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María naturaleza romántica por Enrique Anderson Imbert

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Q<br />

<strong>María</strong>, <strong>naturaleza</strong> <strong>romántica</strong><br />

Por: <strong>Enrique</strong> <strong>Anderson</strong> <strong>Imbert</strong><br />

uizá el rasgo esencial del romanticismo europeo haya sido el descubrimiento de que<br />

valía la pena desnudar la intimidad y exhibir sus formas en una actitud de<br />

espontánea libertad artística. Pero el entusiasmo <strong>por</strong> esos nuevos objetos de la expresión<br />

literaria y la rebelión contra las modalidades clásicas no fueron iguales en toda Europa.<br />

En España no hubo entusiasmo ni rebelión. Cuando Isaacs nació se apagaba la fogata<br />

<strong>romántica</strong> que habían encendido el duque de Rivas, Espronceda y otros españoles al<br />

volver del destierro 1 . Esa fogata había durado menos, y con menos llama, que en otras<br />

partes de Europa. El neoclasicismo siguió su marcha calmosa, sin dejarse perturbar <strong>por</strong><br />

las polémicas de la época. Y lo que se llama romanticismo español fue en verdad una<br />

conciliación entre el gusto neoclásico, la admiración <strong>por</strong> los siglos áureos de la<br />

literatura nacional y los nuevos ideales que les mostraban SchilIer, Chateaubriand,<br />

Scott, Manzoni, Byron, Hugo, etc.<br />

En América el tono ecléctico fue más patente aún, sobre todo en países tan<br />

tradicionalistas como Colombia. La inseguridad de los escritores, que a la distancia<br />

sobreestimaban lo europeo y querían imitar en bloque toda la literatura sin tomar partido<br />

<strong>por</strong> esta o aquella bandería; la aptitud para la síntesis, que en América ha sido un rasgo<br />

de nuestra herencia escolástica y de nuestra avidez de colonos; la función pedagógica y<br />

civilizadora que asumió la inteligencia, al aplicarse a la realidad social, aprovechando<br />

todas las corrientes de cultura que nos llegaban; la falta de público, de discusión, de<br />

incentivos, de energía poética, de vida literaria activa, y el recibirlo todo a través de<br />

España, que desde el siglo XVIII se había convertido en un vehículo lento, discreto y<br />

conservador, dieron a la literatura hispanoamericana un ritmo ceremonioso. Por eso el<br />

romanticismo de Colombia se mostró en relámpago, no como luz sostenida. Lo<br />

sostenido fue el eclecticismo.<br />

1 Jorge Isaacs (Colombia, 1837-1895). En las citas que hagamos, los números romanos entre paréntesis se<br />

referirán a los capítulos de <strong>María</strong>.


Quienes parten de los conceptos europeos —clasicismo, romanticismo, parnasismo,<br />

realismo, etc.—, al querer recoger el proceso de la literatura colombiana en esos<br />

anzuelos se sienten defraudados, como el pescador con los peces que no pican. Julio<br />

Arboleda, José Eusebio Caro, Gutiérrez González, Rafael Pombo, Diego Fallon y otros<br />

del mismo período no son ni clásicos ni románticos: pertenecen más bien a una ―escuela<br />

discreta o conciliadora‖, para emplear las palabras de otro colombiano ilustre, Miguel<br />

Antonio Caro.<br />

En <strong>María</strong> son patentes los rasgos románticos: el yo de llaga viva que se crispa de dolor<br />

al menor roce con el mundo huye en busca de soledad, desespera de la vida y paso a<br />

paso se acerca al suicidio; la melancolía como blasón heráldico de una nueva<br />

aristocracia y su ejercicio caballeresco <strong>por</strong> las casas abandonadas y los sepulcros<br />

crepusculares; lo exótico, que desde la lejanía manda su luz misteriosa, y el paisaje<br />

vernáculo, tan sensitivo como el alma del poeta; la creencia de que la verdadera<br />

<strong>naturaleza</strong> humana es espontánea, sentimental y tal vez andrógina; la simpatía para lo<br />

popular y lo lugareño y la nostalgia de cuanto había sido olvidado o desdeñado <strong>por</strong> los<br />

racionalistas; una prosa de violines; los tópicos de la mujer-ángel, el amor-conocimiento<br />

de la realidad y la fatalidad-signo de lo absoluto...<br />

Pero en Isaacs esta corriente <strong>romántica</strong> no se está labrando un cauce propio, con el<br />

ímpetu desordenado de una fuerza nueva, sino que más bien parece un río al revés, un<br />

río que volviera aguas arriba, hacia su fuente. No pudo evitarlo; y fue mejor así. En el<br />

florecimiento humanista de la Colombia de entonces los prerrománticos revivían y se<br />

alzaban como maestros... Isaacs nació justamente cien años después de Bernardin de<br />

Saint.Pierre; pero su <strong>María</strong> pertenece a esa familia literaria que la novela Paul et<br />

Virginie fundó a fines del siglo XVIII 2<br />

2 La madre de Efraín le dice, refiriéndose a <strong>María</strong>: ―Sé que te ama desde que os dormía a ambos sobre<br />

mis rodillas‖ (XVII). ¿Se reconoce la misma situación novelesca de Saint-Pierre?. No digo que haya una<br />

filiación directa; aunque generalmente admitida, nunca se ha podido probar la influencia de Saint-Pierre<br />

sobre Isaacs. J. Warshaw (―Jorge Isaacs Library: liaht on two Maria problems‖, The Romanic Review,<br />

XXXII, Nueva York, 1941, 389 –98) se inclina a negarla. En el escrutinio de los libros de Efraín no<br />

aparece Paul et Virginie. ¿Acaso —como insinúa B. Sanín Cano, prólogo a Poesías de J.I., Barcelona,<br />

1920— hubo en Isaacs el propósito de omitir una fuente demasiado reveladora? No creo. Una<br />

explicación más verosímil podría ser ésta si la escena en que Carlos revisa la biblioteca de Efraín es<br />

autobiográfica (y a mi juicio lo es), Isaacs no se habría propuesto darnos allí una lista de sus autores<br />

predilectos, ni siquiera de los más famosos en los años de su adolescencia, sino de los que de veras tenía<br />

en esa ocasión que Carlos lo visitó; no mencionó a Paul et Virginie, sea <strong>por</strong>que no había poseído un<br />

ejemplar propio del libro, sea <strong>por</strong>que no lo hubiera leído en esa época, aunque lo leyera años después,<br />

antes de escribir <strong>María</strong>. No hay pruebas de que Isaacs leyera a Saint–Pierre; tampoco lo hay de que no lo<br />

leyera. Ni siquiera podemos conjeturar que se trata de un olvido (como en el caso de Lamartine, que


En Paul et Virginie, Saint Piere había creado el idilio de dos criaturas inocentes que, en<br />

medio de una <strong>naturaleza</strong> también inocente, se aman con un amor al que la muerte viene<br />

a sellar con una pureza definitiva. Años después, Chateaubriand, en esa misma<br />

tendencia sentimental de idealización del amor y de descubrimiento de una nueva<br />

geografía, escribió su Atala: otra vez la pureza del primer amor, ahora en las soledades<br />

de los bosques de América, entre dos jóvenes a los que la muerte consagra vírgenes. Al<br />

escribir, pues, ―ese diálogo de inmortal amor dictado <strong>por</strong> la esperanza e interrumpido<br />

<strong>por</strong> la muerte‖ (LXIV), Isaacs seguía detrás de la estrella erótica que había conducido<br />

ya a toda una caravana. Pero fue Chateaubriand quien le enseñó a Isaacs a orquestar<br />

estéticamente su vago erotismo. Por eso, cuando Efraín le lee a <strong>María</strong> la novela Atala,<br />

anota muy significativamente que <strong>María</strong> ―era tan bella como la creación del poeta, y yo<br />

la amaba con el amor que él imagino‖ (XIII). Más aún: la lectura de Chateaubriand les<br />

anuncia a Efraín y <strong>María</strong> el triste desenlace de ese idilio que vivían, como si Atala<br />

fuera, de un modo muy sutil, el libreto de un drama que ellos representaran (XIII).<br />

Aunque Isaacs no lo confesara, se reconocería en seguida el ascendiente de<br />

Chateaubriand; pero lo confiesa. ―Autor predilecto‖, lo llama Efraín; y a lo largo de la<br />

novela, Chateaubriand aparece como un numen de los amores de los adolescentes (XII,<br />

XIII, XXIV).<br />

Al chateaubrianizar hubo algo en que Isaacs se sintió seguro: fue su visión del paisaje.<br />

reconoció la influencia de Paul et Virginie en su Graziella; pero cuando lo acusaron de plagiar la novela<br />

Charles Barimore, del conde de Forbin, demostró haber olvidado hasta el hecho mismo leerla), pues<br />

Isaacs nunca negó nada. Si se ha creído, sin examen, en que Paul et Virginie es una de las fuentes de<br />

<strong>María</strong> es <strong>por</strong>que, espontáneamente, el lector descubre allí las primicias del idilio: dos criaturas inocentes,<br />

casi hermanos, crecen juntos, se aman, y el amor se hace imposible, primero <strong>por</strong> la separación y luego <strong>por</strong><br />

la muerte. La poetización de la <strong>naturaleza</strong> tropical de l’lle de France recuerda a la de América hasta <strong>por</strong><br />

algunas veces americanas: ananás, ouragan, etc. La isla parece moverse gracias a las rápidas alusiones a<br />

América, Europa y África, que son, precisamente, lugares de <strong>María</strong>. La sociedad de Paul et Virginie es<br />

primitiva y feliz, con esclavos tan fieles como los de la casa de Efraín. Virginia debe emprenderse un<br />

viaje para educarse y regresar con bienes: lo mismo Efraín. Las circunstancias de la separación son<br />

similares: Virginia quiere quedarse para ayudar a su madre enferma como Efraín a su padre enfermo.<br />

Engañan a Paul, y así, Virginia parte a Europa sin despedirse: es lo que <strong>María</strong> teme que hagan con ella. El<br />

retrato físico de Virginia se parece al de <strong>María</strong> como si fueran hermanas. Repárese en otros detalles —el<br />

perro Fidéle, que extraña a Virginia como el perro Mayo a Efraín; las carteas; el culto a los árboles, a las<br />

flores, como a fetiches de un amor ausente; el cortejo fúnebre de Virginia y el de <strong>María</strong>; los sueños<br />

agoreros, etc.— y se comprenderá <strong>por</strong> qué desde Vergara y Vergara, los críticos, aunque sin pruebas, se<br />

sienten tentados a emparentar ambas novelas. Con igual resultado podríamos compara a <strong>María</strong> y<br />

Graziella, y otras novelas del amor casto, tan típicas de esos años. No hay una fuente única: es todo un<br />

aire histórico el que Isaacs respira. En <strong>María</strong> se oye el rumor de una abejita cargada con el polen de<br />

muchas flores: nunca sabremos que libó en cada una de ellas ni podremos analizar el polvillo fecundo de<br />

tanta literatura <strong>romántica</strong>.


Para los lectores franceses, Paul et Virginie y Atala traían el encanto de paisajes<br />

exóticos. Montes, ocasos sin testigos, montañas vestidas de luz... El paisaje de<br />

Chateaubriand, sobre todo, deslumbró coma un descubrimiento es -decían sus lectores-<br />

el descubrimiento literario de América. Todas las literaturas de Europa recibieron el<br />

impacto de ese nuevo modo de poetizar un paisaje nuevo; naturalmente, fue en América<br />

donde mejor se apreció la novedad. La América española venía buscando su propia<br />

expresión desde el fondo de la colonia, pero fue el romanticismo lo que nos trajo las<br />

fórmulas teóricas de una literatura nacional: el artista —decían los románticos— debe<br />

atender la voz profunda del pueblo, <strong>por</strong>que en esa voz resuena la <strong>naturaleza</strong>, la vida, la<br />

historia. Isaacs, que estaba íntimamente constituido para gustar del paisaje, se sintió<br />

llamado <strong>por</strong> el romanticismo a la tarea de describirnos los valles, ríos y selvas del<br />

Cauca. Chateaubriand había descrito una América ideal; Isaacs describiría la América<br />

concreta en que amaba, trabajaba y luchaba. Para un francés, el escenario americano de<br />

Atala era exótico; para Isaacs esa América era la propia tierra. Por eso <strong>María</strong> tiene una<br />

significación nacional que le falta a Atala. En <strong>María</strong> se nos devuelve la imagen<br />

coloreada de nuestra vida americana; el espejo de Atala, en cambio, está demasiado<br />

alto, como el de la luna.<br />

Los dos primeros temas literarios de América habían sido el de la <strong>naturaleza</strong> exuberante<br />

y el de la bondad del hombre. Ya están en la carta del Descubrimiento, de Colón, y en<br />

seguida pasaron a formar parte del utopismo europeo. En Chateaubriand vibran esas<br />

lejanas sugestiones renacentistas, si bien en forma de evocación exótica. En Isaacs<br />

renacen con naturalidad: el valle del Cauca tiene la prodigalidad del paraíso, y todas sus<br />

criaturas la bondad con que Dios las creó... Americanismo, no exotismo. Sólo que el<br />

exotismo era un rasgo tan típicamente romántico que Isaacs no quiso renunciar a él, y<br />

nos dio el cuento de Nay y Sinar en marco africano. África fue para Isaacs lo que<br />

América para Chateaubriand.<br />

Mientras escribía <strong>María</strong>, Isaacs no tenía más que levantar los ojos para ver las anchas<br />

vegas de los torrentes espumosos, los juegos dorados del sol en el recinto de las<br />

arboledas, las soledades de la luna y la llanura, los pueblecitos blanqueados como<br />

rebaños al pie de las montañas azules, las colinas verdes con su loro y su palmera, la<br />

ondulación en el aire de las garzas plateadas y de las águilas negras, el viento, la flor, la<br />

luciérnaga, el naranjo, el estanque con rosas, la serpiente en el fango y el gran paseo de


la luz a toda hora, léanse, <strong>por</strong> ejemplo, los paisajes de los capítulos IX, XV, XXXVIII,<br />

XXXIX y LII. La descripción de Isaacs no fue realista. Un escritor, aunque quiera<br />

reproducir la realidad, no puede menos de espiritualizarla. El escritor no contempla el<br />

paisaje: contempla su visión del paisaje. Como el mismo Isaacs lo dice, ―las grandes<br />

bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas‖ (II): el canto viene<br />

después a configurar estéticamente no las cosas, sino las impresiones de las cosas. Los<br />

paisajes de Isaacs no eran ingenuos: los había visto con ojos ya habituados a un estilo<br />

romántico. El solo gustar de la <strong>naturaleza</strong> era, de <strong>por</strong> sí, una disposición <strong>romántica</strong>: la<br />

misma palabra, ―<strong>romántica</strong>‖, había nacido como adjetivo de una isla, una colina o una<br />

selva que excitaran la sensibilidad lírica. Desde Rousseau la literatura europea se había<br />

vuelto hacia el mundo sensible, y al representárselo imaginativamente proponía<br />

imágenes originales, como aquella de Réveries (le promenade) en que el espectáculo de<br />

las ondas del río, las movedizas impresiones de la intimidad y la vaga reflexión sobre la<br />

inestabilidad de todo se fundían en una unidad lírica, armónica y fluida. Isaacs sabía,<br />

pues, que el paisaje era un gran tema literario y lo desarrolló también al modo<br />

romántico, es decir, ―como un estado de ánimo‖. La <strong>naturaleza</strong> era mágica, tenía fines,<br />

que eran los que Dios habla dado a toda su creación. Árboles, lagos, cielos, se<br />

compadecían de las cuitas de su hermano el hombre. Por eso el paisaje entró en la<br />

novela para cumplir la función artística del coro trágico. <strong>María</strong> está en las manos del<br />

paisaje como las azucenas están en manos de <strong>María</strong>: ―¿Qué había allí de <strong>María</strong> en las<br />

sombras húmedas, en la brisa que movía los follajes, en el rumor del río?‖ Efraín se<br />

mueve en el paisaje, y el paisaje se mueve en él. ―Si la felicidad nos acaricia —dice—,<br />

la <strong>naturaleza</strong> nos sonríe‖. Y cuando corre hacia <strong>María</strong>, presintiendo que ha de<br />

encontrarla muerta, ve ―los resplandores amarillentos de la luna, velados a veces,<br />

fúnebres siempre‖, que alumbran selvas y ríos como si fueran ―muros de una sala<br />

mortuoria‖. Junto al paisaje-jardín, <strong>por</strong> donde pasea <strong>María</strong>, Isaacs nos describió la<br />

<strong>naturaleza</strong> sin <strong>María</strong>, terrible, desordenada y enemiga. Paraíso y Purgatorio. La novela<br />

del infierno, del infierno verde de la selva, surgirá en América más tarde, y entonces los<br />

hombres valdrán menos, estéticamente, que las serpientes: la culebra de <strong>María</strong> (LVII)<br />

se convertirá en la magnífica Anaconda, de Horacio Quiroga.<br />

Otros de los descubrimientos del romanticismo que influyeron sobre Isaacs fue el color<br />

local. De pronto uno de ellos —el iluminista Herder— empezó a ver que el verdadero<br />

espectáculo de la luz no estaba en ese alto horizonte, sino en los infinitos colores de la


ealidad histórica. Fue como si a la literatura se le hubieran sanado los ojos, y con la<br />

alegría de la salud los escritores se lanzaron a los caminos y fueron comprendiendo la<br />

diversidad del hombre. La luz se había refractado; y eran las refracciones del folklore,<br />

del baile o del rito, del vestido, de la costumbre o de los viejos monumentos lo que<br />

irradiaba poesía. Y gracias a este nuevo arte de simpatizar los románticos cumplieron<br />

con sus promesas de veracidad y realismo, <strong>por</strong>que —como decía uno de ellos— ―la<br />

couleur locale est néanmoins la base de toute verité‖.<br />

De la honda vertiente picaresca de la literatura española había surgido un género que en<br />

el siglo XVIII empezó a vacilar entre el ensayo y el cuento; y en el siglo XIX estos<br />

―cuadros de costumbres‖ penetraron en el romanticismo, lo atravesaron y fueron a<br />

colocarse en su costado realista. Cuando Isaacs se inició como escritor, quién más,<br />

quién menos, todos los colombianos escribían o leían evocaciones de la vida familiar,<br />

del campo o de la ciudad. Isaacs cedió a la boga. Pero el costumbrismo, que en artículos<br />

sueltos toma un amargo sabor, al desembocar en la novela se dulcificaba <strong>por</strong> el prestigio<br />

de lo sentimental. En Maria aun los toques burlones son cariñosos. Algo se resintió la<br />

novela <strong>por</strong> estas disonancias entre las notas costumbristas y las idílicas. Acaso el<br />

capítulo XIX, donde nos describe la hacienda de don Ignacio, sea pesado, digresivo,<br />

dialectal. Acaso en los capítulos LVII y LVIII el relato del dramático regreso de Efraín<br />

se distienda y se frustre <strong>por</strong> la acumulación de materiales de folklore, fauna y flora<br />

americanas. Con todo, hay escenas bien vistas en la evocación de la chacra serrana de<br />

Don José, de la cacería del tigre, de los amores de las muchachas, de la boda de Tránsito<br />

y el entierro de Feliciana. Y, sobre todo, en los capítulos XLVIII y XLIX es hermoso el<br />

cuadro rústico, con la deliciosa Salomé coloreada en el centro como una ninfa mulata,<br />

inocente, juguetona y sensual.<br />

La novela Maria se apoya sobre su pintoresquismo y su sentimentalismo como sobre<br />

dos piernas; y en la marcha las va moviendo alternativamente, ya hacia los detalles del<br />

mundo exterior, ya hacia el halo del alma enamorada. Y lo que le da unidad es que <strong>por</strong><br />

encima de esos pasos alternados el cuerpo de la novela mantiene airosamente su figura<br />

<strong>romántica</strong>. Esa sociedad feudal, feliz, en la que patronos, peones y esclavos conviven<br />

sin sordidez, está idealizada como los amores de los dos señoritos. Y aún Nay y Sinar<br />

son sombras de <strong>María</strong> y Efraín sutilmente entretejidas sobre el fondo del tapiz. Hay un<br />

pasaje en que las tres hebras: la del exótico cuento africano, la de los cuadros de


costumbres americanas y la de la historia amorosa, se entrelazan como en una alegoría.<br />

Es cuando se cuenta cómo llevaron al pueblo a <strong>María</strong>, muerta:<br />

Braulio, José y cuatro peones más condujeron al pueblo el cadáver, cruzando esas<br />

llanuras y descansando bajo aquellos bosques <strong>por</strong> donde en una mañana feliz pasó<br />

Maria a mi lado, amante y amada, el día del matrimonio de Tránsito. Mi padre y el<br />

cura seguían paso entre paso el humilde convoy... ¡ay de mí!, ¡humilde y silencioso<br />

como el de Nay<br />

Hay algo de símbolo nupcial en ese cortejo fúnebre. Tres mujeres, tres amores, tres<br />

destinos: Nay, Tránsito, <strong>María</strong>... Es una composición geométrica. Por el mismo camino<br />

del funeral y de la boda ahora va <strong>María</strong>, la novia de la muerte...<br />

Desde el comienzo presentimos que <strong>María</strong> ha de morir. Isaacs no lo disimula. El relato<br />

—en forma de memorias— se interrumpe con exclamaciones patéticas, anunciadoras de<br />

muerte: ―Una tarde; tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color violeta y<br />

lampos de oro pálido, bella como <strong>María</strong>, bella y transitoria como fue ésta para mí...‖<br />

(XIII; ver también IV, VI, XV, XVI, XXIX). Son los trémolos de un leitmotiv trágico y<br />

antiguo: ese valle del Cauca es una imagen de este valle de lágrimas en que vivimos.<br />

La dolorosa certidumbre de que <strong>María</strong> ha de morir tiene su símbolo en el pájaro<br />

agorero. Se ha creído que este pájaro negro que revolotea en las noches más tristes de la<br />

novela es el cuervo de Poe. Puede que Isaacs leyera a Poe. De todos modos, muchos<br />

pájaros fatídicos volaban <strong>por</strong> la literatura <strong>romántica</strong> aun antes de Poe. Cuando <strong>María</strong><br />

sufre su ataque epiléptico (ese mal nervioso, hereditario, que también es un tema muy<br />

siglo XIX), el pájaro aparece en un cuadro típico: la <strong>naturaleza</strong> tempestuosa asociada a<br />

la tempestuosa desesperación de Efraín, el golpe de viento que apaga la lámpara, el<br />

sonido lúgubre de las doce campanadas de medianoche, la melancolía del amor<br />

imposible... (XV). En las apariciones del pájaro hay un mensaje sobrenatural: anuncia la<br />

ruina del padre de Efraín, anuncia la enfermedad de <strong>María</strong>... (XXXIV). Al partir Efraín<br />

a Londres, otra vez el ave aciaga se aparecerá maldiciendo a los amantes (XLVII). Y<br />

<strong>por</strong> fin, cuando en un anochecer Efraín va al cementerio de aldea a visitar la tumba de<br />

<strong>María</strong>, el pájaro se aparece otra vez, lúgubre y victorioso, y cierra con su graznido la<br />

novela. Es la última frase:<br />

Había ya montado y Braulio estrechaba en sus manos una de las mías, cuando el<br />

revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y<br />

conocido para mi interrumpió nuestra despedida; la vi volar hacia la cruz de hierro y,<br />

posada ya en uno de sus brazos, aleteó, repitiendo su espantoso canto.


Estremecido, partí a galope <strong>por</strong> en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte<br />

ennegrecía la noche.<br />

La acción de la novela no nos mantiene en suspenso ante lo que va a ocurrir, no nos<br />

oculta nada... ―¡<strong>María</strong>, amenazada de muerte, prometida así <strong>por</strong> recompensa a mi amor<br />

mediante una ausencia terrible!... Mía o de la muerte‖, monologa Efraín al comienzo<br />

(XVI); e inmediatamente el lector adivina que eso es todo lo que ocurrirá en la novela y<br />

que el desenlace ha de ser la muerte de <strong>María</strong>. Sin embargo, Isaacs no nos defrauda<br />

como el narrador que <strong>por</strong> impericia descubre su juego final y ya todos los interludios<br />

están de más, sino que lleva la atención a una zona más delicada del arte de narrar.<br />

Sabemos que <strong>María</strong> ha de morir, pero queremos saber cómo, y queremos saber qué será<br />

de Efraín. La novela renuncia a desplazamientos <strong>por</strong> el espacio, a aventuras e intrigas, y<br />

en cambio nos dramatiza la madurez de los personajes en el tiempo.<br />

Claro que la técnica novelística de Isaacs es inferior a su tema. Efraín no nos contó su<br />

vida en Londres para salvar la unidad del relato, pero en cambio quebró esa unidad con<br />

intercalaciones costumbristas. Y dentro del argumento mismo de la novela hubo<br />

episodios flojos; <strong>por</strong> ejemplo, el enredo de Carlos, que pretende a <strong>María</strong> sin saber que<br />

Efraín la ama, no está claramente resuelto. Sin embargo, hay un recurso novelístico de<br />

primer orden: el presentamos no la muerte de <strong>María</strong>, sino a Efraín oyendo la historia de<br />

esa muerte (LXII). Lo que le entristece al lector es la tristeza de Efraín. Isaacs nos<br />

ofrece el espectáculo estético de la tristeza, no el de la muerte. Otra vez: drama de almas<br />

que viven en el tiempo, no aventura de cuerpos que se mueven (o dejan de moverse) en<br />

el espacio.<br />

No quiero decir que <strong>María</strong> sea novela psicológica, sino que su tono es de intimidad.<br />

Isaacs no es buen psicólogo. La descripción que hace del alma —como la que hace del<br />

paisaje— es <strong>por</strong> afuera. Los románticos habían falsificado la noción de hombre; y<br />

cuando Isaacs describe los sentimientos de <strong>María</strong> y de Efraín, los deja en esas falsas<br />

brumas de moda. Por eso, aunque las páginas idílicas de Isaacs son ricas en intimidad,<br />

nos parecen superficiales: están en la superficie de un siglo de literatura... Isaacs no<br />

bucea en las almas. Pocas metáforas reveladoras de los pliegues más delicados del ser,<br />

pocas impresiones originales. Sigue más bien el trazado de las líneas gruesas de la<br />

emoción: suspiros, llanto, palidez, desmayos; esto es, la fisiología del amor. Las<br />

situaciones del idilio son también convencionales y tienden a producir efecto sobre los


sentimientos del lector. Se ve que Isaacs, al citar aquello de Chateubriand de que haría<br />

llorar al mundo con Atala (XIII), envidia ese poder lacrimógeno de la literatura y se<br />

propone ―mojar la pluma en las lágrimas‖ (LIII). Sí, se ha llorado mucho con <strong>María</strong>.<br />

Las lágrimas no son juicio estético, pero indican que había en Isaacs sinceridad. Y la<br />

sinceridad artística es el valor de la elegía.<br />

<strong>María</strong> nació como una abstracción, pero la sinceridad del autor la fue humanizando.<br />

Haya existido o no la prima judía en los años de su infancia, lo cierto es que la <strong>María</strong> de<br />

la novela, la <strong>María</strong> tal como allí aparece, no había existido nunca. Era una síntesis lírica<br />

de las experiencias de amor de Isaacs, la cifra ideal de sus primeros años, el foco<br />

imaginativo a donde fue a concentrarse esa gran luz difusa de recuerdos y ansias<br />

verdaderamente vividos. En algunos de sus versos —¿Soñe?, La visión del castillo— la<br />

mujer amada es mera ilusión, como en Bécquer; pero en la novela esa ―emanación del<br />

alma‖ —son palabras del mismo Isaacs— se revistió con los rasgos exteriores de la<br />

prima judía. Isaacs pensó en ella cuando le dio al pintor Alejandro Dorronsoro<br />

indicaciones sobre el retrato de <strong>María</strong>. El diálogo entre el pintor Dorronsoro y el<br />

novelista lsaacs fue en realidad un diálogo de idealidades.<br />

Ninguno de los dos había visto la <strong>María</strong> de la novela. El novelista le decía al pintor<br />

cómo habría pintado el rostro imaginario de su heroína con el mismo ánimo con que<br />

Goethe comentaba las litografías de Delacroix sobre el Fausto; es decir, sintiendo que<br />

literatura, arte, pueden imaginar <strong>por</strong> separado el mismo rostro y con igual derecho. ¿Por<br />

qué la hizo judía? En parte <strong>por</strong>que él mismo tenía una tradición judía y su prima fue<br />

judía de verdad, en parte <strong>por</strong>que el ideal femenino romántico reclamaba rasgos exóticos<br />

y ya andaban <strong>por</strong> la literatura judías tan bellas y dulces como la Rebecca que Walter<br />

Scott inventó en Ivanhoe. Y la hizo cristiana en parte <strong>por</strong>que tal era su fe, en parte<br />

<strong>por</strong>que Chateaubriand en el Génie du Christianime, había exaltado el valor estético de<br />

la religión católica. <strong>María</strong>, la judía, está siempre leyendo libros piadosos, rezando,<br />

pidiendo gracias a la Virgen, encendiendo velas en el oratorio, depositando flores en el<br />

altar y oyendo voces de lo alto. ―Mujer tan pura y seductora —dice Efraín de <strong>María</strong>—<br />

como aquellas con quienes yo había soñado‖ (XVI); y agrega que teme ―verla<br />

desaparecer de la tierra como una de las beldades fugitivas de mis sueños‖ (XVI). Y, en<br />

efecto, en el proceso de la imaginación creadora, esta <strong>María</strong> celestial debió de estar<br />

muchas veces a punto de desaparecer como un ensueño. Era demasiado irreal.<br />

Afortunadamente el autor que la soñaba tenía un temple bien sexuado, y entonces ese


ensueño pisó tierra, adquirió cuerpo y vida, y <strong>María</strong> amó y fue amada como mujer de<br />

carne y hueso. Isaacs sabía que uno no ama el amor, sino a una mujer; y aunque al<br />

escribir empujaga su erotismo hasta amoldarlo a la categoría literaria de la mujer-<br />

serafín, le sobraba una rica experiencia amatoria, real, matizada, concretísima en sus<br />

<strong>por</strong>menores, que fue lo que salvó su idilio. Gustaba de la mujer, sabía diferenciarla. Se<br />

ve que siente la fuerte atracción de todas las mujeres del Cauca. Isaacs comunicó a<br />

Efraín su virilidad; y Efraín pudo admirar el talle de la negra Remigia, el temblor de las<br />

trenzas de Lucía, la tez de Tránsito y la gracia de Rufina; y sobre todo ante la mulateja<br />

Salomé se siente tan estremecido de placer que todo lo que dice se le hace poesía<br />

(XLVIII-XLIX). Es menos cándido que Paul o que Chactas: <strong>por</strong> lo menos —nos dice<br />

Carlos (XXIII)— ha tenido aventurillas con una maestra de baile en Bogotá. Más aún: a<br />

pesar de la delicadeza de su amor, Efraín estaba todo tenso, todo atento a las pequeñas<br />

desnudeces de <strong>María</strong>. Estas desnudeces eran las alabadas <strong>por</strong> la literatura, pero los ojos<br />

de Efraín-lsaacs buscan el desnudo total. Discretamente, nos dice que sueña que <strong>María</strong><br />

roza su lecho (IV):<br />

...su larga cabellera, dividida en dos crenchas, le ocultaba a media parte de la espalda<br />

y el pecho... Llevaba una vasija de <strong>por</strong>celana poco más blanca que los brazos que la<br />

sostenían... (IV).<br />

...y su aliento rozando mis cabellos, sus trenzas al rodar de sus hombros, turbaron mis<br />

explicaciones (XII).<br />

...admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados (III).<br />

...uno de aquellos hombros de <strong>por</strong>celana sonrosada, que ni su pañolón ni su cabellera<br />

se atrevían en algunos momentos a ocultar (XL V).<br />

Ayudábale yo a regar sus rosas predilectas, para lo cual se recogía las mangas,<br />

dejando ver sus brazos, sin darse cuenta de lo hermosos que me parecían (XLV).<br />

―Sin darse cuenta de lo hermoso que me parecían‖ Porque cuando <strong>María</strong> se daba cuenta,<br />

se cubría pudorosamente, consciente del pecado original y de la alerta sensualidad de<br />

Efraín:<br />

<strong>María</strong> lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies;<br />

desatóse del talle el pañolón, y, abriéndose con él los hombros, fingía jugar con las<br />

flores (IV).<br />

Ella misma siente la atracción de Efraín: es amor lo que los une, no siempre es<br />

literatura. Si el brazo de Efraín roza su talle, ella se enciende de rubor. Los besos<br />

revolotean tímidos, sin posarse nunca, pero buscándose (XXXIX, L, LlI).


El idilio entre Efraín y <strong>María</strong> repetía estampas conocidas, pero la sinceridad de la<br />

ternura creó el milagro de una expresión tan fresca que pareció original. Los ritos del<br />

fetichismo amoroso (cambiarse flores, rizos), la coquetería y la inocencia con que <strong>María</strong><br />

esconde o abandona su mano a la caricia de Efraín, el servirse del niño Juan como de un<br />

Cupido casero, el paisaje como confidente, el pregustar la tristeza mientras se gusta la<br />

dicha, son notas sinceramente vividas, sinceramente expresadas. La primera carta que<br />

<strong>María</strong> escribe a Efraín (LIV) es tan auténtica que sorprende encontrarla en un libro; y<br />

las últimas páginas, desde el capítulo LX, han de recordarse siempre entre las mejores<br />

de la literatura española de su tiempo. La onda de poesía que recorre la obra no es<br />

continua, pero sí lo bastante duradera para que cuente en la historia de nuestra prosa<br />

artística. Cometió descuidos. Por momentos tuvo la pereza del que renuncia a cazar la<br />

palabra esquiva. A veces se colocó en el plano inclinado de los románticos que querían<br />

una lengua americana; y se deslizó hacia modos dialectales. Pero logró frases musicales,<br />

plásticas. Y más: logró puntualidad.<br />

La verdad de ese lenguaje de delicada sensualidad seguirá conmoviendo a los lectores<br />

de <strong>María</strong> aunque los cambios en las costumbres nos alejan cada vez más de tanto<br />

recato. <strong>María</strong> enseñó a amar en América con las mismas cándidas lecciones que Isaacs<br />

había aprendido en los europeos. Y así como Lamartine despertó el amor de Graziella<br />

leyéndole Paul et Virginie y Efraín el de <strong>María</strong> leyéndole Atala, llega un momento en<br />

que también <strong>María</strong> se hace clásica y empieza a circular de mano en mano como un<br />

breviario del amor casto: esa Lucía de Zogoibi, del argentino <strong>Enrique</strong> Larreta, toda<br />

estremecida <strong>por</strong> el ejemplo de Efraín y <strong>María</strong>, señala, en la historia de la novela<br />

americana, la ascensión de Isaacs al olimpo de los grandes románticos.

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