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Julián Henríquez Caubín. Madrid (ejemplo) - Luarna

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Novela<br />

<strong>Madrid</strong><br />

(julio de 1936)<br />

<strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong>


Sinopsis<br />

<strong>Madrid</strong> (julio de 1936) narra los avatares de los primeros días de la<br />

guerra civil española desde la perspectiva de una familia de clase<br />

media y filiación de izquierdas, afincada en <strong>Madrid</strong>. Se trata del<br />

abogado Covián y su familia. Covián trabaja en Canales del Lozoya,<br />

la compañía que se ocupaba del abastecimiento de agua de la ciudad<br />

de <strong>Madrid</strong>. El personaje, y los acontecimientos que vive, están<br />

llenos de rasgos autobiográficos del propio <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong>. Bajo<br />

su atenta mirada van desgranándose los hechos que aquellos terribles<br />

días acontecieron, el golpe militar, el proceso revolucionario y<br />

la visión que de todo ello iba teniendo el sufrido pueblo de <strong>Madrid</strong>.<br />

Se ha escrito mucho sobre lo sucedido en esos días, pero lo que hace<br />

más llamativa e interesante la narración del autor es su punto de<br />

vista exento de actitudes extremas, moderado aunque firme en sus<br />

principios.<br />

La novela fue escrita por <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong> en 1945, durante su exilio<br />

mexicano y ha permanecido inédita hasta ahora en que el valioso<br />

trabajo de Alejandro Cabos la ha rescatado del manuscrito original<br />

en que la familia del autor la conservaba. Estar escrita hace más de<br />

sesenta años, hablar de hechos que ocurrieron hace más de setenta<br />

y no haber sido conocida hasta ahora le da un valor inusual. Más<br />

allá de su calidad literaria, en ella el lector encontrará una secuencia<br />

objetiva de hechos, muchos conocidos y otros a los que la letra de<br />

<strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong>, sin duda, estará sacando del polvo arcano de los<br />

años.


<strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong> (Arucas –Gran<br />

Canaria- 1907, México DF, 1979). Se licenció<br />

en derecho en el <strong>Madrid</strong> republicano y<br />

al poco tiempo ejercía como Letrado del<br />

Consejo de Administración de Canales del<br />

Lozoya. Ejerciendo el mismo le sorprendió<br />

la rebelión militar y tomó claramente partido<br />

en la defensa de la legalidad republicana.<br />

Con otros coterráneos formó el Batallón<br />

Canarias que, dirigido por Guillermo<br />

Ascanio, tuvo una participación activa<br />

en la ofensiva contra El Alcázar y en la defensa<br />

de <strong>Madrid</strong>. Como tantos otros<br />

miembros de las milicias, se diplomó en la Escuela Superior de Guerra<br />

como Oficial de Estado Mayor. La batalla del Ebro le sorprendió<br />

como Jefe de Estado Mayor de la 35ª División Republicana, una de<br />

las unidades que más brillantes acciones y que más fuerte castigo<br />

sufrió a lo largo de toda la batalla. Terminada la guerra se exilió en<br />

México donde terminó su vida profesional como catedrático en la<br />

Facultad de Contaduría y Administración de la UNAM. En 1945 escribió<br />

La batalla del Ebro. Maniobra de una división, monumental libro<br />

de técnica militar donde narra de forma objetiva y prolija toda la actuación<br />

de su División durante la batalla.


<strong>Luarna</strong><br />

<strong>Madrid</strong> (julio de 1936)<br />

© 1945, <strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong><br />

© 2009, Herederos de <strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong><br />

© De esta edición: 2009, <strong>Luarna</strong> Ediciones, S.L.<br />

www.luarna.com<br />

Portada: Puerta del sol. Desfile de la artillería de Getafe (Albero y Segovia).<br />

Fuente: Archivo Rojo, Ministerio de Cultura.<br />

Tipografiado del manuscrito original: Alejandro Cabos<br />

<strong>Madrid</strong>, julio de 2009<br />

ISBN: 978-84-92684-44-1<br />

Versión 1.0 (31-7-2009)<br />

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación<br />

de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo<br />

excepción <br />

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,<br />

www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de<br />

esta obra.


<strong>Madrid</strong> (julio de 1936)<br />

<strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong>


[Índice]<br />

<strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong>. Esbozo biográfico ........................ 8<br />

Primera jornada. Sábado 18 de julio de 1936 ........................ 14<br />

Capítulo I. ¡Adiós, Don Lucio! ............................................... 15<br />

Capítulo II. La ceniza de un cigarrillo ...................................... 31<br />

Capítulo III. La partida de ajedrez........................................... 45<br />

Capítulo IV. Los cerrojos de unos fusiles ................................. 58<br />

Capítulo V. Una sorpresa ....................................................... 76<br />

Capítulo VI. “¡Hola Manolo!” ................................................ 86<br />

Segunda jornada. Domingo 19 de julio de 1936 ................... 96<br />

Capítulo VII. Ascanio veraneaba en La Granja ....................... 97<br />

Capítulo VIII. Trabucos y máuseres...................................... 108<br />

Tercera jornada. Lunes 20 de julio de 1936 ......................... 120<br />

Capítulo IX. Un tanque de hojalata....................................... 121<br />

Capítulo X. Y por los Carabancheles… ................................. 131<br />

<br />

Capítulo XI. Las tribulaciones de un magistrado ................... 143


Cuarta jornada. Martes 21 de julio de 1936 ......................... 156<br />

Capítulo XII. En los calabozos de la<br />

Dirección General de Seguridad .............................................. 157<br />

Capítulo XIII. Yo no llevaba mi revólver ............................... 170<br />

Capítulo XIV. Paisajes de Gredos ......................................... 181<br />

Quinta jornada. Miércoles 22 de julio de 1936 ................... 196<br />

Capítulo XV. ¡Y, además, … revolución! .............................. 197<br />

Capítulo XVI. Un entierro.................................................... 213<br />

Capítulo XVII. Un nacimiento: el “Batallón Canarias” ........ 227


<strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong>.<br />

Esbozo biográfico


<strong>Julián</strong> <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong> nació en Arucas (Gran<br />

Canaria) el 19 de septiembre de 1907 y murió en México DF el<br />

30 de enero de 1979. A los tres años quedó huérfano de padre,<br />

estando entonces constituida su familia por seis hermanos de<br />

los que él era el segundo más joven. Curso la primera<br />

enseñanza en un colegio de religiosos franceses, algunos de<br />

los cuales hubieron de marchar a su país a luchar durante la<br />

primera guerra mundial. En una breve nota biográfica escrita<br />

por el propio autor, recuerda especialmente, como uno de<br />

estos excombatientes le enseñó su antiguo uniforme que guardaba<br />

a pesar de la prohibición de la orden donde profesaba.<br />

La segunda enseñanza la comenzó en el Colegio de San Ignacio<br />

de Loyola de los jesuítas de Las Palmas. A pesar del buen<br />

rendimiento escolar obtenido en esta época, <strong>Henríquez</strong><br />

<strong>Caubín</strong> nunca pudo amoldarse del todo al rigorismo moral<br />

practicado por la Societas Jesu, lo que le llevó a abandonar el<br />

colegio tras una violenta discusión con el Rector del mismo.<br />

Sucedido este hecho, <strong>Julián</strong> terminó sus estudios sin dirección<br />

de profesor ninguno hasta la realización del preparatorio<br />

universitario.<br />

Inició sus estudios universitarios en la Universidad de<br />

La Laguna (Tenerife). Nada más proclamarse la República (30<br />

de abril de 1931) se marcha a <strong>Madrid</strong> donde continúa sus estudios.<br />

Durante la República fue encarcelado en varias ocasiones<br />

por motivos políticos. Terminó la licenciatura en Derecho<br />

en la Universidad de <strong>Madrid</strong> en junio de 1932, ingresando<br />

poco después en el Colegio de Abogados de la capital.


Poco después ganó una<br />

oposición de Oficial Letrado del<br />

Consejo Superior de Obras<br />

Públicas en el Ministerio del<br />

mismo nombre. Fue secretario<br />

particular del ministro (1933 a<br />

1934) y posteriormente desempeñó<br />

la plaza de Letrado en el<br />

Consejo de Administración de<br />

Canales del Lozoya. Desde 1932<br />

ocupó también el cargo de Secretario<br />

General en <strong>Madrid</strong> de<br />

la Cámara de la Guinea Española,<br />

colonia en cuyos problemas<br />

se había también especializado.<br />

Nada más estallar la guerra civil, <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong> se<br />

alista voluntario, junto con otros paisanos suyos, en el Batallón<br />

Canarias, liderado por el comandante Guillermo Ascanio<br />

e integrado en Quinto Regimiento de Milicias Populares.<br />

Con dicho Batallón participó en la defensa de <strong>Madrid</strong> y en el<br />

ataque al Alcázar de Toledo. Posteriormente se diplomó como<br />

Oficial de Estado Mayor en la Escuela Popular de Guerra lo<br />

que le llevó a ocupar el puesto de Jefe de Estado Mayor de la<br />

mítica 35ª División republicana que tan brillante y duro papel<br />

jugó durante la Batalla del Ebro.<br />

Perdida Cataluña, la 35ª División hubo de proteger el<br />

repliegue de los restos del GERO republicano en su paso por<br />

la frontera de Port Bou-Cèrbere el día 10 de febrero de 1939.<br />

Ya en Francia, <strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong> es internado en el campo de<br />

concentración de Saint Cyprien donde tras un mes y medio de<br />

permanencia logró fugarse. Desde Francia logra marchar a


México en el vapor Mexique, en la última expedición que logró<br />

organizar el SERE.<br />

En México, como tantos otros refugiados españoles,<br />

logró rehacer su vida. Trabajó en distintas áreas relacionadas<br />

con aspecto de desarrollo agrario, seguros y aspectos organizativos<br />

y económicos. Realizó también estudios de Administración,<br />

Contabilidad y Economía en la Universidad de Chicago<br />

lo que le llevó a desempeñarse como catedrático en la<br />

Facultad de Contaduría y Administración de la UNAM durante<br />

los últimos años de su vida, de 1970 a 1979.<br />

Aunque recién llegado a México participó en<br />

muchas organizaciones de los refugiados españoles, poco a<br />

poco, se fue alejando de todas ellas aunque conservó muchas<br />

amistades entre dicho colectivo. Y, como confiesa su hija Laura,<br />

"tuvo la suerte de poder regresar a la España de ahora, lo<br />

que hizo con mucha alegría y amor a su patria".


Durante su exilio mexicano escribió La batalla del Ebro.<br />

Maniobra de una División, quizá el libro más técnicamente militar<br />

que se ha escrito sobre la batalla del Ebro y en el que<br />

<strong>Henríquez</strong> <strong>Caubín</strong> vuelca todos sus recuerdos sobre la participación<br />

de la 35ª División<br />

republicana, de la que era<br />

Jefe de Estado Mayor, en la<br />

batalla. Para confeccionar<br />

dicha obra le fue de gran<br />

ayuda la documentación de<br />

Estado Mayor de la División<br />

que <strong>Caubín</strong> pudo salvar<br />

en el momento en que<br />

el 10 de febrero de 1939 dicha<br />

unidad cruzó la frontera<br />

francesa. Confrontado<br />

con otros libros de corte<br />

testimonial escrito por camaradas<br />

de <strong>Caubín</strong>, La batalla<br />

del Ebro es objetivo,<br />

desapasionado y riguroso<br />

en cuanto al tratamiento de<br />

las situaciones. En él<br />

<strong>Caubín</strong> narra con la minuciosidad de un oficial de Estado<br />

Mayor la crónica de los hechos. Al texto se une una cartografía<br />

de enorme calidad y precisión preparada por el propio autor.<br />

Al poco tiempo de salir publicado en México La batalla<br />

del Ebro, <strong>Caubín</strong> comenzó la escritura de <strong>Madrid</strong> (julio de 1936),<br />

una obra concebida en el género de ficción, pero que es de<br />

marcado carácter autobiográfico, ya que narra los hechos<br />

acaecidos en <strong>Madrid</strong> durante los primeros momentos del al-


zamiento militar vividos a través del autor y su familia. La<br />

obra, según consta en el manuscrito del autor, se terminó de<br />

escribir en México DF, durante febrero de 1945, por tanto a<br />

menos de diez años de los hechos que narra.


Primera jornada.<br />

Sábado 18 de julio de 1936<br />

“Su instinto de madre desgarraba ya su corazón…porque su<br />

cultura y su inteligencia no le ocultaban el significado de<br />

aquél: “A las armas ciudadanos”


Capítulo I.<br />

¡Adiós, Don Lucio!<br />

En las claras y modernas oficinas de Canales del Lozoya<br />

- la empresa que tiene a su cargo la red de Canales y distribución<br />

del agua a <strong>Madrid</strong> - aquella mañana de julio era igual<br />

a otra mañana cualquiera. Estaba situado mi despacho entre<br />

el del Delegado del Gobierno, y como tal Presidente del Consejo<br />

de Administración de la Empresa, y el del Secretario del<br />

mismo Consejo. Detrás, un amplio ventanal se abría sobre el<br />

cuidado jardín. Enfrente, la puerta de entrada al pasillo. A la<br />

derecha de mi mesa, otra puerta comunicaba mi despacho con<br />

el del Sr. Delegado del Gobierno, después de atravesar una<br />

pequeña salita de espera. La puerta que se abría a mi izquierda<br />

comunicaba directamente con el despacho del Secretario<br />

del Consejo de Administración.<br />

El Sr. Secretario solía venir varias veces en la mañana a<br />

departir conmigo sobre diversos asuntos, los más de los cuales<br />

eran en verdad ajenos al trabajo en Canales del Lozoya. Su<br />

charla la salpicaba de multitud de anécdotas, que en los momentos<br />

culminantes se trababan en cómico forcejeo contra<br />

una tartamudez nerviosa. Su defecto de expresión, unido a<br />

otras rarezas físicas, hacían del Ingeniero Don Lucio Álvarez<br />

Varés, que tal era el nombre del Secretario del Consejo de<br />

Administración de Canales del Lozoya, uno de esos funcionarios<br />

en quienes encuentran materia abundante los burócratas


de oficio para distraer sus largas horas de tedio en las covachuelas<br />

ministeriales. Aludiendo a la multitud de pecas que<br />

cubría su rostro, decía un chusco que “era un mitin de lentejas”.<br />

Y de ese “mitin” emergían unos labios gruesos y carnosos<br />

y una nariz aplastada – herencia atávica tal vez, por ser su<br />

madre criolla cubana – y de cuya nariz decía otro burócrata<br />

que ponía a su propietario en riesgo de “morir ahogado cada<br />

vez que llovía”, ya que sus ventanas parecían abrirse hacia la<br />

frente. Unos ojos pequeños, hundidos entre gruesos parpados;<br />

una frente estrecha y corta que se confundía con la media calva<br />

cabeza, sin saberse donde terminaba una y donde empezaba<br />

la otra; y colgando a ambos lados, medio tapadas por los<br />

mofletes y por la prolongación hacia arriba de la papada que<br />

le envolvía el cuello, unas orejas carnosas y casi aplastadas<br />

también en la parte posterior del cráneo.<br />

En conjunto, su cabeza tenía forma ojival. Su tronco<br />

también era ovoide. Una ojiva pequeña sobre otra ojiva más<br />

grande. Tales eran cabeza y tronco. Y ambas, sustentadas por<br />

un cono invertido. La estrechez de sus hombros resaltados<br />

más aun por el abultamiento de vientre y caderas. De aquellos<br />

colgaban dos brazos cortos con pequeñas y adiposas manos. Y<br />

sosteniendo todo eso, dos piernas cortas también, terminadas<br />

en dos pies juntos y pequeños.<br />

Su estructura era la adecuada al ser adaptado expresamente<br />

para mirar u oír por los ojos de le las cerraduras de<br />

los despachos oficiales. Y como todos los gordos, bonachón y<br />

muy dado al chiste.<br />

Aquella mañana -18 de julio de 1936– Don Lucio había<br />

venido varias veces a mi despacho. Sus caderas, ancha base de<br />

aquella ojiva que formaba su tronco, hacían girar el vértice<br />

agudo tal cono invertido que le sustentaba sobre el suelo. Y se


movía con rara agilidad, en la cual se adivinaba cierto nerviosismo.<br />

Yo lo conocía lo suficiente bien como para comprender<br />

que algo le hormigueaba en el interior de su gordo corpachón.<br />

Pero no se decidía a darle salida. Y filosóficamente le llevaba<br />

adelante el diálogo que entablábamos, que en cuanto parecía<br />

rozar la causa de su desazón interior, cortaba con un brusco<br />

movimiento de su cuerpo y se dirigía con sus menudos pasitos<br />

a la puerta, desapareciendo en su despacho.<br />

“Este bueno de Don Lucio - decíame para mis adentros<br />

- quiere que le pregunte yo… Pero no le daré ese gusto. De<br />

todos modos, no se quedará dentro lo que tiene. Lo soltará…<br />

vaya que sí lo soltará.”<br />

Tenía Don Lucio una pasión desaforada por los temas<br />

políticos. Le gustaba bullir y figurar. Su debilidad era codearse<br />

con los hombres públicos. Y con aires de mucha importancia<br />

contaba a todo el mundo sus conversaciones con ellos en<br />

las peñas de los cafés. Su conformación física y su matrimonio<br />

con una lavandera prolífica que le había dado más de una docena<br />

de hijos -en todos los cuales, se decía, habíase reproducido<br />

el “mitin de lentejas” por favorable concesión de la madre<br />

naturaleza hacia los derechos del padre- era un lastre agobiador<br />

para sus aspiraciones. Su carrera política había culminado<br />

en una Dirección General que logró garrapateando trabajosamente.<br />

Sin embargo, no pudo subir más. Por ello, quizá, se<br />

produjo en él un sentimiento de despecho contra la República<br />

que no le había dado nada más - aunque nada menos, pensaban<br />

otros que no le tenían por merecedor de tanto dado su<br />

capacidad - que una Dirección General, habiendo más arriba<br />

cargos de Subsecretarios, de Ministros, o quién sabe qué pensaría<br />

para sí Don Lucio para satisfacerse. Y tal vez ese senti-


miento de despecho le llevó a libar en las peñas concurridas<br />

por falangistas nuevos jugos que fortaleciesen sus ansias de<br />

mayores cumbres.<br />

Por aquellos días habíanse producido los sucesos sensacionales<br />

que habían sacudido la vida del país, y que culminaron<br />

con la ejecución de Calvo Sotelo la semana anterior. Las<br />

provocaciones realizadas sistemáticamente por los fascistas<br />

abiertos y emboscados y que venían cebándose en carne republicana,<br />

dio con ello los frutos esperados. El atentado contra<br />

Don Francisco Largo Caballero había fracasado. Y como<br />

las víctimas que hasta ahora se habían puesto a tiro de las impacientes<br />

pistolas facciosas no suscitaron la violenta reacción<br />

que esperaban - quizá porque en su ansia de sangre no vacilaban<br />

en abatir humildes vendedores de periódicos de izquierda<br />

o anónimos obreros que dominicalmente buscaban en las<br />

excursiones campestres a los alrededores de <strong>Madrid</strong> esparcimiento<br />

para su espíritu y descanso para sus músculos - eligieron<br />

otras de mayor relieve, los oficiales republicanos Faraudo<br />

y Castillo, revelando con ello el grado de insolencia a que la<br />

impunidad los había llevado. Daba así, en forma descarada, fe<br />

de vida la organización facciosa dentro del Ejército, la llamada<br />

UME -Unión de Militares Españoles-. Los oficiales asesinados<br />

pertenecían a una organización republicana formada en el<br />

propio Ejército para contrarrestar las actividades de los facciosos<br />

de la UME.<br />

Cada uno de aquellos sucesos había encontrado en<br />

Don Lucio unas veces palabras que querían envolverse en tono<br />

profético, pero que en realidad descubrían su procedencia<br />

en las peñas falangistas a las que concurría Don Lucio y en las<br />

que cada vez contaba con más y mejores elementos de información,<br />

y otras era indicio de la sorpresa que le causaban, y


que se traducían en violentas palabras condenatorias, que<br />

acusaban el golpe recibido por sus amigos.<br />

Yo vivía en aquellos meses sin más contacto con la vida<br />

pública que el que puede proporcionar la lectura diaria de<br />

los periódicos y algunos raros cambios de impresiones con<br />

viejos amigos, los cuales jamás me dieron sensación de estar<br />

enterados de la magnitud de los sucesos que se avecinaban.<br />

Preparaba un trabajo sobre una Historia Económica de las Islas<br />

Canarias, con el propósito de desarticular un movimiento<br />

de falso regionalismo que comenzaba a brotar en las Islas y<br />

que encubría una fuerte influencia fascistizante. Precisamente,<br />

el curso de mis investigaciones en relación con la rapidez con<br />

que transcurrían los sucesos, me obligó a desglosar del estudio<br />

general la parte relativa a la industria del tabaco, por<br />

cuanto en aquellos meses volvíase a plantear en <strong>Madrid</strong> tal<br />

problema, a cuyo efecto se desplazó de las Islas una Comisión<br />

de los Sindicatos Obreros. Los comisionados se encontraban<br />

en la Capital para asesorar a los Diputados de izquierda en su<br />

actuación para resolver tal problema.<br />

Uno de los Diputados a Cortes conocía tal estudio<br />

porque le hablaron de él otros amigos que a su vez me habían<br />

suministrado algunos datos. Se consideró que el trabajo contribuiría<br />

a enfocar el problema en términos más exactos. Por<br />

ello no tuve inconveniente en entregarlo a los Delegados<br />

obreros de los sindicatos de Las Palmas (Federación Obrera,<br />

de tendencia socialista) y de Tenerife, afectos a la Confederación<br />

Nacional de Trabajo (CNT, de tendencia anarquista), a<br />

fin de que fuese ampliamente divulgado. Con tal motivo tuve<br />

frecuentes reuniones, tanto con los Diputados como con los<br />

Delegados, y en ellas, inevitablemente, tocábase el tema de<br />

política general en relación con los principales sucesos de ac-


tualidad. Y sin embargo, nunca pude deducir que ellos, más<br />

en la interioridades de la política nacional y provinciana que<br />

yo, y que habían venido recientemente de las Islas, lugar<br />

donde ejercía el mando militar un elemento tan significado<br />

posteriormente como Franco, previesen que iban a ocurrir<br />

hechos de mucha mayor gravedad aún que aquellos que estábamos<br />

presenciando.<br />

Por tanto, mi vida transcurría tranquila, absorto por<br />

tales estudios y por las labores que mis cargos, oficiales unos<br />

y particulares otros me obligaban. Y además, ansiaba terminar<br />

la mayor parte posible de mis trabajos, por cuanto para el mes<br />

de agosto se anunciaba en mi vida un acontecimiento trascendental<br />

para mí: por primera vez iba a experimentar la emoción<br />

de ser padre.<br />

En mi hogar habíamos preparado todo para el gran<br />

acontecimiento. La habitación destinada al nuevo ser, abierta<br />

sobre el magnífico paisaje que se extiende al oeste de <strong>Madrid</strong>,<br />

desde la Casa de Campo hasta la Sierra de Guadarrama, tal<br />

pieza, repito, había sido cubierto su piso con verde linóleum y<br />

amueblada con muebles esmaltados de verde y gris-azul. La<br />

cuna, de bruñidos tubos de acero cromado y cubierto de encajes,<br />

aguardaba ya al recién nacido. En aquella habitación casi<br />

no nos atrevíamos a entrar siquiera, tal era la unción con que<br />

pensábamos en aquel suceso próximo ya. Las paredes habían<br />

sido también pintadas cuidadosamente, y a ello obedecía<br />

también el esmalte de los muebles y el linóleum del piso, con<br />

arreglo a las recomendaciones más exigentes de los tratados<br />

de higiene infantil, todos los cuales habían sido estudiados<br />

con meticulosidad de noveles padres. Y precisamente aquel<br />

departamento lo habíamos elegido cuando la casa estaba aun<br />

construyéndose, y a la amistad del propietario del inmueble le


habíamos arrancado algunas concesiones que satisfacían mejor<br />

nuestro gusto y comodidad personales. Y habiendo sido<br />

sus primeros ocupantes, la encontrábamos como casa propia.<br />

Así pues, lo que Don Lucio tuviese por dentro, no me<br />

inquietaba grandemente. Suponía que era sencillamente alguna<br />

noticia ya sabida o algún rumor - a los cuales también me<br />

tenía acostumbrado - que por muy truculentos, él hinchaba<br />

más con su gruesa humanidad y su fértil imaginación de criollo.<br />

Avanzaba la hora aproximándose la de salida. El bedel<br />

me había traído un periódico: “El Socialista”, que todas las<br />

mañanas llevaba a mi oficina y que muchas veces servía de<br />

materia para que Don Lucio y yo nos enzarzásemos en alguna<br />

discusión más o menos amistosa.<br />

Volvió a entrar la oronda figura del Secretario. Con sus<br />

pasitos cortos y sobre sus menudos pies, comenzó a pasear<br />

nerviosamente por delante de mi mesa. No rebasaba en sus<br />

paseos la longitud de la misma. Cerré los expedientes cuyos<br />

informes marginales acababa de rubricar. Casi todos asuntos<br />

de trámite.<br />

Don Lucio hojeó “El Socialista”. Sus gruesos labios<br />

fruncidos en ademán de quién espera encontrar algo sensacional.<br />

Dobló el diario y volvió a dejarlo encima de la mesa.<br />

—Qui… qui… qui… quiero darle un consejo -me dijo<br />

de repente, tartamudeando un poco más que de costumbre.<br />

Le miré sorprendido.<br />

<br />

—Usted dirá, Don Lucio.<br />

Y ya, sin tartamudear, me dijo:


—Sé, porque usted me lo ha dicho, que guarda en su<br />

casa la colección de “El Socialista”. ¡Mi consejo es que hoy<br />

mismo la queme usted!<br />

Quedé aun más sorprendido. Los ojillos de Don Lucio<br />

brillaban. No dudé que era sincero. Resplandecía en ellos un<br />

sentimiento de afecto hacia mí. Ante mi actitud interrogativa,<br />

Don Lucio prosiguió:<br />

—Crea usted que se lo digo porque le estimo. Eso lo<br />

sabe usted bien.<br />

Y girando sobre la punta del cono que sostenía la ancha<br />

ojiva de su cuerpo, desapareció bruscamente sin decir<br />

más.<br />

Las palabras del Secretario del Consejo de Administración<br />

me dejaron perplejo unos minutos. Apresuradamente<br />

abrí “El Socialista” y pasé la vista por sus titulares. Conocía<br />

muy bien todas sus secciones, y en ninguna de ellas encontré<br />

la clave de las palabras que acababa de oír.<br />

Despreocupadamente cerré el periódico y llamando al<br />

bedel, le entregué los legajos. Con calma terminé de ordenar<br />

los papeles de mi mesa y me dispuse a marcharme. Ya iba a<br />

girar el picaporte para salir al corredor, cuando recordé que<br />

no me había despedido de Don Lucio, cosa que acostumbraba<br />

hacer siempre. Abrí la puerta de comunicación con su despacho<br />

y lo encontré arrellanado en su sillón, los ojos semicerrados,<br />

la cabeza ladeada y las manos regordetas entrelazadas<br />

sobre el abultado vientre. Las adiposas caderas rebosaban<br />

por encima de los brazos del sillón, y los cortos pies apenas<br />

tocaban el suelo con la punta de los zapatos.<br />

<br />

No abandonó su postura al entrar yo. Sus vivos ojillos<br />

siguieron mis movimientos hasta que me senté en una esqui-


na de su amplia mesa, quitando sin el menor cuidado una pila<br />

de expedientes de las muchas que la cubrían. Los papeles los<br />

acumulaba por todas partes y formaba con ellos verdaderas<br />

montañas. Pero estaba dotado Don Lucio de una memoria<br />

prodigiosa, y cuando necesitaba un documento o lo pedía alguien,<br />

con una rapidez de movimientos sorprendente en<br />

hombre de tal volumen, se iba recto a un montón, y del lugar<br />

más insospechado tiraba de un ángulo y salía siempre el papel<br />

requerido.<br />

—Me marcho ya, Don Lucio -dije-. Hasta el lunes.<br />

Sin variar de postura me preguntó.<br />

—¿Cómo sigue su mujer?<br />

—Se encuentra bastante bien -repuse- hasta ahora todo<br />

va bien. El tocólogo sigue afirmando que será un parto normal…<br />

salvo imprevistos.<br />

—¿Salen ustedes fuera este fin de semana? -y esta vez<br />

su tartamudeo se hizo patente con más intensidad que otras<br />

veces.<br />

—Hoy, por lo menos, no. Ya no está mi mujer para viajes<br />

largos. Si acaso, mañana nos iremos a La Granja, a visitar a<br />

unos amigos que dejamos allí el pasado sábado.<br />

Los ojillos de Don Lucio se cerraron fuertemente.<br />

—¡No… no… no…! -yo creí que tartamudeaba otra<br />

vez-. No… mañana domingo no saldrá usted. Y hoy sábado…<br />

-Incorporóse rápidamente y abriendo del todo sus ojos, puso<br />

las manos sobre la mesa - Y hoy sábado, siga mi consejo, no<br />

salgan ustedes. A ninguna parte. Ya saben usted y su mujer<br />

cuanto les quiero.


Me eché a reír.<br />

—Pero Don Lucio ¿qué le ocurre hoy? Está usted muy<br />

misterioso. No quiere usted que conserve mi colección de “El<br />

Socialista” ni me deja que vaya a oxigenarme tan siquiera a la<br />

carretera de El Pardo. Eso no le hace daño a mi mujer. Es un<br />

paseíto corto… ¿qué le ocurre a usted, Don Lucio?<br />

—A mí, nada - contestó sonriendo con un dejo de socarronería-<br />

pero a ustedes, puede ocurrirles algo…<br />

Súbitamente recordé, aunque no puede explicarme<br />

porqué, la precisión con que Don Lucio me había anunciado<br />

el atentado contra Don Francisco Largo Caballero, el líder más<br />

popular entonces entre las masas de trabajadores españoles y<br />

Secretario general de la Unión General de Trabajadores -UGT-<br />

. Con una semana de antelación me había dicho todo tal como<br />

ocurrió: las horas en que Largo Caballero entraba y salía en su<br />

casa, las idas y venidas acostumbradas por él, todos los detalles<br />

en fin, que revelaban que Largo Caballero estaba siendo<br />

objeto de una atención constante por parte de quienes podían<br />

tener interés en seguirle. Incluso llegó a decirme Don Lucio<br />

que el atentado se cometería probablemente por la mañana,<br />

aprovechando la primera salida habitual de Don Francisco de<br />

su domicilio a la Casa del Pueblo. No me indicó ni el día ni el<br />

lugar exacto. Pero el atentado se produjo, aunque afortunadamente<br />

el Sr. Largo Caballero resultó ileso.<br />

Por tanto, tenía motivos para alarmarme. Me bajé de la<br />

mesa, en cuyo tablero me había recostado, y me senté en el<br />

sillón frente al del Secretario del Consejo.<br />

<br />

—¡Bueno! -exclamé- pues ya puede usted contar con<br />

que de aquí no me voy sin que me diga lo que ocurre. ¡Ya me<br />

ha picado la curiosidad!


La pesada mole de Don Lucio se agitó en su sillón. Me<br />

miró maliciosamente y encendiendo su puro dijo lentamente:<br />

—Es inútil que le guarde el secreto un momento más.<br />

Es la una y media de la tarde, y a estas horas ya debe ser<br />

público todo lo que sucede. Ya sabe que no tengo necesidad<br />

de jactarme de nada ante usted… pero sí le digo, que sin moverme<br />

de aquí sé que a estas horas…<br />

Se interrumpió unos momentos para dar unas chupadas<br />

a su puro. Tuvo que prender otra cerilla.<br />

—¿Ve usted? Lo que siempre he dicho… si las cerillas<br />

se hubiesen inventado después de los encendedores… ¡qué<br />

gran invento serían! -y rió estremeciendo su gruesa papada.<br />

—Al grano, Don Lucio, al grano, ¿decía usted que a estas<br />

horas…?<br />

—Pues a estas horas, el Gobierno ya sabe que Franco<br />

se ha sublevado en Canarias. La pistola que hirió a Balmes no<br />

se disparó casualmente.<br />

Esta vez me toco a mí revolverme nerviosamente en<br />

mi asiento. El día anterior, la prensa había hablado del “accidente”<br />

ocurrido al Comandante Militar de Las Palmas de<br />

Gran Canaria, general Balmes. Decía que examinando una<br />

pistola se le había disparado hiriéndole gravemente en el<br />

vientre. Poco después se dio la noticia de la muerte del citado<br />

general, a cuyo entierro asistiría el jefe de la guarnición del archipiélago<br />

general Franco, quien con tal motivo salía de la isla<br />

de Tenerife para la de Gran Canaria.<br />

<br />

Don Lucio terminó por fin de encender su puro.<br />

—¡Sí, sí! -prosiguió- Balmes no quería adherirse a la<br />

buena causa… Era muy izquierdista…Ya estaba sentenciado


desde hacía tiempo. Hoy le estarán enterrando en Las Palmas…<br />

Franco ha dado desde allí la señal del movimiento, y<br />

después de asegurarse las islas, saldrá esta noche misma, o esta<br />

tarde, para África del Norte, donde están sublevadas las<br />

tropas. También siguen el movimiento las guarniciones de<br />

Burgos, de Salamanca, de Andalucía, de Valencia, de Barcelona,<br />

y aquí en <strong>Madrid</strong>…<br />

Yo le miré estupefacto. No podía creer que aquel hombre<br />

se hubiese vuelto loco de modo tan repentino. La expresión<br />

de su cara y de sus ojos era normal. Solamente el aire malicioso<br />

de quién está diciendo una parte de lo que sabe.<br />

—¡Pero hombre! -exclamé sin poder contenerme-<br />

¿Habla usted en serio? Eso es una fantasía.<br />

—Ya, ya… Ríase usted de esta fantasía. Le estoy diciendo<br />

la verdad. Solamente la verdad. Si quiere que le diga<br />

más, escúcheme: Queipo de Llano se hará cargo del mando en<br />

Andalucía, y Sevilla a estas horas debe estar en poder del<br />

Ejército. Y si el Gobierno cuenta con el general Cabanellas en<br />

Zaragoza, ya verá usted la sorpresa que recibirá -la risa de<br />

Don Lucio le llegaba al vientre en fuertes ondulaciones-. Esta<br />

vez no será como el 10 de agosto. - prosiguió dominando<br />

su risa refiriéndose a la abortada rebelión militar conocida<br />

como “la sanjurjada”-. Lo de ahora es una sublevación muy<br />

bien preparada. Todo el Ejército está con los sublevados. Incluso<br />

las Islas Baleares-. Y aquí en <strong>Madrid</strong>, las tropas deben<br />

estar ya acuarteladas y dentro de pocas horas el general… el<br />

general… Bueno, ya lo sabrá usted dentro de poco, el que ha<br />

tomado el mando de las tropas, declarará de un momento a<br />

otro <br />

el estado de guerra. Los militares se harán cargo del Gobierno.


Mi asombro subía de punto. Aquel hombre, aun conservando<br />

una apariencia normal, se había vuelto loco. Cierto<br />

que la situación en África era confusa en aquellos días. Se<br />

hablaba del viaje del coronel Yagüe… Pero no se había publicado<br />

ninguna noticia que hiciese pensar en sucesos de tal gravedad.<br />

Más bien parecía aquel del coronel Yagüe un caso aislado<br />

de indisciplina.<br />

—Es usted muy bromista -dije quizá tontamente, pero<br />

sin acertar a ocurrírseme otra cosa.<br />

Don Lucio se puso serio. Desapareció la expresión de<br />

malicia que hasta ahora había mantenido. Dio un par de fuertes<br />

chupadas a su puro, y gravemente dijo:<br />

—Créame usted, Enrique. No se trata de ninguna<br />

broma. Haga lo que le he dicho. Destruya todo libro y papel<br />

que tenga en su casa y que pueda comprometerle. Quizá hoy<br />

y esta noche tenga tiempo… Mañana domingo, ya será tarde…<br />

Claro que aquí, en Canales, todos saben que tiene usted<br />

ideas muy avanzadas… usted será un rojo… y será considerado<br />

como tal, en fin: todos saben también la buena amistad<br />

que nos une a usted y a mí, y siempre cabe decir que es cosa<br />

sin importancia. Créalo, que yo le aprecio a usted. Si se ve en<br />

mala situación, acuda usted a mí.<br />

Mientras Don Lucio hablaba, no puede menos de pensar<br />

con sorpresa en qué sería aquello del color rojo. Sin saber<br />

porqué, mi atención se detuvo en el calificativo. Y me eché a<br />

reír con verdaderas ganas:<br />

—Vaya, Don Lucio, veo que no habla en serio.<br />

<br />

—Hace usted muy mal en pensar así. Estoy hablando<br />

seriamente, no son bromas.


—Creo que si lo que usted dice es cierto, si no son<br />

bromas, quienes tienen más que perder son los sublevados y<br />

quienes les sigan. Cualquier tontería que hagan las derechas<br />

con motivo de lo de Calvo Sotelo no podrá tener otras consecuencias<br />

sino que la República se limpie por fin de… -iba a<br />

decir las alimañas, pero me contuve pensando que Don Lucio<br />

podría ser una de ellas. Y proseguí.- Que se limpie por fin de<br />

todos los que jugando a los conspiradores están manteniendo<br />

el país en un estado de inquietud permanente…<br />

—Pues no señor - contestó sin alterarse lo más mínimo-,<br />

no son chiquilladas. Esta vez va de veras. Ahora se acabará<br />

definitivamente con Largo Caballero y con todos los que<br />

quieren llevar a España al comunismo.<br />

—¿Y qué tiene que ver Largo Caballero con todo esto?<br />

Si ni siquiera está en el Gobierno, ni hay en él un solo socialista.<br />

Y en cuanto a los comunistas ¿Qué peligro hay de que tengan<br />

poco más de una docena de Diputados en el Parlamento?<br />

Don Lucio se exaltó:<br />

—¿Que no tienen nada que ver? -gritó casi, elevando<br />

los brazos al techo- ¿Y la huelga de la construcción? ¿Y la Ley<br />

de readmisión de despedidos de todos los revolucionarios de<br />

Octubre de 1934? ¿Y los desvergonzados discursos de “Pasionaria”<br />

en el Congreso? ¿Y sus obscenidades en los cafés? Todo<br />

es un caos, y es ya hora de acabar con el caos. En el campo incluso<br />

donde los campesinos no respetan nada…<br />

—Mire, Don Lucio -le interrumpí viendo que la pasión<br />

se le desbordaba-, nada de eso lo podemos arreglar aquí usted<br />

y yo. Me marcho, pues se me hace tarde. Hasta el lunes.<br />

<br />

Y cogiendo mi sombrero me dirigí hacia la puerta.


Don Lucio se había puesto en pie. Sus mofletes se habían<br />

coloreado intensamente de rojo allí donde las pecas no<br />

los habían teñido de un más fuerte color castaño oscuro.<br />

—Espere un momento -me dijo- todavía tiene usted<br />

tiempo de pensarlo.<br />

—¿Pensar qué?<br />

Don Lucio quedó sin saber que contestarme. Había dejado<br />

caer su puro fuera del cenicero, sobre el cristal de la mesa.<br />

Meditó unos momentos y luego dijo:<br />

—Es inútil tratar de convencerle a usted. Hace tanto<br />

tiempo que le conozco y hemos hablado mucho de ello… es<br />

asunto perdido. En fin: ya veremos.<br />

—Querido Don Lucio, francamente le digo que no<br />

comprendo ni su actitud ni sus palabras. Yo espero que el lunes<br />

nos veamos otra vez por aquí sin novedad alguna.<br />

Don Lucio parecía desalentado.<br />

—El lunes… -murmuró gravemente- el lunes… el lunes<br />

nos veremos bajo otro signo.<br />

Creí notar en sus palabras un dejo de amargura.<br />

—No sea usted pesimista -le dije creyendo debía consolarle<br />

por anticipado-. A usted nada le ocurrirá. Seguiremos<br />

discutiendo como siempre. Los que estén complicados son los<br />

que pagarán las consecuencias. Ninguna militarada encontrará<br />

ambiente en España. El Gobierno tiene en sus manos las<br />

riendas. No se preocupe, pues -le aseguré con íntimo convencimiento-.<br />

No es posible que el Gobierno esté desprevenido.<br />

Tendrá conocimiento de todo. Y se hará dueño de la situación<br />

inmediatamente. No son estos tiempos en que una conspira-


ción pueda derribar un Gobierno como el actual. Máxime<br />

cuando, por lo que usted me dice, es una conspiración cuyos<br />

datos son del dominio público, o casi público. El mismo servicio<br />

de información del periódico “El Socialista” ha venido<br />

hablando de ello. Y cuando el periódico está enterado ¿qué no<br />

será el Gobierno que tiene mayores elementos de juicio?<br />

La mirada que me dirigió Don Lucio creí interpretarla<br />

como una mirada de desaliento. Sin embargo, aquella noche,<br />

al correr unas horas, comprendía que yo era el equivocado.<br />

Era una mirada que expresaba lástima por mi ignorancia y<br />

por mi ingenuidad.<br />

Y como un eco de sí mismo, repitió:<br />

—¡El lunes… el lunes nos veremos bajo otro signo!<br />

Me quedé desconcertado. Sin saber que decir, y dejándome<br />

llevar instintivamente del sentimiento que nos inspiran<br />

los locos, repetí su misma afirmación.<br />

—Bueno. Bajo otro signo… nos veremos el lunes.<br />

Adiós Don Lucio.<br />

—Adiós Enrique… muchos recuerdos a su mujer -y ya,<br />

cuando tenía la mano en el pomo de la puerta y lo hacía girar,<br />

me repitió tristemente-, pero siga mi consejo: no salgan de<br />

<strong>Madrid</strong>. Hágalo por lo que más quiera. Con la puerta abierta,<br />

y casi desde el pasillo, le contesté:<br />

—Quede tranquilo. Le prometo no salir fuera hoy ni<br />

mañana. Total, por un domingo que nos quedemos en casita.<br />

¡Adiós, Don Lucio!

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