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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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<strong>Arturo</strong> y <strong>Carlota</strong> <strong>Pérez</strong>-<strong>Reverte</strong><br />

<strong>El</strong> <strong>Capitán</strong> <strong>Alatriste</strong><br />

A los abuelos Sebastián, Amelia, Pepe y Cala:<br />

por la vida, los libros y la memoria.<br />

Va de cuento: nos regía<br />

un capitán que venía<br />

malherido, en el afán<br />

de su primera agonía.<br />

¡Señores, qué capitán<br />

el capitán de aquel día!<br />

E. Marquina<br />

( En Flandes se ha puesto el sol )


I. LA TABERNA DEL TURCO<br />

No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se<br />

llamaba Diego <strong>Alatriste</strong> y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos<br />

en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por<br />

cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por<br />

cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias<br />

querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por<br />

allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar<br />

eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había<br />

que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo<br />

esto Diego <strong>Alatriste</strong> se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de<br />

tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga<br />

llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a<br />

menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. <strong>El</strong> adversario estaba ocupado<br />

largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venia por abajo, a las<br />

tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir<br />

confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.<br />

<strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong>, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de<br />

capitán era más un apodo que un grado efectivo. <strong>El</strong> mote venía de antiguo: cuando,<br />

desempeñándose de soldado en las guerras del Rey, tuvo que cruzar una noche con otros<br />

veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense, viva<br />

España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la<br />

nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces<br />

porque pretendían proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. <strong>El</strong> caso<br />

es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la<br />

idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta<br />

que al alba las tropas del Rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos.<br />

Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta<br />

boca es mía. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los<br />

nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a<br />

donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la<br />

mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre<br />

maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí<br />

abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de<br />

holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la<br />

Armada Invencible del buen Rey Don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy duro.<br />

Y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a<br />

la otra orilla cuando llegó la noche. Diego <strong>Alatriste</strong> era uno de ellos, y como durante<br />

toda la jornada había mandado la tropa –al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles<br />

en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda–, se le<br />

quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. <strong>Capitán</strong> por un día, de una<br />

tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con<br />

el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine.<br />

Cosas de España.


En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba<br />

Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto<br />

porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de<br />

Jülich –por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de<br />

Breda como a su amigo y tocayo <strong>Alatriste</strong>, que sí está allí, tras el caballo–, le juró<br />

ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece<br />

años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en<br />

un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo<br />

que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi<br />

padre.<br />

Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me<br />

hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán,<br />

aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además, mi pobre<br />

madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De ese modo se<br />

quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la Corte. Así<br />

que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de<br />

una extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> sus compromisos y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su<br />

servicio había transcurrido poco tiempo desde su regreso de Flandes, porque una herida<br />

fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes<br />

dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las<br />

noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el<br />

sueño. Y a veces le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de<br />

dolor, versos de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre<br />

resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada<br />

uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo<br />

conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá<br />

ésa era la causa de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.<br />

Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia<br />

que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco<br />

más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco<br />

que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar la piel<br />

remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los corsarios<br />

berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el<br />

resto de su vida. Me refiero al secretario del Rey nuestro señor, Luis de Alquézar, y a su<br />

siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio<br />

Malatesta, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de<br />

frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades. También<br />

fue el año en que yo me enamoré como un becerro y para siempre de Angélica de<br />

Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña<br />

rubia de once o doce años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.<br />

Me llamo Íñigo. Y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán <strong>Alatriste</strong> la<br />

mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas<br />

a expensas del Rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar,<br />

pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos –y en lujos<br />

incluiase la comida– eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna,<br />

aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no<br />

pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más<br />

llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del


Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le<br />

hacían llegar sus compadres Don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En<br />

cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía<br />

guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de<br />

bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en<br />

averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo<br />

primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre<br />

los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla<br />

corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedíes<br />

al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios<br />

nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto<br />

en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama<br />

de hombre de hígados.<br />

Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino<br />

compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el<br />

recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre<br />

Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a<br />

iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>: podía hacer amigos hasta en el infierno.<br />

Parece mentira. No recuerdo bien el año –era el veintidós o el veintitrés del siglo–, pero<br />

de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules<br />

y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que –ambos<br />

todavía lo ignorábamos– tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y<br />

mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra<br />

claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la<br />

claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior,<br />

su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra<br />

entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en<br />

un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era<br />

muy clara y muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno.<br />

Por otra, podía quebrarse de pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe<br />

de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el rostro permanecía serio, inexpresivo<br />

o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que reservaba para los<br />

momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste<br />

ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una<br />

estocada –que solía venir acto seguido–, o fúnebre como un presagio cuando acudía al<br />

hilo de varias botellas de vino, de esas que el capitán solía despachar a solas en sus días<br />

de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto para secarse el mostacho con el<br />

dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para matar a los<br />

fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.<br />

La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la<br />

primera clase: la que le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del<br />

rostro y la aspereza que a menudo se esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese<br />

lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la calle, pareció satisfecho al no<br />

encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa a pesar<br />

del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.<br />

–Íñigo –dijo–. Hiérvela. Está llena de chinches.


La capa apestaba, como él mismo. También su ropa tenía bichos como para merendarse<br />

la oreja de un toro; pero todo eso quedó resuelto menos de una hora más tarde, en la<br />

casa de baños de Mendo el Toscano, un barbero que había sido soldado en Nápoles<br />

cuando mozo, tenía en mucho aprecio a Diego <strong>Alatriste</strong> y le fiaba. Al acudir con una<br />

muda y el otro único traje que el capitán conservaba en el armario carcomido que nos<br />

servía de guardarropa, lo encontré de pie en una tina de madera llena de agua sucia,<br />

secándose. <strong>El</strong> Toscano le había rapado bien la barba, y el pelo castaño, corto, húmedo y<br />

peinado hacia atrás, partido en dos por una raya en el centro, dejaba al descubierto una<br />

frente amplia, tostada por el sol del patio de la prisión, con una pequeña cicatriz que<br />

bajaba sobre la ceja izquierda. Mientras terminaba de secarse y se ponía el calzón y la<br />

camisa observé las otras cicatrices que ya conocía. Una en forma de media luna, entre el<br />

ombligo y la tetilla derecha. Otra larga, en un muslo, como un zigzag. Ambas eran de<br />

arma blanca, espada o daga; a diferencia de una cuarta en la espalda, que tenía la<br />

inconfundible forma de estrella que deja un balazo. La quinta era la más reciente, aún<br />

no curada del todo, la misma que le impedía dormir bien por las noches: un tajo<br />

violáceo de casi un palmo en el costado izquierdo, recuerdo de la batalla de Fleurus,<br />

viejo de más de un año, que a veces se abría un poco y supuraba; aunque ese día,<br />

cuando su propietario salió de la tina, no tenía mal aspecto.<br />

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones<br />

del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los<br />

borceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de<br />

cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la<br />

espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y<br />

arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y<br />

toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía<br />

la piel de gallina. Después contempló un instante su aspecto en un maltrecho espejo de<br />

medio cuerpo que había en el cuarto, y esbozó la sonrisa fatigada:<br />

–Voto a Dios –dijo entre dientes– que tengo sed.<br />

Sin más comentarios me precedió escaleras abajo, y luego por la calle de Toledo hasta<br />

la taberna del Turco. Como iba sin capa caminaba por el lado del sol, con la cabeza alta<br />

y su raída pluma roja en la toquilla del sombrero, cuya ancha ala rozaba con la mano<br />

para saludar a algún conocido, o se quitaba al cruzarse con damas de cierta calidad. Lo<br />

seguí, distraído, mirando a los golfillos que jugaban en la calle, a las vendedoras de<br />

legumbres de los soportales y a los ociosos que tomaban el sol conversando en corros<br />

junto a la iglesia de los jesuitas. Aunque nunca fui en exceso inocente, y los meses que<br />

llevaba en el vecindario habían tenido la virtud de espabilarme, yo era todavía un<br />

cachorro joven y curioso que descubría el mundo con ojos llenos de asombro,<br />

procurando no perderme detalle. En cuanto al carruaje, oí los cascos de las dos mulas<br />

del tiro y el sonido de las ruedas que se acercaban a nuestra espalda. Al principio apenas<br />

presté atención; el paso de coches y carrozas resultaba habitual, pues la calle era vía de<br />

tránsito corriente para dirigirse a la Plaza Mayor y al Alcázar Real. Pero al levantar un<br />

momento la vista cuando el carruaje llegó a nuestra altura, encontré una portezuela sin<br />

escudo y, en la ventanilla, el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en<br />

tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora que he contemplado en toda mi<br />

vida. Aquellos ojos se cruzaron con los míos un instante y luego, llevados por el<br />

movimiento del coche, se alejaron calle arriba. Y yo me estremecí, sin conocer todavía<br />

muy bien por qué. Pero mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que<br />

acababa de mirarme el Diablo.<br />

–No queda sino batirnos –dijo Don Francisco de Quevedo.


La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a Don Francisco se le iba la<br />

mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias –lo que ocurría con frecuencia–, se<br />

empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. Era un poeta cojitranco y valentón,<br />

putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y lengua como de<br />

espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche. Eso le costaba, por<br />

temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en prisión; porque si bien es<br />

cierto que el buen Rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su valido el conde de Olivares<br />

apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que ya no les gustaba tanto era<br />

protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la aparición de algún soneto o quintilla<br />

anónimos donde todo el mundo reconocía la mano del poeta, los alguaciles y corchetes<br />

del corregidor se dejaban caer por la taberna, o por su domicilio, o por los mentideros<br />

que frecuentaba, para invitarlo respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la<br />

circulación por unos días o unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no<br />

escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter.<br />

Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos,<br />

entre los que se contaba el capitán <strong>Alatriste</strong>. Ambos frecuentaban la taberna del Turco,<br />

donde montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana<br />

–que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde–<br />

solía reservarles. Con Don Francisco y el capitán, aquella mañana completaban la<br />

concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine <strong>Pérez</strong> y<br />

el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada.<br />

–No queda sino batirnos –insistió el poeta.<br />

Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se<br />

había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada<br />

lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de forasteros<br />

cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que acababan de felicitar<br />

al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de Góngora, su más odiado<br />

adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y<br />

judío. Había sido un error de buena fe, o al menos eso parecía; pero Don Francisco no<br />

estaba dispuesto a pasarlo por alto:<br />

Yo te untaré mis versos con tocino<br />

porque no me los muerdas, Gongorilla...<br />

Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la<br />

espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros<br />

contertulios sujetaban a Don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y<br />

fuese a por los dos fulanos.<br />

–Es una afrenta, pardiez –decía el poeta, intentando desasir la diestra que le sujetaban<br />

los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos en la nariz–. Un<br />

palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio.<br />

–Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, Don Francisco–mediaba Diego<br />

<strong>Alatriste</strong>, con buen criterio.<br />

–Poco me parece a mí –sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el mostacho con<br />

expresión feroz–. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno de estos<br />

hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.<br />

Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir sus<br />

espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la querella,<br />

les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el


campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni desdoro en retirarse con<br />

prudencia por evitar males mayores.<br />

–Bella gerant alii –sugería el Dómine <strong>Pérez</strong>, intentando contemporizar.<br />

<strong>El</strong> Dómine <strong>Pérez</strong> era un padre jesuita que se desempeñaba en la vecina iglesia de San<br />

Pedro y San Pablo. Su natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante,<br />

pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio. Pero aquellos dos forasteros no<br />

sabían latín, y el retruécano sobre los hijosdalgo era difícil de tragar como si nada.<br />

Además, la mediación del clérigo se veía minada por las guasas zumbonas del<br />

Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales,<br />

especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que<br />

sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre<br />

andaba picando a todo hijo de vecino.<br />

–No os disminuyáis, Don Francisco –decía por lo bajini–. Que os abonen las costas.<br />

De modo que la concurrencia se disponía a presenciar un suceso de los que al día<br />

siguiente aparecían publicados en las hojas de Avisos y Noticias. Y el capitán <strong>Alatriste</strong>,<br />

a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar al amigo, empezaba a aceptar como inevitable<br />

el verse a cuchilladas en la calle con los forasteros, por no dejar solo a Don Francisco en<br />

el lance.<br />

–Aio, te vincere posse –concluyó el Dómine <strong>Pérez</strong> resignándose, mientras el Licenciado<br />

Calzas disimulaba la risa con la nariz dentro de una jarra de vino. Y tras un profundo<br />

suspiro, el capitán empezó a levantarse de la mesa. Don Francisco, que ya tenía cuatro<br />

dedos de espada fuera de la vaina, le echó una amistosa mirada de gratitud, y aún tuvo<br />

asaduras para dedicarle un par de versos:<br />

Tú, en cuyas venas laten <strong>Alatriste</strong>s<br />

a quienes ennoblece tu cuchilla...<br />

–No me jodáis, Don Francisco –respondió el capitán, malhumorado–. Riñamos con<br />

quien sea menester, pero no me jodáis.<br />

–Así hablan los, hip, hombres –dijo el poeta, disfrutando visiblemente con la que<br />

acababa de liar. <strong>El</strong> resto de los contertulios lo jaleaba unánime, desistiendo como el<br />

Dómine <strong>Pérez</strong> de los esfuerzos conciliadores, y en el fondo encantados de antemano con<br />

el espectáculo; pues si Don Francisco de Quevedo, incluso mamado, resultaba un<br />

esgrimidor terrible, la intervención de Diego <strong>Alatriste</strong> como pareja de baile no dejaba<br />

resquicio de duda sobre el resultado. Se cruzaban apuestas sobre el número de estocadas<br />

que iban a repartirse a escote los forasteros, ignorantes de con quiénes se jugaban los<br />

maravedís.<br />

Total, que bebió el capitán un trago de vino, ya en pie, miró a los forasteros como<br />

disculpándose por lo lejos que había ido todo aquello, e hizo gesto con la cabeza de salir<br />

afuera, para no enredarle la taberna a Caridad la Lebrijana, que andaba preocupada por<br />

el mobiliario.<br />

–Cuando gusten vuestras mercedes.<br />

Se ciñeron las herreruzas los otros y encamináronse todos hacia la calle, entre gran<br />

expectación, procurando no darse las espaldas por si acaso; que Jesucristo bien dijo<br />

hermanos, pero no primos. En eso estaban, todavía con los aceros en las vainas, cuando<br />

en la puerta, para desencanto de la concurrencia y alivio de Diego <strong>Alatriste</strong>, apareció la<br />

inconfundible silueta del teniente de alguaciles Martín Saldaña.<br />

–Se fastidió la fiesta –dijo Don Francisco de Quevedo.<br />

Y, encogiendo los hombros, ajustóse los anteojos, miró al soslayo, fuese de nuevo a su<br />

mesa, descorchó otra botella, y no hubo nada.


–Tengo un asunto para ti.<br />

<strong>El</strong> teniente de alguaciles Martín Saldaña era duro y tostado como un ladrillo. Vestía<br />

sobre el jubón un coleto de ante, acolchado por dentro, que era muy práctico para<br />

amortiguar cuchilladas; y entre espada, daga, puñal y pistolas llevaba encima más hierro<br />

que Vizcaya. Había sido soldado en las guerras de Flandes, como Diego <strong>Alatriste</strong> y mi<br />

difunto padre, y en buena camaradería con ellos había pasado luengos años de penas y<br />

zozobras, aunque a la postre con mejor fortuna: mientras mi progenitor criaba malvas en<br />

tierra de herejes y el capitán se ganaba la vida como espadachín a sueldo, un cuñado<br />

mayordomo en Palacio y una mujer madura pero aún hermosa ayudaron a Saldaña a<br />

medrar en Madrid tras su licencia de Flandes, cuando la tregua del difunto Rey Don<br />

Felipe Tercero con los holandeses. Lo de la mujer lo consigno sin pruebas –yo era<br />

demasiado joven para conocer detalles–, pero corrían rumores de que cierto corregidor<br />

usaba de libertades con la antedicha, y eso había propiciado el nombramiento del<br />

marido como teniente de alguaciles, cargo que equivalía a jefe de las rondas que<br />

vigilaban los barrios –entonces aún llamados cuarteles– de Madrid. En cualquier caso,<br />

nadie se atrevió jamás a hacer ante Martín Saldaña la menor insinuación al respecto.<br />

Cornudo o no, lo que no podía ponerse en duda es que era bravo y con malas pulgas.<br />

Había sido buen soldado, tenía el pellejo remendado de muchas heridas y sabia hacerse<br />

respetar con los puños o con una toledana en la mano. Era, en fin, todo lo honrado que<br />

podía esperarse en un jefe de alguaciles de la época. También apreciaba a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong>, y procuraba favorecerlo siempre que podía. Era la suya una amistad vieja,<br />

profesional; ruda como corresponde a hombres de su talante, pero realista y sincera.<br />

–Un asunto –repitió el capitán. Habían salido a la calle y estaban al sol, apoyados en la<br />

pared, cada uno con su jarra en la mano, viendo pasar gente y carruajes por la calle de<br />

Toledo.<br />

Saldaña lo miró unos instantes, acariciándose la barba que llevaba espesa, salpicada con<br />

canas de soldado viejo, para taparse un tajo que tenía desde la boca hasta la oreja<br />

derecha.<br />

–Has salido de la cárcel hace unas horas y estás sin un ardite en la bolsa –dijo–. Antes<br />

de dos días habrás aceptado cualquier trabajo de medio pelo, como escoltar a algún<br />

lindo pisaverde para que el hermano de su amada no lo mate en una esquina, o asumirás<br />

el encargo de acuchillarle a alguien las orejas por cuenta de un acreedor. O te pondrás a<br />

rondar las mancebías y los garitos, para ver qué puedes sacar de los forasteros y de los<br />

curas que acuden a jugarse el cepillo de San Eufrasio... De aquí a poco te meterás en un<br />

lío: una mala estocada, una riña, una denuncia. Y vuelta a empezar –bebió un corto<br />

sorbo de la jarra, entornados los ojos, sin apartarlos del capitán–. ¿Crees que eso es<br />

vida?<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> encogió los hombros.<br />

–¿Se te ocurre algo mejor?<br />

Miraba a su antiguo camarada de Flandes con fijeza franca. No todos tenemos la suerte<br />

de ser teniente de alguaciles, decía su gesto. Saldaña se escarbó los dientes con la uña y<br />

movió la cabeza dos veces, de arriba abajo. Ambos sabían que, de no ser por las cosas<br />

del azar y de la vida, él podía encontrarse perfectamente en la misma situación que el<br />

capitán. Madrid estaba lleno de viejos soldados que malvivían en calles y plazas, con el<br />

cinto lleno de cañones de hoja de lata: aquellos canutos donde guardaban sus arrugadas<br />

recomendaciones, memoriales e inútiles hojas de servicio, que a nadie importaban un<br />

bledo. En busca del golpe de suerte que no llegaba jamás.<br />

–Para eso he venido, Diego. Hay alguien que te necesita.<br />

–¿A mí, o a mi espada?


Torcía el bigote con la mueca que solía hacerle las veces de sonrisa. Saldaña se echó a<br />

reír muy fuerte.<br />

–Ésa es una pregunta idiota –dijo–. Hay mujeres que interesan por sus encantos, curas<br />

por sus absoluciones, viejos por su dinero... En cuanto a los hombres como tú o como<br />

yo, sólo interesan por su espada –hizo una pausa para mirar a uno y otro lado, bebió un<br />

nuevo trago de vino y bajó un poco la voz–. Se trata de gente de calidad. Un golpe<br />

seguro, sin riesgos salvo los habituales... A cambio hay una buena bolsa.<br />

<strong>El</strong> capitán observó a su amigo, interesado. En aquellos momentos, la palabra bolsa<br />

habría bastado para arrancarle del más profundo sueño o la más atroz borrachera.<br />

–¿Cómo de buena?<br />

–Unos sesenta escudos. En doblones de a cuatro.<br />

–No está mal –las pupilas se empequeñecieron en los ojos claros de Diego <strong>Alatriste</strong>–<br />

¿Hay que matar?<br />

Saldaña hizo un gesto evasivo, mirando furtivamente hacia la puerta de la taberna.<br />

–Es posible, pero yo ignoro los detalles... Y quiero seguir ignorándolos, a ver si me<br />

entiendes. Todo lo que sé es que se trata de una emboscada. Algo discreto, de noche, en<br />

plan embozados y demás. Hola y adiós.<br />

–¿Solo, o en compañía?<br />

–En compañía, imagino. Se trata de despachar a un par. O tal vez sólo de darles un buen<br />

susto. Quizá persignarlos con un chirlo en la cara o algo así... Vete a saber.<br />

–¿Quiénes son los gorriones?<br />

Ahora Saldaña movía la cabeza, como si hubiera dicho más de lo que deseaba decir.<br />

–Cada cosa a su tiempo. Además, yo me limito a oficiar de mensajero.<br />

<strong>El</strong> capitán apuraba la jarra, pensativo. En aquella época, quince doblones de a cuatro, en<br />

oro, eran más de setecientos reales: suficiente para salir de apuros, comprar ropa blanca,<br />

un traje, liquidar deudas, ordenarse un poco la vida. Adecentar los dos cuartuchos<br />

alquilados donde vivíamos él y yo, en el piso de arriba del corral abierto en la trasera de<br />

la taberna, con puerta a la calle del Arcabuz. Comer caliente sin depender de los muslos<br />

generosos de Caridad la Lebrijana.<br />

–También –añadió Saldaña, que parecía seguirle el hilo de los pensamientos– te pondrá<br />

en contacto este trabajo con gente importante. Gente buena para tu futuro.<br />

–Mi futuro –repitió absorto el capitán, como un eco.


II. LOS ENMASCARADOS<br />

La calle estaba oscura y no se veía un alma. Embozado en una capa vieja prestada por<br />

Don Francisco de Quevedo, Diego <strong>Alatriste</strong> se detuvo junto a la tapia y echó un<br />

cauteloso vistazo. Un farol, había dicho Saldaña. En efecto, un pequeño farol encendido<br />

alumbraba la oquedad de un portillo, y al otro lado se adivinaba, entre las ramas de los<br />

árboles, el tejado sombrío de una casa. Era la hora menguada, cerca de la medianoche,<br />

cuando los vecinos gritaban agua va y arrojaban inmundicias por las ventanas, o los<br />

matones a sueldo y los salteadores acechaban a sus víctimas en la oscuridad de las calles<br />

desprovistas de alumbrado. Pero allí no había vecinos ni parecía haberlos habido nunca;<br />

todo estaba en silencio. En cuanto a eventuales ladrones y asesinos, Diego <strong>Alatriste</strong> iba<br />

precavido. Además, desde muy temprana edad había aprendido un principio básico de la<br />

vida y la supervivencia: si te empeñas, tú mismo puedes ser tan peligroso como<br />

cualquiera que se cruce en tu camino. O más. En cuanto a la cita de aquella noche, las<br />

instrucciones incluían caminar desde la antigua puerta de Santa Bárbara por la primera<br />

calle a la derecha hasta encontrar un muro de ladrillo y una luz. Hasta ahí, todo iba bien.<br />

<strong>El</strong> capitán se quedó quieto un rato para estudiar el lugar, evitando mirar directamente el<br />

farol para que éste no lo deslumbrase al escudriñar los rincones más oscuros, y por fin,<br />

tras palparse un momento el coleto de cuero de búfalo que se había puesto bajo la<br />

ropilla para el caso de cuchilladas inoportunas, se caló más el sombrero y anduvo<br />

despacio hasta el portillo. Yo lo había visto vestirse una hora antes en nuestra casa, con<br />

minuciosidad profesional:<br />

–Volveré tarde, Íñigo. No me esperes despierto.<br />

Habíamos cenado una sopa con migas de pan, un cuartillo de vino y un par de huevos<br />

cocidos; y después, tras lavarse la cara y las manos en una jofaina, y mientras yo le<br />

remendaba unas calzas viejas a la luz de un velón de sebo, Diego <strong>Alatriste</strong> se preparó<br />

para salir, con las precauciones adecuadas al caso. No es que recelara una mala jugada<br />

de Martín Saldaña; pero también los tenientes de alguaciles podían ser víctimas de<br />

engaño, o sobornados. Incluso tratándose de viejos amigos y camaradas. Y de ser así,<br />

<strong>Alatriste</strong> no le hubiera guardado excesivo rencor. En aquel tiempo, cualquier cosa en la<br />

corte de ese Rey joven, simpático, mujeriego, piadoso y fatal para las pobres Españas<br />

que fue el buen Don Felipe Cuarto podía ser comprada con dinero; hasta las<br />

conciencias. Tampoco es que hayamos cambiado mucho desde entonces. <strong>El</strong> caso es que,<br />

para acudir a la cita, el capitán tomó sus precauciones. En la parte posterior del cinto se<br />

colgó la daga vizcaína; y vi que también introducía en la caña de su bota derecha la<br />

corta cuchilla de matarife que tan buenos servicios había prestado en la cárcel de Corte.<br />

Mientras hacia todos esos gestos observé a hurtadillas su rostro grave, absorto, donde la<br />

luz de sebo hundía las mejillas y acentuaba la fiera pincelada del mostacho. No parecía<br />

muy orgulloso de sí mismo. Por un momento, al mover los ojos en busca de la espada,<br />

su mirada encontró la mía; y sus ojos claros se apartaron de inmediato, rehuyéndome,<br />

casi temerosos de que yo pudiera leer algo inconveniente en ellos. Pero sólo fue un<br />

instante, y luego volvió a mirarme de nuevo, franco, con una breve sonrisa.<br />

–Hay que ganarse el pan, zagal– dijo.<br />

Después se herró el cinto con la espada –siempre se negó, salvo en la guerra, a llevarla<br />

colgada del hombro como los valentones y jaques de medio pelo–, comprobó que ésta


salía y entraba en la vaina sin dificultad, y se puso la capa que aquella misma tarde le<br />

había prestado Don Francisco. Lo de la capa, amén de que estábamos en marzo y las<br />

noches no eran para afrontarlas a cuerpo limpio, tenía otra utilidad: en aquel Madrid<br />

peligroso, de calles mal iluminadas y estrechas, esa prenda era muy práctica a la hora de<br />

reñir al arma blanca. Terciada al pecho o enrollada sobre el brazo izquierdo, servía<br />

como broquel para protegerse del adversario; y arrojada sobre su acero, podía<br />

embarazarlo mientras se le asestaba una estocada oportuna. A fin de cuentas, lo de jugar<br />

limpio cuando iba a escote el pellejo, eso era algo que tal vez contribuyera a la<br />

salvación del alma en la vida eterna; pero en lo tocante a la de acá, la terrena, suponía,<br />

sin duda, el camino más corto para abandonarla con cara de idiota y un palmo de acero<br />

en el hígado. Y Diego <strong>Alatriste</strong> no tenía ninguna maldita prisa.<br />

<strong>El</strong> farol daba una luz aceitosa al portillo cuando el capitán golpeó cuatro veces, como le<br />

había indicado Saldaña. Después de hacerlo desembarazó la empuñadura de la espada y<br />

mantuvo atrás la mano siniestra, cerca del pomo de la vizcaína. Al otro lado se oyeron<br />

pasos y la puerta se abrió silenciosamente. La silueta de un criado se recortó en el<br />

umbral.<br />

–¿Vuestro nombre?<br />

–<strong>Alatriste</strong>.<br />

Sin más palabras el fámulo se puso en marcha, precediéndolo por un sendero que<br />

discurría bajo los árboles de una huerta. <strong>El</strong> edificio era un viejo lugar que al capitán le<br />

pareció abandonado. Aunque no conocía demasiado aquella zona de Madrid, próxima al<br />

camino de Hortaleza, ató cabos y creyó recordar los muros y el tejado de un decrépito<br />

caserón que alguna vez había entrevisto, de paso.<br />

–Aguarde aquí vuestra merced a que lo llamen.<br />

Acababan de entrar en un pequeño cuarto de paredes desnudas, sin muebles, donde un<br />

candelabro puesto en el suelo iluminaba antiguas pinturas en la pared. En un ángulo de<br />

la habitación había un hombre embozado en una capa negra y cubierto por un sombrero<br />

del mismo color y anchas alas. <strong>El</strong> embozado no hizo ningún movimiento al entrar el<br />

capitán, y cuando el criado –que a la luz de las velas se mostró hombre de mediana edad<br />

y sin librea que lo identificara– se retiró dejándolos solos, permaneció inmóvil en su<br />

sitio, como una estatua oscura, observando al recién llegado. Lo único vivo que se veía<br />

entre la capa y el sombrero eran sus ojos, muy negros y brillantes, que la luz del suelo<br />

iluminaba entre sombras, dándoles una expresión amenazadora y fantasmal. Con un<br />

vistazo de experto, Diego <strong>Alatriste</strong> se fijó en las botas de cuero y en la punta de la<br />

espada que levantaba un poco, hacia atrás, la capa del desconocido. Su aplomo era el de<br />

un espadachín, o el de un soldado. Ninguno cambió con el otro palabra alguna y<br />

permanecieron allí, quietos y silenciosos a uno y otro lado del candelabro que los<br />

iluminaba desde abajo, estudiándose para averiguar si se las habían con un camarada o<br />

un adversario; aunque en la profesión de Diego <strong>Alatriste</strong> podían, perfectamente, darse<br />

ambas circunstancias a la vez.<br />

–No quiero muertos –dijo el enmascarado alto.<br />

Era fuerte, grande de espaldas, y también era el único que se mantenía cubierto, tocado<br />

con un sombrero sin pluma, cinta ni adornos. Bajo el antifaz que le cubría el rostro<br />

despuntaba el extremo de una barba negra y espesa. Vestía ropas oscuras, de calidad,<br />

con puños y cuello de encaje fino de Flandes, y bajo la capa que tenía sobre los<br />

hombros brillaban una cadena de oro y el pomo dorado de una espada. Hablaba como<br />

quien suele mandar y ser obedecido en el acto, y eso se veía confirmado por la<br />

deferencia que le mostraba su acompañante: un hombre de mediana estatura, cabeza<br />

redonda y cabello escaso, cubierto con un ropón oscuro que disimulaba su


indumentaria. Los dos enmascarados habían recibido a Diego <strong>Alatriste</strong> y al otro<br />

individuo tras hacerlos esperar media hora larga en la antesala.<br />

–Ni muertos ni sangre –insistió el hombre corpulento–. Al menos, no mucha.<br />

<strong>El</strong> de la cabeza redonda alzó ambas manos. Tenía, observó Diego <strong>Alatriste</strong>, las uñas<br />

sucias y manchas de tinta en los dedos, como las de un escribano; pero lucía un grueso<br />

sello de oro en el meñique de la siniestra.<br />

–Tal vez algún picotazo –le oyeron sugerir en tono prudente–. Algo que justifique el<br />

lance.<br />

–Pero sólo al más rubio –puntualizó el otro.<br />

–Por supuesto, Excelencia.<br />

<strong>Alatriste</strong> y el hombre de la capa negra cambiaron una mirada profesional, como<br />

consultándose el alcance de la palabra picotazo, y las posibilidades –más bien remotas–<br />

de distinguir a un rubio de otro en mitad de una refriega, y de noche. Imaginad el<br />

cuadro: sería vuestra merced tan amable de venir a la luz y destocarse, caballero,<br />

gracias, veo que sois el más rubio, permitid que os introduzca una cuarta de acero<br />

toledano en los higadillos. En fin. Respecto al embozado, éste se había descubierto al<br />

entrar, y ahora <strong>Alatriste</strong> podía verle la cara a la luz del farol que había sobre la mesa,<br />

iluminando a los cuatro hombres y las paredes de una vieja biblioteca polvorienta y<br />

roída por los ratones: era alto, flaco y silencioso; rondaba los treinta y tantos años, tenía<br />

el rostro picado con antiguas marcas de viruela, y un bigote fino y muy recortado le<br />

daba cierto aspecto extraño, extranjero. Sus ojos y el pelo, largo hasta los hombros, eran<br />

negros como el resto de su indumentaria, y llevaba al cinto una espada con exagerada<br />

cazoleta redonda de acero y prolongados gavilanes, que nadie, sino un esgrimidor<br />

consumado, se hubiera atrevido a exponer a las burlas de la gente sin los arrestos y la<br />

destreza precisos para respaldar, por vía de hechos, la apariencia de semejante tizona.<br />

Pero aquel fulano no tenía aspecto de permitir que se burlaran de él ni tanto así. Era de<br />

esos que buscas en un libro las palabras espadachín y asesino, y sale su retrato.<br />

–Son dos caballeros extranjeros, jóvenes –prosiguió el enmascarado de la cabeza<br />

redonda–. Viajan de incógnito, así que sus auténticos nombres y condición no tienen<br />

importancia. <strong>El</strong> de más edad se hace llamar Thomas Smith y no pasa de treinta años. <strong>El</strong><br />

otro, John Smith, tiene apenas veintitrés. Entrarán en Madrid a caballo, solos, la noche<br />

de mañana viernes. Cansados, imagino, pues viajan desde hace días. Ignoramos por qué<br />

puerta pasarán, así que lo más seguro parece aguardarlos cerca de su punto de destino,<br />

que es la casa de las Siete Chimeneas... ¿La conocen vuestras mercedes?<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> y su compañero movieron afirmativamente la cabeza. Todo el mundo en<br />

Madrid conocía la residencia del conde de Bristol, embajador de Inglaterra.<br />

–<strong>El</strong> negocio debe transcurrir –continuó el enmascarado– como si los dos viajeros fuesen<br />

víctimas de un asalto de vulgares salteadores. Eso incluye quitarles cuanto llevan. Sería<br />

conveniente que el más rubio y arrogante, que es el mayor, quede herido; una cuchillada<br />

en una pierna o un brazo, pero de poca gravedad. En cuanto al más joven, basta con<br />

dejarlo librarse con un buen susto –en este punto, el que hablaba se volvió ligeramente<br />

hacia el hombre corpulento, como en espera de su aprobación–. Es importante hacerse<br />

con cuanta carta y documento lleven encima, y entregarlos puntualmente.<br />

–¿A quién? –preguntó <strong>Alatriste</strong>.<br />

–A alguien que aguardará al otro lado del Carmen Descalzo. <strong>El</strong> santo y seña es<br />

Monteros y Suizos.<br />

Mientras hablaba, el hombre de la cabeza redonda introdujo una mano en el ropón<br />

oscuro que cubría su traje y sacó una pequeña bolsa. Por un instante <strong>Alatriste</strong> creyó<br />

entrever en su pecho el extremo rojo del bordado de una cruz de la Orden de Calatrava,<br />

pero su atención no tardó en desviarse hacia el dinero que el enmascarado ponía sobre la


mesa: la luz del farol hacía relucir cinco doblones de a cuatro para su compañero, y<br />

cinco para él. Monedas limpias, bruñidas. Poderoso caballero, habría dicho Don<br />

Francisco de Quevedo, de terciar en aquel lance. Metal bendito, recién acuñado con el<br />

escudo del Rey nuestro señor. Gloria pura con la que comprar cama, comida, vestido y<br />

el calor de una mujer.<br />

–Faltan diez piezas de oro –dijo el capitán–. Para cada uno.<br />

<strong>El</strong> tono del otro se volvió desabrido:<br />

–Quien aguarda mañana por la noche entregará el resto, a cambio de los documentos<br />

que llevan los viajeros.<br />

–¿Y si algo sale mal?<br />

Los ojos del enmascarado corpulento a quien su acompañante había llamado Excelencia<br />

parecieron perforar al capitán a través de los agujeros del antifaz.<br />

–Es mejor, por el bien de todos, que nada salga mal –dijo.<br />

Su voz había sonado con ecos de amenaza, y era evidente que amenazar formaba parte<br />

del tipo de cosas que aquel individuo disponía a diario. También saltaba a la vista que<br />

era de los que sólo necesitan amenazar una vez, y las más de las veces ni siquiera eso.<br />

Aun así, <strong>Alatriste</strong> se retorció con dos dedos una guía del mostacho mientras le sostenía<br />

al otro la mirada, ceñudo y con las plantas bien afirmadas en el suelo, resuelto a no<br />

dejarse impresionar ni por una Excelencia ni por el Sursum Corda. No le gustaba que le<br />

pagasen a plazos, y menos que le leyeran la cartilla, de noche y a la luz de un farol, dos<br />

desconocidos que se ocultaban tras sendas máscaras y encima no liquidaban al contado.<br />

Pero su compañero del rostro con marcas de viruela, menos quisquilloso, parecía<br />

interesado en otras cuestiones:<br />

–¿Qué pasa con las bolsas de los dos pardillos? –le oyó preguntar–... ¿También hemos<br />

de entregarlas?<br />

Italiano, dedujo el capitán al oír su acento. Hablaba quedo y grave, casi confidencial,<br />

pero de un modo apagado, áspero, que producía una incómoda desazón. Como si<br />

alguien le hubiera quemado las cuerdas vocales con alcohol puro. En lo formal, el tono<br />

de aquel individuo era respetuoso; pero había una nota falsa en él. Una especie de<br />

insolencia no por disimulada menos inquietante. Miraba a los enmascarados con una<br />

sonrisa, que era a un tiempo amistosa y siniestra, blanqueándole bajo el bigote<br />

recortado. No resultaba difícil imaginarlo con el mismo gesto mientras su cuchilla, ris,<br />

ras, rasgaba la ropa de un cliente con la carne que hubiera debajo. Aquélla era una<br />

sonrisa tan desproporcionadamente simpática que daba escalofríos.<br />

–No es imprescindible –respondió el de la cabeza redonda, tras consultar en silencio con<br />

el otro enmascarado, que asintió–. Las bolsas pueden quedárselas vuestras mercedes, si<br />

lo desean. Como gajes.<br />

<strong>El</strong> italiano silbó entre dientes un aire musical parecido a la chacona, algo como tiruri–<br />

ta–ta repetido un par de veces, mientras miraba de soslayo al capitán:<br />

–Creo que me va a gustar este trabajo.<br />

La sonrisa le había desaparecido de la boca para refugiarse en los ojos negros, que<br />

relucieron de modo peligroso. Aquélla fue la primera vez que <strong>Alatriste</strong> vio sonreír a<br />

Gualterío Malatesta. Y sobre ese encuentro, preludio de una larga y accidentada serie, el<br />

capitán me contaría más tarde que, en el mismo instante, su pensamiento fue que si<br />

alguna vez alguien le dirigía una sonrisa como aquélla en un callejón solitario, no se la<br />

haría repetir dos veces antes de echar mano a la blanca y desenvainar como un rayo.<br />

Cruzarse con aquel personaje era sentir la necesidad urgente de madrugar antes que, de<br />

modo irreparable, te madrugara él. Imaginen vuestras mercedes una serpiente cómplice<br />

y peligrosa, que nunca sabes de qué lado está hasta que compruebas que sólo está del<br />

suyo propio, y todo lo demás se le da una higa. Uno de esos fulanos atravesados,


correosos, llenos de recovecos sombríos, con los que tienes la certeza absoluta de que<br />

nunca debes bajar la guardia, y de que más vale largarle una buena estocada, por si las<br />

moscas, antes que te la pegue él a ti.<br />

<strong>El</strong> enmascarado corpulento era hombre de pocas palabras. Todavía aguardó un rato en<br />

silencio, escuchando con atención cómo el de la cabeza redonda explicaba a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> y al italiano los últimos detalles del asunto. Un par de veces movió<br />

afirmativamente la cabeza, mostrando aprobación a lo que oía. Luego dio media vuelta<br />

y anduvo hasta la puerta.<br />

–Quiero poca sangre –le oyeron insistir por última vez, desde el umbral.<br />

Por los indicios anteriores, el tratamiento, y sobre todo por el gesto de profundo respeto<br />

que le dedicó el otro enmascarado, el capitán dedujo que quien acababa de irse era<br />

persona de muy alta condición. Aún pensaba en ello cuando el de la cabeza redonda<br />

apoyó una mano en la mesa y miró a los dos espadachines a través de los agujeros de su<br />

careta, con atención extrema. Había un brillo nuevo e inquietante en su mirada, como si<br />

todavía no estuviese dicho todo. Se instaló entonces un incómodo silencio en la<br />

habitación llena de sombras, y <strong>Alatriste</strong> y el italiano se observaron un momento de<br />

soslayo, preguntándose sin palabras qué quedaba todavía por saber. Frente a ellos,<br />

inmóvil, el enmascarado parecía aguardar algo, o a alguien.<br />

La respuesta llegó al cabo de un momento, cuando un tapiz disimulado en la penumbra<br />

del cuarto, entre los estantes de libros, se movió para descubrir una puerta escondida en<br />

la pared, y en ella vino a destacarse una silueta oscura y siniestra, que alguien menos<br />

templado que Diego <strong>Alatriste</strong> habría tomado por una aparición. <strong>El</strong> recién llegado dio<br />

unos pasos, y la luz del farol sobre la mesa le iluminó el rostro marcando oquedades en<br />

sus mejillas afeitadas y hundidas, sobre las que un par de ojos coronados por espesas<br />

cejas brillaban, febriles. Vestía el hábito religioso negro y blanco de los dominicos, y no<br />

iba enmascarado, sino a rostro descubierto: un rostro flaco, ascético, al que los ojos<br />

relucientes daban expresión de fanática firmeza. Debía dé andar por los cincuenta y<br />

tantos años. <strong>El</strong> cabello gris lo llevaba corto, en forma de casquete alrededor de las<br />

sienes, con una gran tonsura en la parte superior. Las manos, que sacó de las mangas del<br />

hábito al entrar en la habitación, eran secas y descarnadas, igual que las de un cadáver.<br />

Tenían aspecto de ser heladas como la muerte.<br />

<strong>El</strong> enmascarado de la cabeza redonda se volvió hacia el fraile, con extrema deferencia:<br />

–¿Lo ha oído todo Vuestra Paternidad?<br />

Afirmó el dominico con un gesto seco, breve; sin apartar los ojos de <strong>Alatriste</strong> y el<br />

italiano, como si estuviese valorándolos. Luego se volvió al enmascarado, y, cual si el<br />

gesto fuese una señal o una orden, éste se dirigió de nuevo a los dos espadachines.<br />

–<strong>El</strong> caballero que acaba de marcharse –dijo– es digno de todo nuestro respeto y<br />

consideración. Pero no es él solo quien decide este negocio, y resulta conveniente que<br />

algunas cosas las maticemos un poco.<br />

Al llegar a ese punto, el enmascarado cambió una breve mirada con el fraile, en espera<br />

de su aprobación antes de continuar; pero el otro permaneció impasible.<br />

–Por razones de alta política –prosiguió entonces–, y a pesar de cuanto el caballero que<br />

acaba de dejarnos ha dicho, los dos ingleses deben ser neutralizados de modo –hizo una<br />

pausa, cual si buscase palabras apropiadas bajo la máscara–... más contundente –dirigió<br />

de nuevo un rápido vistazo al fraile–. O definitivo.<br />

–Vuestra merced quiere decir... –empezó Diego <strong>Alatriste</strong>, que prefería las cosas claras.<br />

<strong>El</strong> dominico, que había escuchado en silencio y parecía impacientarse, lo atajó alzando<br />

una de sus huesudas manos.<br />

–Quiere decir que los dos herejes deben morir.<br />

¿Los dos?


–Los dos.<br />

Junto a <strong>Alatriste</strong>, el italiano volvió a silbar entre dientes el aire musical. Tirurí–ta–ta.<br />

Sonreía entre interesado y divertido. Por su parte, perplejo, el capitán miró el dinero que<br />

había sobre la mesa. Luego meditó un poco y se encogió de hombros.<br />

–Igual da –dijo–. Y a mi compañero no parece importarle demasiado el cambio de<br />

planes.<br />

–Que me place –apuntó el italiano, todavía sonriente.<br />

–Incluso facilita las cosas –prosiguió <strong>Alatriste</strong>, ecuánime–. De noche, herir a uno o dos<br />

hombres resulta más complicado que despacharlos del todo.<br />

–<strong>El</strong> arte de lo simple –terció el otro.<br />

Ahora el capitán miraba al hombre de la máscara.<br />

–Sólo hay algo que me preocupa –dijo <strong>Alatriste</strong>–. <strong>El</strong> caballero que acaba de marcharse<br />

parece gente de calidad, y ha dicho que no desea que matemos a nadie... No sé lo que<br />

piensa mi compañero, más yo lamentaría indisponerme con ese a quien vos mismo<br />

habéis llamado Excelencia, sea quien sea, por complacer a vuestras mercedes.<br />

–Puede haber más dinero –apuntó el enmascarado, tras ligera vacilación.<br />

–Sería útil precisar cuánto.<br />

–Otras diez piezas de a cuatro. Con las diez pendientes, y estas cinco, suman veinticinco<br />

doblones para cada uno. Más las bolsas de los señores Thomas y John Smith.<br />

–A mí me acomoda –dijo el italiano.<br />

Era obvio que igual le daban dos que veinte; heridos, muertos o en escabeche. Por su<br />

parte, <strong>Alatriste</strong> reflexionó de nuevo un instante, y luego negó con la cabeza. Aquellos<br />

eran muchos doblones por agujerearle el pellejo a un par de Don nadies. Y ahí estaba<br />

justo lo malo de tan extraño negocio: demasiado bien pagado como para no resultar<br />

inquietante. Su instinto de viejo soldado olfateaba peligro.<br />

–No es cuestión de dinero.<br />

–Sobran aceros en Madrid –insinuó el de la máscara, irritado; y el capitán no supo si se<br />

refería a la búsqueda de un sustituto, o a alguien que le ajustara las cuentas si rechazaba<br />

el nuevo trato. La posibilidad de que fuese una amenaza no le gustó. Por costumbre, se<br />

retorció el bigote con la mano derecha, mientras la zurda se apoyaba despacio en el<br />

pomo de la espada. <strong>El</strong> gesto no pasó inadvertido a nadie.<br />

En ese momento, el fraile se encaró con <strong>Alatriste</strong>. Su rostro de asceta fanático se había<br />

endurecido, y los ojos hundidos en las cuencas asaeteaban a su interlocutor, arrogantes.<br />

–Soy –dijo con voz desagradable– el padre Emilio Bocanegra, presidente del Santo<br />

Tribunal de la Inquisición.<br />

Al decir aquello pareció que un viento helado cruzaba de parte a parte la habitación. Y<br />

acto seguido, en el mismo tono, el fraile detalló a Diego <strong>Alatriste</strong> y al italiano, de modo<br />

sucinto y con suma aspereza, que él no necesitaba máscara ni ocultar su identidad, ni<br />

venir a ellos como un ladrón en la noche, porque el poder que Dios había puesto en sus<br />

manos bastaba para aniquilar en el acto a cualquier enemigo de la Santa Madre Iglesia y<br />

de Su Católica Majestad el Rey de las Españas. Dicho lo cual, y mientras sus<br />

interlocutores tragaban saliva de modo ostensible, hizo una pausa para comprobar el<br />

efecto de sus palabras y prosiguió, en el mismo tono amenazante:<br />

–Sois manos mercenarias y pecadoras, manchadas de sangre como vuestras espadas y<br />

vuestra conciencia. Pero el Todopoderoso escribe recto con renglones torcidos.<br />

Los renglones torcidos cambiaron entre sí una mirada inquieta mientras el fraile<br />

proseguía su discurso.<br />

–Esta noche –dijo– se os confía una tarea de inspiración sagrada, etcétera. La cumpliréis<br />

a rajatabla, porque de ese modo servís a la Justicia Divina. Si os negáis, si escurrís el


ulto, caerá sobre vosotros la cólera de Dios, mediante el brazo largo, terrible, del Santo<br />

Oficio. Arrieros somos.<br />

Dicho aquello, el dominico quedó en silencio y nadie osó pronunciar palabra. Hasta al<br />

italiano se le había olvidado la musiquilla, lo que ya era mucho decir. En la España de<br />

aquella época, enemistarse con la poderosa Inquisición significaba afrontar una serie de<br />

horrores que a menudo incluían prisión, tortura, hoguera y muerte. Hasta los hombres<br />

más crudos temblaban a la sola mención del Santo Oficio; y por su parte, Diego<br />

<strong>Alatriste</strong>, como todo Madrid, conocía bien la fama implacable de fray Emilio<br />

Bocanegra, presidente del Consejo de los Seis Jueces, cuya influencia llegaba hasta el<br />

Gran Inquisidor y hasta los corredores privados del Alcázar Real. Sólo una semana<br />

antes, por causa del llamado crimen pessimum o crimen nefando, el padre Bocanegra<br />

había convencido a la Justicia para quemar en la Plaza Mayor a cuatro criados jóvenes<br />

del conde de Monteprieto, que se delataron unos a otros como sodomitas en el potro del<br />

tormento inquisitorial. En cuanto al conde, un aristócrata maduro, soltero y melancólico,<br />

su título de grande de España lo había librado por los pelos de sufrir idéntica suerte, y el<br />

Rey se contentó con firmar un decreto para incautarse de sus posesiones y desterrarlo a<br />

Italia. <strong>El</strong> despiadado padre Bocanegra había llevado todo el procedimiento de modo<br />

personal, y aquel triunfo acababa de afianzar su temible poder en la Corte. Hasta el<br />

conde de Olivares, privado del Rey, procuraba estar a bien con el feroz dominico.<br />

Allí no cabía ni parpadear. Con un suspiro interior, el capitán <strong>Alatriste</strong> comprendió que<br />

los dos ingleses, fueran quienes fuesen y a pesar de las buenas intenciones del<br />

enmascarado corpulento, estaban sentenciados sin remedio. Con la Iglesia habían<br />

topado, y discutir más resultaba, amén de inútil, peligroso.<br />

–¿ Qué hay que hacer? –dijo por fin, resignado a lo inevitable.<br />

–Matarlos sin cuartel –respondió fray Emilio en el acto, con el fuego fanático<br />

devorándole la mirada.<br />

–¿Sin saber quiénes son?<br />

–Ya hemos dicho quiénes son –apuntó el enmascarado de la cabeza redonda–. Mister<br />

Thomas y mister John Smith. Viajeros ingleses.<br />

–Y anglicanos impíos –apostilló el fraile con voz crispada de ira–. Pero no os importa<br />

quiénes sean. Basta con que pertenezcan a un país de herejes y a una raza pérfida,<br />

funesta para España y la religión católica. Al ejecutar en ellos la justicia de Dios,<br />

rendiréis un servicio valioso al Todopoderoso y a la Corona.<br />

Dicho esto, el fraile sacó otra bolsa con veinte monedas de oro y la arrojó con desdén<br />

sobre la mesa.<br />

–Ya veis –añadió– que, a diferencia de la terrena, la justicia divina paga por adelantado,<br />

aunque cobre a plazo –miraba al capitán y al italiano como grabándose sus caras en la<br />

memoria–. Nadie escapa a sus ojos, y Dios sabe muy bien dónde reclamar sus deudas.<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> hizo amago de asentir. Era hombre de agallas, pero el gesto iba<br />

encaminado a disimular un estremecimiento. La luz del farol daba un aspecto diabólico<br />

al fraile, y la amenaza de sus palabras bastaba para alterar la compostura del más<br />

valiente. junto al capitán, el italiano estaba pálido, esta vez sin tiruri–ta–ta y sin sonrisa.<br />

Ni siquiera el enmascarado de la cabeza redonda se atrevía a abrir la boca.


III. UNA PEQUEÑA DAMA<br />

Quizá porque la verdadera patria de un hombre es su niñez, a pesar del tiempo<br />

transcurrido recuerdo siempre con nostalgia la taberna del Turco. Ni ese lugar, ni el<br />

capitán <strong>Alatriste</strong>, ni aquellos azarosos años de mi mocedad existen ya; pero en tiempos<br />

de nuestro Cuarto Felipe la taberna era una de las cuatrocientas donde podían apagar su<br />

sed los 70.000 vecinos de Madrid –salíamos a una taberna por cada 175 individuos– sin<br />

contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o<br />

equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan<br />

frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente.<br />

La del Turco era en realidad un bodegón de los llamados de comer, beber y arder,<br />

situado en la esquina de las calles de Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la<br />

Plaza Mayor. Las dos habitaciones donde vivíamos Diego <strong>Alatriste</strong> y yo se encontraban<br />

sobre ella; y en cierto modo aquel tugurio hacia las veces de cuarto de estar de nuestra<br />

casa. Al capitán le gustaba bajar y sentarse allí a matar el tiempo cuando no tenía nada<br />

mejor que hacer, que eran las más de las veces. A pesar del olor a fritanga y el humo de<br />

la cocina, la suciedad del suelo y las mesas, y los ratones que correteaban perseguidos<br />

por el gato o a la caza de migas de pan, el lugar resultaba confortable. También era<br />

entretenido, porque solían frecuentarlo viajeros de la posta, golillas, escribanos,<br />

ministriles, floristas y tenderos de las cercanas plazas de la Providencia y la Cebada, y<br />

también antiguos soldados atraídos por la proximidad de las calles principales de la<br />

ciudad y el mentidero de San Felipe el Real. Sin desdeñar la belleza –algo ajada pero<br />

aún espléndida– y la antigua fama de la tabernera, el vino de Valdemoro, el moscatel, o<br />

el oloroso de San Martín de Valdeiglesias; amén de la circunstancia oportunísima de<br />

que el local tuviese una puerta trasera que daba a una corrala y a otra calle;<br />

procedimiento muy útil para esquivar la visita de alguaciles, corchetes, acreedores,<br />

poetas, amigos pidiendo dinero y otras gentes maleantes e inoportunas. En cuanto a<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>, la mesa que Caridad la Lebrijana le reservaba cerca de la puerta era<br />

cómoda y soleada, y a veces le acompañaba el vino, desde la cocina, con un pastelillo<br />

de carne o unos chicharrones. De su juventud, de la que nunca hablaba ni poco ni<br />

mucho, el capitán conservaba cierta afición a la lectura; y no era infrecuente verlo<br />

sentado en su mesa, solo, la espada y el sombrero colgados en un clavo de la pared,<br />

leyendo la impresión de la última obra estrenada por Lope –que era su autor favorito–<br />

en los corrales del Príncipe o de la Cruz, o alguna de las gacetas y hojas sueltas con<br />

versos satíricos y anónimos que corrían por la Corte en aquel tiempo a la vez magnífico,<br />

decadente, funesto y genial, poniendo como sotana de dómine al valido, a la monarquía<br />

y al lucero del alba; en muchos de los cuales, por cierto, <strong>Alatriste</strong> reconocía el corrosivo<br />

ingenio y la proverbial mala uva de su amigo, el irreductible gruñón y popular poeta<br />

Don Francisco de Quevedo:<br />

Aquí yace Misser de la Florida<br />

y dicen que le hizo buen provecho<br />

a Satanás su vida.<br />

Ningún coño le vio jamás arrecho.<br />

De Herodes fue enemigo y de sus gentes,


no porque degolló los inocentes,<br />

más porque, siendo niños y tan bellos,<br />

los mandó degollar y no jodellos.<br />

Y otras lindezas por el estilo. Imagino que mi pobre madre viuda, allá en su pueblecito<br />

vasco, no habría estado muy tranquila de imaginar a qué extrañas compañías me<br />

vinculaba el oficio de paje del capitán. Pero, en lo que al jovencísimo Íñigo Balboa se<br />

refiere, a mis trece años todo aquello suponía un espectáculo fascinante, y una muy<br />

singular escuela de vida. Ya referí hace un par de capítulos que tanto Don Francisco<br />

como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine <strong>Pérez</strong>, el boticario Fadrique y los<br />

otros amigos del capitán solían frecuentar la taberna, enzarzándose en largas discusiones<br />

sobre política, teatro, poesía o mujeres, sin olvidar un puntual seguimiento de las<br />

muchas guerras en las que había andado o andaba envuelta aquella pobre España<br />

nuestra, todavía poderosa y temida en el exterior, pero tocada de muerte en el alma.<br />

Guerras cuyos campos de batalla era diestro en reproducir sobre la mesa, usando trozos<br />

de pan, cubiertos y jarras de vino, el extremeño Juan Vicuña; que por ser antiguo<br />

sargento de caballos, mutilado en Nieuport, se las daba de consumado estratega. A lo de<br />

las guerras le había vuelto sobrada actualidad, pues cuando el asunto de los<br />

enmascarados y los ingleses iban ya para dos o tres, creo recordar, los años de la<br />

reanudación de hostilidades en los Países Bajos, expirada la tregua de doce que el<br />

difunto y pacífico Rey Don Felipe Tercero, padre de nuestro joven monarca, había<br />

firmado con los holandeses. Esa larga tregua, o sus efectos, era precisamente causa de<br />

que tantos soldados veteranos anduviesen todavía sin trabajo por las Españas y el resto<br />

del mundo, incrementando las filas de desocupados fanfarrones, jaques y valentones<br />

dispuestos a alquilar su brazo para cualquier felonía barata; y que entre ellos se contara<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>. Sin embargo, el capitán pertenecía a la variedad silenciosa, y nunca lo<br />

vio nadie alardear de campañas o heridas, a diferencia de tantos otros; además, cuando<br />

volvió a redoblar el tambor de su viejo Tercio, <strong>Alatriste</strong>, como mi padre y tantos otros<br />

hombres valientes, se había apresurado a alistarse de nuevo con su antiguo general, Don<br />

Ambrosio Spínola, y a intervenir en lo que hoy conocemos como principio de la Guerra<br />

de los Treinta Años. En ella habría servido ininterrumpidamente de no mediar la<br />

gravísima herida que recibió en Fleurus. De cualquier modo, aunque la guerra contra<br />

Holanda y en el resto de Europa era tema de conversación en aquellos días, muy pocas<br />

veces oí al capitán referirse a su vida de soldado. Eso me hizo admirarlo todavía más,<br />

acostumbrado a cruzarme con varios cientos que, entre escupir por el colmillo y<br />

fantasear sobre Flandes, pasaban el día hablando alto y galleando sobre supuestas<br />

hazañas, mientras hacían sonar por la Puerta del Sol o la calle Montera la punta de su<br />

espada, o se pavoneaban en las gradas de San Felipe con el cinto coruscado de cañones<br />

de hojalata llenos de menciones honoríficas por sus campañas y valor acreditado, todas<br />

ellas más falsas que un doblón de plomo.<br />

Había llovido un poco muy de mañana y quedaban huellas de barro por el suelo de la<br />

taberna, con ese olor a humedad y serrín que en los lugares públicos dejan los días de<br />

agua. <strong>El</strong> cielo se despejaba, y un rayo de sol, tímido primero y seguro de sí un poco más<br />

tarde, encuadraba la mesa donde Diego <strong>Alatriste</strong>, el Licenciado Calzas, el Dómine <strong>Pérez</strong><br />

y Juan Vicuña componían tertulia después del yantar. Yo estaba sentado en un taburete<br />

cerca de la puerta, haciendo prácticas de caligrafía con una pluma de ave, un tintero y<br />

una resma de papel que el Licenciado me había traído a sugerencia del capitán:<br />

–Así podrá instruirse y estudiar leyes para sangrar de su último maravedí a los<br />

pleiteantes; como hacen vuestras mercedes los abogados, escribanos y otras gentes de<br />

mal vivir.


Calzas se había echado a reír. Gozaba de excelente carácter, una especie de cínico buen<br />

humor a prueba de cualquier cosa, y su amistad con Diego <strong>Alatriste</strong> era antigua y<br />

confianzuda.<br />

–A fe mía que gran verdad es ésa –había sentenciado, risueño, guiñándome un ojo–. La<br />

pluma, Íñigo, es más rentable que la espada.<br />

–Longa manus calami –apostilló por su cuenta el Dómine.<br />

Principio en que todos los contertulios estuvieron de acuerdo, por unanimidad o por<br />

disimular la ignorancia del latín. Al día siguiente el Licenciado me trajo recado de<br />

escribir, que sin duda había distraído con habilidad de los juzgados donde se ganaba la<br />

vida con no poca holgura merced a las corruptelas propias de su oficio. <strong>Alatriste</strong> no dijo<br />

nada, ni me aconsejó el uso a dar a la pluma, el papel y la tinta. Pero leí la aprobación<br />

en sus ojos tranquilos cuando vio que me sentaba junto a la puerta a practicar caligrafía.<br />

Lo hice copiando unos versos de Lope que había oído recitar varias veces al capitán,<br />

entre los de aquellas noches en que la herida de Fleurus lo atormentaba más de la<br />

cuenta:<br />

Aún no ha venido el villano<br />

que me prometió venir<br />

a ser honrado en morir<br />

de mi hidalga y noble mano...<br />

<strong>El</strong> hecho de que el capitán riese de vez en cuando entre dientes al recitar aquello, tal vez<br />

para disimular los pesares de su vieja herida, no bastaba para empañar el hecho de que a<br />

mí se me antojaran unos lindos versos. Como aquellos otros, que también me aplicaba a<br />

escribir esa mañana, por habérselos oído igualmente en sus noches en blanco a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong>:<br />

Cuerpo a cuerpo he de matalle<br />

donde Sevilla lo vea,<br />

en la plaza o en la calle;<br />

que al que mata y no pelea<br />

nadie puede disculpalle;<br />

y gana más el que muere<br />

a traición, que el que le mata.<br />

Terminaba justo de escribir la última línea cuando el capitán, que se había levantado a<br />

beber un poco de agua de la tinaja, cogió el papel para echarle un vistazo. De pie a mi<br />

lado leyó los versos en silencio y luego me miró largamente: una de esas miradas que<br />

yo le conocía bien, serenas y prolongadas, tan elocuentes como podían serlo todas<br />

aquellas palabras que yo me acostumbré a leer en sus labios aunque nunca las<br />

pronunciara. Recuerdo que el sol, todavía un quiero y no puedo entre los tejados de la<br />

calle de Toledo, deslizó un rayo oblicuo que iluminó el resto de las hojas en mi regazo y<br />

los ojos glaucos, casi transparentes, del capitán, fijos en mí; terminando de secar la tinta<br />

aún fresca de los versos que Diego <strong>Alatriste</strong> tenía en la mano. No sonrió, ni hizo gesto<br />

alguno. Me devolvió la hoja sin decir palabra y volvió a la mesa; pero todavía lo vi<br />

dirigirme desde allí una última y larga mirada antes de enfrascarse de nuevo en la<br />

conversación con sus amigos.<br />

Llegaron, con poco tiempo de diferencia, el Tuerto Fadrique y Don Francisco de<br />

Quevedo. Fadrique venía de su botica de Puerta Cerrada; había estado preparando<br />

específicos para sus clientes, y traía el gaznate abrasado de vapores, mejunjes y polvos


medicinales. Así que nada más llegar se calzó un cuartillo de vino de Valdemoro y<br />

empezó a detallarle al Dómine <strong>Pérez</strong> las propiedades laxantes de la corteza de nuez<br />

negra del Indostán. En ésas estábamos cuando apareció Don Francisco de Quevedo,<br />

sacudiéndose el lodo de los charcos que traía en los zapatos.<br />

<strong>El</strong> barro, que me sirve, me aconseja...<br />

Venía diciendo, malhumorado. Se detuvo a mi lado ajustándose los anteojos, echó un<br />

vistazo a los versos que copiaba y enarcó las cejas, complacido, al comprobar que no<br />

eran de Alarcón, ni de Góngora. Luego fue, con aquel paso cojitranco característico de<br />

sus pies torcidos –los tenía así desde niño, lo que no le impedía ser hombre ágil y<br />

diestro espadachín–, a sentarse a la mesa con el resto de sus contertulios. Allí echó<br />

mano a la jarra más próxima.<br />

–Dame, no seas avaro, el divino licor de Baco claro– le dijo a Juan Vicuña.<br />

Era éste, como dije, un antiguo sargento de caballos, muy fuerte y corpulento, que había<br />

perdido la mano derecha en Nieuport y vivía de su beneficio, consistente en una licencia<br />

para explotar un garito o pequeña casa de juego. Vicuña le pasó una jarra de<br />

Valdemoro, y Don Francisco, aunque prefería el blanco de Valdeiglesias, lo apuró de un<br />

trago, sin respirar.<br />

–¿Cómo va lo del memorial? –se interesó Vicuña.<br />

Se secaba el poeta la boca con el dorso de la mano. Algunas gotas de vino le habían<br />

caído sobre la cruz de Santiago que llevaba bordada en el pecho de la ropilla negra.<br />

–Creo –dijo– que Felipe el Grande se limpia el culo con él.<br />

–No deja de ser un honor –apuntó el Licenciado Calzas.<br />

Don Francisco metió mano a otra jarra.<br />

–En todo caso –hizo una pausa mientras bebía– el honor es para su real culo. <strong>El</strong> papel<br />

era bueno, de a medio ducado la resma. Y con mi mejor letra.<br />

Venía bastante atravesado, pues no eran buenos tiempos para él, ni para su prosa, ni<br />

para su poesía, ni para sus finanzas. Hacía sólo unas semanas que el Cuarto Felipe había<br />

tenido a bien levantar la orden, de prisión primero y luego de destierro, que pesaba<br />

sobre él desde la caída en desgracia, dos o tres años atrás, de su amigo y protector el<br />

duque de Osuna. Rehabilitado por fin, Don Francisco había podido regresar a Madrid;<br />

pero estaba ayuno de recursos monetarios, y el memorial que había dirigido al Rey<br />

solicitando la antigua pensión de cuatrocientos escudos que se le debía por sus servicios<br />

en Italia –había llegado a ser espía en Venecia, fugitivo y con dos compañeros<br />

ejecutados– sólo gozaba de la callada por respuesta. Aquello lo enfurecía más, aguzaba<br />

su malhumor y su ingenio, que iban parejos, y contribuía a buscarle nuevos problemas.<br />

–Patientia lenietur Princeps –lo consoló el Dómine <strong>Pérez</strong>–. La paciencia aplaca al<br />

soberano.<br />

–Pues a mi me aplaca una higa, reverendo padre.<br />

Miraba alrededor el jesuita con aire preocupado. Cada vez que uno de sus contertulios<br />

se metía en problemas, al Dómine <strong>Pérez</strong> le tocaba avalarlo ante la autoridad, como<br />

hombre de iglesia que era. Incluso absolvía de vez en cuando a sus amigos sub<br />

conditione, sin que éstos se lo pidieran. A traición, decía el capitán. Menos sinuoso que<br />

el común de los miembros de su Orden, el Dómine se creía a menudo en la honrada<br />

obligación de moderar trifulcas. Era hombre vivido, buen teólogo, comprensivo con las<br />

flaquezas humanas, benévolo y apacible en extremo. Eso le hacía tener manga ancha<br />

con sus semejantes, y su iglesia se veía concurrida por mujeres que acudían a reconciliar<br />

pecados, atraídas por su fama de poco riguroso en el tribunal de la penitencia. En cuanto<br />

a los asiduos de la taberna del Turco, nunca hablaban ante él de lances turbios ni de


hembras; era ésa la regla en que basaba su compañía, comprensión y amistad. Los<br />

lances y amoríos, decía, los trato en el confesionario. Respecto a sus superiores<br />

eclesiásticos, cuando le reprochaban sentarse en la taberna con poetas y espadachines,<br />

solía responder que los santos se salvan solos, mientras que a los pecadores hay que ir a<br />

buscarlos donde se encuentran. Añadiré en su honor que apenas probaba el vino y nunca<br />

le oí decir mal de nadie. Lo que en la España de entonces y en la de ahora, incluso para<br />

un clérigo, resultaba insólito.<br />

–Seamos prudentes, señor Quevedo –añadió aquella vez, afectuoso, tras el<br />

correspondiente latín–. No está vuestra merced en posición para murmurar ciertas cosas<br />

en voz alta.<br />

Don Francisco miró al sacerdote, ajustándose los anteojos.<br />

–¿Murmurar yo?... Erráis, Dómine. Yo no murmuro, sino que afirmo en voz alta.<br />

Y puesto en pie, volviéndose hacia el resto de los parroquianos, recitó, con su voz<br />

educada, sonora y clara:<br />

No he de callar, por más que con el dedo,<br />

ya tocando la boca, o ya la frente,<br />

silencio avises, o amenaces miedo.<br />

¿No ha de haber un espíritu valiente?<br />

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?<br />

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?<br />

Aplaudieron Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, y el Tuerto Fadrique asintió<br />

gravemente con la cabeza. <strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong> miraba a Don Francisco con una sonrisa<br />

larga y melancólica, que éste le devolvió, y el Dómine <strong>Pérez</strong> abandonó la cuestión por<br />

imposible, concentrándose en su moscatel muy rebajado con agua. Volvía a la carga el<br />

poeta, emprendiéndola ahora con un soneto al que daba vueltas de vez en cuando:<br />

Miré los muros de la patria mía,<br />

si un tiempo fuertes, ya desmoronados...<br />

Pasó Caridad la Lebrijana llevándose las jarras vacías y pidió moderación antes de<br />

alejarse con un movimiento de caderas que atrajo todos los ojos menos los del Dómine,<br />

concentrado en su moscatel, y los de Don Francisco, perdidos en combate con<br />

silenciosos fantasmas:<br />

Entré en mi casa, vi que amancillada<br />

de anciana habitación era despojos;<br />

mi báculo, más corvo y menos fuerte.<br />

Vencida de la edad sentí mi espada,<br />

y no hallé cosa en que poner los ojos<br />

que no fuese recuerdo de la muerte.<br />

Entraban en la taberna unos desconocidos, y Diego <strong>Alatriste</strong> puso una mano sobre el<br />

brazo del poeta, tranquilizándolo. «¡<strong>El</strong> recuerdo de la muerte!», repitió Don Francisco a<br />

modo de conclusión, ensimismado, sentándose mientras aceptaba la nueva jarra que el<br />

capitán le ofrecía. En realidad, el señor de Quevedo iba y venía por la Corte siempre<br />

entre dos órdenes de prisión o dos destierros. Quizá por eso, aunque alguna vez compró<br />

casas cuyas rentas a menudo le estafaban los administradores, nunca quiso tener morada<br />

fija propia en Madrid, y solía alojarse en posadas públicas. Breves treguas hacían las


adversidades, y cortos eran los períodos de bonanza con aquel hombre singular, coco de<br />

sus enemigos y gozo de sus amigos, que lo mismo era solicitado por nobles e ingenios<br />

de las letras, que se encontraba, en ocasiones, sin un ardite o maravedí en el bolsillo.<br />

Mudanzas son éstas de la fortuna, que tanto gusta de mudar, y casi nunca muda para<br />

nada bueno.<br />

–No queda sino batirnos –añadió el poeta al cabo de unos instantes.<br />

Había hablado pensativo, para sí mismo, ya con un ojo nadando en vino y el otro<br />

ahogado. Aún con la mano en su brazo, inclinado sobre la mesa, <strong>Alatriste</strong> sonrió con<br />

afectuosa tristeza.<br />

–¿Batirnos contra quién, Don Francisco?<br />

Tenía el gesto ausente, cual si de antemano no esperase respuesta. <strong>El</strong> otro alzó un dedo<br />

en el aire. Sus anteojos le habían resbalado de la nariz y colgaban al extremo del cordón,<br />

dos dedos encima de la jarra.<br />

–Contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia –dijo<br />

lentamente, y al hacerlo parecía mirar su reflejo en la superficie del vino–. Que es como<br />

decir contra España, y contra todo.<br />

Escuchaba yo aquellas razones desde mi asiento en la puerta, maravillado e inquieto,<br />

intuyendo que tras las palabras malhumoradas de Don Francisco había motivos oscuros<br />

que no alcanzaba a comprender, pero que iban más allá de una simple rabieta de su<br />

agrio carácter. No entendía aún, por mis pocos años, que es posible hablar con extrema<br />

dureza de lo que se ama, precisamente porque se ama, y con la autoridad moral que nos<br />

confiere ese mismo amor. A Don Francisco de Quevedo, eso pude entenderlo más tarde,<br />

le dolía mucho España. Una España todavía temible en el exterior, pero que a pesar de<br />

la pompa y el artificio, de nuestro joven y simpático Rey, de nuestro orgullo nacional y<br />

nuestros heroicos hechos de armas, se había echado a dormir confiada en el oro y la<br />

plata que traían los galeones de Indias. Pero ese oro y esa plata se perdían en manos de<br />

la aristocracia, el funcionariado y el clero, perezosos, maleados e improductivos, y se<br />

derrochaban en vanas empresas como mantener la costosa guerra reanudada en Flandes,<br />

donde poner una pica, o sea, un nuevo piquero o soldado, costaba un ojo de la cara.<br />

Hasta los holandeses, a quienes combatíamos, nos vendían sus productos<br />

manufacturados y tenían arreglos comerciales en el mismísimo Cádiz para hacerse con<br />

los metales preciosos que nuestros barcos, tras esquivar a sus piratas, traían desde<br />

Poniente. Aragoneses y catalanes se escudaban en sus fueros, Portugal seguía sujeto con<br />

alfileres, el comercio estaba en manos de extranjeros, las finanzas eran de los banqueros<br />

genoveses, y nadie trabajaba salvo los pobres campesinos, esquilmados por los<br />

recaudadores de la aristocracia y del Rey. Y en mitad de aquella corrupción y aquella<br />

locura, a contrapelo del curso de la Historia, como un hermoso animal terrible en<br />

apariencia, capaz de asestar fieros zarpazos pero roído el corazón por un tumor maligno,<br />

esa desgraciada España estaba agusanada por dentro, condenada a una decadencia<br />

inexorable cuya visión no escapaba a la clarividencia de aquel hombre excepcional que<br />

era Don Francisco de Quevedo. Pero yo, en aquel entonces, sólo era capaz de advertir la<br />

osadía de sus palabras; y echaba ojeadas inquietas a la Calle, esperando ver aparecer de<br />

un momento a otro a los corchetes del corregidor con una nueva orden de prisión para<br />

castigar su orgullosa imprudencia.<br />

Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte negar que esperaba su<br />

paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos a la misma hora dos o tres<br />

veces por semana. Era negra, forrada con cuero y terciopelo rojo, y el cochero no iba en<br />

el pescante arreando el tiro de dos mulas, sino que cabalgaba una de ellas, como era<br />

habitual en ese tipo de carruajes. <strong>El</strong> coche tenía un aspecto sólido pero discreto, habitual<br />

en propietarios que gozaban de buena posición pero no tenían derecho, o deseos, de


mostrarse en exceso. Algo propio de comerciantes ricos, o de altos funcionarios que sin<br />

pertenecer a la nobleza desempeñaban puestos poderosos en la Corte.<br />

A mí, sin embargo, no me importaba el continente, sino el contenido. Aquella mano<br />

todavía infantil, blanca como papel de seda, que asomaba discretamente apoyada en el<br />

marco de la ventanilla. Aquel reflejo dorado de cabello largo y rubio peinado en<br />

tirabuzones. Y los ojos. A pesar del tiempo transcurrido desde que los vi por primera<br />

vez, y de las muchas aventuras y sinsabores que aquellos iris azules iban a introducir en<br />

mi vida durante los años siguientes, todavía hoy sigo siendo incapaz de expresar por<br />

escrito el efecto de esa mirada luminosa y purísima, tan engañosamente limpia, de un<br />

color idéntico a los cielos de Madrid que, más tarde, supo pintar como nadie el pintor<br />

favorito del Rey nuestro señor, Don Diego Velázquez.<br />

Por esa época, Angélica de Alquézar debía de tener once o doce años, y ya era un<br />

prometedor anuncio de la espléndida belleza en que se convertiría más tarde, y de la que<br />

dio buena cuenta el propio Velázquez en el cuadro famoso para el que ella posaría<br />

tiempo después, hacia 1635. Pero más de una década antes, en aquellas mañanas de<br />

marzo que precedieron a la aventura de los ingleses, yo ignoraba la identidad de la<br />

jovencita, casi niña, que cada dos o tres días recorría en carroza la calle de Toledo, en<br />

dirección a la Plaza Mayor y el Palacio Real, donde –supe más tarde– asistía a la reina y<br />

las princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis de<br />

Alquézar, a la sazón uno de los más influyentes secretarios del Rey. Para mí, la<br />

jovencita rubia de la carroza era sólo una visión celestial, maravillosa, tan lejos de mi<br />

pobre condición mortal como podían estarlo el sol o la más bella estrella de esa esquina<br />

de la calle de Toledo, donde las ruedas del carruaje y las patas de las mulas salpicaban<br />

de barro, altaneras, a quienes se cruzaban en su camino.<br />

Aquella mañana algo alteró la rutina. En vez de pasar como siempre ante la taberna para<br />

seguir calle arriba, permitiéndome la acostumbrada y fugaz visión de su rubia pasajera,<br />

el carruaje se detuvo antes de llegar a mi altura, a una veintena de pasos de la taberna<br />

del Turco. Un trozo de duela se había adherido con el lodo a una de las ruedas, girando<br />

con ella hasta bloquear el eje; y el cochero no tuvo más remedio que detener las mulas y<br />

echar pie a tierra, o al barro para ser exactos, a fin de eliminar el obstáculo. Ocurrió que<br />

un grupo de mozalbetes habituales de la calle se acercó a hacer burla del cochero, y éste,<br />

malhumorado, echó mano al látigo para ahuyentarlos. Nunca lo hiciera. Los pilluelos de<br />

Madrid, en aquella época, eran zumbones y reñidores como moscas borriqueras –que a<br />

ser en Madrid nacido supiera reñir mejor, decía una vieja jácara–, y además no todos los<br />

días se brindaba como diversión una carroza para ejercitar la puntería. Así que, armados<br />

con pellas de barro, empezaron a hacer gala de un tino en el manejo de sus proyectiles<br />

que ya hubieran querido para sí los más hábiles arcabuceros de nuestros tercios.<br />

Me levanté, alarmado. La suerte del cochero me importaba un bledo, pero aquel carruaje<br />

transportaba algo que, a tales alturas de mi joven vida, era la más preciosa carga que<br />

podía imaginar. Además, yo era hijo de Lope Balboa, muerto gloriosamente en las<br />

guerras del Rey nuestro señor. Así que no tenía elección. Resuelto a batirme en el acto<br />

por quien, aún desde lejos y con el máximo respeto, consideraba mi dama, cerré contra<br />

los pequeños malandrines, y en dos puñadas y cuatro puntapiés disolví la fuerza<br />

enemiga, que se esfumó en rápida retirada dejándome dueño del campo. <strong>El</strong> impulso de<br />

la carga –con mi secreto anhelo, todo hay que decirlo–, me había llevado junto al<br />

carruaje. <strong>El</strong> cochero no era hombre agradecido; así que tras mirarme con hosquedad,<br />

reanudó su trabajo. Estaba a punto de retirarme cuando los ojos azules aparecieron en la<br />

ventanilla. La visión me clavó en el suelo, y sentí que el rubor subía a mi cara con la<br />

fuerza de un pistoletazo. La niña, la jovencita, me miraba con una fijeza que habría<br />

hecho dejar de correr el agua en el caño de la fuente cercana. Rubia. Pálida. Bellísima.


Para qué les voy a contar. Ni siquiera sonreía, limitándose a mirarme con curiosidad.<br />

Era evidente que mi gesto no había pasado inadvertido. En cuanto a mí, aquella mirada,<br />

aquella aparición, compensaba con creces todo el episodio. Hice un gesto con la mano,<br />

dirigiéndolo a un sombrero imaginario, y me incliné.<br />

–Íñigo Balboa, a vuestro servicio –balbucí, aunque logrando dar a mis palabras cierta<br />

firmeza que juzgué galante–. Paje en casa del capitán Don Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />

Impasible, la jovencita sostuvo mi mirada. <strong>El</strong> cochero había montado y arreaba el tiro,<br />

de modo que el carruaje volvió a ponerse en marcha. Di un paso atrás para esquivar las<br />

salpicaduras de las ruedas, y en ese momento ella apoyó una mano diminuta, perfecta,<br />

blanca de nácar, en el marco de la ventanilla, y yo me sentí como si acabara de darme a<br />

besar esa mano. Entonces su boca, perfectamente dibujada en suaves labios pálidos, se<br />

curvó un poco, ligeramente; apenas un mínimo gesto que podía interpretarse como una<br />

sonrisa distante, muy enigmática y misteriosa. Oí restallar el látigo del cochero, y el<br />

carruaje arrancó para llevarse con él esa sonrisa que todavía hoy ignoro si fue real o<br />

imaginada. Y yo me quedé en mitad de la calle, enamorado hasta el último rincón de mi<br />

corazón, viendo alejarse a aquella niña semejante aun ángel rubio e ignorando, pobre de<br />

mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga.


IV. LA EMBOSCADA<br />

En marzo anochecía pronto. Aún quedaba un rastro de claridad en el cielo; pero las<br />

calles estrechas, bajo los aleros sombríos de los tejados, estaban negras como boca de<br />

lobo. <strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong> y su compañero habían elegido una travesía angosta, oscura y<br />

solitaria, por la que los dos ingleses iban a pasar forzosamente cuando se encaminaran a<br />

la casa de las Siete Chimeneas. Un mensajero había avisado de la hora y el itinerario.<br />

También había aportado la más reciente descripción, para evitar errores: micer Thomas<br />

Smith, el joven más rubio y de más edad, montaba un caballo tordo y vestía un traje de<br />

viaje gris con adornos discretos de plata, botas altas de piel también teñida de gris, y un<br />

sombrero con cinta del mismo color. En cuanto a micer John Smith, el más joven,<br />

montaba un bayo. Su traje era de color castaño, con botas de cuero y sombrero con tres<br />

pequeñas plumas blancas. Ambos tenían aspecto polvoriento y fatigado, de llevar varios<br />

días cabalgando. Su equipaje era escaso, contenido en dos portamanteos sujetos con<br />

correas a la grupa de sus cabalgaduras.<br />

Oculto en la sombra de un portal, Diego <strong>Alatriste</strong> miró hacia el farol que él y su<br />

compañero habían colocado en un recodo de la calle, a fin de que iluminase a los<br />

viajeros antes de que éstos alcanzasen a verlos a ellos. La calle, que torcía en ángulo<br />

recto, arrancaba de la del Barquillo, junto al palacio del conde de Guadalmedina, y tras<br />

discurrir junto a la tapia del huerto del convento de los Carmelitas Descalzos iba a morir<br />

ante la casa de las Siete Chimeneas, en el cruce de la calle de Torres con la de las<br />

Infantas. <strong>El</strong> lugar elegido para la encerrona era el primer tramo con su ángulo más<br />

oscuro, estrecho y solitario, donde dos jinetes atacados por sorpresa podían ser<br />

desmontados con facilidad.<br />

Refrescaba un poco, y el capitán se embozó mejor en su capa nueva, comprada con el<br />

adelanto en oro de los enmascarados. Al hacerlo tintineó el hierro que llevaba oculto<br />

debajo: roce de la daga vizcaína con la empuñadura de la espada, y con la culata de la<br />

pistola cargada y bien cebada que guardaba en la parte posterior del cinto, por si era<br />

necesario recurrir, en última instancia, a ese expediente ruidoso y definitivo, prohibido<br />

expresamente por pragmáticas reales, pero que en lances difíciles era oportuno llevar<br />

encima, por si un aquel. Esa noche, <strong>Alatriste</strong> completaba su equipo con el coleto de<br />

cuero de búfalo que le protegía el torso de eventuales cuchilladas, y con la puntilla de<br />

matarife oculta en la caña de una de sus botas viejas, de suelas cómodas y gastadas que<br />

le permitirían afirmar bien los pies en tierra cuando empezara el baile.<br />

Oh, malhaya el hombre loco<br />

que se desciñe la espada...<br />

Empezó a recitar entre dientes, para distraer la espera. Aún murmuró algunos<br />

fragmentos más del Fuenteovejuna de Lope, que era uno de sus dramas favoritos, antes<br />

de quedar de nuevo en silencio, oculto el rostro bajo el ala ancha del chapeo calado<br />

hasta las cejas. Otra sombra se movió ligeramente a unos pasos de su apostadero, bajo el<br />

arco de un portillo que daba a la huerta de los padres carmelitas. <strong>El</strong> italiano debía de<br />

estar tan entumecido como él, tras casi media hora larga de inmovilidad. Extraño


personaje. Había acudido a la cita vestido de negro, envuelto en su capa negra y con<br />

sombrero negro, y su rostro cubierto de marcas de viruela sólo se había animado con<br />

una sonrisa cuando <strong>Alatriste</strong> propuso colocar el farol para iluminar el ángulo de la calle<br />

elegido para la emboscada.<br />

–Que me place –se había limitado a decir con su voz ahogada, áspera–. <strong>El</strong>los en luz y<br />

nosotros en sombra. Visto y no visto.<br />

Después se había puesto a silbar aquella musiquilla a la que parecía aficionado, tiruri-tata,<br />

mientras en tono quedo, presto y profesional, se repartían los adversarios. <strong>Alatriste</strong> se<br />

ocuparía del mayor de los dos jóvenes, el inglés de traje gris y caballo tordo, mientras<br />

que el italiano despacharía al joven del traje marrón que montaba el bayo. Nada de<br />

pistoletazos, pues todo debía transcurrir con la discreción suficiente para, zanjada la<br />

cuestión, registrar los equipajes, encontrar los documentos y, por supuesto, aligerar a los<br />

fiambres del dinero que llevaran encima. Si levantaban mucho ruido y acudía gente,<br />

todo iba a irse al diablo. Además, la casa de las Siete Chimeneas no estaba lejos, y la<br />

servidumbre del embajador inglés podía venir en auxilio de sus compatriotas. Se trataba<br />

por tanto de un lance rápido y mortal: cling, clang, hola y adiós. Y todos al infierno, o a<br />

donde diablos fuesen los anglicanos herejes. Al menos esos dos no iban a pedir a gritos<br />

confesión como hacían los buenos católicos, despertando a medio Madrid.<br />

<strong>El</strong> capitán se acomodó mejor la capa sobre los hombros y miró hacia el ángulo de la<br />

calle iluminado por la macilenta luz del farol. Bajo el paño cálido, su mano izquierda<br />

descansaba en el pomo de la espada. Por un instante se entretuvo intentando recordar el<br />

número de hombres que había matado: no en la guerra, donde a menudo resulta<br />

imposible conocer el efecto de una estocada o un arcabuzazo en mitad de la refriega,<br />

sino de cerca. Cara a cara. Eso del cara a cara era importante, o al menos lo era para él;<br />

pues Diego <strong>Alatriste</strong>, a diferencia de otros bravos a sueldo, jamás acuchillaba a un<br />

hombre por la espalda. Verdad es que no siempre ofrecía ocasión de ponerse en guardia<br />

de modo adecuado; pero también es cierto que nunca asestó una estocada a nadie que no<br />

estuviese vuelto hacia él y con la herreruza fuera de la vaina, salvo algún centinela<br />

holandés degollado de noche. Pero ése era azar propio de la guerra, como lo fueron<br />

ciertos tudescos amotinados en Maastricht o el resto de los enemigos despachados en<br />

campaña. Tampoco aquello, en los tiempos que corrían, significaba gran cosa; pero el<br />

capitán era uno de esos hombres que necesitan coartadas que mantengan intacto, al<br />

menos, un ápice de propia estimación. En el tablero de la vida cada cual escaquea como<br />

puede; y por endeble que parezca, eso suponía su justificación, o su descargo. Y si no<br />

resultaba suficiente, como era obvio en sus ojos cuando el aguardiente asomaba a ellos<br />

todos los diablos que le retorcían el alma, sí le daba, al menos, algo a lo que agarrarse<br />

cuando la náusea era tan intensa que se sorprendía a sí mismo mirando con excesivo<br />

interés el agujero negro de sus pistolas.<br />

Once hombres, sumó por fin. Sin contar la guerra, cuatro en duelos soldadescos de<br />

Flandes e Italia, uno en Madrid y otro en Sevilla. Todos por asuntos de juego, palabras<br />

inconvenientes o mujeres. <strong>El</strong> resto habían sido lances pagados: cinco vidas a tanto la<br />

estocada. Todos hombres hechos y derechos, capaces de defenderse y, algunos, rufianes<br />

de mala calaña. Nada de remordimientos, excepto en dos casos: uno, galán de cierta<br />

dama cuyo marido no contaba con agallas para afeitarse los cuernos él mismo, había<br />

bebido demasiado la noche que Diego <strong>Alatriste</strong> le salió al encuentro en una calle mal<br />

iluminada; y el capitán no olvidó nunca su mirada turbia, falta de comprensión ante lo<br />

que estaba ocurriendo, cuando apenas sacada la titubeante espada de la vaina el<br />

desgraciado se vio con un palmo de acero dentro del pecho. <strong>El</strong> otro había sido un lindo<br />

de la Corte, un mocito boquirrubio lleno de lazos y cintas cuya existencia molestaba al<br />

conde de Guadalmedina por cuestiones de pleitos, y de testamentos, y de herencias. Así


que el de Guadalmedina le había encargado a Diego <strong>Alatriste</strong> simplificar los trámites<br />

legales. Todo se resolvió durante una excursión del joven, un tal marquesito Álvaro de<br />

Soto, a la fuente del Acero con unos amigos, para requebrar a las damas que acudían a<br />

tomar las aguas al otro lado de la puente segoviana. Un pretexto cualquiera, un<br />

empujón, un par de insultos que se cruzan, y el joven –apenas contaba veinte años–<br />

entró ciegamente a por uvas, echando mano fatal a la espada. Todo había ocurrido muy<br />

rápido; y antes de que nadie pudiera reaccionar, el capitán <strong>Alatriste</strong> y los dos secuaces<br />

que le cubrían la espalda se esfumaron, dejando al marquesito boca arriba y bien<br />

sangrado ante la mirada horrorizada de las damas y sus acompañantes. <strong>El</strong> asunto hizo<br />

algún ruido; pero las influencias de Guadalmedina procuraron resguardo al matador. Sin<br />

embargo, incómodo, <strong>Alatriste</strong> tuvo tiempo de llevarse consigo el recuerdo de la angustia<br />

en el pálido rostro del joven, que no deseaba batirse en absoluto con aquel desconocido<br />

de mostacho fiero, ojos claros y fríos y aspecto amenazador; pero que se vio forzado a<br />

meter mano al acero porque sus amigos y las damas lo estaban mirando. Sin<br />

preámbulos, el capitán le había atravesado el cuello con una estocada sencilla de círculo<br />

entero cuando el jovenzuelo aún intentaba acomodarse de modo airoso en guardia, recto<br />

el compás y ademán compuesto, intentando desesperadamente recordar las enseñanzas<br />

elegantes de su maestro de esgrima.<br />

Once hombres, rememoró <strong>Alatriste</strong>. Y salvo el joven marqués y uno de los duelos<br />

flamencos, un tal soldado Carmelo Tejada, no era capaz de recordar el nombre de<br />

ninguno de los otros nueve. O tal vez no los había sabido nunca. De cualquier modo,<br />

allí, oculto en las sombras del portal, esperando a las victimas de la emboscada, con el<br />

malestar de aquella herida aún reciente que lo mantenía anclado en la Corte, Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> añoró una vez más los campos de Flandes, el crepitar de los arcabuces y el<br />

relinchar de los caballos, el sudor del combate junto a los camaradas, el batir de<br />

tambores y el paso tranquilo de los tercios entrando en liza bajo las viejas banderas.<br />

Comparada con Madrid, con aquella calle donde se disponía a matar a dos hombres a<br />

quienes no había visto en su vida, comparada con su propia memoria, la guerra, el<br />

campo de batalla, se le antojaban esa noche algo limpio y lejano, donde el enemigo era<br />

quien se hallaba enfrente y Dios –decían– siempre estaba de tu parte.<br />

Dieron las ocho en la torre del Carmen Descalzo. Y sólo un poco más tarde, como si las<br />

campanadas de la iglesia hubieran sido una señal, un ruido de cascos de caballos se dejó<br />

oír al extremo de la calle, tras la esquina formada por la tapia del convento. Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> miró hacia la otra sombra emboscada en el portillo, y el silbido de la<br />

musiquilla de su compañero le indicó que también estaba alerta. Soltó el fiador de la<br />

capa, despojándose de ella para que no le embarazase los movimientos, y la dejó<br />

doblada en el portal. Estuvo observando el ángulo de la calle alumbrado por el farol<br />

mientras el ruido de dos caballos herrados se acercaba despacio. La luz amarillenta<br />

iluminó un reflejo de acero desnudo en el escondrijo del italiano.<br />

<strong>El</strong> capitán se ajustó el coleto de cuero y sacó la espada de la vaina. <strong>El</strong> ruido de<br />

herraduras sonaba en el mismo ángulo de la calle, y una primera sombra enorme,<br />

desproporcionada, empezó a proyectarse moviéndose a lo largo de la pared. <strong>Alatriste</strong><br />

respiró hondo cinco o seis veces, para vaciar del pecho los malos humores; y<br />

sintiéndose lúcido y en buena forma salió del resguardo del portal, la espada en la<br />

diestra, mientras desenvainaba con la siniestra la daga vizcaína. A medio camino, de la<br />

tiniebla del portillo emergió otra sombra con un destello metálico en cada mano; y<br />

aquélla, junto a la del capitán, se movió por la calle al encuentro de las otras dos formas<br />

humanas que el farol ya proyectaba en la pared. Un paso, dos, un paso más. Todo estaba<br />

endiabladamente cerca en la estrecha calleja, y al doblar la esquina las sombras se<br />

encontraron en confuso desconcierto, reluciente acero y ojos espantados por la sorpresa,


usca respiración del italiano cuando eligió a su víctima y se tiró a fondo. Los dos<br />

viajeros venían desmontados, a pie, llevando de las riendas a los caballos, y todo fue<br />

muy fácil al principio, salvo el instante en que los ojos de <strong>Alatriste</strong> fueron del uno al<br />

otro, intentando reconocer al suyo. Su compañero italiano fue más rápido, o<br />

improvisador, pues lo sintió moverse como una exhalación contra el más próximo de los<br />

contrincantes, bien porque había reconocido a su presa o bien porque, indiferente al<br />

acuerdo que asignaba uno a cada cual, se lanzaba sobre el que iba en cabeza y tenía<br />

menos tiempo para mostrarse prevenido. De un modo u otro acertó, pues <strong>Alatriste</strong> pudo<br />

ver a un joven rubio, vestido con traje castaño, la mano en las riendas de un caballo<br />

bayo, lanzar una exclamación de alarma mientras saltaba hacia un lado para esquivar,<br />

milagrosamente, la cuchillada que el italiano acababa de largar sin darle tiempo a echar<br />

mano a la espada.<br />

–¡Steenie!... ¡Steenie!<br />

Parecía más una llamada para alertar al acompañante que un reclamo de auxilio.<br />

<strong>Alatriste</strong> oyó al joven gritar eso dos veces mientras pasaba a su lado, y esquivando la<br />

grupa del caballo, que al sentir libre la rienda empezó a caracolear, alzó la espada hacia<br />

el otro inglés, el vestido de gris, que a la luz del farol se reveló extraordinariamente bien<br />

parecido, de cabello muy rubio y fino bigote. Este segundo joven acababa de soltar la<br />

rienda de su montura, y tras retroceder unos pasos sacaba el acero de la vaina con la<br />

celeridad de un rayo. Hereje o buen cristiano, eso situaba las cosas en sus correctos<br />

términos; así que el capitán se fue a él por derecho, y en cuanto el inglés tendió la<br />

espada para defenderse a distancia, afirmó un pie, avanzó el otro, dio un rápido toque de<br />

su acero contra el enemigo, y apenas apartó aquél la espada, <strong>Alatriste</strong> lanzó un golpe<br />

lateral con la vizcaína para desviar y confundir el arma del contrario. Un instante<br />

después éste había retrocedido otros cuatro pasos y se batía a la desesperada, la espalda<br />

contra el muro y sin espacio para obrar, mientras el capitán se disponía, metódico y<br />

seguro, a meterle tres cuartas de acero por el primer hueco y zanjar la cuestión. Lo que<br />

era cosa hecha, pues aunque el mozo reñía con valor y buen puño, era demasiado fogoso<br />

y estaba ahogándose en su propio esfuerzo. En ésas, <strong>Alatriste</strong> oía a su espalda el tintineo<br />

de las espadas del italiano y el otro inglés, su resuello y sus imprecaciones. Por el<br />

rabillo del ojo alcanzaba a ver el movimiento de las sombras en la pared.<br />

De pronto, en el entrechocar de espadas sonó un gemido, y el capitán percibió la sombra<br />

del inglés más joven cayendo de rodillas. Parecía herido, cubriéndose desde abajo cada<br />

vez con mayor dificultad ante las acometidas del italiano. Aquello pareció sacar de sí al<br />

adversario de <strong>Alatriste</strong>: de golpe lo abandonaron su instinto de supervivencia y la<br />

destreza con que, hasta ese momento, había intentado, mal que bien, tenerlo a raya.<br />

–¡Cuartel para mi compañero! –gritó mientras paraba una estocada, en un español<br />

elemental cargado de fuerte acento–... ¡Cuartel para mi compañero!<br />

Aquello, la distracción y sus gritos, le hicieron ceder un poco la guardia; y al primer<br />

descuido, tras una finta con la daga, el capitán lo desarmó sin esfuerzo. Pardiez con el<br />

hereje de los cojones, pensaba. Qué diablos era aquello de pedir cuartel para el otro,<br />

cuando él mismo estaba a punto de criar malvas. Aún volaba por el aire la espada del<br />

extranjero cuando <strong>Alatriste</strong> dirigió la punta de la suya a la garganta de éste y retrocedió<br />

el codo una cuarta, lo necesario para atravesársela sin problemas y resolver el asunto.<br />

Cuartel para mi compañero. Se necesitaba ser menguado, o inglés, para gritar aquello en<br />

una calle oscura de Madrid, lloviendo estocadas.<br />

Entonces, de nuevo, el inglés hizo algo extraño. En lugar de pedir clemencia para sí, o –<br />

estaba claro que era un mozo valeroso– echar mano al inútil puñalito que aún<br />

conservaba al cinto, dirigió un desesperado vistazo al otro joven, que se defendía<br />

débilmente en el suelo, y señalándoselo a Diego <strong>Alatriste</strong> volvió a gritar:


–¡Cuartel para mi compañero!<br />

<strong>El</strong> capitán detuvo el brazo un instante, desconcertado. Aquel joven rubio de cuidado<br />

bigote, largos cabellos en desorden por el viaje y elegante traje gris cubierto de polvo,<br />

únicamente temía por su amigo, que estaba a punto de ser atravesado por el italiano.<br />

Sólo en ese momento, a la luz del farol que seguía iluminando el escenario de la<br />

refriega, <strong>Alatriste</strong> se permitió considerar los ojos azules del inglés, el rostro fino, pálido,<br />

crispado por una angustia que, saltaba a la vista, no era miedo a perder la propia vida.<br />

Manos blancas, suaves. Rasgos de aristócrata. Todo olía a gente de calidad. Y aquello –<br />

se dijo mientras recordaba rápidamente la conversación con los enmascarados, el deseo<br />

de uno de no hacer mucha sangre y la insistencia del otro, respaldado por el inquisidor<br />

Bocanegra, en asesinar a los viajeros– empezaba a mostrar demasiados ángulos oscuros<br />

como para despacharlo en dos estocadas y quedarse tranquilo.<br />

Así que mierda. Mierda y más mierda. Voto a Dios y al Chápiro Verde y a todos los<br />

diablos del infierno. Aún con la espada a una cuarta del inglés, Diego <strong>Alatriste</strong> dudó, y<br />

el otro se dio cuenta de que dudaba. Entonces, con gesto de extrema nobleza, algo<br />

increíble habida cuenta de la situación en que se veía, lo miró a los ojos y llevó la mano<br />

derecha despacio hasta el pecho, sobre su corazón, como si estuviese formulando un<br />

juramento solemne, y no una súplica.<br />

–¡Cuartel!<br />

Pidió por última vez, ahora casi confidencial, en voz baja. Y Diego <strong>Alatriste</strong>, que seguía<br />

dándose a todos los demonios, supo que ya no podía matar a sangre fría al maldito<br />

inglés, por lo menos aquella noche y en aquel sitio. Y supo también, mientras bajaba el<br />

acero y se volvía hacia el italiano y el otro joven, que estaba a punto de meterse, como<br />

el completo imbécil que era, en una trampa más de su azarosa vida.<br />

Saltaba a la vista que el italiano disfrutaba de lo lindo. Podía haber rematado varias<br />

veces al herido, pero se complacía en asediarlo con falsas estocadas y fintas, cual si<br />

encontrase placer en demorar el golpe definitivo y mortal. Parecía un gato negro y flaco<br />

jugando con el ratón antes de zampárselo. A sus pies, rodilla en tierra y hombro contra<br />

la pared, una mano taponándose la cuchillada que sangraba a través de la ropilla, el<br />

inglés más joven se batía con desmayo, parando a duras penas los ataques del<br />

adversario. No pedía clemencia, sino que su rostro, mortalmente pálido, mostraba una<br />

digna decisión, apretadas las mandíbulas, resuelto –a morir sin proferir una<br />

exclamación, o una queja.<br />

–¡Dejadlo! –le gritó <strong>Alatriste</strong> al italiano. Entre dos estocadas al inglés, éste miró al<br />

capitán, sorprendido de ver junto a él al otro inglés, desarmado y todavía en pie. Dudó<br />

un instante, volvió a mirar a su adversario, le lanzó una nueva estocada sin excesiva<br />

convicción y miró de nuevo al capitán.<br />

–¿Bromeáis? –dijo, dando un paso atrás para tomar aliento, mientras hacía zumbar la<br />

espada con dos tajos en el aire, a diestra y siniestra.<br />

–Dejadlo –insistió <strong>Alatriste</strong>.<br />

<strong>El</strong> italiano se lo quedó mirando de hito en hito, sin dar crédito a lo que acababa de oír. A<br />

la luz macilenta del farol, su rostro devastado por la viruela parecía una superficie lunar.<br />

<strong>El</strong> bigote negro se torció en siniestra sonrisa sobre los dientes blanquísimos.<br />

–No jodáis –dijo al fin.<br />

<strong>Alatriste</strong> dio un paso hacia él, y el italiano miró la espada que tenía en la mano. Desde el<br />

suelo, incapaces de comprender lo que ocurría, los ojos del joven herido iban de uno al<br />

otro, aturdidos.<br />

–Esto no está claro –apuntó el capitán–. Nada claro. Así que ya los mataremos otro día.<br />

<strong>El</strong> otro seguía mirándolo fijamente. La sonrisa se hizo más intensa e incrédula y de<br />

pronto cesó de golpe. Movía la cabeza.


–Estáis loco –dijo–. Esto puede costarnos el cuello.<br />

–Asumo la responsabilidad.<br />

–Ya.<br />

Parecía reflexionar el italiano. De pronto, con la rapidez de un relámpago, le largó al<br />

inglés que estaba en el suelo una estocada tan fulminante que, de no haber interpuesto<br />

<strong>Alatriste</strong> su acero, habría clavado al joven contra la pared. Se revolvió el adversario con<br />

un juramento, y esta vez fue el propio <strong>Alatriste</strong> quien hubo de recurrir a su instinto de<br />

esgrimidor y a toda su destreza para esquivar la segunda estocada, distante sólo dos<br />

pulgadas de alcanzarlo en el corazón, que el italiano le dirigió con las más aviesas<br />

intenciones del mundo.<br />

–¡Ya nos veremos! –gritó el espadachín–. ¡Por ahí!<br />

Y apagando el farol de una patada echó a correr, desapareciendo en la oscuridad de la<br />

calle, de nuevo sombra entre las sombras. Y su risa sonó al cabo de un instante, lejana,<br />

como el peor de los augurios.


V. LOS DOS INGLESES<br />

<strong>El</strong> más joven no estaba herido de gravedad. Lo habían llevado entre su acompañante y<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> más cerca del farol, que encendieron de nuevo; y allí, recostado en la<br />

tapia del huerto de los carmelitas, le echaron un vistazo a la cuchillada que había<br />

recibido del italiano: uno de esos rasguños superficiales, muy aparatosos de sangre pero<br />

sin consecuencia alguna, que luego permitían a los jóvenes pisaverdes pavonearse ante<br />

las damas con el brazo en cabestrillo y a muy poco coste. En aquel caso, ni siquiera el<br />

cabestrillo iba a ser preciso. Su compañero del traje gris le puso un pañuelo limpio<br />

sobre la herida que tenía bajo la axila izquierda, y luego volvió a cerrarle la camisa, el<br />

jubón y la ropilla mientras le hablaba en su lengua suavemente, en voz queda. Durante<br />

la operación, que el inglés realizó dándole la espalda al capitán <strong>Alatriste</strong> como si ya no<br />

temiera nada de él, éste tuvo oportunidad de considerar algunos detalles interesantes.<br />

Por ejemplo que, desmintiendo la aparente serenidad del joven vestido de gris, las<br />

manos le temblaban al principio, cuando abría la ropa de su compañero para comprobar<br />

la gravedad de la herida. También, pese a no saber de la parla inglesa otras palabras que<br />

las que solían cambiarse de barco a barco o de parapeto a parapeto en un campo de<br />

batalla –vocabulario que en el caso de un soldado veterano español se limitaba a fockyú<br />

(que os jodan), sons ofde gyitbich (hijos de la gran puta) y uergoi'n tucat yurbols (os<br />

vamos a cortar los huevos)–, el capitán pudo advertir que el inglés vestido de gris<br />

hablaba a su compañero con una especie de afectuoso respeto; y que mientras aquél lo<br />

llamaba Steenie, que sin duda era un nombre o un apelativo amistoso y familiar, éste<br />

utilizaba el formal término milord para dirigirse al herido. Allí había gato encerrado, y<br />

el gato no era precisamente callejero y sarnoso, sino de Angora.<br />

Tanto despertó aquello la curiosidad de <strong>Alatriste</strong> que, en vez de tomar las de Villadiego<br />

como pedía a gritos su sentido común, se quedó allí quieto, junto a los dos ingleses a<br />

quienes había estado a punto de enviar al otro barrio, mientras reflexionaba<br />

amargamente sobre un hecho cierto: de curiosos están los camposantos llenos. Pero no<br />

era menos cierto que a tales alturas, tras el incidente con el italiano, y con los dos<br />

fulanos de las caretas y fray Emilio Bocanegra esperando resultados, lo del camposanto<br />

era naipe fijo; así que irse, quedarse o bailar una chacona venía a dar lo mismo. Ocultar<br />

la cabeza como aquel raro pájaro que contaban del África, el avestruz, no solucionaría<br />

nada; y además no iba con el carácter de Diego <strong>Alatriste</strong>. Era consciente de que estorbar<br />

el acero del italiano había sido un paso irreparable, sin vuelta atrás; así que no quedaba<br />

más remedio que jugar la partida con las nuevas cartas que el burlón Destino acababa de<br />

ponerle en las manos, aunque éstas fueran pésimas. Miró a los dos jóvenes, que a esas<br />

horas y según lo acordado –llevaba en el bolsillo parte del oro percibido por ello– ya<br />

tenían que ser fiambres, y sintió gotas de sudor en el cuello de la camisa. Perra suerte la<br />

suya, maldijo en silencio. Bonito momento había elegido para jugar a hidalgos, y<br />

caballeros, y escrúpulos de conciencia en semejante callejón de aquel Madrid, con la<br />

que estaba cayendo. Y con la que iba a caer.<br />

<strong>El</strong> inglés vestido de gris se había incorporado y observaba al capitán. Pudo éste a su vez<br />

estudiarlo a la luz del farol: bigotillo rizado y rubio, aire elegante, cercos de fatiga bajo<br />

los ojos azules. Apenas treinta años y mucha calidad. Y como el otro, pálido como la


cera. La sangre aún no había vuelto a sus rostros desde que <strong>Alatriste</strong> y el italiano les<br />

cayeron encima.<br />

–Estamos en deuda con vuestra merced –dijo el de gris, y tras una breve pausa, añadió–<br />

A pesar de todo.<br />

Era el suyo un español lleno de imperfecciones, con fuerte acento de allá arriba, o sea,<br />

británico. Y su tono parecía sincero; resultaba evidente que él y su compañero habían<br />

visto de verdad la muerte cara a cara, sin paños calientes ni heroicos redobles, sino a<br />

oscuras y casi por la espalda, cual ratas en un callejón distante varias leguas de todo lo<br />

remotamente parecido a la gloria. Experiencia que de vez en cuando no está de más<br />

vivan algunos miembros de las clases altas, demasiado acostumbrados a cascarla de<br />

perfil entre pifanos y tambores. <strong>El</strong> caso es que de vez en cuando parpadeaba sin apartar<br />

los ojos del capitán, como sorprendido de seguir vivo. Y lo cierto es que ya podía<br />

estarlo, el hereje.<br />

–A pesar de todo –repitió.<br />

<strong>El</strong> capitán no supo qué decir. A fin de cuentas, pese al desenlace de la escaramuza, él y<br />

su compañero de fortuna habían intentado asesinar a aquellos jóvenes señores Smith, o<br />

quien infiernos fuesen. Para llenar la embarazosa pausa miró alrededor, y vio relucir en<br />

el suelo la espada del inglés. Así que fue a por ella y se la devolvió. <strong>El</strong> tal Steenie, o<br />

Thomas Smith, o como diantre se llamara realmente, la sopesó pensativo antes de<br />

meterla en la vaina. Seguía mirando a <strong>Alatriste</strong> con aquellos ojos azules y francos que<br />

tan incómodo hacían sentirse al capitán.<br />

–En el primer momento os creímos... –dijo, y aguardó como si esperase que <strong>Alatriste</strong><br />

completara sus palabras. Pero éste se limitó a encoger los hombros. En ese momento el<br />

herido hizo gesto de incorporarse, y el llamado Steenie se volvió hacia él para ayudarlo.<br />

Ambos tenían ahora sus espadas en las vainas y, a la luz del farol que seguía ardiendo<br />

en el suelo, observaban al capitán con curiosidad.<br />

–No sois un vulgar salteador –concluyó por fin el tal Steenie, que iba recobrando poco a<br />

poco el color.<br />

<strong>Alatriste</strong> le echó un vistazo al más joven, a quien su compañero había llamado varias<br />

veces milord. Bigotito rubio, manos finas, apariencia aristocrática a pesar de la ropa de<br />

viaje, el polvo y la suciedad del camino. Si aquel individuo no era de muy buena<br />

familia, el capitán estaba dispuesto a profesar en la fe del turco. Por su vida que sí.<br />

–¿Vuestro nombre? –preguntó el del traje gris.<br />

Era extraño que siguieran vivos, porque aquellos herejes eran unos ingenuos. O quizá<br />

seguían vivos precisamente por eso. La cuestión es que <strong>Alatriste</strong> permaneció silencioso<br />

e impasible; no era hombre dado a confidencias, y menos ante dos fulanos a los que<br />

había estado a punto de despachar. Así que no podía imaginar en nombre de qué<br />

pensaba ese pisaverde que iba a abrirle su corazón por las buenas. De todos modos, a<br />

pesar del interés que sentía por averiguar qué carajo era todo aquello, el capitán empezó<br />

a pensar si no sería mejor poner tierra de por medio. Entrar en el terreno de las<br />

preguntas y las explicaciones no era algo que conviniera lo más mínimo. Además, podía<br />

aparecer alguien: la ronda de corchetes o algún inoportuno que complicase las cosas.<br />

Incluso, puestos en lo peor, al italiano podía ocurrírsele regresar silbando su tirurí–ta–ta<br />

y con refuerzos para rematar la faena. <strong>El</strong> pensamiento le hizo echar un vistazo a la calle<br />

oscura a su espalda, preocupado. Había que irse de allí, y rápido.<br />

–¿Quién os envía? –insistió el inglés.<br />

Sin contestar, <strong>Alatriste</strong> fue en busca de su capa y se la puso terciada sobre un hombro,<br />

dejando libre la mano de manejar la espada, por si acaso. Los caballos seguían cerca,<br />

arrastrando las riendas por el suelo.<br />

–Monten y váyanse –dijo por fin.


<strong>El</strong> llamado Steenie no se movió, limitándose a consultar con su compañero, que no<br />

había pronunciado una palabra en castellano y apenas parecía comprender el idioma. A<br />

veces cambiaban unas frases en su lengua, en voz baja, y el herido terminaba asintiendo<br />

con la cabeza. Por fin, el joven del traje gris se dirigió a <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Vuestra merced iba a matarme y no lo hizo –dijo–. También salvó la vida de mi<br />

amigo... ¿Por qué?<br />

–Los años. Me vuelven blando.<br />

Negó el inglés con la cabeza.<br />

–Ésto no es casual –miró a su compañero y luego al capitán, con renovada atención–.<br />

Alguien los envió contra nosotros, ¿verdad?<br />

<strong>El</strong> capitán empezaba a amostazarse con tanta pregunta, y más cuando vio que su<br />

interlocutor iniciaba un gesto hacia la bolsa que le pendía del cinto, dando a entender<br />

que cualquier palabra útil podía ser remunerada de modo conveniente. Entonces frunció<br />

el ceño, se retorció el bigote y apoyó la mano en el pomo de la espada.<br />

–Míreme bien la cara vuestra merced –dijo–... ¿Tengo aspecto de ir contándole mi vida<br />

a la gente?<br />

<strong>El</strong> inglés lo miró fijo, de hito en hito, y apartó despacio la mano de la bolsa.<br />

–No –concedió–. Realmente no lo tiene.<br />

<strong>Alatriste</strong> movió la cabeza, aprobador.<br />

–Celebro que se dé cuenta de eso. Ahora cojan sus caballos y lárguense. Mi compañero<br />

podría volver.<br />

–¿Y vos?<br />

–Yo soy cosa mía.<br />

Volvieron a cambiar unas palabras los ingleses. <strong>El</strong> del traje gris parecía reflexionar<br />

cruzados los brazos, apoyada la barbilla en los dedos pulgar e índice. Un gesto<br />

desusado, lleno de afectación, más propio de los palacios elegantes de Londres que de<br />

una calleja sombría del viejo Madrid, que en él, sin embargo, parecía habitual; como si<br />

estuviese acostumbrado a adoptar con frecuencia cuidadas poses ante la gente. Tan<br />

blanco y rubio tenía todo el aire de un lindo o un cortesano; pero lo cierto era que se<br />

había batido con destreza y valor, igual que su compañero. Cuyos modales, observó el<br />

capitán, estaban cortados por el mismo patrón. Un par de mozos de buena crianza,<br />

concluyó. Con mujeres, religión o política de por medio. Quizá las tres cosas a la vez.<br />

–Esto no debe saberse –dijo por fin el inglés; y Diego <strong>Alatriste</strong> se echó a reír quedo,<br />

entre dientes.<br />

–No soy el más interesado en que se sepa.<br />

Su interlocutor pareció sorprendido por aquella risa, o tal vez le costó comprender el<br />

sentido de las palabras; pero al cabo de un instante sonrió también. Una sonrisa leve,<br />

cortés. Un poco desdeñosa.<br />

–Hay muchas cosas en juego –apuntó.<br />

En eso <strong>Alatriste</strong> estaba por completo de acuerdo.<br />

–Mi cabeza –murmuró–. Por ejemplo.<br />

Si el inglés había captado la ironía, no pareció prestarle atención. De nuevo<br />

reflexionaba.<br />

–Mi amigo necesita descansar un poco. Y el hombre que lo hirió puede estar<br />

aguardándonos más adelante... –de nuevo dedicó un momento a estudiar a quien tenía<br />

ante si, intentando calibrar cuánto de conspiración y cuánto de sinceridad había en su<br />

actitud. Al cabo encogió los hombros, dando a entender que ni él ni su compañero<br />

disponían de muchas opciones para elegir–... ¿ Conoce vuestra merced nuestro destino<br />

final?<br />

<strong>Alatriste</strong> sostuvo impávido su mirada.


–Puede ser.<br />

¿Conoce la casa de las Siete Chimeneas?<br />

–Quizás.<br />

–¿Nos guiaría hasta allí?<br />

–No.<br />

–¿Iría a llevar un mensaje nuestro?<br />

–Ni lo soñéis.<br />

Aquel fulano debía de haberlo tomado por imbécil. Era justo lo que faltaba: ir a meterse<br />

en la boca del lobo, poniendo sobre aviso al embajador inglés y a sus criados. La<br />

curiosidad mató al gato, se dijo mientras echaba un vistazo inquieto alrededor. Se<br />

repitió que ya iba siendo ocasión de cuidar el pellejo que, sin duda, más de uno estaría<br />

dispuesto a agujerearle a aquellas horas. Era tiempo de ocuparse de sí mismo; de modo<br />

que hizo ademán de terminar la conversación. Pero el inglés aún lo retuvo un instante.<br />

–¿Conoce vuestra merced algún lugar cercano donde podamos encontrar ayuda?... ¿O<br />

descansar un poco?<br />

Iba a negar Diego <strong>Alatriste</strong> por última vez, antes de desaparecer entre las sombras,<br />

cuando una idea cruzó su pensamiento con el fulgor de un relámpago. Él mismo no<br />

tenía donde guarecerse, pues el italiano y más gente provista por los enmascarados y el<br />

padre Bocanegra podía ir a buscarlo a su casa de la calle del Arcabuz, donde a esas<br />

horas yo dormía como un bendito. Pero a mí nadie iba a hacerme daño; y a él, sin<br />

embargo, le rebanarían el gaznate antes de que tuviera tiempo de echar mano a la<br />

blanca. Había una oportunidad de conseguir resguardo aquella noche y ayuda para lo<br />

que estuviera por venir; y al mismo, tiempo socorrer a los ingleses, averiguando más<br />

sobre ellos y sobre quienes con tanto afán procuraban su despacho para el otro mundo.<br />

Esa carta en la manga, de la que Diego <strong>Alatriste</strong> procuraba no usar en exceso jamás, se<br />

llamaba Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Y su casa palacio estaba a cien<br />

pasos de allí.<br />

–Te has metido en un buen lío.<br />

Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, era<br />

apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el<br />

juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja. Por la época de la aventura<br />

de los dos ingleses debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, y se hallaba en la<br />

flor de la vida. Hijo del viejo conde de Guadalmedina –Don Fernando Gonzaga de la<br />

Marca, héroe de las campañas de Flandes en tiempos del gran Felipe II y de su sucesor<br />

Felipe III–, Álvaro de la Marca había heredado de su progenitor una grandeza de<br />

España, y podía estar cubierto en presencia del joven monarca, el Cuarto Felipe, que le<br />

dispensaba su amistad; y a quien, se decía, acompañaba en nocturnos lances amorosos<br />

con actrices y damas de baja estofa, a las que uno y otro eran aficionados. Soltero,<br />

mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había<br />

comprado al Rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del<br />

anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por<br />

asunto de faldas, o de celos. En aquella España corrupta donde todo estaba en venta,<br />

desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los<br />

beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la<br />

Corte; una influencia que además se veía prestigiada por un breve pero brillante<br />

historial militar de juventud, desde que con veintipocos años había formado parte del<br />

estado mayor del duque de Osuna, peleando contra los venecianos y contra el turco a<br />

bordo de las galeras españolas de Nápoles. De aquellos tiempos, precisamente, databa<br />

su conocimiento de Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Un lío endiablado –repitió Guadalmedina.


<strong>El</strong> capitán se encogió de hombros. Estaba destocado y sin capa, de pie en una pequeña<br />

salita decorada con tapices flamencos, y junto a él, sobre una mesa forrada de terciopelo<br />

verde, tenía un vaso de aguardiente que no había probado. Guadalmedina, vestido con<br />

exquisito batín de noche y zapatillas de raso, fruncido el ceño con preocupación, se<br />

paseaba de un lado a otro ante la chimenea encendida, reflexionando sobre lo que<br />

<strong>Alatriste</strong> acababa de contarle: la historia verdadera de lo ocurrido, paso a paso excepto<br />

un par de omisiones, desde el episodio de los enmascarados hasta el desenlace de la<br />

emboscada en el callejón. <strong>El</strong> conde era una de las pocas personas en que podía fiar a<br />

ciegas; y como había decidido mientras conducía hasta su casa a los dos ingleses,<br />

tampoco tenía mucho donde elegir.<br />

–¿Sabes a quiénes has intentado matar hoy?<br />

–No. No lo sé –<strong>Alatriste</strong> escogía con sumo cuidado sus palabras–. En principio, a un tal<br />

Thomas Smith y a su compañero. Al menos eso me dicen. O me dijeron.<br />

–¿Quién te lo dijo?<br />

–Es lo que quisiera saber yo.<br />

Álvaro de la Marca se había detenido ante él y lo miraba, entre admirado y reprobador.<br />

<strong>El</strong> capitán se limitó a mover la cabeza en un breve gesto afirmativo, y oyó al aristócrata<br />

murmurar «cielo santo» antes de recorrer de nuevo el cuarto arriba y abajo. En ese<br />

momento los ingleses estaban siendo atendidos en el mejor salón de la casa por los<br />

criados del conde, movilizados a toda prisa. Mientras <strong>Alatriste</strong> esperaba, había estado<br />

oyendo el trajín de puertas abriéndose y cerrándose, voces de criados en la puerta y<br />

relinchos en las caballerizas, desde las que llegaba, a través de las ventanas<br />

emplomadas, el resplandor de antorchas. La casa toda parecía en pie de guerra. <strong>El</strong><br />

mismo conde había escrito urgentes billetes desde su despacho antes de reunirse con<br />

<strong>Alatriste</strong>. A pesar de su sangre fría y su habitual buen humor, pocas veces el capitán lo<br />

había visto tan alterado.<br />

–Así que Thomas Smith –murmuró el conde.<br />

–Eso dijeron.<br />

–Thomas Smith tal cual, a secas.<br />

–Eso es.<br />

Guadalmedina se había detenido otra vez ante él.<br />

–Thomas Smith mis narices –remachó por fin, impaciente–. <strong>El</strong> del traje gris se llama<br />

Jorge Villiers. ¿Te suena?... –con gesto brusco cogió de la mesa el vaso que <strong>Alatriste</strong><br />

mantenía intacto y se lo bebió de un solo trago–. Más conocido en Europa por su título<br />

inglés: marqués de Buckingham.<br />

Otro hombre con menos temple que Diego <strong>Alatriste</strong> y Tenorio, antiguo soldado de los<br />

tercios de Flandes, habría buscado con urgencia una silla donde sentarse. O para ser más<br />

exactos, donde dejarse caer. Pero se mantuvo erguido, sosteniendo la mirada de<br />

Guadalmedina como si nada de aquello fuera con él. Sin embargo, mucho más tarde,<br />

ante una jarra de vino y conmigo como único testigo, el capitán reconocería que en<br />

aquel momento hubo de colgar los pulgares del cinto para evitar que las manos le<br />

temblaran. Y que la cabeza se puso a darle vueltas como si estuviese en el ingenio<br />

giratorio de una feria. <strong>El</strong> marqués de Buckingham, eso lo sabía cualquiera en España,<br />

era el joven favorito del Rey Jacobo I de Inglaterra: flor y nata de la nobleza inglesa,<br />

famoso caballero y elegante cortesano, adorado por las damas, llamado a muy altos<br />

destinos en el regimiento de los asuntos de Estado de Su Majestad británica. De hecho<br />

lo hicieron duque semanas más tarde, durante su estancia en Madrid.<br />

–Resumiendo –concluyó, ácido, Guadalmedina–. Que has estado a punto de despachar<br />

al valido del Rey de Inglaterra, que viaja de incógnito. Y en cuanto al otro...<br />

–¿John Smith?


Esta vez había una nota de resignado humor en el tono de Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />

Guadalmedina inició el gesto de llevarse las manos a la cabeza, y el capitán observó que<br />

la sola mención de micer John Smith, fuera quien fuese, hacía palidecer al aristócrata.<br />

Al cabo de un instante, Álvaro de la Marca se pasó la uña de un pulgar por la barbita<br />

que llevaba recortada en perilla y volvió a mirar al capitán de arriba abajo, admirado.<br />

–Eres increíble, <strong>Alatriste</strong> –dio dos pasos por el cuarto, se detuvo de nuevo y volvió a<br />

mirarlo del mismo modo–. Increíble.<br />

Hablar de amistad sería excesivo para definir la relación entre Guadalmedina y el<br />

antiguo soldado; pero sí podríamos hablar de mutua consideración, en los límites de<br />

cada cual. Álvaro de la Marca estimaba sinceramente al capitán; la historia arrancaba de<br />

cuando, en su juventud, Diego <strong>Alatriste</strong> había servido en Flandes destacándose bajo las<br />

banderas del viejo conde de Guadalmedina, que ya entonces tuvo oportunidad de<br />

mostrarle afición y aprecio. Más tarde, los azares de la guerra pusieron al joven conde<br />

cerca de <strong>Alatriste</strong>, en Nápoles, y se contaba que, aunque simple soldado, éste rindió al<br />

hijo de su antiguo general algunos servicios importantes cuando la desastrosa jornada de<br />

las Querquenes. Álvaro de la Marca no había olvidado aquello, y con el tiempo,<br />

heredada fortuna y títulos, trocadas las armas por la vida cortesana, no echó en vacío al<br />

capitán. De vez en cuando alquilaba sus servicios como espadachín para solventar<br />

asuntos de dinero, escoltarlo en aventuras galantes y peligrosas, o ajustar cuentas con<br />

maridos cornudos, rivales en amores y acreedores molestos, como en el caso del<br />

marquesito de Soto, a quien, recordemos, <strong>Alatriste</strong> había administrado en la fuente del<br />

Acero, por prescripción del propio Guadalmedina, una dosis letal de lo mismo. Pero<br />

lejos de abusar de aquella situación, cual sin duda habría hecho buena parte de los<br />

valentones licenciados que andaban por la Corte tras un beneficio o unos doblones,<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> mantenía las distancias, sin acudir al conde salvo en ocasiones como<br />

aquélla, de absoluta y desesperada necesidad. Algo que, por otra parte, nunca hubiera<br />

hecho de no tener por cierta la calidad de los hombres a quienes había atacado. Y la<br />

gravedad de cuanto estaba a punto de caerle encima.<br />

–¿Estás seguro de que no reconociste a ninguno de los enmascarados que te encargaron<br />

el negocio?<br />

–Ya lo he dicho a vuestra merced. Parecía gente de respeto, más no pude identificar a<br />

ninguno.<br />

Guadalmedina se acarició de nuevo la perilla.<br />

–¿Sólo estaban ellos dos contigo aquella noche?<br />

–<strong>El</strong>los dos, que yo recuerde.<br />

–Y uno dijo de no matarlos, y el otro que sí.<br />

–Más o menos.<br />

<strong>El</strong> conde miró detenidamente a <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Algo me ocultas, pardiez.<br />

<strong>El</strong> capitán volvió a encoger los hombros, sosteniendo la mirada de su protector.<br />

–Quizás –repuso con calma.<br />

Álvaro de la Marca sonrió torcidamente, manteniendo sobre él sus ojos escrutadores. Se<br />

conocían de sobra como para saber que <strong>Alatriste</strong> no iba a decir nada más de lo que había<br />

dicho, aun en el caso de que el conde amenazara con desentenderse del asunto y echarlo<br />

a la calle.<br />

–Está bien –concluyó–. Al fin y al cabo, es tu cuello el que está en juego.<br />

<strong>El</strong> capitán asintió con gesto fatalista. Una de las pocas imprecisiones en el relato hecho<br />

al conde consistía en callar la actuación de fray Emilio Bocanegra. No porque deseara<br />

proteger la persona del inquisidor –que más bien debía ser temido que protegido–, sino<br />

porque, a pesar de la ilimitada confianza que tenía en Guadalmedina, él no era ningún


delator. Una cosa era hablar de dos enmascarados, y otra muy distinta denunciar a quien<br />

le había encomendado un trabajo; por más que uno de éstos fuese el fraile dominico, y<br />

toda aquella historia, y su desenlace, pudiera costarle al propio <strong>Alatriste</strong> acabar en las<br />

poco simpáticas manos del verdugo. <strong>El</strong> capitán pagaba la benevolencia del aristócrata<br />

poniendo en sus manos la suerte de aquellos ingleses y también la suya propia. Pero<br />

aunque viejo soldado y acero a sueldo, él también tenía sus retorcidos códigos. No<br />

estaba dispuesto a violentarlos aunque le fuese la vida en ello, y eso Guadalmedina lo<br />

sabía de sobra. Otras veces, cuando era el nombre de Álvaro de la Marca el que andaba<br />

en juego, el capitán se había negado a revelarlo a terceros, siempre con idéntico aplomo.<br />

En la reducida porción de mundo que, pese a sus vidas tan dispares, ambos compartían,<br />

aquéllas eran las reglas. Y Guadalmedina no estaba dispuesto a infringirlas, ni siquiera<br />

con aquel inesperado marqués de Buckingham y su acompañante sentados en el salón<br />

de la casa. Era evidente, por su expresión, que Álvaro de la Marca meditaba a toda prisa<br />

sobre el mejor partido que podía sacar al secreto de Estado que el azar y Diego <strong>Alatriste</strong><br />

habían ido a poner en sus manos.<br />

Un criado se detuvo respetuosamente en el umbral. <strong>El</strong> conde fue hasta él, y Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> los oyó cambiar algunas palabras en voz baja. Cuando se retiró el fámulo,<br />

Guadalmedina vino al capitán, pensativo.<br />

–Había previsto avisar al embajador inglés, pero esos caballeros dicen que no resulta<br />

conveniente que el encuentro tenga lugar en mi casa... Así que, como ya están<br />

repuestos, voy a hacer que varios hombres de mi confianza, y yo mismo con ellos, los<br />

escolten hasta la casa de las Siete Chimeneas, para evitar más encuentros desagradables.<br />

–¿Puedo hacer algo para ayudar a vuestra merced?<br />

<strong>El</strong> conde lo miró con irónico fastidio.<br />

–Ya has hecho bastante por hoy, me temo. Lo mejor es que te quites de en medio.<br />

<strong>Alatriste</strong> asintió, y con un íntimo suspiro hizo el gesto resignado, lento, de despedirse.<br />

Era obvio que no podía volver a su casa, ni a la de ningún conocido habitual; y si<br />

Guadalmedina no le ofrecía alojamiento, se exponía a vagar por las calles a merced de<br />

sus enemigos o de los corchetes de Martín Saldaña, que tal vez estaban alertados sobre<br />

el suceso. <strong>El</strong> conde sabía todo eso. Y sabía también que Diego <strong>Alatriste</strong> nunca le pediría<br />

ayuda claramente; era demasiado orgulloso para hacerlo. Y si Guadalmedína no daba<br />

por recibido el mensaje tácito, el capitán no tendría más remedio que afrontar de nuevo<br />

la calle sin otro recurso que su espada. Pero ya sonreía el conde, distraído en sus<br />

reflexiones.<br />

–Puedes quedarte aquí esta noche –dijo–. Y mañana veremos qué nos depara la vida...<br />

He ordenado que te dispongan una habitación.<br />

<strong>Alatriste</strong> se relajó imperceptiblemente. Por la puerta entreabierta vio cómo al aristócrata<br />

le preparaban la ropa. Observó que los criados traían también un coleto de ante y varias<br />

pistolas cargadas. Álvaro de la Marca no parecía dispuesto a que sus invitados de<br />

fortuna corrieran más riesgos.<br />

–Dentro de unas horas se extenderá la noticia de la llegada de estos señores, y todo<br />

Madrid estará patas arriba –suspiró el conde–. <strong>El</strong>los me piden bajo palabra de<br />

gentilhombre que se silencie la noticia de la escaramuza contigo y con tu acompañante,<br />

y que tampoco se sepa que los ayudaste a buscar refugio aquí... Todo esto es muy<br />

delicado, <strong>Alatriste</strong>. Y va en ello bastante más que tu cuello. Oficialmente el viaje ha de<br />

terminar, sin incidentes, ante la residencia del embajador inglés. Y es lo que vamos a<br />

procurar ahora mismo.<br />

Había iniciado el movimiento hacia el cuarto donde le aderezaban las ropas, cuando de<br />

pronto pareció recordar algo.


–Por cierto –añadió, parándose–, desean verte antes de irse. No sé cómo diantre<br />

resolviste al final la cuestión, pero después que les conté quién eres y cómo se fraguó<br />

todo, no parecen guardarte demasiado rencor. ¡Esos ingleses y su condenada flema<br />

británica! ... Voto a Dios que si me hubieras dado a mí el susto que les diste a ellos, yo<br />

estaría pidiendo a gritos tu cabeza. No habría tardado un minuto en hacerte asesinar.<br />

La entrevista fue breve, y tuvo lugar en el enorme vestíbulo, bajo un cuadro del Tiziano<br />

que mostraba a Dánae a punto de ser fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro.<br />

Álvaro de la Marca, ya vestido y equipado como para asaltar una galera turca, con<br />

culatas de pistolas sobresaliéndole del cinto junto a la espada y la daga, condujo al<br />

capitán al lugar donde los ingleses se disponían a salir envueltos en sus capas, rodeados<br />

de criados del conde que también iban armados hasta los dientes. Afuera aguardaban<br />

más criados con antorchas y alabardas, y sólo faltaba un tambor para que aquello<br />

pareciese una ronda nocturna de soldados en vísperas de escaramuza.<br />

–He aquí al hombre –dijo Guadalmedina, irónico, mostrándoles al capitán.<br />

Los ingleses se habían aseado y repuesto del viaje. Sus ropas estaban cepilladas y<br />

razonablemente limpias, y el más joven llevaba un amplio pañuelo alrededor del cuello,<br />

sosteniéndole el brazo, del que tenía cercana la herida. <strong>El</strong> otro inglés, el del traje gris,<br />

identificado como Buckingham por Álvaro de la Marca, había recuperado una<br />

arrogancia que <strong>Alatriste</strong> no recordaba haberle visto durante la refriega del callejón. Por<br />

aquel tiempo, Jorge Villiers, marqués de Buckingham, era ya gran almirante de<br />

Inglaterra y gozaba de considerable influencia cerca del Rey Jacobo I. Apuesto,<br />

ambicioso, inteligente, romántico y aventurero, estaba a punto de recibir el título ducal<br />

con que lo conocerían la Historia y la leyenda. Ahora, todavía joven y en plena<br />

ascensión hasta la más alta privanza de la corte de Saint James, el favorito del Rey de<br />

Inglaterra miraba con displicente atención a su agresor, y <strong>Alatriste</strong> soportó impávido el<br />

escrutinio. Marqués, arzobispo o villano, aquel tipo elegante de rasgos agraciados no le<br />

daba frío ni calor, ya fuera valido del Rey Jacobo o primo hermano del Papa. Eran fray<br />

Emilio Bocanegra y los dos enmascarados los que iban a quitarle el sueño aquella<br />

noche, y mucho se temía que también algunas más.<br />

–Casi nos mata hoy, en la calle –dijo muy sereno el inglés en su español con fuerte<br />

acento extranjero, dirigiéndose más a Guadalmedina que a <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Siento lo ocurrido –respondió el capitán, tranquilo, con una inclinación de cabeza–.<br />

Pero no todos somos dueños de nuestras estocadas.<br />

<strong>El</strong> inglés aún lo miró con fijeza unos instantes. Asomaba un aire despectivo a sus ojos<br />

azules, esfumada de ellos la sorprendida espontaneidad de los primeros momentos tras<br />

la lucha en el callejón. Había tenido tiempo para recapacitar, y el recuerdo de haberse<br />

visto a merced de un espadachín desconocido lastimaba su amor propio. De ahí aquella<br />

recién estrenada arrogancia, que <strong>Alatriste</strong> no había visto por ninguna parte cuando a la<br />

luz del farol cruzaban las espadas.<br />

–Creo que estamos en paz –dijo por fin. Y volviendo con brusquedad la espalda,<br />

empezó a ponerse los guantes.<br />

A su lado, el inglés más joven, el supuesto John Smith, permanecía en silencio. Tenía la<br />

frente despejada, blanca y noble, y sus rasgos eran finos, con manos delicadas y pose<br />

elegante. Aquello, a pesar de las ropas de viaje, delataba a la legua a un jovencito de<br />

buenísima familia. <strong>El</strong> capitán vislumbró una leve sonrisa bajo el todavía suave bigote<br />

rubio. Iba a hacer una nueva inclinación de cabeza y retirarse, cuando el joven<br />

pronunció unas palabras en su lengua que hicieron volver la cabeza al otro inglés. Por el<br />

rabillo del ojo, <strong>Alatriste</strong> vio sonreír a Guadalmedina, que además del francés y el latín<br />

hablaba la parla de los herejes.


–Mi amigo dice que os debe la vida –Jorge Villiers parecía incómodo, como si por su<br />

parte ya hubiera dado por concluida la conversación, y ahora tradujera a su pesar las<br />

palabras del más joven–. Que la última estocada que le tiró el hombre de negro era<br />

mortal.<br />

–Es posible –<strong>Alatriste</strong> también se permitió una breve sonrisa–. Todos tuvimos suerte<br />

esta noche, me parece.<br />

<strong>El</strong> inglés terminó de ponerse los guantes mientras escuchaba con atención las palabras<br />

que le dirigía su compañero.<br />

–También pregunta mi amigo qué fue lo que hizo a vuestra merced cambiar de bando, y<br />

de idea.<br />

–No he cambiado de bando –dijo <strong>Alatriste</strong>–. Yo siempre estoy en el mío. Yo cazo solo.<br />

<strong>El</strong> más joven lo miró un rato, reflexivo, mientras le traducían aquella respuesta. De<br />

pronto parecía maduro y con más autoridad que su acompañante. <strong>El</strong> capitán observó que<br />

hasta Guadalmedina le mostraba más deferencia que al otro, a pesar de ser Buckingham<br />

quien era. Entonces el joven habló de nuevo, y su compañero protestó en su lengua,<br />

como si no estuviese de acuerdo en traducir aquellas últimas palabras. Pero el más joven<br />

insistió, con un tono de autoridad que <strong>Alatriste</strong> no le había oído antes.<br />

–Dice el caballero –tradujo Buckingham de mala gana, en su imperfecto español– que<br />

no importa quién seáis y cuál sea vuestro oficio, pero que vuestra merced obró con<br />

nobleza al no permitir que lo asesinaran como un perro, a traición... Dice que a pesar de<br />

todo se considera en deuda con vos y desea que lo sepáis... Dice –y en este punto el<br />

traductor dudó un momento y cambió una mirada de preocupación con Guadalmedina<br />

antes de proseguir– que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del Rey<br />

Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el<br />

marqués de Buckingham... Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible<br />

publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro Rey de Inglaterra,<br />

Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego <strong>Alatriste</strong> pudo<br />

asesinarlo, y no quiso.


VI. EL ARTE DE HACER ENEMIGOS<br />

Al día siguiente, Madrid despertó con la noticia increíble. Carlos Estuardo, cachorro del<br />

leopardo inglés, impaciente por la lentitud de las negociaciones matrimoniales con la<br />

infanta doña María, hermana de nuestro Rey Don Felipe Cuarto, había concebido con su<br />

amigo Buckingham ese proyecto extraordinario y descabellado: viajar a Madrid de<br />

incógnito para conocer a su novia, transformando en novela de amor caballeresco la fría<br />

combinación diplomática que llevaba meses dilatándose en las cancillerías. La boda<br />

entre el príncipe anglicano y la princesa católica se había convertido, a tales alturas, en<br />

un complicadísimo encaje de bolillos en el que terciaban embajadores, diplomáticos,<br />

ministros, gobiernos extranjeros y hasta Su Santidad el Papa de Roma, que debía<br />

autorizar el enlace y que, por supuesto, trataba de sacar la mejor tajada posible. De<br />

modo que, harto de que le marearan la perdiz –o como se llame lo que cazan los<br />

condenados ingleses–, la imaginación juvenil del príncipe de Gales, secundada por<br />

Buckingham, decidió abreviar el trámite. De ese modo habían proyectado entre los dos<br />

aquella aventura llena de azares y peligros, en la seguridad de que marchar a España sin<br />

avisos ni protocolos suponía conquistar en el acto a la infanta para llevarla a Inglaterra,<br />

ante la mirada asombrada de la Europa entera y con el aplauso y las bendiciones de los<br />

pueblos español e inglés.<br />

Ése, más o menos, era el meollo del negocio. Vencida la inicial resistencia del Rey<br />

Jacobo, éste dio a ambos jóvenes su bendición y los autorizó a ponerse en camino. A fin<br />

de cuentas, si para el viejo Rey el riesgo de la empresa acometida por su hijo era grande<br />

–un accidente, fracaso o desaire español pondrían en entredicho el honor de Inglaterra–,<br />

las ventajas a obtener de su feliz término equilibraban el asunto. En primer lugar, tener<br />

de cuñado de su vástago al monarca de la nación que entonces seguía siendo la más<br />

poderosa del mundo, no era cosa baladí. Además, aquel matrimonio, deseado por la<br />

corte inglesa y acogido con más frialdad por el conde de Olivares y los consejeros ultra<br />

católicos del Rey de España, pondría fin a la vieja enemistad entre las dos naciones.<br />

Consideren vuestras mercedes que apenas habían transcurrido treinta años desde la<br />

Armada Invencible; ya saben, cañonazo va y ola viene y todo a tomar por saco, con<br />

aquel pulso fatal entre nuestro buen Rey Don Felipe Segundo y esa arpía pelirroja que<br />

se llamó Isabel de Inglaterra, amparo de protestantes, hideputas y piratas, más conocida<br />

por la Reina Virgen, aunque maldito si puede uno imaginarse virgen de qué. <strong>El</strong> caso es<br />

que una boda del jovencito hereje con nuestra infanta –que no era Venus pero tenía<br />

buen ver, según la pintó Don Diego Velázquez algo más tarde, joven y rubia, una<br />

señora, con aquel labio suyo tan de los Austrias– abriría pacíficamente a Inglaterra las<br />

puertas del comercio en las Indias Occidentales, resolviendo según los intereses<br />

británicos la patata caliente del Palatinado; que no pienso resumir aquí porque para eso<br />

están los libros de Historia.<br />

Así pintaban los naipes la noche que yo dormí como un bendito en mi jergón de la calle<br />

del Arcabuz, ignorante de la que se estaba cociendo, mientras el capitán <strong>Alatriste</strong> pasaba<br />

las horas en blanco, una mano en la culata de la pistola y la espada al alcance de la otra,<br />

en una habitación de servicio del conde de Guadalmedina. En cuanto a Carlos Estuardo<br />

y Buckingham, se alojaron con bastante más comodidad y todos los honores en casa del<br />

embajador inglés; y a la mañana siguiente, conocida la noticia y mientras los consejeros


del Rey nuestro señor, con el conde de Olivares a la cabeza, intentaban buscar una<br />

salida a semejante compromiso diplomático, el pueblo de Madrid acudió en masa ante la<br />

casa de las Siete Chimeneas a vitorear al osado viajero. Carlos Estuardo era joven,<br />

ardiente y optimista; acababa de cumplir los veintidós años y, con ese aplomo que<br />

tienen los jóvenes con aplomo, estaba tan seguro de la seducción de su gesto como del<br />

amor de una infanta a la que aún no conocía; con la certeza de que los españoles,<br />

haciendo honor a nuestra fama de caballerosos y hospitalarios, quedaríamos<br />

conquistados, igual que su dama, por tan gallardo gesto. Y en eso tenía razón el mozo.<br />

Si en el casi medio siglo de reinado de nuestro buen e inútil monarca Don Felipe<br />

Cuarto, por mal nombre llamado el Grande, los gestos caballerescos y hospitalarios, la<br />

misa en días de guardar y el pasearse con la espada muy tiesa y la barriga vacía llenaran<br />

el puchero o pusieran picas en Flandes, otro gallo nos hubiese cantado a mí, al capitán<br />

<strong>Alatriste</strong>, a los españoles en general y a la pobre España en su conjunto. A ese tiempo<br />

infame lo llaman Siglo de Oro. Más lo cierto es que, quienes lo vivimos y sufrimos, de<br />

oro vimos poco; y de plata, la justa. Sacrificio estéril, gloriosas derrotas, corrupción,<br />

picaresca, miseria y poca vergüenza, de eso sí que tuvimos a espuertas. Lo que pasa es<br />

que luego uno va y mira un cuadro de Diego Velázquez, oye unos versos de Lope o de<br />

Calderón, lee un soneto de Don Francisco de Quevedo, y se dice que bueno, que tal vez<br />

mereció la pena.<br />

Pero a lo que iba. Les estaba contando que la noticia de la aventura corrió como pólvora<br />

seca, y ésta ganó el corazón de todo Madrid; aunque al Rey nuestro señor y al conde de<br />

Olivares, como se supo a los postres, la llegada sin ser invitado del heredero de la<br />

corona británica les sentó como un buen pistoletazo entre las cejas. Se guardaron las<br />

formas, por supuesto, y todo fueron agasajos y parabienes. Y de la escaramuza del<br />

callejón, ni media palabra. De los pormenores se enteró Diego <strong>Alatriste</strong> cuando el conde<br />

de Guadalmedina regresó a casa, ya entrada la mañana, feliz por el éxito que acababa de<br />

apuntarse escoltando a los dos jóvenes y haciéndose acreedor de su gratitud y de la del<br />

embajador inglés. Después de las cortesías de rigor en la casa de las Siete Chimeneas,<br />

Guadalmedina había sido llamado con urgencia al Alcázar Real, donde puso al corriente<br />

del episodio al Rey nuestro señor y al primer ministro. Empeñada su palabra, el conde<br />

no podía revelar los pormenores de la emboscada; pero Álvaro de la Marca supo, sin<br />

incurrir en el desagrado regio ni faltar a su fe de caballero, expresar sobrados detalles,<br />

gestos, sobreentendidos y silencios, para que tanto el monarca como el valido<br />

comprendieran, horrorizados, que a los dos imprudentes viajeros habían estado apunto<br />

de hacerlos filetes en un callejón oscuro de Madrid.<br />

La explicación, o al menos algunas de las claves que bastaron para darle a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> idea de con quién se jugaba los maravedís, le vino por boca de Guadalmedina;<br />

que tras pasar media mañana haciendo viajes entre la casa de las Siete Chimeneas y<br />

Palacio, traía noticias frescas, aunque no muy tranquilizadoras para el capitán.<br />

–En realidad el negocio es simple –resumía el conde–. Inglaterra lleva tiempo<br />

presionando para que se celebre la boda, pero Olivares y el Consejo, que está bajo su<br />

influencia, no tienen prisa. Eso de que una infanta de Castilla matrimonie con un<br />

príncipe anglicano les huele a azufre... A sus dieciocho años, el Rey es demasiado<br />

joven; y en esto, como en todo lo demás, se deja guiar por Olivares. En realidad los del<br />

círculo íntimo creen que el valido no tiene intención de dar su visto bueno a la boda,<br />

salvo que el Príncipe de Gales se convierta al catolicismo. Por eso Olivares da largas, y<br />

por eso el joven Carlos ha decidido coger el toro por los cuernos y plantearnos el hecho<br />

consumado.


Álvaro de la Marca despachaba un refrigerio sentado a la mesa forrada de terciopelo<br />

verde. Era media mañana, estaban en la misma habitación donde había recibido la noche<br />

anterior a Diego <strong>Alatriste</strong>, y el aristócrata comía con mucha afición trozos de empanada<br />

de pollo y un cuartillo de vino en jarra de plata: su éxito diplomático y social en aquella<br />

jornada le avivaba el apetito. Había invitado a <strong>Alatriste</strong> a acompañarlo tomando un<br />

bocado, pero el capitán rechazó la invitación. Permanecía de pie, apoyado en la pared,<br />

viendo comer a su protector. Estaba vestido para salir, con capa, espada y sombrero<br />

sobre una silla próxima, y en el rostro sin afeitar mostraba las trazas de la noche pasada<br />

en blanco.<br />

–¿A quién cree vuestra merced que incomoda más ese matrimonio?<br />

Guadalmedina lo miró entre dos bocados.<br />

–Uf. A mucha gente –dejó la empanada en el plato y se puso a contar con los dedos<br />

relucientes de grasa–––. En España, la Iglesia y la Inquisición están rotundamente en<br />

contra. A eso hay que añadir que el Papa, Francia, Saboya y Venecia siguen dispuestos<br />

a cualquier cosa con tal de impedir la alianza entre Inglaterra y España... ¿Te imaginas<br />

lo que hubiera ocurrido si anoche llegáis a matar al príncipe y a Buckingham?<br />

–La guerra con Inglaterra, supongo.<br />

<strong>El</strong> conde atacó de nuevo su refrigerio.<br />

–Supones bien –apuntó, sombrío–. De momento hay acuerdo general para silenciar el<br />

incidente. <strong>El</strong> de Gales, y Buckingham sostienen que fueron objeto de un ataque de<br />

salteadores comunes, y el Rey y Olivares han hecho como que se lo creían. Después, a<br />

solas, el Rey le pidió una investigación al valido, y éste prometió ocuparse de ello –<br />

Guadalmedina se detuvo para beber un largo trago de vino, secándose luego bigote y<br />

perilla con una enorme servilleta blanca, crujiente de almidón–... Conociendo a<br />

Olivares, estoy seguro de que él mismo podría haber montado el golpe; aunque no lo<br />

creo capaz de llegar tan lejos. La tregua con Holanda está a punto de romperse, y sería<br />

absurdo distraer el esfuerzo de guerra en una empresa innecesaria contra Inglaterra...<br />

<strong>El</strong> conde liquidó la empanada mirando distraídamente el tapiz flamenco colgado en la<br />

pared a espaldas de su interlocutor: caballeros asediando un castillo e individuos con<br />

turbante tirándoles flechas y piedras desde las almenas con muy mala sangre. <strong>El</strong> tapiz<br />

llevaba más de treinta años allí colgado, desde que el viejo general Don Fernando de la<br />

Marca lo requisó como botín durante el último saqueo de Amberes, en los tiempos<br />

gloriosos del gran Rey Don Felipe. Ahora, su hijo Álvaro masticaba despacio frente a<br />

él, reflexionando. Después sus ojos volvieron a <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Esos enmascarados que alquilaron tus servicios pueden ser agentes pagados por<br />

Venecia, Saboya, Francia, o vete a saber.. ¿Estás seguro de que eran españoles?<br />

–Tanto como vuestra merced y como yo. Y gente de calidad.<br />

–No te fíes de la calidad. Aquí todo el mundo presume de lo mismo: de cristiano viejo,<br />

hijodalgo y caballero. Ayer tuve que despedir a mi barbero, que pretendía afeitarme con<br />

su espada colgada del cinto. Hasta los lacayos la llevan. Y como el trabajo es mengua de<br />

la honra, no trabaja ni Cristo.<br />

–Estos que yo digo sí eran gente de calidad. Y españoles.<br />

–Bueno. Españoles o no, viene a ser lo mismo. Como si los de afuera no pudieran<br />

pagarse cualquier cosa aquí adentro... –el aristócrata soltó una risita amarga–. En esta<br />

España austriaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano.<br />

Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de<br />

tapadillo a la primera oportunidad. En cuanto a lo demás, qué te voy a contar. Nuestra<br />

conciencia... –le dirigió un vistazo al capitán por encima de su jarra de plata–. Nuestras<br />

espadas...<br />

–O nuestras almas –rubricó <strong>Alatriste</strong>.


Guadalmedina bebió un poco sin dejar de mirarlo.<br />

–Sí –dijo–. Tus enmascarados pueden, incluso, estar a sueldo de nuestro buen pontífice<br />

Gregorio XV. <strong>El</strong> Santo Padre no puede ver a los españoles ni en pintura.<br />

La gran chimenea de piedra y mármol estaba apagada, y el sol que entraba por las<br />

ventanas sólo era tibio; pero aquella mención a la Iglesia bastó para que Diego <strong>Alatriste</strong><br />

sintiera un calor incómodo. La imagen siniestra de fray Emilio Bocanegra cruzó de<br />

nuevo su memoria como un espectro. Había pasado la noche viéndola dibujarse en el<br />

techo oscuro del cuarto, en las sombras de los árboles al otro lado de la ventana, en la<br />

penumbra del corredor; y la luz del día no era suficiente para hacerla desvanecerse. Las<br />

palabras de Guadalmedina la materializaban de nuevo, a modo de mal presagio.<br />

–Sean quienes sean –proseguía el conde–, su objetivo está claro: impedir la boda, dar<br />

una lección terrible a Inglaterra, y hacer estallar la guerra entre ambas naciones. Y tú, al<br />

cambiar de idea, lo arruinaste todo. Lo tuyo ha sido de licenciado en el arte de hacerse<br />

enemigos, así que yo, en tu lugar, cuidaría el pellejo. <strong>El</strong> problema es que no puedo<br />

protegerte más. Contigo aquí podría verme implicado. Yo que tú haría un viaje largo,<br />

muy lejos... Y sepas lo que sepas, no lo cuentes ni bajo confesión. Si de esto se entera<br />

un cura, cuelga los hábitos, vende el secreto y se hace rico.<br />

–¿Y qué pasa con el inglés?... ¿Ya está a salvo?<br />

Guadalmedina aseguró que por supuesto. Con toda Europa al corriente, el inglés podía<br />

considerarse tan seguro como en su condenada Torre de Londres. Una cosa era que<br />

Olivares y el Rey estuviesen dispuestos a seguir dándole largas, a agasajarlo mucho y a<br />

hacerle promesa tras promesa hasta que se aburriera y se fuese con viento fresco, y otra<br />

que no garantizaran su seguridad.<br />

–Además –prosiguió el conde– Olivares es listo y sabe improvisar. Igual cambia de<br />

idea, y el Rey con él. ¿Sabes qué le ha dicho esta mañana delante de mí al de Gales?...<br />

Que si no obtenían dispensa de Roma y no podía darle a la infanta como esposa, se la<br />

daría como amante... ¡Es grande, ese Olivares! Un hideputa con pintas, hábil y<br />

peligroso, más listo que el hambre. Y Carlos tan contento, seguro de tener ya a doña<br />

María en los brazos.<br />

–¿Se sabe cómo ve ella el asunto?<br />

–Tiene veinte años, así que imagínate. Se deja querer. Que un hereje de sangre real,<br />

joven y guapo, sea capaz de lo que ha hecho éste por ella, la repele y fascina al mismo<br />

tiempo. Pero es una infanta de Castilla, así que el protocolo lo tiene todo previsto. Dudo<br />

que los dejen pelar la pava a solas ni para decir un avemaría... Precisamente volviendo<br />

para acá se me ha ocurrido el comienzo de un soneto:<br />

Vino Gales a bodas con la infanta<br />

en procura de tálamo y princesa,<br />

ignorante el leopardo que esta empresa<br />

no corona el audaz, sino el que aguanta.<br />

–... ¿Qué te parece? –Álvaro, de la Marca miró inquisitivo a <strong>Alatriste</strong>, que sonreía un<br />

poco, divertido y prudente, absteniéndose de opinar–. Bueno, yo no soy Lope, pardiez.<br />

E imagino que tu amigo Quevedo pondría serios reparos; más para tratarse de versos<br />

míos no están mal... Si los ves circulando por ahí en hojas anónimas, ya sabes de quién<br />

son... En fin –el conde apuró el resto del vino y se puso en pie, tirando la servilleta<br />

sobre la mesa–. Volviendo a temas graves, lo cierto es que una alianza con Inglaterra<br />

nos compondría bien contra Francia; que después de los protestantes, y aún diría yo que<br />

más, es nuestra principal amenaza en Europa. A lo mejor con el tiempo cambian de idea


y se celebra el casorio; aunque por los comentarios que conozco en privado del Rey y de<br />

Olivares, me sorprendería mucho.<br />

Anduvo unos pasos por la habitación, miró de nuevo el tapiz robado por su padre en<br />

Amberes y se detuvo, pensativo, ante la ventana.<br />

–De una u otra forma –prosiguió– una cosa era acuchillar anoche a un viajero anónimo<br />

que oficialmente no estaba aquí, y otra muy distinta atentar hoy contra la vida del nieto,<br />

de María Estuardo, huésped del Rey de España y futuro monarca de Inglaterra. <strong>El</strong><br />

momento ha pasado. Por eso imagino que tus enmascarados estarán furiosos, clamando<br />

venganza. Además, no les conviene que los testigos puedan hablar; y la mejor manera<br />

de silenciar a un testigo es convertirlo en cadáver... –se había vuelto a mirar con fijeza a<br />

su interlocutor–. ¿Captas la situación? Me alegro. Y ahora, capitán <strong>Alatriste</strong>, te he<br />

dedicado demasiado tiempo y tengo cosas que hacer; entre ellas concluir mí soneto. Así<br />

que búscate la vida. Y que Dios te ampare.<br />

Todo Madrid era una gran fiesta, y la curiosidad popular había convertido la casa de las<br />

Siete Chimeneas en pintoresca romería. Grupos de curiosos subían por la calle de Alcalá<br />

hasta la iglesia del Carmen Descalzo, congregándose al otro lado ante la residencia del<br />

embajador inglés, donde algunos alguaciles mantenían blandamente alejada a la gente<br />

que aplaudía el paso de cualquiera de las carrozas que iban y venían desde las cocheras<br />

de la casa. Se pedía a gritos que el príncipe de Gales saliera a saludar; y cuando a media<br />

mañana un joven rubio se asomó un momento a una de las ventanas, lo acogió<br />

estruendosa ovación, a la que el mozo correspondió con un gesto de la mano, tan gentil<br />

que de inmediato le ganó la voluntad del populacho congregado en la calle. Generoso,<br />

simpático, acogedor con quien sabía llegarle al corazón, el pueblo de Madrid había de<br />

dispensar al heredero del trono de Inglaterra, durante los meses que pasó en la Corte,<br />

siempre idénticas muestras de aprecio y benevolencia. Otra hubiera sido la historia de<br />

nuestra desgraciada España si los impulsos del pueblo, a menudo generoso, hubieran<br />

primado con más frecuencia frente a la árida razón de Estado, el egoísmo, la venalidad y<br />

la incapacidad de nuestros políticos, nuestros nobles y nuestros monarcas. <strong>El</strong> cronista<br />

anónimo se lo hace decir a ese mismo pueblo en el viejo romance del Cid, y uno<br />

recuerda con frecuencia sus palabras cuando considera la triste historia de nuestras<br />

gentes, que siempre dieron lo mejor de sí mismas, su inocencia, su dinero, su trabajo y<br />

su sangre, viéndose en cambio tan mal pagadas: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese<br />

buen señor».<br />

<strong>El</strong> caso es que el entusiasta vecindario madrileño acudió aquella mañana a festejar al de<br />

Gales, y yo mismo estuve allí acompañando a Caridad la Lebrijana, que no quería<br />

perderse el espectáculo. No sé si les he contado que la Lebrijana tenía por entonces<br />

treinta o treinta y cinco años y era una andaluza vulgar y hermosa, morena, todavía de<br />

trapío y buenas trazas, ojos grandes, negros y vivos, y pecho opulento, que había sido<br />

actriz de comedias durante cinco o seis años, y puta otro tanto en una casa de la calle de<br />

las Huertas. Cansada de aquella vida, con las primeras patas de gallo había empleado<br />

sus ahorros en comprar la taberna del Turco, y de ella vivía ahora con relativas decencia<br />

y holgura. Añadiré, sin que sea faltar a ningún secreto, que la Lebrijana estaba<br />

enamorada hasta los tuétanos de mi señor <strong>Alatriste</strong>, y que a tal título le fiaba en<br />

condumio y materia líquida; y que la vecindad del alojamiento del capitán, comunicada<br />

por la misma corrala con la puerta trasera de la taberna y la vivienda de la Lebrijana,<br />

facilitaba que ambos compartieran cama con cierta frecuencia. Cierto es que el capitán<br />

siempre se mostró discreto en mi presencia; pero cuando vives con alguien, a la larga<br />

esas cosas se notan. Y yo, aunque jovencito y de Oñate, nunca fui ningún pardillo.<br />

Aquel día, les contaba, acompañé a Caridad la Lebrijana por las calles Mayor, Montera<br />

y Alcalá, hasta la residencia del embajador inglés, y allí nos quedamos con la


muchedumbre que vitoreaba al de Gales, entre ociosos y gentes de toda condición<br />

convocadas por la curiosidad. Convertida la calle en mentidero más zumbón que las<br />

gradas de San Felipe, pregonaban sus bebidas aguadores y alojeros, vendíanse<br />

pastelillos y vidrios de conserva, se instalaban improvisados bodegones de puntapié<br />

para saciar el hambre por unas monedas, pordioseaban los mendigos, alborotaban<br />

criadas, pajes y escuderos, corrían todo tipo de especies e invenciones fabulosas, se<br />

parloteaban en corros los acontecimientos y los rumores de palacio, y eran alabados el<br />

cuajo y la audacia caballeresca del joven príncipe, haciéndose todos lenguas, y en<br />

especial las mujeres, de su elegancia y figura, así como las demás prendas de su persona<br />

y la de Buckingham. Y de ese modo, animadamente, muy a la española, iba<br />

transcurriendo la mañana.<br />

–¡Tiene buen porte! –decía la Lebrijana, después que vimos al presunto príncipe<br />

asomarse a la ventana–. Talle fino y donaire... ¡Hará linda pareja con nuestra infanta!<br />

Y se enjugaba las lágrimas con la punta de la toquilla. Como la mayor parte del público<br />

femenino, estaba de parte del enamorado; pues la audacia de su gesto había ganado las<br />

voluntades, y todos consideraban el asunto cosa hecha.<br />

–Lástima que ese boquirrubio sea hereje. Pero eso lo arregla un buen confesor, y un<br />

bautismo a tiempo –la buena mujer, en su ignorancia, creía que los anglicanos eran<br />

como los turcos, que no los bautizaba nadie–... ¡Pueden más dos mamellas que dos<br />

centellas!<br />

Y se reía, agitando aquel pecho opulento que a mi me tenía fascinado, y que en cierto<br />

modo –entonces me resultaba difícil explicarlo– me recordaba el de mi madre.<br />

Recuerdo perfectamente la sensación que me producía el escote de Caridad la Lebrijana<br />

cuando se inclinaba a servir la mesa y la blusa insinuaba, moldeados por su propio peso,<br />

aquellos volúmenes grandes, morenos y llenos de misterio. Con frecuencia me<br />

preguntaba qué haría el capitán con ellos cuando me mandaba a comprar algo, o a jugar<br />

a la calle, y se quedaba solo en casa con la Lebrijana; y yo, bajando la escalera de dos<br />

en dos peldaños, la oía a ella reír arriba, muy fuerte y alegre.<br />

En ésas estábamos, aplaudiendo con entusiasmo a toda figura que se asomaba a las<br />

ventanas, cuando apareció el capitán <strong>Alatriste</strong>. Aquélla no era, ni mucho menos, la<br />

primera noche que pasaba fuera de nuestra casa; de modo que yo había dormido a<br />

pierna suelta, sin inquietud alguna. Pero al verlo ante la casa de las Siete Chimeneas<br />

intuí que algo ocurría. Llevaba el sombrero bien calado sobre la cara, la capa envuelta<br />

en torno al cuello y las mejillas sin rasurar a pesar de lo avanzado de la mañana; él, que<br />

con su disciplina de viejo soldado tan cuidadoso era de una digna apariencia. Sus ojos<br />

claros también parecían cansados y recelosos al mismo tiempo, y se le veía caminar<br />

entre la gente con el gesto suspicaz de quien, de un momento a otro, espera una mala<br />

pasada. Tras las primeras palabras pareció más relajado, cuando aseguré que nadie había<br />

preguntado por él, ni durante la noche ni por la mañana. La Lebrijana dijo lo mismo<br />

respecto a la taberna: ni desconocidos ni preguntas. Después, al apartarme un poco, la oí<br />

inquirir en voz baja en qué malos pasos andaba metido de nuevo. Volvime a mirarlos<br />

con disimulo, la oreja atenta; pero Diego <strong>Alatriste</strong> se limitaba a permanecer silencioso,<br />

mirando las ventanas del embajador inglés con expresión impasible.<br />

Había también entre los curiosos gente de calidad, sillas de manos, literas y coches,<br />

incluso dos o tres carrozas con damas y sus dueñas acechando tras las cortinillas; y los<br />

vendedores ambulantes se acercaban a ofrecerles refresco y golosinas. Al echarles un<br />

vistazo me pareció reconocer uno de los carruajes: era oscuro, sin escudo en la<br />

portezuela, con dos buenas mulas en los arreos. <strong>El</strong> cochero charlaba en un corro de<br />

curiosos, así que pude ir hasta el estribo sin que nadie me importunase. Y allí, en la<br />

ventanilla, una mirada azul y unos tirabuzones rubios bastaron para darme la certeza de


que mi corazón, que palpitaba alocadamente hasta querérseme salir del pecho, no había<br />

errado.<br />

–A vuestro servicio –dije, afirmando la voz a duras penas.<br />

Ignoro cómo, con los pocos años que por aquel entonces tenía Angélica de Alquézar,<br />

alguien puede llegar a sonreír como ella lo hizo esa mañana ante la casa de las Siete<br />

Chimeneas; pero lo cierto es que lo hizo. Una sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de<br />

sabiduría infinita al mismo tiempo. Una de aquellas sonrisas que ninguna niña ha tenido<br />

tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada<br />

penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos<br />

de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era<br />

entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y<br />

lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos<br />

percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado<br />

más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las<br />

debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu salud o a tu provecho.<br />

<strong>El</strong> caso es que la mocita rubia, de ojos como el cielo claro y frío de Madrid en invierno,<br />

sonrió al reconocerme; incluso se inclinó un poco hacia mí entre crujidos de seda de su<br />

vestido mientras apoyaba una mano delicada y blanca en el marco de la ventanilla. Yo<br />

estaba junto al estribo del coche de mi pequeña dama, y la euforia de la mañana y el<br />

ambiente caballeresco de la situación me acícateaban la audacia. También reforzaba mi<br />

aplomo el hecho de vestir aquel día con cierto decoro, gracias a un jubón marrón oscuro<br />

y unas viejas medias calzas pertenecientes al capitán <strong>Alatriste</strong>, que el hilo y la aguja de<br />

Caridad la Lebrijana habían ajustado a mi talla, dejándolas como nuevas.<br />

–Hoy no hay barro en la calle –dijo, y su voz me estremeció hasta la punta de la<br />

coronilla. Era el suyo un tono quedo y seductor, nada infantil. Casi demasiado grave<br />

para su edad. Algunas damas usaban ese mismo tono al dirigirse a sus galanes en las<br />

jácaras representadas en las plazas, y en las comedias. Pero Angélica de Alquézar –cuyo<br />

nombre yo ignoraba todavía– no era actriz, y era una niña. Nadie le había enseñado a<br />

fingir aquel eco oscuro, aquel modo de pronunciar las palabras de un modo capaz de<br />

hacerte sentir como un hombre hecho y derecho, y además el único existente en mil<br />

leguas a la redonda.<br />

–No hay barro –repetí, sin prestar atención a lo que yo mismo decía–. Y lo siento,<br />

porque eso me impide tal vez serviros de nuevo.<br />

Con las últimas palabras me llevé la mano al corazón. Reconozcan, por tanto, que no me<br />

las compuse mal; y que la respuesta galante y el gesto estuvieron a la altura de la dama<br />

y de las circunstancias. Así debió de ser, pues en vez de desentenderse de mí, ella sonrió<br />

otra vez. Y yo fui el mozo más feliz, y más galante, y más hidalgo del mundo.<br />

–Es el paje del que os hablé –dijo entonces ella, dirigiéndose a alguien que estaba a su<br />

lado, en el interior del coche, y a quien yo no podía ver–. Se llama Íñigo, y vive en la<br />

calle del Arcabuz –estaba vuelta de nuevo hacia mí, que la miraba con la boca abierta,<br />

fascinado por el hecho de que fuera capaz de recordar mi nombre–. Con un capitán, ¿no<br />

es cierto?... Un tal capitán Batiste, o <strong>El</strong>triste.<br />

Hubo un movimiento en la penumbra del interior del coche y, primero una mano de<br />

uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse<br />

en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la<br />

orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el<br />

rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, redonda la cabeza,<br />

villano el pelo escaso, deslucido y gris como su bigote y su perilla. Todo en él, a pesar<br />

de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los<br />

rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca


limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada<br />

arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron<br />

una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto, compartía coche, y tal vez lazos<br />

de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el<br />

extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando<br />

la niña pronunció el nombre del capitán <strong>Alatriste</strong>.


VII. LA RÚA DEL PRADO<br />

<strong>El</strong> día siguiente era domingo. Empezó en fiesta, y a pique estuvo para Diego <strong>Alatriste</strong> y<br />

para mí de terminar en tragedia. Pero no adelantemos acontecimientos. La parte festiva<br />

del asunto transcurrió en torno a la rúa que, en espera de la presentación oficial ante la<br />

Corte y la infanta, el Rey Don Felipe IV ordenó en honor de sus ilustres huéspedes. En<br />

aquel tiempo se llamaba hacer la rúa al paseo tradicional que todo Madrid recorría en<br />

carroza, a pie o a caballo, bien por la carrera de la calle Mayor, entre Santa María de la<br />

Almudena y las gradas de San Felipe y la puerta del Sol, o bien prolongando el<br />

itinerario calle abajo, hasta las huertas del duque de Lerma, el monasterio de los<br />

Jerónimos y el Prado del mismo nombre.<br />

Respecto a la calle Mayor, ésta era vía de tránsito obligada desde el centro de la villa al<br />

Alcázar Real, y también lugar de plateros, joyeros y tiendas elegantes; por eso al caer la<br />

tarde se llenaba de carrozas con damas, y caballeros luciéndose ante ellas. En cuanto al<br />

Prado de San Jerónimo, grato en días de sol invernal y en tardes de verano, era lugar<br />

arbolado y verde, con veintitrés fuentes, muchas tapias de huertas y una alameda por<br />

donde circulaban carruajes y paseantes en amena conversación. También era sitio de<br />

cita social y galanteo, propicio para lances furtivos de enamorados, y lo más granado de<br />

la corte se solazaba en su paisaje. Pero quien mejor resumió todo esto de hacer la rúa<br />

fue Don Pedro Calderón de la Barca, algunos años más tarde, en una de sus comedias:<br />

Por la mañana estaré<br />

en la iglesia a que acudís;<br />

por la tarde, si salís<br />

en la Carrera os veré;<br />

al anochecer iré<br />

al Prado, al coche arrimado;<br />

luego, en la calle embozado:<br />

ved si advierte bien mi amor<br />

horas de calle Mayor<br />

misa, reja, coche y Prado.<br />

Ningún lugar, pues, más idóneo para que nuestro monarca el Cuarto Felipe, galante<br />

como cosa propia de sus jóvenes años, decidiera organizar el primer conocimiento<br />

oficioso entre su hermana la infanta y el gallardo pretendiente inglés. Todo debía<br />

transcurrir, naturalmente, dentro de los límites del decoro y el protocolo propios de la<br />

Corte española; cuyas reglas eran tan estrictas que la regia familia tenía establecido, de<br />

antemano, lo por hacer en todos y cada uno de los días y horas de su vida. No es de<br />

extrañar, por tanto, que la visita inesperada del ilustre aspirante a cuñado fuese acogida<br />

por el monarca como pretexto para romper la rígida etiqueta palatina, e improvisar<br />

fiestas y salidas. Pusiéronse manos a la obra, organizándose un paseo de carrozas en el<br />

que participó todo aquel que era algo en la Corte; y el pueblo ofició como testigo de<br />

aquella exhibición caballeresca que tanto halagaba el orgullo nacional y que, sin duda, a<br />

los ingleses parecería singular y asombrosa. Por cierto, cuando el futuro Carlos I<br />

inquirió sobre la posibilidad de saludar a su novia, aunque fuera con un simple buenas


tardes, el conde de Olivares y el resto de los consejeros españoles se miraron<br />

gravemente unos a otros antes de comunicar a Su Alteza, con mucho protocolo<br />

diplomático y mucha política, que verdes las habían segado. Era impensable que nadie,<br />

ni siquiera un príncipe de Gales, que oficialmente aún no había sido presentado, hablase<br />

o pudiera acercarse a la infanta doña Maria, o a cualquier otra dama de la familia real.<br />

Con todo recato se verían al pasar, y gracias.<br />

Yo mismo estaba en la calle con los curiosos, y reconozco que el espectáculo fue el<br />

colmo de la galantería y la finura, con la flor y la nata de Madrid vestida de sus mejores<br />

galas; pero, al mismo tiempo, y a causa del todavía oficial incógnito de nuestros<br />

visitantes, todo el mundo se comportó con la mayor naturalidad, como quien no quiere<br />

la cosa. <strong>El</strong> de Gales, Buckingham, el embajador inglés y el conde de Gondomar, nuestro<br />

diplomático en Londres, estaban en una carroza cerrada en la puerta de Guadalajara –<br />

una carroza invisible, pues se había prohibido expresamente vitorearla o señalar su<br />

presencia– y desde allí Carlos vio pasar por primera vez los carruajes que llevaban de<br />

paseo a la familia real. En uno de ellos, junto a nuestra bellísima reina de veinte años<br />

doña Isabel de Borbón, vio por fin el de Gales a la infanta doña María, que en plena<br />

juventud lucía rubia, guapa y discreta, con un vestido de brillante brocado y, al brazo, la<br />

cinta azul convenida para que la reconociera su pretendiente. Entre idas y venidas por la<br />

calle Mayor y el Prado, tres veces pasó la carroza aquella tarde junto a la de los<br />

ingleses; y aunque apenas dio tiempo al príncipe de ver unos ojos azules y un dorado<br />

cabello adornado con plumas y piedras preciosas, cuentan que quedó rendidamente<br />

enamorado de nuestra infanta. Y así debió de ser, pues durante los cinco meses<br />

siguientes permanecería en Madrid, en demanda de conseguirla como esposa, mientras<br />

el Rey lo agasajaba como a un hermano y el conde de Olivares le daba largas y lo<br />

toreaba con la mayor diplomacia del mundo. La ventaja es que, mientras hubo<br />

esperanzas de boda, los ingleses hicieron una tregua en lo de hacernos la puñeta<br />

apresándonos galeones de Indias con sus piratas, sus corsarios, sus amigos holandeses y<br />

la puta que los parió; así que bueno fue lo comido por lo servido.<br />

Desoyendo los consejos del conde de Guadalmedina, el capitán <strong>Alatriste</strong> no puso pies<br />

en polvorosa ni quiso esconderse de nadie. Ya he contado en el capítulo anterior que, la<br />

misma mañana en que Madrid conoció la llegada del de Gales, el capitán vino a pasear<br />

ante la misma casa de las Siete Chimeneas; y aún tuve ocasión de encontrarlo entre el<br />

gentío de la calle Mayor cuando la célebre rúa de aquel domingo, mirando pensativo la<br />

carroza de los ingleses. Inclinada, eso sí, el ala del chapeo sobre el rostro, y bien<br />

dispuesto el disimulado rebozo de la capa. Después de todo, ni lo cortés ni lo valiente<br />

suponen dar tres cuartos al pregonero.<br />

Aunque nada me había contado de la aventura, yo estaba al tanto de que algo ocurría. La<br />

noche siguiente me había mandado a dormir a casa de la Lebrijana, so pretexto de que<br />

tenía gente que recibir para cierto negocio. Pero luego supe que la pasó en vela, con dos<br />

pistolas cargadas, espada y daga. Nada ocurrió, sin embargo; y con las luces del alba<br />

pudo echarse a dormir tranquilo. De ese modo lo hallé al regresar por la mañana:<br />

humeante el candil sin aceite, y él echado sobre la cama con la ropa puesta y arrugada,<br />

armas al alcance de la mano, respirando recia y acompasadamente por la boca<br />

entreabierta, con una expresión obstinada en el ceño fruncido.<br />

Era fatalista el capitán <strong>Alatriste</strong>. Tal vez su condición de viejo soldado –había peleado<br />

en Flandes y el Mediterráneo tras escapar de la escuela para alistarse como paje y<br />

tambor a los trece años– dejó impresa en él aquella manera tan suya de encajar el riesgo,<br />

los malos tragos, las incertidumbres y sinsabores de una vida bronca, difícil, con el<br />

estoicismo de quien se acostumbra a no esperar otra cosa. Su talante encajaba en la<br />

definición que ese mariscal francés, Grammont, haría de los españoles un poco más


tarde: «<strong>El</strong> valor les es bastante natural, así como la paciencia en los trabajos y la<br />

confianza en la adversidad.. Los señores soldados rara vez se asombran de los malos<br />

sucesos, y se consuelan con la esperanza del pronto retorno de su buena fortuna ... ». O<br />

esa otra francesa, Madame de Aulnoy, que contó: «Se les ve expuestos a la injuria de los<br />

tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la<br />

opulencia y la prosperidad»... Vive Dios que todo esto es muy cierto; y yo, que conocí<br />

tales tiempos y aun los peores que vinieron después, puedo dar buena fe. En cuanto a<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>, el orgullo y la soberbia le iban por dentro, y sólo se manifestaban en<br />

sus testarudos silencios. Ya dije que, a diferencia de tantos valentones que se retorcían<br />

el mostacho y hablaban fuerte en las calles y mentideros de la Corte, a él nunca lo oí<br />

fanfarronear sobre los recuerdos de su larga vida militar. Pero a veces viejos camaradas<br />

de armas sacaban a relucir, en torno a una jarra de vino, historias relacionadas con él<br />

que yo escuchaba con avidez; pues, para mis pocos años, Diego <strong>Alatriste</strong> no era sino el<br />

trasunto del padre que había perdido honrosamente en las guerras del Rey nuestro señor:<br />

uno de esos hombres pequeños, duros y bragados en los que tan pródiga fue siempre<br />

España para lo bueno y para lo malo, y a los que se refería Calderón –mi señor <strong>Alatriste</strong>,<br />

esté en la gloria o donde esté, disimulará que cite tanto a Don Pedro Calderón en vez de<br />

a su amado Lope– al escribir:<br />

...Sufren a pie quedo<br />

con un semblante, bien o malpagados.<br />

Nunca la sombra vil vieron del miedo,<br />

y aunque soberbios son, son reportados.<br />

Todo lo sufren en cualquier asalto;<br />

sólo no sufren que les hablen alto.<br />

Recuerdo un episodio que me impresionó de modo especial, sobre todo porque marcaba<br />

bien a las claras– el talante del capitán <strong>Alatriste</strong>. Juan Vicuña, que había sido sargento<br />

de caballos cuando el desastre de nuestros tercios en las dunas de Nieuport –triste la<br />

madre que allí tuvo hijo–, describió varias veces, componiendo trozos de pan y jarras de<br />

vino sobre la mesa de la taberna del Turco, la derrota sufrida por los españoles. Él, mi<br />

padre y Diego <strong>Alatriste</strong> habían sido de los afortunados que llegaron a ver ponerse el sol<br />

en aquella funesta jornada; cosa que no puede decirse de los 5.000 compatriotas,<br />

incluidos 150 jefes y capitanes, que dejaron la piel frente a holandeses, ingleses y<br />

franceses; que aunque a menudo guerreaban entre si, no tenían reparo en coaligarse<br />

unos con otros cuando se trataba de jodernos bien. En Nieuport les salió a pedir de boca:<br />

era muerto el maestre de campo Don Gaspar Zapena, y apresados el almirante de<br />

Aragón y otros jefes principales. Ya nuestras tropas en desbandada, Juan Vicuña, caídos<br />

todos sus oficiales, herido él mismo en el brazo que perdería de gangrena semanas más<br />

tarde, se retiró con su diezmada compañía junto a los restos de las tropas extranjeras<br />

aliadas. Y contaba Vicuña que, al mirar por última vez atrás antes de escapar a uña de<br />

caballo, vio cómo el veterano Tercio Viejo de Cartagena –en cuyas filas formaban mi<br />

padre y <strong>Alatriste</strong>– intentaba abandonar el campo de batalla sembrado de cadáveres,<br />

entre una turba de enemigos que lo arcabuceaban y acribillaban con mosquetes y<br />

artillería. Había muertos, agonizantes y fugitivos hasta donde abarcaba la vista, refería<br />

Vicuña. Y en pleno desastre, bajo el sol abrasador que deslumbraba las dunas de arena,<br />

entre el fuerte viento y los remolinos que lo cubrían de humo y polvo, las compañías del<br />

viejo Tercio, erizadas de picas, formadas en cuadro alrededor de sus banderas<br />

desgarradas por la metralla, escupiendo mosquetazos por los cuatro costados, se<br />

retiraban muy despacio sin romper la formación, impávidas, estrechando filas después


de cada brecha abierta por la artillería enemiga que no osaba acercárseles. En los altos,<br />

los soldados conversaban en calma con sus oficiales y luego volvían a ponerse en<br />

marcha sin dejar de batirse, terribles incluso en la derrota; cerrados y serenos como si<br />

estuvieran en un desfile, al paso que les marcaba el lentísimo redoble de sus tambores.<br />

–<strong>El</strong> Tercio de Cartagena llegó a Nieuport al anochecer –concluía Vicuña, moviendo con<br />

su única mano los últimos trozos de pan y jarras que quedaban sobre la mesa–. Siempre<br />

al paso y sin apresurarse: setecientos de los mil ciento cincuenta hombres que habían<br />

empezado la batalla... Lope Balboa y Diego <strong>Alatriste</strong> venían con ellos, negros de<br />

pólvora, sedientos, exhaustos. Se habían salvado por no romper la formación; por<br />

mantener la sangre fría en medio del desastre general. ¿Y saben vuestras mercedes lo<br />

que respondió Diego cuando acudí a darle un abrazo, felicitándolo por seguir vivo?...<br />

Pues me miró con esos ojos suyos, helados como los malditos canales holandeses, y<br />

dijo: «Estábamos demasiado cansados para correr».<br />

No fueron a buscarlo de noche, como esperaba, sino a la atardecida y de modo más o<br />

menos oficial. Llamaron a la puerta, y cuando abrí encontré en ella la recia figura del<br />

teniente de alguaciles Martín Saldaña. Había corchetes acompañándolo en la escalera y<br />

el patio –conté media docena– y algunos llevaban las espadas desenvainadas.<br />

Entró Saldaña, solo, bien herrado el cinto de armas, y cerró la puerta tras de sí<br />

conservando puesto el sombrero y la espada en el tahalí. <strong>Alatriste</strong>, en mangas de camisa,<br />

se había levantado y aguardaba en el centro de la habitación. En ese momento apartaba<br />

la mano de su daga, que había requerido con presteza al oír los golpes.<br />

–Por la sangre de Cristo, Diego, que me lo pones fácil –dijo Saldaña, malhumorado,<br />

haciendo como que no veía las dos pistolas de chispa puestas sobre la mesa–. Podías<br />

haberte ido de Madrid, al menos. O cambiar de casa.<br />

–No te esperaba a ti.<br />

–Imagino que no me esperabas a mí –Saldaña le dirigió al fin un breve vistazo a las<br />

pistolas, dio unos pasos por la habitación, se quitó el sombrero y lo puso sobre ellas,<br />

cubriéndolas–. Aunque esperases a alguien.<br />

–¿Qué se supone que he hecho?<br />

Yo estaba asomado a la puerta del otro cuarto, inquieto por todo aquello. Saldaña me<br />

miró un momento y luego dio unos pasos por la habitación. También él había sido<br />

amigo de mi padre, en Flandes.<br />

–Que me parta un rayo si lo sé –le dijo al capitán–. Mis órdenes son llevarte detenido, o<br />

muerto si opones resistencia.<br />

–¿De qué se me acusa?<br />

<strong>El</strong> teniente de alguaciles encogió los hombros, evasivo.<br />

–No se te acusa. Alguien quiere hablar contigo.<br />

–¿Quién dio esa orden?<br />

–No es de tu incumbencia. Me la dieron, y sobra –se había vuelto a mirarlo con fastidio,<br />

como echándole en cara verse en tal compromiso–... ¿Se puede saber qué pasa, Diego?<br />

No imaginas lo que tienes encima.<br />

<strong>Alatriste</strong> le dirigió una sonrisa torcida, sin rastro de humor.<br />

–Me limité a aceptar el trabajo que tú me recomendaste.<br />

–¡Pues maldita sea la hora y maldita sea mi estampa! –Saldaña emitió un largo y rudo<br />

suspiro–... Voto a Dios que quienes te emplearon no parecen satisfechos con la<br />

ejecución del negocio.<br />

–Es que era demasiado sucio, Martín.<br />

–¿Sucio?... ¿Y qué importa eso? No recuerdo haber hecho un trabajo limpio en los<br />

últimos treinta años. Ni creo que tú tampoco.<br />

–Era sucio hasta para nosotros.


–No sigas –Saldaña levantaba las manos, alejando la tentación de averiguar más–. No<br />

quiero saber nada de nada. En estos tiempos, saber de más es peor que saber de menos...<br />

–miró de nuevo a <strong>Alatriste</strong>, incómodo y decidido al mismo tiempo– ¿Vas a venir por las<br />

buenas, o no?<br />

–¿Cuáles son mis naipes?<br />

Saldaña lo consideró mentalmente. Hacerlo no le llevó mucho tiempo.<br />

–Bueno –concluyó–. Puedo demorarme aquí mientras pruebas suerte con la gente que<br />

tengo ahí afuera... No tienen muy buen puño, pero son seis; y dudo que ni tan siquiera tú<br />

llegues a la calle sin, al menos, un par de buenas cuchilladas en el cuerpo y algún<br />

pistoletazo.<br />

–¿Y el trayecto?<br />

–En coche cerrado, así que olvídalo. Tenías que haberte largado antes de que<br />

viniéramos, hombre. Has tenido tiempo de sobra para hacerlo –la mirada que Saldaña le<br />

dirigió al capitán estaba cargada de reproches–... ¡Que se condene mi alma si esperaba<br />

encontrarte aquí!<br />

–¿Dónde vas a llevarme?<br />

–No te lo puedo decir. En realidad he dicho mucho más de lo que debo –yo seguía en la<br />

puerta del otro cuarto, muy callado y quieto, y el teniente de alguaciles reparó en mí por<br />

segunda vez–... ¿Quieres que me ocupe del muchacho?<br />

–No, déjalo –<strong>Alatriste</strong> ni me miró, absorto en sus reflexiones–. Ya lo hará la Lebrijana.<br />

–Como quieras. ¿Vas a venir?<br />

–Dime dónde vamos, Martín.<br />

Movió el otro la cabeza, hosco.<br />

–Ya te he dicho que no puedo.<br />

–No es a la cárcel de Corte, ¿verdad?<br />

<strong>El</strong> silencio de Saldaña fue elocuente. Entonces vi dibujarse en la cara del capitán<br />

<strong>Alatriste</strong> aquella mueca que a menudo le hacía las veces de sonrisa.<br />

–¿Tienes que matarme? –preguntó, sereno.<br />

Saldaña volvió a negar con la cabeza.<br />

–No. Te doy mi palabra de que las órdenes son llevarte vivo si no te resistes. Otra cosa<br />

es que después te dejen salir de donde yo te lleve... Pero entonces habrás dejado de ser<br />

asunto mío.<br />

–Si no les importara el revuelo, me habrían despachado aquí mismo –<strong>Alatriste</strong> se<br />

deslizó un dedo índice por delante del cuello, imitando el movimiento de un cuchillo–.<br />

Te mandan porque quieren sigilo oficial... Detenido, interrogado, dicen que puesto en<br />

libertad después, etcétera. Y en el entretanto, vayan vuestras mercedes a saber.<br />

Sin rodeos, Saldaña se mostró de acuerdo.<br />

–Eso creo yo –dijo, ecuánime–. Me extraña que no medien acusaciones, que verdaderas<br />

o falsas son lo más fácil de preparar en este mundo. Quizá temen que hables en<br />

público... En realidad, mis órdenes me prohíben cambiar una sola palabra contigo.<br />

Tampoco quieren que registre tu nombre en el libro de detenidos... ¡Cuerpo de Dios!<br />

–Déjame llevar un arma, Martín.<br />

<strong>El</strong> teniente de alguaciles miró a <strong>Alatriste</strong>, boquiabierto.<br />

–Ni hablar –dijo, tras una larga pausa.<br />

Con gesto deliberadamente lento, el capitán había sacado la cuchilla de matarife y se la<br />

mostraba.<br />

–Sólo ésta.<br />

–Estás loco. ¿Me tomas por un imbécil?<br />

<strong>Alatriste</strong> hizo un gesto negativo.


–Quieren asesinarme –dijo, con sencillez–. Eso no es grave en este oficio; ocurre tarde o<br />

temprano. Pero no me gusta poner las cosas fáciles –de nuevo afloró la mueca parecida<br />

a una sonrisa–––. Te juro que no la usaré contra ti.<br />

Saldaña se rascó la barba de soldado viejo. <strong>El</strong> tajo que ésta le tapaba, y que le iba desde<br />

la boca a la oreja derecha, se lo habían hecho los holandeses en el asedio de Ostende,<br />

cuando el asalto a los reductos del Caballo y de la Cortina. Entre sus compañeros de<br />

aquella jornada, y de algunas más, se contaba Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Ni contra ninguno de mis hombres –dijo Saldaña, al cabo.<br />

–Jurado.<br />

Todavía dudó un poco el teniente de alguaciles. Al cabo se volvió de espaldas,<br />

blasfemando entre dientes, mientras el capitán escondía la cuchilla de matarife en la<br />

caña de una bota.<br />

–Maldita sea, Diego –dijo Saldaña, por fin–. Vámonos de una condenada vez.<br />

Se fueron sin más conversación. <strong>El</strong> capitán no quiso llevar capa, por verse más<br />

desembarazado, y Martín Saldaña estuvo de acuerdo. También le permitió ponerse el<br />

coleto de piel de búfalo sobre el jubón. «Te abrigará del frío», había dicho el veterano<br />

teniente disimulando una sonrisa. En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con<br />

Caridad la Lebrijana. Apenas bajaron la escalera, sin pensarlo dos veces cogí las<br />

pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo<br />

con la capa, me lo puse bajo el brazo y corrí tras ellos.<br />

Apenas quedaba día en el cielo de Madrid; si acaso alguna claridad recortando tejados y<br />

campanarios hacia la ribera del Manzanares y el Alcázar Real. Y así, entre dos luces,<br />

con las sombras adueñándose poco a poco de las calles, anduve siguiendo de lejos el<br />

carruaje, cerrado y con tiro de cuatro mulas, donde Martín Saldañia y sus corchetes se<br />

llevaban al capitán. Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo<br />

abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron<br />

hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las<br />

afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar<br />

que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de<br />

las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba<br />

tranquilizador en absoluto.<br />

Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos<br />

pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra<br />

cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. Los estuve observando,<br />

jadeante, escondido junto al guardacantón de una esquina con mi atado bajo el brazo.<br />

De ese modo vi bajar a <strong>Alatriste</strong>, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y<br />

los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de<br />

allí. Aquello me inquietó, pues ignoraba quién más podía estar dentro. Acercarme era<br />

excusado, pues corría riesgo cierto de que me atraparan. Así que, lleno de angustia pero<br />

paciente como –según le había oído alguna vez al mismo <strong>Alatriste</strong>– debía serlo todo<br />

hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y<br />

me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope<br />

Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi<br />

padre.


VIII. EL PORTILLO DE LAS ÁNIMAS<br />

Aquello parecía un tribunal, y a Diego <strong>Alatriste</strong> no le cupo la menor duda de que lo era.<br />

Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido<br />

poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí,<br />

con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un<br />

candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto<br />

y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien<br />

todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos<br />

emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.<br />

No había más sillas, así que el capitán <strong>Alatriste</strong> permaneció de pie mientras era<br />

interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile<br />

dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo<br />

remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro<br />

envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en<br />

<strong>Alatriste</strong>. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible<br />

de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor,<br />

preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle<br />

tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no<br />

hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él.<br />

Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía<br />

ser. O lo que parecía.<br />

Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre<br />

la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron<br />

durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de<br />

lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de<br />

mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier<br />

vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había<br />

contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por<br />

Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer<br />

cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores<br />

mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los<br />

nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer<br />

nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus<br />

interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán,<br />

contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y<br />

venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón.<br />

De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie,<br />

sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus<br />

respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de<br />

cabeza. <strong>El</strong> coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la<br />

aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los<br />

verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado<br />

a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una


letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en <strong>Alatriste</strong><br />

aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado.<br />

En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre<br />

por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un<br />

carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer<br />

sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó<br />

inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.<br />

–¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de<br />

los herejes?<br />

Tenía gracia, pensó Diego <strong>Alatriste</strong>, calificar como bando de Dios al formado por él<br />

mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras<br />

circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se<br />

limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había<br />

dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su<br />

careta.<br />

–No lo sé –dijo el capitán–. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió<br />

cuartel para él, sino para su compañero.<br />

<strong>El</strong> inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.<br />

–Dios del Cielo –murmuró el fraile.<br />

Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán,<br />

leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que<br />

dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el<br />

enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego <strong>Alatriste</strong> y<br />

Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del<br />

Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar.<br />

Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.<br />

–Pues vuestro compañero de aquella noche –el hombre de la careta hablaba sin dejar de<br />

escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario– no pareció tener tanto<br />

escrúpulo como vos.<br />

–Doy fe –admitió el capitán–. Incluso parecía disfrutar.<br />

<strong>El</strong> enmascarado dejó un momento la pluma en alto para dirigirle una breve mirada<br />

irónica.<br />

–Cuán malvado. ¿Y vos?<br />

–Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio.<br />

–Ya veo –el otro mojó la pluma en el tintero, retornando a su tarea–. Ahora va a resultar<br />

que sois hombre dado a la caridad cristiana...<br />

–Yerra vuestra merced –respondió sereno el capitán–. Soy conocido por hombre más<br />

inclinado a estocadas que a buenos sentimientos.<br />

–Así os recomendaron, por desgracia.<br />

–Y así es, en verdad. Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición,<br />

he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar.<br />

<strong>El</strong> dominico, que durante el anterior diálogo se había mantenido quieto como una<br />

esfinge, dio un respingo, inclinándose después sobre la mesa como si pretendiera<br />

fulminar a <strong>Alatriste</strong> allí mismo, en el acto.<br />

–¿Evitar?... Los soldados sois chusma –declaró, con infinita repugnancia–... Gentuza de<br />

armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis<br />

hablando?... Una vida se os da un ardite.<br />

<strong>El</strong> capitán recibió la andanada en silencio, y sólo al final hizo un encogimiento de<br />

hombros.


–Sin duda tenéis razón –dijo–. Pero hay cosas difíciles de explicar. Yo iba a matar a<br />

aquel inglés. Y lo hubiera hecho, de haberse defendido o pedido clemencia para él...<br />

Pero cuando solicitó gracia lo hizo para el otro.<br />

<strong>El</strong> enmascarado de la cabeza redonda dejó otra vez inmóvil la pluma.<br />

–¿Acaso os revelaron entonces su identidad?<br />

–No, aunque pudieron hacerlo y tal vez salvarse. Lo que ocurre es que fui soldado<br />

durante casi treinta años. He matado y hecho cosas por las que condenaré mi alma...<br />

Pero sé apreciar el gesto de un hombre valiente. Y herejes o no, aquellos jóvenes lo<br />

eran.<br />

–¿Tanta importancia dais al valor?<br />

–A veces es lo único que queda –respondió con sencillez el capitán–. Sobre todo en<br />

tiempos como éstos, cuando hasta las banderas y el nombre de Dios sirven para hacer<br />

negocio.<br />

Si después de aquello esperaba comentarios, no los hubo. <strong>El</strong> enmascarado se limitó a<br />

seguir mirándolo con fijeza.<br />

–Ahora, naturalmente, ya sabéis quiénes son esos dos ingleses.<br />

<strong>Alatriste</strong> guardó silencio, y por fin dejó escapar un corto suspiro.<br />

–¿Me creeríais si lo negara?... Desde ayer lo sabe todo Madrid –miró al dominico y<br />

luego al enmascarado de modo significativo–. Y me alegro de no haber echado eso en<br />

mi conciencia.<br />

Hizo un gesto hosco el del antifaz, cual si pretendiera sacudirse aquello que Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> no había querido echarse encima.<br />

–Nos aburrís con vuestra inoportuna conciencia, capitán.<br />

Era la primera vez que así lo llamaba. Había ironía en el tratamiento, y <strong>Alatriste</strong> frunció<br />

el ceño. No le gustaba aquello.<br />

–Me da igual que os aburra o no –repuso–. A mi no me gusta asesinar a príncipes sin<br />

saber que lo son –se retorcía el mostacho, malhumorado–... Ni que me engañen y<br />

manipulen a mis espaldas.<br />

–¿Y no sentís curiosidad –intervino fray Emilio Bocanegra, que escuchaba con<br />

atención– por saber qué ha decidido a algunos hombres justos a procurar esas<br />

muertes?... ¿A impedir que los malvados sorprendan la buena fe del Rey nuestro señor,<br />

llevándose a una infanta de España como rehén a tierra de herejes?...<br />

<strong>Alatriste</strong> negó despacio con la cabeza.<br />

–No soy curioso. Fíjense vuestras mercedes en que ni siquiera intento averiguar quién<br />

es este caballero tapado con su máscara... –los miró con una seriedad burlona y<br />

insolente–. Ni tampoco ese que, antes de irse la otra noche, exigió que a los señores<br />

John y Thomas Smith sólo se les diera un escarmiento, quitándoseles cartas y<br />

documentos, pero con resguardo de sus vidas.<br />

<strong>El</strong> dominico y el enmascarado quedaron callados unos instantes. Parecían reflexionar.<br />

Fue el enmascarado quien habló por fin, mirándose las uñas manchadas de tinta.<br />

–¿Acaso sospecháis la identidad de ese otro caballero?<br />

–Yo no sospecho nada, pardiez. Me he visto envuelto en algo excesivo para mí, y lo<br />

lamento. Ahora sólo aspiro a salir con el cuello intacto.<br />

–Demasiado tarde –dijo el fraile, en tono tan bajo que le recordó al capitán el siseo de<br />

una serpiente.<br />

–Volviendo a nuestros dos ingleses –apuntó por su parte el enmascarado–. Recordaréis<br />

que, tras la marcha del otro caballero, recibisteis de Su Paternidad fray Emilio y de mí<br />

instrucciones bien distintas...<br />

–Lo recuerdo. Pero también recuerdo que vos mismo parecíais mostrarle una especial<br />

deferencia a aquel otro caballero; y que no discutisteis sus órdenes sino cuando se fue, y


apareció tras el tapiz Su... –<strong>Alatriste</strong> miró de soslayo al inquisidor, que permanecía<br />

impasible como si nada fuera con él– Su Paternidad. También eso pudo influir en mi<br />

decisión de respetar la vida a los ingleses.<br />

–Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.<br />

–Cierto –el capitán echó mano al cinto–. Y helo aquí.<br />

Las monedas de oro rodaron sobre la mesa y quedaron brillando a la luz del candelabro.<br />

Fray Emilio Bocanegra ni siquiera las miró, como si estuvieran malditas. Pero el<br />

enmascarado alargó la mano y las fue contando una a una, colocándolas en dos<br />

pequeños montones junto al tintero.<br />

–Faltan cuatro doblones –dijo.<br />

–Si. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil.<br />

<strong>El</strong> dominico rompió su inmovilidad con ademán de cólera.<br />

–Sois un traidor y un irresponsable –dijo, vibrándole el odio en la voz–. Con vuestros<br />

inoportunos escrúpulos habéis favorecido a los enemigos de Dios y de España. Todo<br />

eso lo purgaréis, os lo prometo, con las peores penas del infierno; pero antes lo pagaréis<br />

bien caro aquí, en la tierra, con vuestra carne mortal –el término mortal parecía serlo<br />

aún más en sus labios fríos y apretados–... Habéis visto demasiado, habéis oído<br />

demasiado, habéis errado demasiado. Vuestra existencia, capitán <strong>Alatriste</strong>, ya no vale<br />

nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie.<br />

Desinteresado de aquella amenaza espantosa, el enmascarado echaba polvos para secar<br />

la tinta del papel. Después dobló y guardó lo escrito, y al hacerlo <strong>Alatriste</strong> volvió a<br />

entrever el extremo de una cruz roja de Calatrava bajo su ropón negro. Observó que<br />

también se guardaba las monedas de oro, aparentemente sin recordar que parte de ellas<br />

habían salido de la bolsa del dominico.<br />

–Podéis iros –le dijo a <strong>Alatriste</strong>, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia.<br />

<strong>El</strong> capitán lo miró, sorprendido.<br />

–¿Libre?<br />

–Es una forma de hablar –terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una<br />

excomunión–. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.<br />

–No embarazan mucho tales pesos –<strong>Alatriste</strong> seguía mirando al uno y al otro, suspicaz–<br />

.. . ¿Es cierto que puedo marcharme así, por las buenas?<br />

–Eso hemos dicho. La ira de Dios sabrá dónde encontraros.<br />

–La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí.<br />

<strong>El</strong> enmascarado y el dominico se habían puesto en pie.<br />

–Nosotros hemos terminado –dijo el primero.<br />

<strong>Alatriste</strong> escrutaba la faz de sus interlocutores. <strong>El</strong> candelabro les imprimía, desde abajo,<br />

inquietantes sombras.<br />

–No me lo creo –concluyó–. Después de haberme traído aquí.<br />

–Eso –zanjó el enmascarado– ya no es asunto nuestro.<br />

Salieron llevándose el candelabro, y Diego <strong>Alatriste</strong> tuvo tiempo de ver la mirada<br />

terrible que el dominico le dirigió desde el umbral antes de meter las manos en las<br />

mangas del hábito y desaparecer como una sombra con su acompañante. De modo<br />

instintivo, el capitán llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba al cinto.<br />

–¿Dónde está la trampa, voto a Dios?<br />

Preguntó inútilmente, midiendo a largos pasos la habitación vacía. No hubo respuesta.<br />

Entonces vino a su memoria la cuchilla de matarife que llevaba en la caña de una bota.<br />

Se inclinó para sacarla de allí y la empuñó con firmeza, aguardando la acometida de los<br />

verdugos que, sin duda, iban a caer acto seguido sobre él. Pero no vino nadie. Todos se<br />

habían ido y estaba inexplicablemente solo, en la habitación iluminada por el rectángulo<br />

de claridad de luna que entraba por la ventana.


No sé cuánto tiempo aguardé afuera, fundido con la oscuridad e inmóvil tras el<br />

guardacantón de la esquina. Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para<br />

quitarme un poco el frío –había ido tras el coche de Martín Saldaña y sus corchetes con<br />

sólo mi jubón y unas calzas–, y de ese modo estuve mucho rato, apretando los dientes<br />

para que no castañetearan. Al cabo, viendo que ni el capitán ni nadie salían de la casa,<br />

empecé a preocuparme. No podía creer que Saldaña hubiera asesinado a mi amo, pero<br />

en aquella ciudad y en aquel tiempo todo era posible. La idea me inquietó en serio.<br />

Cuando me fijaba bien, por una de las ventanas parecía asomar un resquicio de luz,<br />

como si alguien estuviese dentro con una lámpara; pero desde mí posición resultaba<br />

imposible comprobarlo. Así que decidí acercarme con cuidado, a echar un vistazo.<br />

Iba a hacer la descubierta cuando, por una de esas inspiraciones a las que a veces<br />

debemos la vida, advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa<br />

vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las<br />

sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. Así que, sobrecogido, reprimí<br />

mi impaciencia y permanecí en vilo, sin quitar ojo. Al cabo de un rato movióse de<br />

nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido<br />

suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí–ta–ta. Y oírla me heló la<br />

sangre en las venas.<br />

Eran al menos dos, decidí al cabo de un rato de escudriñar las tinieblas que llenaban el<br />

Portillo de las Ánimas. Uno, escondido en el zaguán más cercano, era la sombra que<br />

había visto moverse al principio. <strong>El</strong> otro, que había silbado, se encontraba más lejos,<br />

cubriendo el ángulo de la plaza que daba a la tapia del matadero. <strong>El</strong> lugar tenía tres<br />

salidas, así que durante un rato me apliqué a vigilar la tercera; y por fin, cuando una<br />

nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su<br />

contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina.<br />

<strong>El</strong> negocio estaba claro y aparentaba mal cariz; más yo no tenía medio de recorrer los<br />

treinta pasos que distaba la casa sin que me vieran. Cavilando en ello, deshice cauto el<br />

fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido<br />

por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia,<br />

podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance.<br />

Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. Así que, como tantas<br />

veces lo había visto hacer al capitán, comprobé a tientas que la piedra de chispa estaba<br />

en su sitio y eché hacia atrás, procurando ahogar su chasquido con la capa, la llave para<br />

montar el perrillo que la disparaba. Después me la puse entre el jubón y la camisa,<br />

monté la segunda y estuve con ella en la mano, teniendo la espada en la otra. La capa,<br />

desembarazada por fin, la puse sobre mis hombros. De ese modo volví a quedarme<br />

quieto, aguardando.<br />

No fue mucho tiempo más. Una luz brilló en el enorme zaguán de la casa, apagándose<br />

luego, y un carruaje pequeño asomó por una de las salidas de la plazuela. Junto a él se<br />

destacó una silueta negra que se aproximó al zaguán, y durante un brevísimo instante<br />

conferenció allí con otras dos sombras que acababan de aparecer. Después la silueta<br />

negra regresó a su esquina, las sombras subieron al carruaje, y éste pasó con sus mulas<br />

negras y la presencia fúnebre de un cochero en el pescante, casi rozándome, antes de<br />

alejarse en la oscuridad.<br />

No tuve holgura para reflexionar sobre el misterioso carruaje. Aún sonaba el eco de los<br />

cascos de las mulas, cuando en el lugar donde estaba apostada la silueta negra sonó un<br />

nuevo silbido, otra vez aquel tirurí–ta–ta, y de la sombra más cercana llegóme el sonido<br />

inconfundible de una espada saliendo despacio de su vaina. Rogué desesperadamente a<br />

Dios que apartase otra vez las nubes que cubrían la luna, y me permitiera ver mejor.<br />

Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla; nuestro Sumo Hacedor debía de


andar ocupándose en otros menesteres, pues las nubes siguieron en su sitio. Empecé a<br />

perder la cabeza, y todo me daba vueltas. De modo que dejé caer la capa y me puse en<br />

pie, intentando alcanzar mejor lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces la silueta del<br />

capitán <strong>Alatriste</strong> apareció en el zaguán.<br />

A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. La sombra que estaba más<br />

cerca de mí se destacó de su resguardo, moviéndose hacia Diego <strong>Alatriste</strong> casi al mismo<br />

tiempo que yo. Contuve el aliento mientras daba hacia ella, inadvertida de mi presencia,<br />

uno, dos, tres pasos. En ese momento Dios quiso parar mientes en mí, y apartó la nube;<br />

y pude distinguir bien, a la escasa luz de la luna turca, la espalda de un hombre fornido<br />

que avanzaba con el acero desnudo en la mano. Y por el rabillo del ojo vi a otros dos<br />

que se destacaban desde las esquinas de la plaza. Y mientras, con la espada del capitán<br />

en la zurda, alzaba la diestra armada con la pistola, vi también que Diego <strong>Alatriste</strong> se<br />

había detenido en mitad de la plazuela y en su mano brillaba el pequeño destello<br />

metálico de su inútil cuchilla de matarife. Entonces di dos pasos más, y ya tenía<br />

prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba<br />

delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro<br />

cuando apreté el gatillo y salió el pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara<br />

desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las<br />

Ánimas.<br />

<strong>El</strong> resto fue aún más rápido. Grité, o creí hacerlo, en parte para alertar al capitán, en<br />

parte por el terrible dolor del retroceso del arma, que casi me descoyunta el brazo. Pero<br />

el capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada por encima<br />

del hombre que estaba ante mí –o por encima del lugar donde había estado el hombre<br />

que antes se hallaba ante mí–, ya saltaba hacia ella, apartándose para evitar que lo<br />

lastimara, y empuñóla apenas tocó el suelo. Entonces la luna volvió a ocultarse tras una<br />

nube, yo dejé caer la pistola descargada, saqué del jubón la otra y, vuelto hacia las dos<br />

sombras que cerraban sobre el capitán, apunté, sosteniendo el arma con ambas manos.<br />

Pero me temblaban tanto que el segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío,<br />

mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el<br />

fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán<br />

<strong>Alatriste</strong> que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> los había visto acercarse un momento antes del primer pistoletazo.<br />

Cierto es que apenas salió a la calle aguardaba algo como aquello, y conocía lo vano del<br />

intento de vender cara su piel con la ridícula cuchilla. <strong>El</strong> fogonazo del arma lo<br />

desconcertó tanto como a los otros, y en un primer momento creyó ser objeto de éste.<br />

Luego oyó mi grito, y todavía sin comprender cómo diablos andaba yo a tan menguada<br />

hora en aquel paraje, vio venir su espada por el aire como caída del cielo. En un abrir y<br />

cerrar de ojos se había hecho con ella, justo a tiempo de enfrentarse a los aceros que lo<br />

requerían con saña. Fue el resplandor del segundo disparo el que le permitió hacerse<br />

idea de la situación, una vez la bala pasó zurreando orejas entre sus atacantes y él; y<br />

pudo así afirmarse contra ellos, conociendo que uno lo acosaba desde la zurda y otro por<br />

el frente, en un ángulo aproximado de noventa grados, de modo que el que tenía ante sí<br />

obraba para fijarlo en esa postura, mientras el segundo aprovechaba para intentar<br />

largarle una cuchillada mortal hacia el costado izquierdo o el vientre. Se había visto en<br />

situación parecida otras veces, y no era fácil batirse contra uno, cubriéndose del otro con<br />

sólo la mano izquierda armada de la corta cuchilla. Su destreza consistió en girar cada<br />

vez bruscamente a diestra y siniestra para ofrecerles menos espacio, aunque el cuidado<br />

lo obligaba a hacerlo más a la izquierda que a la derecha. Seguían ellos cerrándole a<br />

cada movimiento, de modo que a la docena de fintas y estocadas ya habían descrito un<br />

círculo completo a su alrededor. Dos cuchilladas de través resbalaron sobre el coleto de


piel de búfalo. <strong>El</strong> cling clang de las toledanas resonaba a lo largo y ancho de la plazuela,<br />

y no dudo que, de ser lugar más habitado, entre ellas y mis pistoletazos habrían llenado<br />

las ventanas de gente. Entonces, la suerte, que como fortuna de armas socorre a quien se<br />

mantiene lúcido y firme, vino en auxilio de Diego <strong>Alatriste</strong>; pues quiso Dios que una de<br />

sus estocadas entrase por los gavilanes de la guarda hasta los dedos o la muñeca de un<br />

adversario, quien al sentirse herido se retiró dos pasos con un por vida de. Para cuando<br />

se rehizo, <strong>Alatriste</strong> ya había lanzado tres mandobles como tres relámpagos sobre el otro<br />

contrario, a quien la violencia del asalto hizo perder pie y retroceder a su vez. Aquello<br />

bastó al capitán para afirmarse de nuevo con serenidad, y cuando el tocado en la mano<br />

acudió de nuevo, el capitán soltó la cuchilla de la zurda, se protegió la cara con la palma<br />

abierta, y lanzándose a fondo le metió una buena cuarta de acero en el pecho. <strong>El</strong><br />

impulso del otro hizo el resto, y él mismo se pasó de parte a parte mientras soltaba el<br />

arma con un ¡Jesús! y ésta sonaba, metálica, en el suelo a espaldas del capitán.<br />

<strong>El</strong> segundo espadachín, que ya acudía, se detuvo en seco. <strong>Alatriste</strong> tiró hacia atrás para<br />

sacar la espada clavada en el primero, que cayó como un fardo, y se encaró con su<br />

último enemigo, intentando recobrar el aliento. Las nubes se habían apartado lo<br />

suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.<br />

–Ya estamos parejos –dijo el capitán, entrecortado el resuello.<br />

–Que me place –repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y<br />

aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y<br />

no vista como el ataque de un áspid. <strong>El</strong> capitán, que bien había estudiado al italiano<br />

cuando los dos ingleses, y la esperaba, hurtó el cuerpo, opuso la mano izquierda para<br />

eludirla, y el acero enemigo se deslizó en el vacío; aunque, al retroceder, sintió una<br />

cuchillada de daga en el dorso de la mano. Confiando en que el italiano no le hubiera<br />

cortado ningún tendón, cruzó el brazo derecho con el puño alto y la espada hacia abajo,<br />

apartando con un seco tintineo la espada que volvía a la carga en una segunda estocada,<br />

tan asombrosa y hábil como la primera. Retrocedió un paso el italiano y de nuevo<br />

quedaron quietos uno frente a otro, respirando ruidosamente. La fatiga empezaba a<br />

hacer mella en ambos. <strong>El</strong> capitán movió los dedos de la mano herida, comprobando<br />

aliviado que respondían: los tendones estaban intactos. Sentía la sangre gotear lenta y<br />

cálida, dedos abajo.<br />

–¿Hay arreglo posible? –preguntó.<br />

<strong>El</strong> otro estuvo un poco en silencio. Después movió la cabeza.<br />

–No –dijo–. Fuisteis demasiado imprudente la otra noche.<br />

Su voz opaca sonaba cansada, y el capitán imaginó que estaba tan harto de todo aquello<br />

como él mismo.<br />

–¿Y ahora?<br />

–Ahora es vuestra cabeza o la mía.<br />

Sobrevino un nuevo silencio. <strong>El</strong> otro se movió un poco y <strong>Alatriste</strong> lo hizo también, sin<br />

relajar la guardia. Giraron muy despacio el uno ante el otro, midiéndose. Bajo el coleto<br />

de búfalo, el capitán notaba la camisa empapada en sudor.<br />

–¿Puedo conocer vuestro nombre?<br />

–No viene al caso.<br />

–Lo ocultáis, pues, como un bellaco.<br />

Sonó la risa áspera del italiano.<br />

–Tal vez. Pero soy un bellaco vivo. Y vos estáis muerto, capitán <strong>Alatriste</strong>.<br />

–No será esta noche.<br />

<strong>El</strong> adversario pareció considerar la situación. Le dirigió un vistazo al cuerpo inerte del<br />

otro espadachín. Después miró hacia donde yo estaba, aún en el suelo, cerca del tercer


esbirro que se removía débilmente en tierra. Debía de estar muy malherido por el<br />

pistoletazo, pues lo oíamos gemir en voz baja, pidiendo confesión.<br />

–No –concluyó el italiano–. Creo que tenéis razón. Esta noche no me acomoda.<br />

Dicho esto amagó el gesto de irse, y en el mismo movimiento hizo saltar en su mano<br />

izquierda la daga del puño a la hoja, lanzándola con rápida precisión contra el capitán,<br />

que la esquivó de milagro.<br />

–Hideputa –masculló <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Voto a Dios –respondió el otro–. No esperaríais que os pidiera licencia.<br />

Después de aquello estuvieron quietos otra vez durante un corto rato, observándose<br />

atentos. Al cabo el italiano hizo un pequeño movimiento, <strong>Alatriste</strong> respondió con otro, y<br />

todavía alzaron prudentes las espadas, rozándolas con un leve cling metálico, antes de<br />

abatirlas de nuevo.<br />

–Por Belcebú –suspiró al fin roncamente el italiano– que no hay dos sin tres.<br />

Y empezó a caminar hacia atrás sin perderle la cara al capitán, alejándose muy despacio,<br />

interpuesto el acero. Sólo al final, casi en la esquina, se decidió a volver la espalda.<br />

–Por cierto –dijo cuando estaba a punto de desaparecer entre las sombras–. Mi nombre<br />

es Gualterio Malatesta, ¿lo oís?... Y soy de Palermo... ¡Quiero que lo recordéis bien<br />

cuando os mate!<br />

<strong>El</strong> hombre malherido por el pistoletazo seguía pidiendo confesión. Tenía un gran<br />

destrozo en el hombro, y el hueso de la clavícula rota asomaba por la herida, astillado.<br />

Iba a tardar poco antes que el Diablo quedara bien servido. Diego <strong>Alatriste</strong> le echó un<br />

vistazo rápido, indiferente, registró su faltriquera como había hecho antes con el muerto,<br />

y luego vino hasta mí, arrodillándose a mi lado. No dio las gracias, ni dijo nada de todo<br />

lo que se supone debería decir alguien cuando un muchacho de trece años le ha salvado<br />

la vida. Sólo preguntó si estaba bien; y cuando respondí que sí, colocóse la espada bajo<br />

un brazo y, pasando el otro bajo mis hombros, me ayudó a incorporar. Al hacerlo, el<br />

mostacho rozó un instante mi cara, y vi que sus ojos, más claros que nunca a la luz de la<br />

luna, me observaban con extraña fijeza, cual si me conociesen por primera vez.<br />

Gimió de nuevo el moribundo, tornando a pedir confesión. Volvióse un instante el<br />

capitán, y lo vi reflexionar.<br />

–Llégate a San Andrés –dijo al cabo– y busca a un cura para ese desgraciado.<br />

Lo miré indeciso, pareciéndome adivinar en su rostro una mueca malhumorada y<br />

amarga.<br />

–Se llama Ordóñez –añadió–. Lo conozco de Flandes.<br />

Después cogió del suelo las pistolas y echó a andar. Antes de cumplir su orden, fui hasta<br />

el guardacantón en busca de la capa, y luego corrí tras él y se la di. La terció sobre el<br />

hombro mientras alzaba una mano para tocarme levemente una mejilla, con un roce de<br />

afecto desusado en él. Y me seguía mirando como antes, cuando había preguntado si<br />

estaba bien. Y yo, entre avergonzado y orgulloso, sentí, en la cara, deslizarse una gota<br />

de sangre de su mano herida.


IX. LAS GRADAS DE SAN FELIPE<br />

Después de aquella noche toledana hubo unos días de calma. Pero como Diego <strong>Alatriste</strong><br />

seguía empeñado en no salir de la ciudad ni esconderse, vivíamos en perpetua vigilia,<br />

cual si estuviéramos en campana. Mantenerse vivo, descubrí durante esos días, da<br />

muchas más fatigas que dejarse morir, y requiere los cinco sentidos. <strong>El</strong> capitán dormía<br />

más de día que de noche, y al menor ruido, un gato en el tejado o un peldaño de madera<br />

que crujiese en la escalera, yo me despertaba en mi cama para verlo en camisa,<br />

incorporado en la suya con la vizcaína o una pistola en la mano. Tras la escaramuza del<br />

Portillo de las Ánimas había intentado mandarme una temporada de vuelta con mi<br />

madre, o a casa de algún amigo; pero dije que no pensaba abandonar el campo, que su<br />

suerte era la mía, y que si yo había sido capaz de dar dos pistoletazos, igual podía dar<br />

otros veinte, si se terciaba. Estado de ánimo que reforcé expresando mi decisión de<br />

fugarme, fuera cual fuese el lugar a donde me enviara. Desconozco si <strong>Alatriste</strong> apreció<br />

mi decisión o no lo hizo, pues ya he contado que no era hombre aficionado a expresar<br />

sus sentimientos. Pero logré, al menos, que se encogiera de hombros y no volviera a<br />

plantear el asunto. Por cierto que al día siguiente encontré sobre mi almohada una buena<br />

daga, recién comprada en la calle de los Espaderos: mango damasquinado, cruz de acero<br />

y una cuarta larga de hoja de buen temple, fina y con doble filo. Una daga de esas que<br />

nuestros abuelos llamaban de misericordia, pues con ellas solía rematarse,<br />

introduciéndolas por resquicios de la armadura o la celada, a los caballeros caídos en<br />

tierra durante un combate. Aquel arma blanca fue la primera que poseí en mi vida; y la<br />

conservé con mucho aprecio durante veinte años hasta que un día, en Rocrol, tuve que<br />

dejarla clavada entre las junturas del coselete de un francés. Que no es, por cierto, mal<br />

fin para una buena daga como ésa.<br />

Mientras nosotros dormíamos con un ojo abierto y recelábamos hasta de nuestras<br />

sombras, Madrid ardía en fiestas con la venida del príncipe de Gales, acontecimiento<br />

que ya era oficial. Siguieron días de cabalgatas, saraos en el real Alcázar, banquetes,<br />

recepciones, máscaras, y una fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor que recuerdo<br />

como uno de los espectáculos más lucidos que en su género conoció el Madrid de los<br />

Austrias, con los mejores caballeros de la Corte –entre ellos nuestro joven Rey–,<br />

corriendo cañas y alanceando toros de Jarama en un alarde de apostura y valor. Ésta de<br />

los toros era, como lo sigue siendo hoy en día, fiesta favorita del pueblo de Madrid y de<br />

no pocos lugares de España; y el propio Rey y nuestra bella reina Isabel, aunque hija del<br />

gran Enrique IV el Bearnés y por tanto francesa, salían muy aficionados. Mi señor el<br />

Cuarto Felipe, cual resulta sabido, era galán jinete y buen tirador, aficionado a la caza y<br />

a los caballos –una vez perdió uno matando en una sola jornada tres jabalíes con su<br />

propia mano–, y así lo inmortalizó en sus lienzos Don Diego Velázquez, igual que en<br />

verso hiciéronlo muchos autores y poetas, como Lope, Don Francisco de Quevedo, o<br />

Don Pedro Calderón de la Barca en aquella comedia célebre, La banda y la flor:<br />

¿Diré qué galán bridón,<br />

calzadas botas y espuelas,<br />

airoso el brazo, la mano<br />

baja, ajustada la rienda,


terciada la capa, el cuerpo<br />

igual y la vista atenta<br />

paseó galán las calles<br />

al estribo de la reina?<br />

Ya he dicho en alguna parte que a sus dieciocho o veinte años nuestro buen Rey era, y<br />

lo fue durante mucho tiempo, simpático, mujeriego, gallardo y querido por su pueblo:<br />

ese buen y desgraciado pueblo español que siempre consideró a sus reyes los más justos<br />

y magnánimos de la tierra, incluso a pesar de que su poderío declinaba, que el reinado<br />

del anterior Rey Don Felipe III había sido breve pero funesto en manos de un favorito<br />

incompetente y venal, y también pese a que nuestro joven monarca, cumplido caballero<br />

pero abúlico e incapaz para los negocios de gobierno, estaba a merced de los aciertos y<br />

errores –y hubo más de los segundos que de los primeros– del conde y más tarde duque<br />

de Olivares. Mucho ha cambiado desde entonces el pueblo español, o lo que de él queda<br />

como tal. Al orgullo y la admiración por sus reyes siguió el menosprecio; al entusiasmo,<br />

la acerba crítica; a los sueños de grandeza, la depresión más profunda y el pesimismo<br />

general. Recuerdo bien, y creo sucedió durante la fiesta de toros del príncipe de Gales o<br />

en alguna posterior, que uno de los animales, por su bravura, no podía ser desjarretado<br />

ni reducido; y nadie, ni siquiera las guardias española, borgoñona y tudesca que<br />

guarnecían el recinto, osaba acercarse a él. Entonces, desde el balcón de la Casa de la<br />

Panadería, nuestro Rey Don Felipe, con tranquilo continente, pidió un arcabuz a uno de<br />

los guardias, y sin perder la mesura real ni alterar el semblante con ademanes, lo tomó<br />

galán, bajó a la plaza, compuso la capa con brío, requirió el sombrero con despejo, e<br />

hizo la puntería de modo que encarar el arma, salir el disparo y morir el toro fue todo<br />

uno. <strong>El</strong> entusiasmo del público se desbordó en aplausos y vítores, y se habló de aquello<br />

durante meses, tanto en prosa como en verso: Calderón, Hurtado de Mendoza, Alarcón,<br />

Vélez de Guevara, Rojas, Saavedra Fajardo, el propio Don Francisco de Quevedo y<br />

todos los que en la Corte eran capaces de mojar una pluma, invocaron a las musas para<br />

inmortalizar el lance y adular al monarca, comparándolo ora con Júpiter fulminando el<br />

rayo, ora con Teseo matando al toro de Maratón. Recuerdo que el celebrado soneto de<br />

Don Francisco empezaba diciendo:<br />

En dar al robador de Europa muerte<br />

de quien eres señor monarca ibero...<br />

Y hasta el gran Lope escribió, dirigiéndose al cornúpeta liquidado por la mano regia:<br />

Dichosa y desdichada fue tu suerte,<br />

pues, como no te dio razón la vida,<br />

no sabes lo que debes a tu muerte.<br />

Y eso que Lope a tales alturas no necesitaba darle jabón a nadie. Para que vean vuestras<br />

mercedes lo que son las cosas, y lo que somos España y los españoles, y cómo aquí se<br />

abusó siempre de nuestras buenas gentes, y lo fácil que es ganarlas por su impulso<br />

generoso, empujándonos al abismo por maldad o por incompetencia, cuando siempre<br />

merecimos mejor suerte. Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y<br />

gloriosos tercios y hubiera recobrado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su<br />

ministro Richelieu, limpiado el Atlántico de piratas y el mediterráneo de turcos,<br />

invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torre de Londres y en la Sublime<br />

Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hecho de


matar un toro con personal donaire... ¡Cuán distinto de aquel otro Felipe Cuarto que yo<br />

mismo habría de escoltar treinta años después, viudo y con hijos muertos o enclenques y<br />

degenerados, en lenta comitiva a través de una España desierta, devastada por las<br />

guerras, el hambre y la miseria, tibiamente vitoreado por los pocos infelices campesinos<br />

que aún quedaban para acercarse al borde del camino! Enlutado, envejecido, cabizbajo,<br />

rumbo a la frontera del Bidasoa para consumar la humillación de entregar a su hija en<br />

matrimonio a un Rey francés, y firmar así el acta de defunción de aquella infeliz España<br />

a la que había llevado al desastre, gastando el oro y la plata de América en festejos<br />

vanos, en enriquecer a funcionarios, clérigos, nobles y validos corruptos, y en llenar con<br />

tumbas de hombres valientes los campos de batalla de medía Europa.<br />

Pero de nada aprovecha adelantar años ni acontecimientos. <strong>El</strong> tiempo que relato aún<br />

estaba lejos de tan funesto futuro, y Madrid era todavía la capital de las Españas y del<br />

mundo. Aquellos días, como las semanas que siguieron y los meses que duró el<br />

noviazgo de nuestra infanta María con el príncipe de Gales, los pasó la Villa y Corte en<br />

festejos de toda suerte, con las más lindas damas y los más gentiles caballeros<br />

luciéndose con la familia real y su ilustre invitado en rúas de la calle Mayor y el Prado,<br />

o en elegantes paseos por los jardines del Alcázar, la fuente del Acero y los pinares de la<br />

Casa de Campo. Respetando, naturalmente, las reglas más estrictas de etiqueta y decoro<br />

entre los novios, a quienes no se dejaba solos ni un momento, y siempre –para<br />

desesperación del fogoso doncel– se veían vigilados por una nube de mayordomos y<br />

dueñas. Ajenos a la sorda lucha diplomática que se libraba en las chancillerías a favor o<br />

en contra del enlace, la nobleza y el pueblo de Madrid rivalizaban en homenaje al<br />

heredero de Inglaterra y al séquito de compatriotas que, poco a poco, fue reuniéndosele<br />

en la Corte. Decíase en los mentideros de la ciudad que la infanta estaba en trance de<br />

aprender la parla inglesa; e incluso que el propio Carlos estudiaba con teólogos la<br />

doctrina católica, a fin de abrazar la verdadera fe. Nada más lejos esto último de la<br />

realidad, como pudo comprobarse más tarde. Pero en el momento, y en tal clima de<br />

buena voluntad, esos rumores, amén de la apostura, comedimiento y buenas trazas del<br />

joven pretendiente, acrecentaron su popularidad. Algo que más tarde animaría a<br />

disculpar los desplantes y caprichos de Buckingham, quien, según fue ganando<br />

confianza –acababa de ser nombrado duque por su Rey Jacobo–, y tanto él como Carlos<br />

comprendieron que lo del matrimonio iba a ser arduo y para largo, desveló un antipático<br />

talante de joven favorito, malcriado y lleno de arrogancia frívola. Algo que a duras<br />

penas toleraban los graves hidalgos españoles, sobre todo en tres cuestiones que a la<br />

sazón eran sagradas: protocolo, religión y mujeres. A qué punto no llegaría con el<br />

tiempo Buckingham en sus desaires, que sólo la hospitalidad y buena crianza de<br />

nuestros gentiles hombres evitó, en más de una ocasión, que algún guante cruzara la<br />

cara del inglés en respuesta a una insolencia, antes de resolver la cuestión del modo<br />

adecuado, con padrinos y a espada, en un amanecer cualquiera del Prado de los<br />

Jerónimos o la Puerta de la Vega. En cuanto al conde de Olivares, sus relaciones con<br />

Buckingham fueron de mal en peor tras los primeros días de obligada cortesía política, y<br />

eso tuvo a la larga, cuando se deshizo el compromiso, funestas consecuencias para los<br />

intereses de España. Ahora que han pasado los años me pregunto si no hubiera hecho<br />

mejor Diego <strong>Alatriste</strong> en agujerearle la piel al inglés aquella famosa noche, a pesar de<br />

sus escrúpulos, por muy gallardo que se hubiera mostrado el maldito hereje. Pero quién<br />

lo iba a decir. De todas formas ya le ajustaron las cuentas al amigo Villiers más tarde en<br />

su propia tierra; cuando un oficial puritano llamado Felton, dicen que incitado por una<br />

tal Milady de Winter, lo puso mirando a Triana dándole más puñaladas en las asaduras<br />

que oremus tiene un misal.


En fin. Esos pormenores se encuentran de sobra en los anales de la época. A ellos<br />

remito al lector interesado en más detalles, pues ya no guardan relación directa con lo<br />

que atañe al hilo de esta historia. Sólo diré, en lo concerniente al capitán <strong>Alatriste</strong> y a<br />

mí, que ni participábamos en los festejos de la Corte, que no tuvo a bien invitarnos, ni<br />

maldita la gana, aunque alguien lo hubiese hecho. Los días siguientes al lance del<br />

Portillo de las Ánimas transcurrieron como ya dije sin sobresaltos, sin duda porque<br />

quienes movían los hilos andaban harto ocupados con las idas y venidas públicas de<br />

Carlos de Gales como para resolver pequeños detalles –y al hablar de pequeños detalles<br />

me refiero a nosotros–; pero éramos conscientes de que tarde o temprano recibiríamos la<br />

factura, y ésta no sería parva. A fin de cuentas, por mucho que nuble, la sombra siempre<br />

termina despuntando cosida a los pies de uno. Y nadie puede escapar de su propia<br />

sombra.<br />

Me he referido antes a los mentideros de la Corte, lugar de cita de los ociosos y centro<br />

de toda suerte de noticias, hablillas y murmuraciones que por Madrid corrían. Los<br />

principales eran tres, y entre ellos –San Felipe, Losas de Palacio y Representantes– el de<br />

las gradas de la iglesia agustina de San Felipe, entre las calles de Correos, Mayor y<br />

Esparteros, era el más concurrido. Las gradas formaban la entrada de la iglesia, y por el<br />

desnivel con la calle Mayor quedaban elevadas sobre ésta, constituyendo por debajo una<br />

serie de pequeñas tiendas o covachuelas donde se vendían juguetes, guitarras y baratijas,<br />

y por encima una vasta azotea a la intemperie, cubierta de losas de piedra, en forma de<br />

alto paseo protegido con barandillas. Desde aquella especie de palco podía verse pasar<br />

gente y carruajes, y también pasear y departir de corro en corro. San Felipe era el sitio<br />

más animado, bullicioso y popular de Madrid; su proximidad al edificio de la Estafeta<br />

de los correos reales, donde se recibían las cartas y noticias del resto de España y de<br />

todo el mundo, así como la circunstancia de dominar la vía principal de la ciudad, lo<br />

convertían en vasta tertulia pública donde se cruzaban opiniones y chismes,<br />

fanfarroneaban los soldados, chismorreaban los clérigos, se afanaban los ladrones de<br />

bolsas y lucían su ingenio los poetas. Lope, Don Francisco de Quevedo y el mejicano<br />

Alarcón, entre otros, frecuentaban el mentidero. Cualquier noticia, rumor, embuste allí<br />

lanzado, rodaba como una bola hasta multiplicarse por mil, y nada escapaba a las<br />

lenguas que de todo conocían, vistiendo de limpio desde el Rey al último villano.<br />

Muchos años después todavía citaba ese lugar Agustín Moreto, cuando en una de sus<br />

comedias hizo decir a un paisano y a un bizarro militar:<br />

–¡Que no sepáis salir de aquestas gradas!<br />

–Amigo, aquí se ven los camaradas.<br />

Estas losas me tienen hechizado;<br />

que en todo el mundo tierra no he encontrado<br />

tan fértil de mentiras.<br />

Y hasta el gran Don Miguel de Cervantes, que Dios tenga en lo mejor de su gloria,<br />

había dejado escrito en su Viaje al Parnaso:<br />

Adiós, de San Felipe el gran paseo,<br />

donde si baja el turco o sube el galgo,<br />

como en gaceta de Venecia leo.<br />

Lo que cito a vuestras mercedes para que vean hasta qué punto era el lugar famoso.<br />

Discutíanse en sus corrillos los asuntos de Flandes, Italia y las Indias con la gravedad de<br />

un Consejo de Castilla, repetíanse chistes y epigramas, se cubría de fango la honra de


las damas, las actrices y los maridos cornudos, se dedicaban pullas sangrientas al conde<br />

de Olivares, narrábanse en voz baja las aventuras galantes del Rey.. Era, en fin, lugar<br />

amenísimo y chispeante, fuente de ingenio, novedad y maledicencia, que se congregaba<br />

cada mañana en torno a las once; hasta que el tañido de la campana de la iglesia,<br />

tocando una hora más tarde al ángelus, hacía que la multitud se quitase los sombreros y<br />

se dispersara luego, dejando el campo a los mendigos, estudiantes pobres, mujerzuelas y<br />

desharrapados que aguardaban allí la sopa boba de los agustinos. Las gradas volvían a<br />

animarse por la tarde, a la hora de la rúa en la calle Mayor, para ver pasar a las damas en<br />

sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las<br />

mancebías cercanas –había, por cierto, una muy notoria justo al otro lado de la calle–:<br />

motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas. Duraba esto hasta el toque de<br />

oración de la tarde, cuando, tras rezar sombrero en mano, de nuevo se dispersaban hasta<br />

el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos.<br />

He dicho más arriba que Don Francisco de Quevedo frecuentaba las gradas de San<br />

Felipe; y en muchos de sus paseos se hacía acompañar por amigos como el Licenciado<br />

Calzas, Juan Vicuña o el capitán <strong>Alatriste</strong>. Su afición a mi amo obedecía, entre otros, a<br />

un aspecto práctico: el poeta andaba siempre en querellas de celos y pullas con varios de<br />

sus colegas rivales, cosa muy de la época de entonces y muy de todas las épocas en este<br />

país nuestro de caínes, zancadillas y envidias, donde la palabra ofende y mata tanto o<br />

más que la espada. Algunos, como Luis de Góngora o Juan Ruiz de Alarcon, se la<br />

tenían jurada, y no sólo por escrito. Decía, por ejemplo, Góngora de Don Francisco de<br />

Quevedo:<br />

Musa que sopla y no inspira,<br />

y sabe por lo traidor<br />

poner sus dedos mejor<br />

en mi bolsa que en su lira.<br />

Y al día siguiente, viceversa. Porque entonces contraatacaba Don Francisco con su más<br />

gruesa artillería:<br />

Esta cima del vicio del insulto;<br />

éste en quien hoy los pedos son sirenas.<br />

Éste es el culo, en Góngora y en culto,<br />

que un bujarrón le conociera apenas.<br />

O se despachaba con aquellos otros versos, tan celebrados por feroces, que corrieron de<br />

punta a punta la ciudad, poniendo a Góngora como chupa de dómine:<br />

Hombre en quien la limpieza fue tan poca,<br />

no tocando a su cepa,<br />

que nunca, que yo sepa,<br />

se le cayó la mierda de la boca.<br />

Lindezas que el implacable Don Francisco hacía también extensivas al pobre Ruiz de<br />

Alarcón, con cuya desgracia física –una corcova, o joroba– gustaba de ensañarse con<br />

despiadado ingenio:<br />

¿Quién tiene con lamparones<br />

pecho, lado y espaldilla?


Corcovilla.<br />

Tales versos circulaban anónimos, en teoría; pero todo el mundo sabía perfectamente<br />

quién los fabricaba con la peor intención del mundo. Por supuesto, los otros no se<br />

quedaban cortos; y menudeaban los sonetos, y las décimas, y leerlos en los mentideros y<br />

afilar su talento Don Francisco atacando y contraatacando con pluma mojada en su más<br />

corrosiva hiel, era todo uno. Y si no se trataba de Góngora o de Alarcón podía tratarse<br />

de cualquiera; pues los días en que el poeta se levantaba con ganas, hacía fuego con bala<br />

rasa contra cuanto se movía:<br />

Cornudo eres, Fulano, hasta los codos,<br />

y puedes rastrillar con las dos sienes;<br />

tan largos cuernos y tendidos tienes,<br />

que si no los enfaldas, harás lodos.<br />

Y cosas así. De modo que, aun siendo bravo y diestro con la espada, llevar al lado a un<br />

hombre como Diego <strong>Alatriste</strong> a la hora de pasear entre eventuales adversarios siempre<br />

resultaba tranquilizador para el malhumorado poeta. Precisamente el citado Fulano del<br />

soneto –o alguien que se vio retratado como tal, porque en aquel Madrid de Dios<br />

andaban los cornudos de dos en dos– acudió a pedir explicaciones a las gradas de San<br />

Felipe, escoltado por un amigo, cierta mañana que Don Francisco paseaba con el<br />

capitán <strong>Alatriste</strong>. <strong>El</strong> asunto se resolvió al caer la noche con un poco de acero tras la<br />

tapia de los Recoletos, de modo que tanto el presunto cornudo como el amigo, una vez<br />

sanaron de las respectivas mojadas recibidas a escote, se dedicaron a leer prosa y no<br />

volvieron a encarar un soneto durante el resto de sus vidas.<br />

Aquella mañana, en las gradas de San Felipe, el tema de conversación general eran el<br />

príncipe de Gales y la infanta; alternándose las hablillas cortesanas con noticias de la<br />

guerra que se reavivaba en Flandes. Recuerdo que hacía sol, y el cielo era muy azul y<br />

muy limpio sobre los tejados de las casas cercanas, y el mentidero bullía de gente. <strong>El</strong><br />

capitán <strong>Alatriste</strong>, que seguía mostrándose en público sin miedo aparente a las<br />

consecuencias –la mano, vendada tras el lance del Portillo de las Ánimas, estaba fuera<br />

de peligro–, vestía polainas, calzas grises y jubón oscuro cerrado hasta el cuello; y<br />

aunque la mañana era tibia, llevaba sobre los hombros la capa para cubrir la culata de<br />

una pistola que cargaba en la parte posterior del cinto, junto a la daga y la espada. Al<br />

contrario que la mayor parte de los soldados veteranos de la época, Diego <strong>Alatriste</strong> era<br />

poco amigo de usar prendas o adornos de color, y la única nota llamativa en su<br />

indumento era la pluma roja que le adornaba la toquilla del chapeo de anchas alas. Aun<br />

así, su aspecto contrastaba con la oscura sobriedad del traje negro de Don Francisco de<br />

Quevedo, sólo desmentida por la cruz de Santiago cosida al pecho, bajo la capa corta,<br />

también negra, que llamábamos herreruelo. Me habían permitido acompañarlos, pues<br />

acababa de hacer unos recados para ellos en la Estafeta, y componían el resto del grupo<br />

el Licenciado Calzas, Vicuña, el Dómine <strong>Pérez</strong> y algunos conocidos, departiendo junto<br />

a la barandilla de las gradas que daba sobre la calle Mayor. Se comentaba la última<br />

impertinencia de Buckingham, quien, se decía de buena tinta, osaba galantear a la<br />

esposa del conde de Olivares.<br />

–La pérfida Albión –apuntaba el Licenciado Calzas, que no podía tragar a los ingleses<br />

desde que años atrás, viniendo de las Indias, había estado a punto de ser apresado por<br />

Walter Raleigh, un corsario que les desarboló un palo y mató quince hombres.


–Mano dura –sugería Vicuña, cerrando el único puño que le quedaba–. Esos herejes<br />

sólo entienden que se les asiente bien la mano dura... ¡Así agradecen la hospitalidad del<br />

Rey nuestro señor!<br />

Asentían circunspectos los contertulios, entre ellos dos presuntos veteranos de fieros<br />

bigotes que no habían oído un arcabuzazo en su vida, dos o tres ociosos, un estudiante<br />

de Salamanca de capa raída, alto y con cara de hambre llamado Juan Manuel de Parada,<br />

o de Pradas, un pintor joven recién llegado a la Corte y recomendado a Don Francisco<br />

por su amigo Juan de Fonseca, y un zapatero remendón de la calle Montera llamado<br />

Tabarca, conocido por ejercer la jefatura de los llamados mosqueteros: la chusma teatral<br />

o público bajo que seguía las comedias en pie, aplaudiéndolas o silbándolas, y decidía<br />

de ese modo su éxito o fracaso. Aunque villano y analfabeto, el tal Tabarca resultaba<br />

hombre grave, temible, que se las daba de entendido, cristiano viejo e hidalgo venido a<br />

menos –como casi todo el mundo– y era, debido a su influencia entre la gentuza de los<br />

corrales, halagado por los autores que buscaban darse a conocer en la Corte, e incluso<br />

por algunos que ya lo eran.<br />

–De todos modos –terciaba Calzas, con guiño cínico–. Dicen que la legítima del valido<br />

no hace ascos a la hora de tomar varas. Y Buckingham es buen mozo.<br />

Se escandalizaba el Dómine <strong>Pérez</strong>:<br />

–¡Por Dios, señor Licenciado!... Repórtese vuestra merced. Conozco a su confesor, y<br />

puedo asegurar que la señora doña Inés de Zúñiga es mujer piadosa, y una santa.<br />

–Y entre santa y santa –repuso Calzas, procaz– a nuestro Rey se la levantan.<br />

Reía, atravesado y guasón, viendo al Dómine hacerse cruces mientras echaba miradas<br />

temerosas de soslayo. Por su parte, el capitán <strong>Alatriste</strong> le dirigía fieras ojeadas de<br />

censura por hablar con semejante desahogo en mi presencia, y el pintor joven, un<br />

sevillano de veintitrés o veinticuatro años, simpático, con mucho acento, llamado Diego<br />

de Silva, nos observaba a unos y otros como preguntándose dónde se había metido.<br />

–Con er permiso de vuesa mersede... –empezó a decir, tímido, levantando un dedo<br />

índice manchado de pintura al óleo.<br />

Pero nadie le hizo mucho caso. A pesar de la recomendación de su amigo Fonseca, Don<br />

Francisco de Quevedo no olvidaba que el joven pintor había ejecutado nada más llegar a<br />

Madrid un retrato de Luis de Góngora, y aunque no tenía nada contra el mozo,<br />

procuraba hacerle purgar semejante pecado con unos pocos días de ninguneo. Aunque la<br />

verdad es que muy pronto Don Francisco y el joven sevillano se hicieron asiduos, y el<br />

mejor retrato que se conserva del poeta es, precisamente, el que hizo después aquel<br />

mismo joven. Que con el tiempo también fue muy amigo de Diego <strong>Alatriste</strong> y mío,<br />

cuando ya era más conocido por el apellido de su madre: Velázquez.<br />

En fin. Les contaba que, tras el infructuoso intento del pintor por intervenir en la<br />

conversación, alguien mencionó la cuestión del Palatinado, y todos se enzarzaron en una<br />

animada discusión sobre la política española en Centroeuropa, donde el zapatero<br />

Tabarca echó su sota de espadas con todo el aplomo del mundo, opinando sobre el<br />

duque Maximiliano de Baviera, el <strong>El</strong>ector Palatino y el Papa de Roma, quienes tenía por<br />

probado se entendían bajo cuerda. Terció uno de los presuntos miles gloriosus, que<br />

aseguraba poseer noticias frescas sobre el asunto, suministradas por un cuñado suyo que<br />

servía en Palacio; y la conversación quedó interrumpida cuando todos, salvo el Dómine,<br />

se inclinaron sobre la barandilla para saludar a unas damas que pasaban en carricoche<br />

descubierto, sentadas entre faldas, brocados y guardainfantes, camino de las platerías de<br />

la Puerta de Guadalajara. Eran tusonas, o sea, rameras de lujo. Pero en la España de los<br />

Austrias, hasta las putas se daban aires.


Cubriéronse todos de nuevo y prosiguió la charla. Don Francisco de Quevedo, que<br />

prestaba poca atención, se acercó un poco a Diego <strong>Alatriste</strong> y, con un gesto de la<br />

barbilla, señaló a dos individuos que se mantenían a distancia, entre la gente.<br />

–¿Os siguen a vos, capitán? –preguntó en voz baja, con aire de hablar de otra cosa– ¿O<br />

me siguen a mí?<br />

<strong>Alatriste</strong> echó un discreto vistazo a la pareja. Tenían aspecto de corchetes, o de gente a<br />

sueldo. Al sentirse observados volvieron ligeramente la espalda, con disimulo.<br />

–Yo diría que a mí, Don Francisco. Pero con vuestra merced y con sus versos, nunca se<br />

sabe.<br />

<strong>El</strong> poeta miró a mi amo con el ceño fruncido.<br />

–Supongamos que se trate de vos. ¿Es grave?<br />

–Puede serlo.<br />

–Voto a tal. En ese caso no queda sino batirse... ¿Necesitáis ayuda?<br />

–No, por el momento –el capitán miraba a los espadachines con los párpados un poco<br />

entornados, como si pretendiera grabarse sus caras en la memoria–... Además, bastantes<br />

enojos tiene ya vuestra merced para cargar con los míos.<br />

Don Francisco estuvo unos instantes callado. Luego se retorció el mostacho y, tras<br />

ajustarse los anteojos, dirigió abiertamente a los dos fulanos una mirada resuelta y<br />

furiosa.<br />

–De cualquier modo –concluyó– si hay lance, dos a dos resulta cifra pareja. Podéis<br />

contar conmigo.<br />

–Lo sé –dijo <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Zis, zas, sus y a ellos –el poeta apoyaba la mano en el pomo de su espada, que le<br />

alzaba por detrás el herreruelo–. Os debo eso y más. Y mi maestro no es precisamente<br />

Pacheco.<br />

<strong>El</strong> capitán compartió su maliciosa sonrisa. Luis Pacheco de Narváez era el más reputado<br />

maestro de esgrima de Madrid, habiendo llegado a serlo del Rey nuestro señor. Había<br />

escrito varios tratados sobre la destreza de las armas, y hallándose en casa del presidente<br />

de Castilla hubo discusión entre él y Don Francisco de Quevedo sobre algunos puntos y<br />

conclusiones; de resultas que, tomadas las espadas para una demostración amistosa, al<br />

primer asalto dióle Don Francisco al maestro Pacheco en la cabeza, derribándole el<br />

sombrero. Desde entonces la enemistad entre ambos era mortal: el uno había<br />

denunciado al otro ante el tribunal de la Inquisición, y el otro había retratado al uno con<br />

escasa caridad en la Vida del buscón llamado Pablos; que aunque fue impresa dos o tres<br />

años más tarde, ya corría en copias manuscritas por todo Madrid.<br />

–Ahí viene Lope –dijo alguien.<br />

Todos se quitaron los sombreros cuando Lope, el gran Félix Lope de Vega Carpio,<br />

apareció caminando despacio entre los saludos de la gente que se apartaba para dejarle<br />

paso, y se detuvo unos instantes a departir con Don Francisco de Quevedo, quien lo<br />

felicitó por la comedia que representaban al día siguiente en el corral del Príncipe:<br />

acontecimiento teatral al que Diego <strong>Alatriste</strong> había prometido llevarme, y yo iba a<br />

presenciar por primera vez en mi vida. Después, Don Francisco hizo algunas<br />

presentaciones.<br />

–<strong>El</strong> capitán Don Diego <strong>Alatriste</strong> y Tenorio... Ya conoce vuestra merced a Juan Vicuña...<br />

Diego Silva... <strong>El</strong> jovencito es Íñigo Balboa, hijo de un militar caído en Flandes.<br />

Al oír aquello, Lope me tocó un momento la cabeza con espontáneo gesto de simpatía.<br />

Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré<br />

siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el<br />

rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo


ausente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por<br />

muestras de respeto.<br />

–No olvides a ese hombre ni este día –me dijo el capitán, dándome un afectuoso<br />

pescozón en el mismo sitio donde Lope me había tocado.<br />

Y no lo olvidé nunca. Todavía hoy, tantos años después de aquello, me llevo la mano a<br />

la coronilla y siento allí el contacto de los dedos afectuosos del Fénix de los Ingenios.<br />

Ni él, ni Don Francisco de Quevedo, ni Velázquez, ni el capitán <strong>Alatriste</strong>, ni la época<br />

miserable y magnífica que entonces conocí, existen ya. Pero queda, en las bibliotecas,<br />

en los libros, en los lienzos, en las iglesias, en los palacios, calles y plazas, la huella<br />

indeleble que aquellos hombres dejaron de su paso por la tierra. <strong>El</strong> recuerdo de la mano<br />

de Lope desaparecerá conmigo cuando yo muera, como también el acento andaluz de<br />

Diego de Silva, el sonido de las espuelas de oro de Don Francisco al cojear, o la mirada<br />

glauca y serena del capitán <strong>Alatriste</strong>. Pero el eco de sus vidas singulares seguirá<br />

resonando mientras exista ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias,<br />

sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos<br />

España.<br />

Tampoco he olvidado lo que ocurrió después. En ésas estábamos, cercana ya la hora del<br />

ángelus, cuando frente a las covachuelas que había al pie de San Felipe se detuvo una<br />

carroza negra que yo conocía bien. Estaba apoyado en la barandilla de las gradas, algo<br />

apartado, oyendo hablar a los mayores. Y la mirada que descubrí allá abajo, fija en mí,<br />

parecía reflejar el color del cielo que se abría sobre nuestras cabezas y los tejados<br />

pardos de Madrid, hasta el punto de que todo cuanto me rodeaba, salvo ese color, o ese<br />

cielo, o esa mirada, desapareció de mi vista. Era como una dulce agonía de azul y de<br />

luz, a la que resultaba imposible sustraerse. Si un día muero –pensé en ese mismo<br />

instante–, quiero morir así: sumergido en semejante color. Entonces me separé un poco<br />

más del grupo y fui bajando despacio las escaleras, sin apenas voluntad; como<br />

prisionero de un filtro hipnótico. Y por un instante, como relámpago de lucidez en<br />

medio de mi enajenación, mientras bajaba de San Felipe hacia la calle Mayor sentí que<br />

me seguían, desde miles de leguas de distancia, los ojos preocupados del capitán<br />

<strong>Alatriste</strong>.


X. EL CORRAL DEL PRÍNCIPE<br />

Caí en la trampa. O, para ser más exacto, cinco minutos de conversación bastaron para<br />

que ellos urdieran la trampa. Todavía hoy, tanto tiempo después, deseo imaginar que<br />

Angélica de Alquézar sólo era una mocita manejada por sus mayores; pero ni siquiera<br />

tras haberla conocido como más tarde la conocí puedo estar seguro. Siempre, hasta su<br />

muerte, intuí en ella algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en<br />

algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace<br />

siglos. Decidir quiénes son los auténticos responsables de todo eso ya es otra cuestión<br />

que llevaría largo rato discutir; y éste no es lugar ni oportunidad para ello. Podemos<br />

resumirlo diciendo, por ahora, que de las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a<br />

la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de<br />

Alquézar estaba dotada en grado sumo.<br />

Al día siguiente por la tarde, camino del corral del Príncipe, su recuerdo en la ventanilla<br />

de la carroza negra, bajo las gradas de San Felipe, me desazonaba como cuando durante<br />

una ejecución musical que parece perfecta descubres una nota o un movimiento<br />

inseguros, o falsos. Me había limitado a acercarme y cambiar unas palabras, fascinado<br />

por su cabello rubio en tirabuzones y su misteriosa sonrisa. Sin bajar de la carroza,<br />

mientras una dueña se ocupaba de comprar algunas cosas en las covachuelas y el<br />

cochero permanecía inmóvil junto a las mulas, sin molestarme –cosa que hubiera debido<br />

ponerme sobre aviso–, Angélica de Alquézar volvió a agradecer mi ayuda contra los<br />

golfillos de la calle Toledo, preguntó qué tal me iba con aquel capitán Batiste, o Triste,<br />

al que servía, y se interesó por mi vida y mis proyectos. Fanfarroneé un poco, lo<br />

confieso. Aquellos ojos muy azules y muy abiertos que parecían escuchar asombrados<br />

me alentaron a contar más de la cuenta. Hablé de Lope, a quien acababa de conocer<br />

arriba en las gradas, como de un viejo amigo. Y mencioné el propósito de asistir, con el<br />

capitán, a la representación de la comedia <strong>El</strong> Arenal de Sevilla, que tendría lugar en el<br />

corral del Príncipe al día siguiente. Charlamos un poco, le pregunté su nombre y, tras<br />

dudar un delicioso instante rozándose los labios con un diminuto abanico, me lo dijo.<br />

«Angélica viene de ángel», respondí, embelesado. Y ella me miró divertida, sin decir<br />

palabra, durante un rato tan largo que me sentí transportado a las puertas del Paraíso.<br />

Después vino el ama, reparó en mí el cochero, alejóse el carruaje, y quedé inmóvil entre<br />

la gente que iba y venía, con la sensación de haber sido arrancado, paf, de algún lugar<br />

maravilloso. Sólo de noche, al no conciliar el sueño pensando en ella, y al día siguiente<br />

camino del teatro, algunos detalles extraños de la situación –a ninguna jovencita de<br />

buena cuna se le permitía entonces charlar con mozalbetes casi desconocidos en mitad<br />

de la calle– empezaron a insinuar en mi ánimo la sensación de estar moviéndome al<br />

borde de algo peligroso y desconocido. Y llegué a preguntarme si aquello guardaría<br />

relación con los accidentados sucesos de unos días antes. De un modo u otro, cualquier<br />

vínculo de ese ángel rubio con los rufianes del Portillo de las Ánimas parecía<br />

descabellado. Y por otra parte, la perspectiva de asistir a la comedia de Lope restaba<br />

claridad a mi juicio. Así ciega Dios, dice el turco, a quien quiere perder.<br />

Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el<br />

teatro. Las comedias tenían tres jornadas o actos, y eran todas en verso, con diferentes<br />

metros y rimas. Sus autores consagrados, como hemos visto al referirme a Lope, eran


queridos y respetados por la gente; y la popularidad de actores y actrices era inmensa.<br />

Cada estreno o reposición de una obra famosa congregaba al pueblo y la corte,<br />

teniéndolos en suspenso, admirados, las casi tres horas que duraba cada representación;<br />

que en aquel tiempo solía desarrollarse a la luz del día, por la tarde después de comer,<br />

en locales al aire libre conocidos como corrales. Dos había en Madrid: el del Príncipe,<br />

también llamado de La Pacheca, y el de la Cruz. Lope gustaba de estrenar en este<br />

último, que era también el favorito del Rey nuestro señor, amante del teatro como su<br />

esposa, la reina doña Isabel de Borbón. Por más que el amor teatral de nuestro monarca,<br />

aficionado a lances juveniles, se extendiese también, clandestinamente, a las más bellas<br />

actrices del momento, como fue el caso de María Calderón, la Calderona, que llegó a<br />

darle un hijo, el segundo donjuán de Austria.<br />

<strong>El</strong> caso es que aquella jornada se reponía en el Príncipe una celebrada comedia de Lope,<br />

<strong>El</strong> Arenal de Sevilla, y la expectación era enorme. Desde muy temprana hora caminaban<br />

hacia allí animados grupos de gente, y al mediodía se habían formado los primeros<br />

tumultos en la estrecha calle donde estaba la entrada del corral, frontera entonces al<br />

convento de Santa Ana. Cuando llegamos el capitán y yo, se nos habían unido ya por el<br />

camino Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, también harto aficionados a Lope, y en la<br />

misma calle del Príncipe sumóse Don Francisco de Quevedo. De ese modo anduvimos a<br />

la puerta del corral de comedias, donde resultaba difícil moverse entre el gentío. Todos<br />

los estamentos de la Villa y Corte estaban representados: desde la gente de calidad en<br />

los aposentos laterales con ventanas abiertas al recinto, hasta el público llano que<br />

atestaba las gradas laterales y el patio con filas de bancos de madera, la cazuela o gradas<br />

para las mujeres –ambos sexos estaban separados tanto en los corrales de comedias<br />

como en las iglesias–, y el espacio libre tras el degolladero, reservado a quienes seguían<br />

en pie la representación: los famosos mosqueteros, que por allí andaban con su jefe<br />

espiritual, el zapatero Tabarca, quien al cruzarse con nuestro grupo saludó grave,<br />

solemne, muy poseído de la importancia de su papel. A las dos de la tarde, la calle del<br />

Príncipe y las entradas al corral eran un hervidero de comerciantes, artesanos, pajes,<br />

estudiantes, clérigos, escribanos, soldados, lacayos, escuderos y rufianes que para la<br />

ocasión se vestían con capa, espada y puñal, llamándose todos caballeros y dispuestos a<br />

reñir por un lugar desde el que asistir a la representación. A ese ambiente bullicioso y<br />

fascinante se sumaban las mujeres que con revuelo de faldas, mantos y abanicos<br />

entraban a la cazuela, y eran allí asaeteadas por los ojos de cuanto galán se retorcía los<br />

bigotes en los aposentos y en el patio del recinto. También ellas reñían por los asientos,<br />

y a veces hubo de intervenir la autoridad para poner paz en el espacio que les era<br />

reservado. En suma, las pendencias por conseguir sitio o entrar sin previo pago, las<br />

discusiones entre quien había alquilado un asiento y quien se lo disputaba eran tan<br />

frecuentes, que llegábase a meter mano a los aceros por un quítame allá esas pajas, y las<br />

representaciones tenían que contar con la presencia de un alcalde de Casa y Corte<br />

asistido por alguaciles. Ni siquiera los nobles eran ajenos a ello: los duques de Feria y<br />

Rioseco, enfrentados por los favores de una actriz, habíanse acuchillado una vez en<br />

mitad de una comedia, so pretexto de unos asientos. <strong>El</strong> licenciado Luis Quiñones de<br />

Benavente, un toledano tímido y buena gente que fue conocido del capitán <strong>Alatriste</strong> y<br />

mío, describió en una de sus jácaras ese ambiente espeso donde menudeaban las<br />

estocadas:<br />

En el corral de comedias<br />

lloviendo a la puerta están<br />

mojadas y más mojadas<br />

por colarse sin pagar


Singular carácter, el nuestro. Como alguien escribiría más tarde, afrontar peligros,<br />

batirse, desafiar a la autoridad, exponer la vida o la libertad, son cosas que se hicieron<br />

siempre en cualquier rincón del mundo por hambre, ambición, odio, lujuria, honor o<br />

patriotismo. Pero meter mano a la blanca y darse de cuchilladas por asistir a una<br />

representación teatral era algo reservado a aquella España de los Austrias que para lo<br />

bueno, que fue algo, y lo malo, que fue más, vivi en mi juventud: la de las hazañas<br />

quijotescas y estériles, que cifró siempre su razón y su derecho en la orgullosa punta de<br />

una espada.<br />

Nos llegamos, como dije, a la puerta del corral, sorteando los grupos de gente y los<br />

mendigos que acosaban a todos pidiendo limosna. Por supuesto que la mitad eran<br />

ciegos, cojos, mancos y tullidos fingidos, autoproclamados hidalgos con mala fortuna<br />

que no pedían por necesidad, sino por un accidente; y hasta debías excusarte con un<br />

cortés dispense vuestra merced, que no llevo dineros si no querías verte increpado con<br />

malos modos. Y es que hasta en su manera de pedir son diferentes los pueblos: los<br />

tudescos cantan en grupo, los franceses limosnean serviles con oraciones y jaculatorias,<br />

los portugueses con lamentaciones, los italianos con largas relaciones de sus desgracias<br />

y males, y los españoles con fueros y amenazas, respondones, insolentes y mal sufridos.<br />

Pagamos un cuarto en la primera puerta, tres en la segunda para limosna de hospitales, y<br />

veinte maravedís para obtener asientos de banco. Por supuesto que nuestras localidades<br />

se hallaban ocupadas, aunque bien las pagamos; pero no queriendo andar en pendencias<br />

conmigo de por medio, el capitán, Don Francisco y los otros decidieron que nos<br />

quedaríamos atrás, junto a los mosqueteros. Yo lo miraba todo con ojos tan abiertos<br />

como es de suponer, fascinado por el gentío, los vendedores de aloja y golosinas, el<br />

ruido de conversaciones, el revuelo de guardainfantes, faldas y basquiñas en la cazuela<br />

de las mujeres, las trazas elegantes de la gente de calidad asomada a las ventanas de los<br />

aposentos. Se decía que el Rey en persona solía asistir desde allí, de incógnito, a<br />

representaciones que eran de su agrado. Y la presencia aquella tarde de algunos<br />

miembros de la guardia real en las escaleras, sin uniforme pero con apariencia de<br />

hallarse de servicio, podía indicar algo de eso. Acechábamos las ventanas, esperando<br />

descubrir allí a nuestro joven monarca, o a la reina; pero no reconocíamos a ninguno de<br />

ellos en los rostros aristocráticos que de vez en cuando se dejaban ver entre las celosías.<br />

A quien sí vimos fue al propio Lope, a quien el público rompió a aplaudir cuando<br />

apareció allá arriba. Vimos también al conde de Guadalmedina acompañado de unos<br />

amigos y unas damas, y Álvaro de la Marca respondió con una sonrisa cortés al saludo<br />

que el capitán <strong>Alatriste</strong> le dirigió desde abajo tocándose el ala del sombrero.<br />

Unos amigos ofrecieron lugar junto a ellos, en un banco, a Don Francisco de Quevedo,<br />

y éste se excusó con nosotros, yendo a sentarse allí. Juan Vicuña y el Licenciado Calzas<br />

estaban aparte, conversando sobre la obra que íbamos a ver, y que Calzas mucho había<br />

apreciado años antes, cuando el estreno. Por su parte, Diego <strong>Alatriste</strong> se mantenía a mi<br />

lado, haciéndome sitio junto a la viga del degolladero para que me pudiera mantener en<br />

primera fila de los mosqueteros y ver la representación sin estorbo. Había comprado<br />

obleas y barquillos que yo hacía crujir en mi boca, encantado, y tenía una mano puesta<br />

sobre mi hombro para evitar que me zarandearan los empujones. Y en un momento<br />

dado sentí que esa mano se ponla rígida, y luego se retiraba despacio hasta apoyarse en<br />

el pomo de la espada.<br />

Seguí la dirección de sus ojos, cuya expresión se había endurecido, y entre la gente<br />

alcancé a distinguir a los dos hombres que el día anterior estuvieron rondando cerca de<br />

nosotros en las gradas de San Felipe. Ocupaban lugar entre los mosqueteros y me<br />

pareció verles cambiar un signo de inteligencia con otros dos que entraron por una de


las puertas para situarse cerca. Su manera de llevar calado el sombrero y terciar la capa,<br />

los bigotes de guardamano y barbas de gancho, algún chirlo en la cara y la forma de<br />

pararse con las piernas abiertas y mirar a lo zafio, delataban sin duda a bravos de a tanto<br />

la cuchillada. De tales estaba lleno el corral, eso es cierto; pero aquellos cuatro parecían<br />

singularmente interesados en nosotros.<br />

Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia, gritaron ¡sombreros! los<br />

mosqueteros, descubrióse todo el mundo, descorrieron la cortina, y mi atención voló sin<br />

remedio de los valentones a la escena, donde salían ya los personajes de doña Laura y<br />

Urbana, con mantos. Delante del telón de fondo, un pequeño bastidor de cartón pintado<br />

imitaba la Torre del Oro.<br />

–Famoso está el Arenal.<br />

–¿ Cuándo lo dejó de ser?<br />

–No tiene, a mi parecer, todo el mundo vista igual.<br />

Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida<br />

sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a<br />

doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la<br />

vida del capitán <strong>Alatriste</strong> y en la mía. Pero aquel día, en el corral del Príncipe, la de<br />

Castro no era para mí sino la hermosa Laura que acude con su tía Urbana al puerto de<br />

Sevilla, donde las galeras se aprestan a zarpar, y donde se encuentra de modo casual con<br />

Don Lope y Toledo, su criado.<br />

Abreviar es menester;<br />

que ya se quieren partir<br />

¡Oh, qué victoria es huir<br />

las armas de una mujer!<br />

Todo se desvaneció a mi alrededor, colgado como estaba de las palabras que salían de la<br />

boca de los actores. Por supuesto, a los pocos minutos yo estaba en pleno Arenal de<br />

Sevilla locamente enamorado de Laura, y deseaba tener la gallardía de los capitanes<br />

Fajardo y Castellanos, y darme de estocadas con los alguaciles y los corchetes antes de<br />

embarcarme en la Armada del Rey, diciendo, como Don Lope:<br />

Hube de sacar la espada.<br />

aquéla para un hidalgo<br />

noble, por cierto; que es justo<br />

honrar al que da disgusto,<br />

si un hombre se tiene en algo.<br />

Que afrentar, aunque sea un loco<br />

ausente, al que se atrevió<br />

a ofenderos, pienso yo<br />

que es tenerse un hombre en poco.<br />

Fue en ese momento cuando uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se<br />

volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste<br />

no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba<br />

con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián, la capa doblada en<br />

cuatro sobre un hombro y la mano en el puño de la espada. Prosiguió la representación,<br />

centré de nuevo en ella mi atención, y aunque Diego <strong>Alatriste</strong> seguía callado e inmóvil,


el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de<br />

pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír<br />

a la gente. Sentí entonces cómo la mano del capitán, que había vuelto a apoyar en mi<br />

hombro, me apartaba suavemente a un lado, y noté cómo después se retiraba un poco la<br />

capa, a fin de desembarazar la empuñadura de la daga que llevaba al cinto detrás del<br />

costado izquierdo. Terminaba en ese instante el primer acto, sonaron los aplausos del<br />

público, y <strong>Alatriste</strong> y nuestro vecino se sostuvieron la mirada silenciosamente, sin que<br />

de momento las cosas fueran más allá. Dos a cada lado, algo más lejos, los otros cuatro<br />

individuos no nos quitaban ojo de encima.<br />

Durante el baile del entreacto, el capitán buscó a Vicuña y al Licenciado Calzas con la<br />

vista y luego me confió a ellos, con el pretexto de que iba a ver mejor la segunda<br />

jornada desde donde estaban. Sonaron en ese momento fuertes aplausos entre el público<br />

y todos nos volvimos hacia uno de los aposentos superiores, donde la gente había<br />

reconocido al Rey nuestro señor, quien allí se había entrado con disimulo al inicio del<br />

primer acto. Vi entonces por vez primera sus rasgos pálidos, el cabello rubio y ondulado<br />

en la frente y las sienes, y aquella boca con el labio inferior prominente, tan<br />

característico de los Austrias, y libre todavía del enhiesto bigote que luciría después.<br />

Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almidonada y sobrios botones<br />

de plata –fiel a la pragmática de austeridad contra el lujo en la Corte que él mismo<br />

acababa de dictar–, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido<br />

un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocultar una sonrisa o unas<br />

palabras con sus acompañantes, en los que el entusiasmo del público había reconocido,<br />

junto a varios gentiles hombres españoles, al príncipe de Gales y al duque de<br />

Buckingham, a quienes Su Majestad había tenido a bien, aunque manteniendo el<br />

incógnito oficial –todos iban cubiertos, como si el Rey no estuviese allí–, invitar al<br />

espectáculo. Contrastaba la grave sobriedad de los españoles con las plumas, cintas,<br />

lazos y joyas que lucían los dos ingleses, cuya apostura y juventud fueron muy<br />

celebradas por el público que llenaba el corral de comedias, y levantaron no pocos<br />

requiebros, golpes de abanico y miradas devastadoras en la cazuela de las mujeres.<br />

Empezó la segunda jornada, que yo seguí, bebiéndome como en la anterior hasta la<br />

última de las palabras y gestos de los representantes; y durante ésta, justo cuando en el<br />

escenario el capitán Fajardo decía aquello de:<br />

«Prima» la llama. No sé<br />

si esta prima es verdadera;<br />

más no es la cuerda primera<br />

que por prima falsa esté.<br />

... volvió en ese punto a chistarle a Diego <strong>Alatriste</strong> el valentón de la capa doblada en<br />

cuatro, y esta vez se le unieron dos de los otros rufianes que en el entreacto se habían<br />

ido acercando. <strong>El</strong> propio capitán había jugado alguna vez la misma treta, así que el<br />

negocio estaba más claro que el agua; sobre todo habida cuenta de que los dos<br />

matachines restantes venían también poco a poco entre la gente. Miró el capitán a su<br />

alrededor, por ver la suerte en que se hallaba. Detalle significativo: ni el alcalde de Casa<br />

y Corte ni los alguaciles que solían cuidar del orden en las representaciones aparecían<br />

por parte alguna. En cuanto a otro socorro, el Licenciado Calzas no era hombre de<br />

armas, y el cincuentón Juan Vicuña poca destreza podía hacer con una sola mano.<br />

Respecto a Don Francisco de Quevedo, se hallaba dos filas de bancos más lejos, atento<br />

al escenario y ajeno a lo que a sus espaldas se tramaba. Y lo peor era que, influidos por<br />

el chistar de los provocadores, algunos del público empezaban a mirar mal al propio


<strong>Alatriste</strong>, como si realmente éste molestase la representación. Lo que estaba a punto de<br />

ocurrir era tan cierto como que dos y dos eran cuatro. En aquel caso concreto, tres y dos<br />

sumaban cinco. Y cinco a uno era demasiado, incluso para el capitán.<br />

Intentó zafarse en dirección a la puerta más cercana. Obligado a reñir, lo haría con más<br />

espacio en la calle que allí adentro, embarazado por todos, donde no iban a tardar un<br />

Jesús en coserlo a puñaladas. También había cerca un par de iglesias donde acogerse a<br />

sagrado, si al cabo terciaba además la justicia en el lance. Pero ya los otros le cerraban<br />

las espaldas, y la cosa tomaba un feo cariz. Terminaba en eso el segundo acto, sonaron<br />

los aplausos, y con ellos arreciaron las increpaciones de los valentones contra el capitán.<br />

Ya la chusma empezaba a hacer corro. Trabáronse de palabras, subió el tono. Y por fin,<br />

entre dos reniegos y por vidas de, alguien pronunció la palabra bellaco. Entonces Diego<br />

<strong>Alatriste</strong> suspiró muy hondo, para sus adentros. Aquello era negocio hecho. Así que,<br />

resignado, metió mano a la espada y sacó el acero de la vaina.<br />

Al menos, se dijo fugazmente al desnudar la blanca, un par de aquellos hideputas iban a<br />

acompañarlo bien servidos al infierno. Sin tan siquiera componerse en guardia, lanzó un<br />

tajo horizontal con la espada hacia la derecha para alejar a los rufianes que tenía más<br />

próximos, y echando atrás la mano izquierda sacó la daga vizcaína de la funda que le<br />

pendía del cinto bajo los riñones. Alborotaba el público dejando espacio, gritaban las<br />

mujeres en la cazuela, se inclinaban los ocupantes de los aposentos por las ventanas<br />

para ver mejor. No era extraño en aquel tiempo, como hemos dicho, que el espectáculo<br />

se desplazase en los corrales del escenario al patio; y todos se preparaban a disfrutar una<br />

vez más del suceso adicional y gratuito: en un momento se había hecho un círculo<br />

alrededor de los contendientes. <strong>El</strong> capitán, seguro de no resistir mucho rato frente a<br />

cinco hombres armados y diestros en el oficio, decidió no andarse con lindezas de<br />

esgrima, y en vez de curar su salud procuró desbaratar la de sus enemigos. Dio una<br />

cuchillada al de la capa doblada en cuatro, y sin pararse a ver el resultado –que no fue<br />

gran cosa–, se agachó intentando desjarretar a otro con la vizcaína. Puestos a seguir con<br />

la aritmética, cinco espadas y cinco dagas sumaban diez hojas de acero cortando el aire;<br />

así que le llovían estocadas como granizo. Una anduvo tan cerca que cortó una manga<br />

del jubón, y otra le hubiera pasado el cuerpo de no enredarse en su capa. Revolvióse<br />

lanzando molinetes y tajos a diestro y siniestro; hizo retroceder a un par de adversarios,<br />

trabó el acero con uno y la vizcaína con otro, y sintió que alguien lo acuchillaba en la<br />

cabeza: el filo cortante y frío de la hoja, y la sangre chorreándole entre las cejas. Estás<br />

pero que bien jodido, Diego, se dijo con un último rastro de lucidez. Hasta aquí has<br />

llegado. Y lo cierto es que se sentía exhausto. Los brazos le pesaban como el plomo y la<br />

sangre lo cegaba. Alzó la mano izquierda, la de la daga, para limpiarse los ojos con el<br />

dorso, y entonces vio una espada que se dirigía hacia su garganta, y a Don Francisco de<br />

Quevedo que gritando: «¡<strong>Alatriste</strong>! ¡A mí! ¡A mí!», con voz atronadora, saltaba desde<br />

los bancos a la viga del degolladero e interponía la suya desnuda, parando el golpe.<br />

–¡Cinco a dos ya está mejor! –exclamó el poeta acero en alto, saludando con una alegre<br />

inclinación de cabeza al capitán–... ¡No queda sino batirse!<br />

Y se batía, en efecto, como el demonio que era toledana en mano, sin que su cojera le<br />

estorbase lo más mínimo. Meditando sin duda la décima que iba a componer si sacaba<br />

la piel de aquello. Los anteojos le habían caído sobre el pecho y colgaban de su cinta,<br />

junto a la cruz roja de Santiago; y acometía feroz, sudoroso, con toda la mala leche que<br />

solía reservar para sus versos y que, en ocasiones como ésa, también sabía destilar en la<br />

punta de su espada. Lo arrollador e inesperado de su carga contuvo a los que atacaban, e<br />

incluso alcanzó a herir a uno con buen golpe que le pasó la banda del tahalí hasta el<br />

hombro. Después, rehechos los contrincantes, cerraron de nuevo y la querella hirvió en<br />

un remolino de cuchilladas. Hasta los actores habían salido a mirar desde el escenario.


Lo que ocurrió entonces ya es Historia. Cuentan los testigos que, en el palco donde se<br />

hallaban de supuesto incógnito el Rey, Gales, Buckingham y su séquito de gentiles<br />

hombres, todos veían la pendencia con sumo interés y encontrados sentimientos.<br />

Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquella desvergonzada afrenta al<br />

orden público en su augusta presencia; aunque tal presencia fuese sólo oficiosa. Pero<br />

hombre joven, gallardo y de espíritu caballeresco, no le incomodaba mucho, en otro<br />

oculto sentido, que sus invitados extranjeros asistiesen a una exhibición espontánea de<br />

bravura por parte de sus súbditos, con los que a fin de cuentas solían encontrarse a<br />

menudo en el campo de batalla. Lo cierto es que el hombre que se había estado batiendo<br />

con cinco lo hacía con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocos<br />

mandobles la simpatía del público y gritos de angustia entre las damas, al verlo<br />

estrechado tan de cerca. Dudó el Rey nuestro señor, según cuentan, entre el protocolo y<br />

la afición; por eso se demoraba en ordenar al jefe de su escolta de guardias vestidos de<br />

paisano que interviniese para cortar el tumulto. Y justo cuando por fin iba a abrir la<br />

boca para una orden real e inapelable, a todos causó gran admiración ver a Don<br />

Francisco de Quevedo, conocidísimo en la Corte, terciar tan resuelto en el lance.<br />

Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de<br />

<strong>Alatriste</strong> al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto,<br />

vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.<br />

–¡Alatruiste! –exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada<br />

y británica. Y tras inclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una ávida<br />

ojeada a la situación allá abajo, en el patio, y luego se volvió de nuevo hacia<br />

Buckingham, y después al Rey. En los pocos días que llevaba en Madrid había tenido<br />

tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modo<br />

como se dirigió a nuestro monarca:<br />

–Diesculpad, Siure... Hombrue ese y yo tener deuda... Mi vida debo.<br />

Y acto Seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de<br />

Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a<br />

Buckingham con perfecta sangre fría.<br />

–Steenie –dijo.<br />

Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido<br />

por Buckingham, que también desenvainaba. Y Don Felipe Cuarto, atónito, no supo si<br />

detenerlos o asomarse de nuevo a la ventana; así que cuando recobró la compostura que<br />

estaba a punto de perder, los dos ingleses se veían ya en el patio del corral de comedias,<br />

trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos,<br />

gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham<br />

herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de<br />

entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a<br />

sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se<br />

le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover<br />

en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué<br />

punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un<br />

tris de perder los papeles.


XI. EL SELLO Y LA CARTA<br />

Los gritos de las guardias española, borgoóna y tudesca al hacer el relevo en las puertas<br />

de Palacio llegaban hasta Diego <strong>Alatriste</strong> por la ventana abierta a uno de los grandes<br />

patios del Alcázar real. Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre<br />

ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan<br />

solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos<br />

metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen con una<br />

pluma de ave que mojaba en el tintero de loza de Talavera. Lo hacía sin interrupción,<br />

como si las ideas fluyesen sobre el papel con tanta facilidad como la lectura, o la tinta.<br />

Llevaba así largo rato, sin levantar la cabeza ni siquiera cuando el teniente de alguaciles<br />

Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo<br />

ante él a Diego <strong>Alatriste</strong> por corredores secretos, retirándose después. <strong>El</strong> hombre de la<br />

mesa seguía despachando cartas, imperturbable, como si estuviera solo; y el capitán<br />

tuvo tiempo sobrado para estudiarlo bien. Era corpulento, de cabeza grande y tez<br />

rubicunda, con un pelo negro y fuerte que le cubría las orejas, barba oscura y cerrada<br />

sobre el mentón y enormes bigotes que se rizaban espesos en los carrillos. Vestía de<br />

seda azul oscura, con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y<br />

sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina<br />

cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria.<br />

Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta<br />

dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su<br />

poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. <strong>El</strong> joven monarca, más amigo de<br />

fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y<br />

quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. Sus antiguos<br />

protectores el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga, favoritos del anterior Rey, se<br />

hallaban en el destierro; el duque de Osuna, caído en desgracia y con sus propiedades<br />

confiscadas; el duque de Lerma esquivaba el cadalso gracias al capelo cardenalicio –<br />

vestido de colorado para no verse ahorcado, decía la copla–, y Rodrigo Calderón, otro<br />

de los hombres principales del antiguo régimen, había sido ejecutado en la plaza<br />

pública. Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en<br />

su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía<br />

existiendo sobre la tierra.<br />

Fáciles son de imaginar los sentimientos que experimentaba Diego <strong>Alatriste</strong> al verse<br />

ante el todopoderoso privado, en aquella vasta estancia donde, aparte la alfombra y la<br />

mesa, la única decoración consistía en un retrato del difunto Rey Don Felipe Segundo,<br />

abuelo del actual monarca, que colgaba sobre una gran chimenea apagada. En especial<br />

tras reconocer en el personaje, sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, al más alto y<br />

fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. <strong>El</strong><br />

mismo a quien el de la cabeza redonda había llamado Excelencia antes de que se<br />

marchara exigiendo que en el asunto de los ingleses no corriese demasiada sangre.<br />

Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. Tampoco es<br />

que bailar al extremo de una soga fuese plato de gusto; pero al menos no lo despachaban<br />

a uno con aquel torniquete ignominioso dando vueltas en el pescuezo, y la cara de<br />

pasmo propia de los ajusticiados, con el verdugo diciendo: perdóneme vuestra merced


que soy un mandado, y etcétera, que mal rayo enviase Cristo al mandado y a los<br />

hideputas que lo mandaban, que por otro lado siempre eran los mismos. Sin contar con<br />

el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para<br />

obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo<br />

malo era que con instrumentos de cuerda Diego <strong>Alatriste</strong> cantaba fatal; así que el<br />

procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a<br />

hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer<br />

mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. Pero no<br />

estaban los tiempos para golosinas. Se lo había dicho en voz baja un preocupado Martín<br />

Saldaña, cuando fue a despertarlo a la cárcel de Corte para conducirlo temprano al<br />

Alcázar:<br />

–A fe mía que esta vez lo veo crudo, Diego.<br />

–Otras veces lo he tenido peor.<br />

–No. Peor no lo has tenido nunca. De quien desea verte no se salva nadie dando<br />

estocadas.<br />

De cualquier modo, <strong>Alatriste</strong> tampoco tenía con qué darlas. Hasta la cuchilla de<br />

matarife le habían quitado de la bota cuando lo apresaron después de la reyerta en el<br />

corral de comedias; donde, al menos, la intervención de los ingleses evitó que allí<br />

mismo lo mataran.<br />

–En pas ahora esteumos –había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a<br />

separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras<br />

envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los<br />

aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo<br />

lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último<br />

soneto. En cuanto a los cinco espadachines, dos escaparon en el tumulto, a uno se lo<br />

habían llevado herido de gravedad, y dos fueron apresados con <strong>Alatriste</strong> y puestos en un<br />

calabozo cercano al suyo. Al salir con Saldaña por la mañana, el capitán había pasado<br />

junto a ese mismo calabozo. Vacío.<br />

<strong>El</strong> conde de Olivares seguía concentrado en su correo, y el capitán miró la ventana con<br />

sombría esperanza. Aquello quizás le ahorrase el verdugo y abreviara el expediente,<br />

aunque una caída de treinta pies sobre el patio no era mucho; se exponía a quedar vivo y<br />

que lo subieran a la mula para colgarlo con las piernas quebradas, lo que no iba a ser<br />

gallardo espectáculo. Y aún otro problema: si después de todo había alguien más allá, lo<br />

de la ventana se lo iba a tomar fatal durante el resto de una eternidad no por hipotética<br />

menos inquietante. Así que, puestos a tocar retreta, mejor era irse sacramentado y de<br />

mano ajena, por si las moscas. A fin de cuentas, se consoló, por mucho que duela y<br />

tardes en morir, al final siempre te mueres, Y quien muere, descansa.<br />

En esos alegres pensamientos andaba cuando reparó en que el valido había dejado de<br />

despachar su correo y lo miraba. Aquellos ojos oscuros, negros y vivos, parecían<br />

estudiarlo con fijeza. <strong>Alatriste</strong>, cuyo jubón y calzas mostraban las huellas de la noche<br />

pasada en el calabozo, lamentó no tener mejor aspecto. Unas mejillas rasuradas le<br />

habrían dado más apariencia. Y tampoco hubiera sobrado una venda limpia en torno al<br />

tajo de la frente, y agua para lavarse la sangre seca que le cubría la cara.<br />

–¿Me habéis visto alguna vez, antes?<br />

La pregunta de Olivares cogió desprevenido al capitán. Un sexto sentido, semejante al<br />

ruido que hace una hoja de acero resbalando sobre piedra de afilar, le aconsejó exquisita<br />

prudencia.<br />

–No. Nunca.<br />

–¿Nunca?<br />

–Eso he dicho a vuestra Excelencia.


–¿Ni siquiera en la calle, en un acto público?<br />

–Bueno –el capitán se pasó dos dedos por el bigote, como obligándose a recordar–. Tal<br />

vez en la calle... Me refiero a la Plaza Mayor, los Jerónimos y sitios así –movió la<br />

cabeza afirmativo, con supuesta y deliberada honradez–... Ahí es posible que si.<br />

Olivares le sostenía la mirada, impasible.<br />

–¿Nada más?<br />

–Nada más.<br />

Por un brevísimo instante el capitán creyó advertir una sonrisa entre la feroz barba del<br />

valido. Pero nunca estuvo seguro de eso. Olivares había tomado uno de los legajos que<br />

tenía sobre la mesa y pasaba sus hojas con aire distraído.<br />

–Servisteis en Flandes y Nápoles, por lo que veo. Y contra los turcos en Levante y<br />

Berbería... Una larga vida de soldado.<br />

–Desde los trece años, Excelencia.<br />

–Lo de capitán es un apodo, supongo.<br />

–Algo así. Nunca pasé de sargento, e incluso se me privó de ese grado tras una reyerta.<br />

–Sí, aquí lo dice –el ministro seguía hojeando el legajo–. Reñisteis con un alférez,<br />

dándole de estocadas... Me sorprende que no os ahorcaran por ello.<br />

–Iban a hacerlo, Excelencia. Pero ese mismo día se amotinaron nuestras tropas en<br />

Maastricht: llevaban cinco meses sin paga. Yo no me amotiné, y tuve la fortuna de<br />

poder defender de los soldados al señor maestre de campo Don Miguel de Orduña.<br />

–¿No os gustan los motines?<br />

–No me gusta que se asesine a los oficiales.<br />

<strong>El</strong> valido enarcó una ceja, displicente.<br />

–¿Ni a los que os pretenden ahorcar?<br />

–Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.<br />

–Para defender a vuestro maestre de campo tumbasteis espada en mano a dos o tres,<br />

dice por aquí.<br />

–Eran tudescos, Excelencia. Y además, el señor maestre de campo decía: «Demonio,<br />

<strong>Alatriste</strong>, si me han de matar amotinados, al menos que sean españoles». Le di la razón,<br />

metí mano, y aquello me valió el indulto.<br />

Escuchaba Olivares, el aire atento. De vez en cuando echaba un nuevo vistazo a los<br />

papeles y miraba a Diego <strong>Alatriste</strong> con reflexivo interés.<br />

–Ya veo –dijo–. También hay aquí una carta de recomendación del viejo conde de<br />

Guadalmedina, y un beneficio de Don Ambrosio de Spinola en persona, firmado de su<br />

puño y letra, pidiendo para vos ocho escudos de ventaja por vuestro buen servicio ante<br />

el enemigo... ¿Se os llegó a conceder?<br />

–No, Excelencia. Que unas son las intenciones de los generales y otras las de<br />

secretarios, administradores y escribanos... Al reclamarlos me los redujeron a cuatro<br />

escudos, e incluso ésos nunca los vi hasta hoy.<br />

<strong>El</strong> ministro hizo un lento gesto con la cabeza, como si también a él le retuvieran de vez<br />

en cuando sus beneficios o salarios. O quizá sólo se limitaba a aprobar la renuencia de<br />

secretarios, administradores y escribanos a soltar dinero público. <strong>Alatriste</strong> vio que<br />

seguía pasando papeles con minuciosidad de funcionario.<br />

–Licenciado después de Fleurus por herida grave y honrosa... –prosiguió Olivares.<br />

Ahora miraba el apósito en la frente del capitán–. Tenéis cierta propensión a ser herido,<br />

por lo que veo.<br />

–Y a herir, Excelencia.<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> se había erguido un poco, retorciéndose el bigote. Era obvio que no le<br />

gustaba que nadie, ni siquiera quien podía hacerlo ejecutar en el acto, tomase sus


heridas a la ligera. Olivares estudió con curiosidad el destello insolente que había<br />

aparecido en sus ojos, y luego volvió a ocuparse del legajo.<br />

–Eso parece –concluyó–. Aunque las referencias sobre vuestras aventuras lejos de las<br />

banderas son menos ejemplares que en la vida militar.. Veo aquí una riña en Nápoles<br />

con muerte incluida... ¡Ah! Y también una insubordinación durante la represión de los<br />

rebeldes moriscos en Valencia –el privado frunció el ceño–... ¿Acaso os pareció mal el<br />

decreto de expulsión firmado por Su Majestad?<br />

<strong>El</strong> capitán tardó en contestar.<br />

–Yo era un soldado –dijo al cabo–. No un carnicero.<br />

–Os imaginaba mejor servidor de vuestro Rey.<br />

–Y lo soy. Incluso lo he servido mejor que a Dios, pues de éste quebranté diez<br />

preceptos, y de mi Rey ninguno.<br />

Enarcó una ceja el valido.<br />

–Siempre creí que la de Valencia fue una gloriosa campaña...<br />

–Pues informaron mal a vuestra Excelencia. No hay gloria ninguna en saquear casas,<br />

forzar a mujeres y degollar a campesinos indefensos.<br />

Olivares lo escuchaba con expresión impenetrable.<br />

–Contrarios todos ellos a la verdadera religión –apostilló–. Y reacios a abjurar de<br />

Mahoma.<br />

<strong>El</strong> capitán encogió los hombros con sencillez.<br />

–Quizás –repuso–. Pero ésa no era mi guerra.<br />

–Vaya –el ministro alzaba ahora las dos cejas con fingida sorpresa–. ¿Y asesinar por<br />

cuenta ajena sí lo es?<br />

–Yo no mato niños ni ancianos, Excelencia.<br />

–Ya veo. ¿Por eso dejasteis vuestro Tercio y os alistasteis en las galeras de Nápoles?<br />

–Sí. Puesto a acuchillar infieles, preferí hacerlo con turcos hechos y derechos, que<br />

pudieran defenderse.<br />

<strong>El</strong> valido estuvo mirándolo un momento, sin decir nada. Después volvió a los papeles<br />

de la mesa. Parecía meditar sobre las últimas palabras de <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Sin embargo, a fe que os abona gente de calidad –dijo por fin–. <strong>El</strong> joven<br />

Guadalmedina, por ejemplo. O Don Francisco de Quevedo, que tan bizarramente<br />

conjugó ayer la voz activa; aunque Quevedo igual beneficia que perjudica a sus amigos,<br />

según los altibajos de sus gracias y desgracias –el privado hizo una pausa larga y<br />

significativa–... También, según parece, el flamante duque de Buckingham cree deberos<br />

algo –hizo otra pausa más larga que la anterior–... Y el Príncipe de Gales.<br />

–No lo sé –<strong>Alatriste</strong> se encogía otra vez de hombros, el rostro impasible–. Pero esos<br />

gentiles hombres hicieron ayer más que suficiente para saldar cualquier deuda, real o<br />

imaginaria.<br />

Olivares hizo un lento gesto negativo con la cabeza.<br />

–No creáis –su tono era un suspiro de fastidio–. Esta misma mañana Carlos de<br />

Inglaterra ha tenido a bien interesarse de nuevo por vos y vuestra suerte. Hasta el Rey<br />

nuestro señor, que no sale de su asombro por lo ocurrido, desea estar al corriente... –<br />

puso el legajo a un lado con brusquedad–. Todo esto crea una situación enojosa. Muy<br />

delicada.<br />

Ahora el valido miraba a Diego <strong>Alatriste</strong> de arriba abajo, como preguntándose qué hacer<br />

con él.<br />

–Lástima –prosiguió– que aquellos cinco jaques de ayer no desempeñaran mejor su<br />

oficio. Quien los pagó no andaba errado... En cierta forma eso lo hubiese resuelto todo.<br />

–Lamento no compartir vuestro pesar, Excelencia.


–Me hago cargo... –la mirada del ministro había cambiado: ahora se tornaba más dura e<br />

insondable–. ¿Es cierto eso que cuentan, sobre que hace unos días salvasteis la vida a<br />

cierto viajero inglés cuando un camarada vuestro estaba a punto de matarlo?<br />

Alarma. Corred al arma con redobles de caja y trompetas, pensó <strong>Alatriste</strong>. Aquel giro<br />

tenía más peligro que una salida nocturna de los holandeses con todo el Tercio<br />

durmiendo a pierna suelta en las fajinas. Conversaciones como ésa lo llevaban a uno en<br />

línea recta a meter el cuello en una soga. Y en ese momento no daba un ardite por el<br />

suyo.<br />

–Vuestra Excelencia disimule, más no recuerdo semejante cosa.<br />

–Pues os conviene hacer memoria.<br />

Ya lo habían amenazado muchas veces en su vida, antes; y además estaba seguro de no<br />

salir con bien de aquélla. Así que, puestos a darle lo mismo, el capitán se mantuvo<br />

impasible. Eso no fue obstáculo para que escogiera con tiento las palabras:<br />

–Desconozco si a alguien salvé la vida –dijo tras meditar un poco–. Pero recuerdo que,<br />

cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no<br />

quería muertes en aquel lance.<br />

–Vaya. ¿Eso dijo?<br />

–Eso mismo.<br />

Las pupilas penetrantes del privado apuntaron al capitán como ánimas de arcabuz.<br />

–¿Y quién era ese principal? –preguntó con peligrosa suavidad.<br />

<strong>Alatriste</strong> ni pestañeó.<br />

–No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.<br />

Ahora Olivares lo observaba con nuevo interés.<br />

–Si tales eran las órdenes, ¿cómo es que vuestro compañero osó ir más lejos?<br />

–No sé de qué compañero habla vuestra Excelencia. De cualquier modo, otros<br />

caballeros que acompañaban al principal dieron después instrucciones diferentes.<br />

–¿Otros?... –el ministro parecía muy interesado en aquel plural–. Por las llagas de Dios<br />

que me gustaría conocer sus nombres. O descripciones.<br />

–Me temo que es imposible. Ya habrá notado vuestra Excelencia que tengo una<br />

memoria infame. Y los antifaces...<br />

Vio que Olivares daba un golpe sobre la mesa, disimulando su impaciencia. Pero la<br />

mirada que dirigió a <strong>Alatriste</strong> era más valorativa que amenazadora. Parecía sopesar algo<br />

en su interior.<br />

–Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos<br />

capaces de avivársela al más pintado.<br />

–Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.<br />

Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre<br />

irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y <strong>Alatriste</strong> creyó que iba a<br />

llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el<br />

acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara<br />

como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos<br />

glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció<br />

convencerlo.<br />

–Quizá tengáis razón –asintió el privado–. Me atrevería a jurar que sois de los<br />

olvidadizos. O de los mudos.<br />

Se quedó un instante pensativo, mirando los papeles que tenía sobre la mesa.<br />

–Debo despachar unos asuntos –dijo–. Espero que no os importe aguardar aquí un poco<br />

más.


Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo<br />

junto a la pared, tiró de éste una sola vez. Luego volvió a sentarse sin prestar más<br />

atención al capitán.<br />

<strong>El</strong> aire familiar del individuo que entró en la habitación se acentuó en cuanto <strong>Alatriste</strong><br />

oyó su voz. Por vida de. Aquel lío, decidió, empezaba a parecerse a una reunión de<br />

viejos conocidos, y sólo faltaban allí el padre Emilio Bocanegra y el espadachín italiano<br />

para completar cuadrilla. <strong>El</strong> recién llegado tenía la cabeza redonda, y en ella flotaban<br />

desamparados algunos cabellos entre castaños y grises. Todo su pelo era mezquino y<br />

ralo: las patillas hasta media cara, la barbita muy estrecha y recortada desde el labio<br />

inferior al mentón, y los bigotes poco espesos pero rizados sobre los mofletes, surcados<br />

de venillas rojas igual que la gruesa nariz. Vestía de negro, y la cruz de Calatrava no<br />

bastaba para atenuar la vulgaridad que se desprendía de su apariencia, con la golilla<br />

poco limpia y mal almidonada, y aquellas manos manchadas de tinta que le hacían<br />

parecer un amanuense venido a más, con el grueso anillo de oro en el meñique de la<br />

mano izquierda. Los ojos, sin embargo, resultaban inteligentes y muy vivos; y la ceja<br />

izquierda, arqueada a más altura que la derecha con aire avisado, crítico, daba un<br />

carácter taimado, de peligrosa mala voluntad, a la expresión –primero sorprendida y<br />

luego desdeñosa y fría– que cruzó su rostro al descubrir a Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />

Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía<br />

sin máscara.<br />

–Resumiendo –dijo Olivares–. Que hemos topado con dos conspiraciones. Una,<br />

encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos<br />

secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos<br />

informes, creo recordar.. Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra<br />

merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de<br />

la Corte, hayáis oído algo.<br />

<strong>El</strong> valido había hablado muy despacio, tomándose su tiempo y con largas pausas entre<br />

frase y frase; sin quitarle de encima los ojos al recién llegado. Éste permanecía en pie,<br />

escuchando, y de vez en cuando lanzaba furtivas ojeadas a Diego <strong>Alatriste</strong>. <strong>El</strong> capitán se<br />

mantenía a un lado, preguntándose en qué diablos iba a terminar todo aquello. Reunión<br />

de pastores, oveja muerta. O a punto de estarlo.<br />

Olivares había dejado de hablar y aguardaba. Luis de Alquézar se aclaró la garganta.<br />

–Temo no ser muy útil a vuestra Grandeza –dijo, y en su tono extremadamente cauto se<br />

traslucía el desconcierto por la presencia de <strong>Alatriste</strong>–. Algo había oído yo también de<br />

la primera conspiración... En cuanto a la segunda... –miró al capitán y la ceja izquierda<br />

se le enarcó siniestra, como un puñal turco en alto–. Ignoro lo que este sujeto ha podido,<br />

ejem, contar.<br />

<strong>El</strong> privado tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.<br />

–Este sujeto no ha contado nada. Lo tengo aquí esperando para despachar otro asunto.<br />

Luis de Alquézar miró al ministro un largo rato, calibrando lo que acababa de oír.<br />

Digerido aquello, miró a <strong>Alatriste</strong> y de nuevo a Olivares.<br />

–Pero... –empezó a decir.<br />

–No hay peros.<br />

Alquézar se aclaró la garganta de nuevo.<br />

–Como vuestra Grandeza me plantea un tema tan delicado delante de terceros, creí<br />

que...<br />

–Pues creísteis mal.<br />

–Disculpadme –el secretario miraba los papeles de la mesa con expresión inquieta,<br />

como acechando algo alarmante en ellos. Se había puesto muy pálido–. Pero no sé si<br />

ante un extraño debo...


Alzó el valido una mano autoritaria. <strong>Alatriste</strong>, que los observaba, habría jurado que<br />

Olivares parecía disfrutar con todo aquello.<br />

–Debéis.<br />

Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez<br />

lo hizo ruidosamente.<br />

–Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza –su tez pasaba de la extrema palidez<br />

al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor–. Lo que<br />

puedo imaginar sobre esa segunda conspiración...<br />

–Procurad imaginarlo con todo detalle, os lo ruego.<br />

–Por supuesto, Excelencia –los ojos de Alquézar seguían escudriñando inútilmente los<br />

papeles del ministro; sin duda su instinto de funcionario lo impulsaba a buscar en ellos<br />

la explicación a lo que estaba ocurriendo–... Os decía que cuanto puedo imaginar, o<br />

suponer, es que ciertos intereses se cruzaron en el camino. La Iglesia, por ejemplo...<br />

–La Iglesia es muy amplia. ¿Os referís a alguien en particular?<br />

–Bueno. Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos<br />

ojos que un hereje...<br />

–Ya veo –cortó el ministro–. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra,<br />

por ejemplo. <strong>Alatriste</strong> vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.<br />

–Yo no he citado a su Paternidad –dijo Alquézar, recobrando la sangre fría– pero ya que<br />

vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto,<br />

fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.<br />

–Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes<br />

sospechas.<br />

Suspiró el secretario, aventurando una discreta sonrisa conciliadora. A medida que se<br />

prolongaba la conversación y sabía a qué tono atenerse, parecía más taimado y seguro<br />

de sí.<br />

–Ya sabe vuestra Grandeza cómo es la Corte. Sobrevivir resulta difícil, entre tirios y<br />

troyanos. Hay influencias. Presiones... Además, resulta sabido que vuestra Grandeza no<br />

es partidario de una alianza con Inglaterra... A fin de cuentas se trataría de serviros.<br />

–Pues voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno –la mirada<br />

de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo–... Aunque imagino que el<br />

oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.<br />

La sonrisa cómplice y servil que ya apuntaba bajo el bigote del secretario real se borró<br />

como por ensalmo.<br />

–Ignoro a qué se refiere vuestra Grandeza.<br />

–¿Lo ignoráis? Qué curioso. Mis espías habían confirmado la entrega de una importante<br />

suma a algún personaje de la Corte, pero sin identificar destinatario... Todo esto me<br />

aclara un poco las ideas.<br />

Alquézar se puso una mano exactamente sobre la cruz de Calatrava que llevaba bordada<br />

en el pecho.<br />

–Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo...<br />

–¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio –Olivares hizo un gesto displicente<br />

con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco,<br />

aliviado–... A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado<br />

de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis<br />

obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire.<br />

¿Verdad?<br />

La sonrisa de alivio ya no estaba tan segura en la boca del secretario.<br />

–Naturalmente, Excelencia –dijo en voz baja.


–Y menos –prosiguió Olivares– en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras.<br />

A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con<br />

agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza.<br />

Al decir aquello le dirigió a Alquézar una mirada significativa y terrible.<br />

–Vuestra Grandeza sabe –casi tartamudeó el secretario real, de nuevo demudada la<br />

color– que le soy absolutamente fiel.<br />

<strong>El</strong> valido lo miró con ironía infinita.<br />

–¿Absolutamente?<br />

–Eso he dicho a vuestra Grandeza. Fiel y útil.<br />

–Pues os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo<br />

yo los cementerios llenos.<br />

Y dicha aquella fanfarronada, que en su boca sonaba funesta y amenazadora, el conde<br />

de Olivares cogió la pluma con aire distraído, sosteniéndola entre los dedos como si se<br />

dispusiera a firmar una sentencia. <strong>Alatriste</strong> vio que Alquézar seguía el movimiento de la<br />

pluma con ojos angustiados.<br />

–Y ya que hablamos de cementerios –dijo de pronto el ministro–. Os presento a Diego<br />

<strong>Alatriste</strong>, más notorio por el nombre de capitán <strong>Alatriste</strong>... ¿Lo conocíais?<br />

–No. Quiero decir que, ejem, que no lo conozco.<br />

–Eso es lo bueno de andar entre gente avisada: que nadie conoce a nadie.<br />

De nuevo parecía Olivares a punto de sonreír, pero no lo hizo. Al cabo de un instante<br />

señaló con la pluma al capitán.<br />

–Don Diego <strong>Alatriste</strong> –dijo– es hombre cabal, con excelente hoja militar; aunque una<br />

herida reciente y su mala suerte lo tengan en situación delicada. Parece valiente y de<br />

fiar.. Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de<br />

que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos<br />

privados para siempre de sus eventuales servicios –miró al secretario del Rey,<br />

penetrante–... ¿No lo halláis en razón, Alquézar?<br />

–Muy en razón –se apresuró a confirmar el otro–. Pero con el modo de vida que le<br />

imagino, este señor <strong>Alatriste</strong> se expone a tener cualquier mal encuentro... Un accidente<br />

o algo así. Nadie podría hacerse responsable de ello.<br />

Dicho lo cual, Alquézar le dirigió al capitán una mirada de rencor.<br />

–Me hago cargo –dijo el valido, que parecía estar a sus anchas con todo aquello–. Pero<br />

sería bueno que por nuestra parte no hagamos nada por anticipar tan molesto desenlace.<br />

¿No sois de mi opinión, señor secretario real?<br />

–Absolutamente, Excelencia –la voz de Alquézar temblaba de despecho.<br />

–Sería muy penoso para mí.<br />

–Lo comprendo.<br />

–Penosísimo. Casi una afrenta personal.<br />

Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca<br />

espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.<br />

–Por supuesto –balbució.<br />

Alzando un dedo en alto, como si acabase de recordar algo, el ministro buscó entre los<br />

papeles de la mesa, cogió uno de los documentos y se lo alargó al secretario real.<br />

–Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por<br />

cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan<br />

cuatro escudos a Don Diego <strong>Alatriste</strong> por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por<br />

algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada... ¿Está claro?<br />

Alquézar sostenía el papel con la punta de los dedos, cual si contuviera veneno. Miraba<br />

al capitán con ojos extraviados, a punto de sufrir un golpe de sangre. La cólera y el<br />

despecho le hacían rechinar los dientes.


–Claro como el agua, Excelencia.<br />

–Entonces podéis regresar a vuestros asuntos.<br />

Y sin levantar la vista de sus papeles, el hombre más poderoso de Europa despidió al<br />

secretario del Rey con un gesto displicente de la mano.<br />

Cuando se quedaron solos, Olivares alzó la cabeza para mirar detenidamente al capitán<br />

<strong>Alatriste</strong>.<br />

–Ni voy a daros explicaciones, ni tengo por qué dároslas –dijo por fin, malhumorado.<br />

–No he pedido explicaciones a vuestra Excelencia.<br />

–Si lo hubierais hecho ya estaríais muerto. O camino de estarlo.<br />

Hubo un silencio. <strong>El</strong> valido se había puesto en pie, yendo hasta la ventana sobre la que<br />

corrían nubes que amenazaban lluvia. Seguía las evoluciones de los guardias en el patio,<br />

cruzadas las manos a la espalda. A contraluz su silueta parecía aún más maciza y<br />

oscura.<br />

–De cualquier modo –dijo sin volverse– podéis dar gracias a Dios por seguir vivo.<br />

–Es cierto que me sorprende –respondió <strong>Alatriste</strong>–. Sobre todo después de lo que acabo<br />

de oír.<br />

–Suponiendo que de veras hayáis oído algo.<br />

–Suponiéndolo.<br />

Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.<br />

–Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y<br />

también porque hay quien se interesa en vos.<br />

–Os lo agradezco, Excelencia.<br />

–No lo hagáis –apartándose de la ventana, el valido dio unos pasos por la estancia, y sus<br />

pasos resonaron sobre el entarimado del suelo–. Existe una tercera razón: hay gentes<br />

para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo<br />

hacerles en este momento –dio unos pasos más moviendo la cabeza, complacido–.<br />

Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y<br />

ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros...<br />

¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar<br />

reinos. Por lo menos, no éste.<br />

Se quedó contemplando pensativo el retrato del gran Felipe Segundo que estaba sobre la<br />

chimenea; y tras una pausa muy larga suspiró profunda, sinceramente. Entonces pareció<br />

recordar al capitán y se volvió de nuevo hacia él.<br />

–En cuanto al favor que pueda haberos hecho –continuó–, no cantéis victoria. Acaba de<br />

salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros<br />

aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio <strong>Pérez</strong>... Su<br />

única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio.<br />

Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes<br />

pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar<br />

del capitán <strong>Alatriste</strong>, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes<br />

posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más<br />

batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.<br />

De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella<br />

estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes<br />

de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.<br />

–Una última cosa ––dijo–. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna<br />

incomprensible razón, cree estaros obligado... Su vida y la vuestra, naturalmente, es<br />

difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo<br />

con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de


cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al<br />

capitán Diego <strong>Alatriste</strong> si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales.<br />

<strong>Alatriste</strong> abrió la caja de madera negra, adornada con incrustaciones de marfil en la<br />

tapa. <strong>El</strong> anillo era de oro y tenía grabadas las tres plumas del heredero de Inglaterra. La<br />

carta era un pequeño billete doblado en cuatro, con el mismo sello que el anillo, escrita<br />

en inglés. Cuando levantó los ojos vio que el valido lo miraba, y que entre la feroz barba<br />

y el mostacho se le dibujaba una sonrisa melancólica.<br />

–Lo que yo daría –dijo Olivares– por disponer de una carta como ésa.


EPÍLOGO<br />

<strong>El</strong> cielo amenazaba lluvia sobre el Alcázar, y las pesadas nubes que corrían desde el<br />

oeste parecían desgarrarse en el chapitel puntiagudo de la Torre Dorada. Sentado en un<br />

pilar de piedra de la explanada real, me abrigué los hombros con el herreruelo viejo del<br />

capitán que para mí hacía las veces de capa, y seguí esperando sin perder de vista las<br />

puertas de Palacio, de donde los centinelas me habían alejado ya en tres ocasiones.<br />

Llevaba allí muy largo rato: desde que por la mañana, soñoliento ante la cárcel de Corte<br />

donde habíamos pasado la noche –el capitán dentro y yo fuera–, seguí el carruaje en que<br />

los alguaciles del teniente Saldaña lo llevaron al Alcázar para introducirlo por una<br />

puerta lateral. Yo estaba sin probar bocado desde la noche anterior, cuando Don<br />

Francisco de Quevedo, antes de irse a dormir –había estado curándose un rasguño<br />

sufrido durante la refriega–, pasó por la cárcel para interesarse por el capitán; y al<br />

encontrarme a la salida compró en un bodegón de puntapié algo de pan y cecina para<br />

mí. Lo cierto es que tal parecía ser mi sino: buena parte de la vida junto al capitán<br />

<strong>Alatriste</strong> la pasaba esperándolo en alguna parte durante un mal lance. Y siempre con el<br />

estómago vacío y la inquietud en el corazón.<br />

Un frío chirimiri empezó a mojar las losas que cubrían la explanada real, trocándose al<br />

poco en llovizna que velaba de gris las fachadas de los edificios cercanos e iba<br />

acentuando poco a poco el reflejo de éstos en las losas húmedas bajo mis pies. Me<br />

entretuve para matar el tiempo mirando dibujarse esos contornos entre mis zapatos. En<br />

eso estaba cuando oí silbar una musiquilla que me resultaba familiar, una especie de<br />

tiruri–ta–ta, y entre aquellos reflejos grises y ocres apareció una mancha oscura,<br />

inmóvil. Y al alzar los ojos vi ante mí, con capa y sombrero, la inconfundible silueta<br />

negra de Gualterio Malatesta.<br />

La primera reacción ante mi viejo conocido del Portillo de las Ánimas fue poner pies en<br />

polvorosa; pero no lo hice. La sorpresa me dejó tan mudo y paralizado que sólo pude<br />

quedarme allí muy quieto, tal, y como estaba, mientras los ojos oscuros, relucientes, del<br />

italiano me miraban con fijeza. Después, cuando pude reaccionar, tuve dos<br />

pensamientos concretos y casi contrapuestos. Uno, huir. Otro, echar mano a la daga que<br />

llevaba oculta en la trasera del cinto, bajo el herreruelo, e intentar metérsela a nuestro<br />

enemigo por las tripas.<br />

Pero algo en la actitud de Malatesta me disuadió de hacer una cosa u otra. Aunque<br />

siniestro y amenazador como siempre, con aquella capa y sombrero negros y el rostro<br />

flaco de mejillas hundidas, llenas de marcas de viruela y cicatrices, su actitud no<br />

presagiaba males inminentes. Y en ese instante, como si alguien hubiese trazado un<br />

brusco brochazo de pintura blanca en su cara, apareció en ella una sonrisa.<br />

–¿Esperas a alguien?<br />

Me lo quedé mirando, sentado en el pilar de piedra, sin responder. Las gotas de lluvia<br />

corrían por mi cara, y a él le quedaban suspendidas en las anchas alas de fieltro del<br />

sombrero y en los pliegues de la capa.<br />

–Creo que saldrá pronto –dijo al cabo de un momento con aquella voz suya apagada y<br />

áspera, sin dejar de observarme como al principio, de pie ante mí. Tampoco respondí<br />

esta vez; y él, tras otro instante, miró a mi espalda y luego alrededor, hasta fijar la vista<br />

en la fachada del Palacio.


–Yo también lo esperaba –añadió pensativo, sin dejar de mirar las puertas del Alcázar–.<br />

Por motivos diferentes a los tuyos, claro.<br />

Parecía ensimismado, casi divertido por algún aspecto de la situación.<br />

–Diferentes –repitió.<br />

Pasó un carruaje con el cochero envuelto en una capa encerada. Eché un vistazo para<br />

ver si podía distinguir a su pasajero. No era el capitán. A mi lado, el italiano se había<br />

vuelto a observarme. Mantenía la fúnebre sonrisa.<br />

–No te preocupes. Me han dicho que saldrá por su propio pie. Libre.<br />

–¿Y cómo lo sabe vuestra merced?<br />

Mi pregunta coincidió con un cauto gesto de mi mano hacia la parte del cinto cubierta<br />

por el herreruelo, movimiento que no pasó inadvertido al italiano. Se acentuó su sonrisa.<br />

–Bueno –dijo lentamente–. Yo también lo esperaba, como tú. Para darle un recado. Pero<br />

acababan de decirme que el recado ya no es necesario, de momento... Que lo aplazan<br />

sine die.<br />

Lo miré con una desconfianza tan evidente que el italiano se echó a reír. Una risa que<br />

parecía crujir como maderos rotos: chasqueante, opaca.<br />

–Voy a irme, rapaz. Tengo cosas que hacer. Pero quiero que me hagas un favor. Un<br />

mensaje para el capitán <strong>Alatriste</strong>... ¿Te importa?<br />

Yo lo seguía observando receloso, y no dije palabra. Él volvió a mirar a mi espalda y<br />

luego a uno y otro lado, y me pareció oírlo suspirar muy despacio, cual para sus<br />

adentros. Allí, negro e inmóvil bajo la lluvia que arreciaba poco a poco, también él<br />

parecía cansado. Quizás los malvados se cansan tanto como los corazones leales, pensé<br />

un instante. A fin de cuentas, nadie elige su destino.<br />

–Cuéntale al capitán –dijo el italiano– que Gualterio Malatesta no olvida la cuenta<br />

pendiente entre ambos. Y que la vida es larga, hasta que deja de serlo... Dile también<br />

que nos encontraremos de nuevo, y que en esa ocasión espero darme más maña que<br />

hasta ahora, y matarlo. Sin acaloramientos ni rencores: con calma, espacio y tiempo. Se<br />

trata de una cuestión personal. Profesional, incluso. Y de profesional a profesional,<br />

estoy seguro de que él lo entenderá perfectamente... ¿Le darás el mensaje? –de nuevo el<br />

destello blanco le cruzó la cara, peligroso, como un relámpago–. Voto a Dios que eres<br />

un buen mozo.<br />

Se quedó absorto, mirando de nuevo un punto indeterminado de la plaza llena de<br />

veladuras grises. Hizo después un gesto como para irse, pero se detuvo antes.<br />

–Por cierto –añadió, sin mirarme–. La otra noche, en el Portillo de las Ánimas, estuviste<br />

muy bien. Aquellos pistoletazos a bocajarro... Pardiez. Supongo que <strong>Alatriste</strong> sabrá que<br />

te debe la vida.<br />

Sacudió las gotas de agua de los pliegues de la capa y se embozó con ella. Sus ojos,<br />

negros y duros como piedras de azabache, se detuvieron por fin en mí.<br />

–Imagino que nos volveremos a ver –dijo, y echó a andar. De pronto se detuvo, vuelto a<br />

medias–. Aunque, ¿sabes? Debería acabar contigo, ahora que aún eres un chiquillo...<br />

Antes de que seas un hombre y me mates tú a mí.<br />

Después volvió la espalda y se fue, convertido de nuevo en la sombra negra que siempre<br />

había sido. Y oí su risa alejándose bajo la lluvia.<br />

Madrid, septiembre de 1996


EXTRACTOS DE LAS FLORES DE POESIA DE VARIOS INGENIOS DE ESTA<br />

CORTE<br />

Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta conservado en la Sección «Condado de<br />

Guadalmedina» del Archivo y Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).<br />

ATRIBUIDO A DON FRANCISCO DE QUEVEDO,<br />

ALABA LA VIRTUD MILITAR EN LA PERSONA<br />

DEL CAPITAN DON DIEGO ALATRISTE.<br />

Soneto<br />

Tú, en cuyas venas laten <strong>Alatriste</strong>s<br />

A quienes ennoblece tu cuchilla,<br />

Mientras te quede vida por vivilla,<br />

A cualquiera enemigo te resistes.<br />

De un tercio viejo la casaca vistes,<br />

Vive Dios que la vistes sin mancilla,<br />

Que si alguien hay que no pueda sufrilla,<br />

Ese eres tú, que de honra te revistes.<br />

<strong>Capitán</strong> valeroso en la jornada<br />

Sangrienta, y en la paz pundonoroso,<br />

En cuyo pecho alienta tanto fuego.<br />

No perdonas jamás bravuconada,<br />

Y empeñada tu fe, eres tan puntoso,<br />

Que no te desdirás, aun siendo Diego.<br />

AL MISMO ASUNTO, A LO BURLESCO.<br />

Décima<br />

En Flandes puso una pica,<br />

Y aún puso más, porque puso<br />

En fuga al gabacho iluso,<br />

A gritos pidiendo arnica,<br />

Que vello fue cosa rica,<br />

Si sufrillo, rota triste;<br />

Con cualquier contrario embiste,<br />

Más no hallo de qué me espante,<br />

Pues nadie hay más bravo en Gante<br />

Que el <strong>Capitán</strong> <strong>Alatriste</strong>.


DEL CONDE DE GUADALMEDINA<br />

A LA ESTADIA EN MADRID DE CARLOS,<br />

PRÍNCIPE DE GALES<br />

Soneto<br />

Vino Gales a bodas con la infanta<br />

En procura de tálamo y princesa,<br />

Ignorante el leopardo que esta empresa<br />

No corona el audaz, sino el que aguanta.<br />

A culminar la hazaña se levanta<br />

Cual águila segura de su presa,<br />

Sin advertir que es vana la promesa<br />

Que por razón de Estado se quebranta.<br />

Política lección esto os enseña.<br />

Carlos: que en el marasmo cortesano<br />

No navega con brío el más ufano<br />

Piloto, ni mejor se desempeña<br />

Donde el éxito al fin ciñe la frente<br />

Al más gallardo no. sí al más paciente,<br />

DEL MISMO AL SEÑOR DE LA TORRE DE JUAN ABAD,<br />

CON SÍMILES DEL SANTORAL<br />

Octava rima<br />

Al buen Roque en sufrido claudicante,<br />

A Ignacio en caballero y en valiente.<br />

A Domingo en batir al protestante.<br />

Al Crisóstomo Juan en lo elocuente,<br />

A Jerónimo en docto y hebraizante,<br />

A Pablo en lo político y prudente.<br />

Y en fin, hasta a Tomás sigue Quevedo,<br />

Pues donde ve una llaga, pone el dedo.


A Sealtiel, por prestarnos el apellido.<br />

AGRADECIMIENTOS<br />

A Julio Ollero, por la Topografía de Madrid de Pedro Texeira.<br />

Y a Alberto Montaner Frutos, por las notas al margen, los apócrifos de Quevedo y<br />

Guadalmedina, su inteligente buen juicio y su generosa amistad.

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