertirnos en bestias,<br />
de perder la razón y el alma en un torbellino de destrucción y odio. El<br />
verdadero bien tenía que ser impuesto hasta por encima de nosotros. No hay<br />
más que una verdad en la que todos hemos de participar: el cristo, el amador<br />
que persiste a través de su propia destrucción, para recobrarse a sí mismo en<br />
la pura y absoluta afirmación del amor.<br />
Quizás por eso, los presos políticos cubanos no son el testimonio vivo de<br />
un horror, ni las tundidas piltrafas de una época de asolación y locura, sino el<br />
proyecto siempre renovado de una esperanza. No ponemos el mal que hemos<br />
sufrido sino el bien que tendremos que vivir para que todos verdaderamente<br />
lleguemos a ser hombres.<br />
No hemos cesado un instante. Contra todo el oprobio con que nos han<br />
majado, y dejando tras nosotros una hilera de moleduras humanas, hemos<br />
impuesto la afirmación de un bien invisible y de una justicia que es, sin<br />
embargo, alcanzable: la certeza de lo que ha de ser más allá de todo lo que ha