Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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<strong>Arturo</strong> y <strong>Carlota</strong> <strong>Pérez</strong>-<strong>Reverte</strong><br />
<strong>El</strong> <strong>Capitán</strong> <strong>Alatriste</strong><br />
A los abuelos Sebastián, Amelia, Pepe y Cala:<br />
por la vida, los libros y la memoria.<br />
Va de cuento: nos regía<br />
un capitán que venía<br />
malherido, en el afán<br />
de su primera agonía.<br />
¡Señores, qué capitán<br />
el capitán de aquel día!<br />
E. Marquina<br />
( En Flandes se ha puesto el sol )
I. LA TABERNA DEL TURCO<br />
No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se<br />
llamaba Diego <strong>Alatriste</strong> y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos<br />
en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por<br />
cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por<br />
cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias<br />
querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por<br />
allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar<br />
eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había<br />
que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo<br />
esto Diego <strong>Alatriste</strong> se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de<br />
tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga<br />
llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a<br />
menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. <strong>El</strong> adversario estaba ocupado<br />
largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venia por abajo, a las<br />
tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir<br />
confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.<br />
<strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong>, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de<br />
capitán era más un apodo que un grado efectivo. <strong>El</strong> mote venía de antiguo: cuando,<br />
desempeñándose de soldado en las guerras del Rey, tuvo que cruzar una noche con otros<br />
veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense, viva<br />
España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la<br />
nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces<br />
porque pretendían proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. <strong>El</strong> caso<br />
es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la<br />
idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta<br />
que al alba las tropas del Rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos.<br />
Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta<br />
boca es mía. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los<br />
nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a<br />
donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la<br />
mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre<br />
maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí<br />
abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de<br />
holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la<br />
Armada Invencible del buen Rey Don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy duro.<br />
Y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a<br />
la otra orilla cuando llegó la noche. Diego <strong>Alatriste</strong> era uno de ellos, y como durante<br />
toda la jornada había mandado la tropa –al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles<br />
en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda–, se le<br />
quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. <strong>Capitán</strong> por un día, de una<br />
tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con<br />
el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine.<br />
Cosas de España.
En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba<br />
Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto<br />
porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de<br />
Jülich –por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de<br />
Breda como a su amigo y tocayo <strong>Alatriste</strong>, que sí está allí, tras el caballo–, le juró<br />
ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece<br />
años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en<br />
un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo<br />
que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi<br />
padre.<br />
Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me<br />
hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán,<br />
aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además, mi pobre<br />
madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De ese modo se<br />
quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la Corte. Así<br />
que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de<br />
una extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> sus compromisos y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su<br />
servicio había transcurrido poco tiempo desde su regreso de Flandes, porque una herida<br />
fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes<br />
dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las<br />
noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el<br />
sueño. Y a veces le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de<br />
dolor, versos de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre<br />
resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada<br />
uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo<br />
conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá<br />
ésa era la causa de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.<br />
Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia<br />
que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco<br />
más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco<br />
que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar la piel<br />
remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los corsarios<br />
berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el<br />
resto de su vida. Me refiero al secretario del Rey nuestro señor, Luis de Alquézar, y a su<br />
siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio<br />
Malatesta, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de<br />
frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades. También<br />
fue el año en que yo me enamoré como un becerro y para siempre de Angélica de<br />
Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña<br />
rubia de once o doce años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.<br />
Me llamo Íñigo. Y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán <strong>Alatriste</strong> la<br />
mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas<br />
a expensas del Rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar,<br />
pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos –y en lujos<br />
incluiase la comida– eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna,<br />
aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no<br />
pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más<br />
llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del
Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le<br />
hacían llegar sus compadres Don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En<br />
cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía<br />
guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de<br />
bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en<br />
averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo<br />
primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre<br />
los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla<br />
corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedíes<br />
al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios<br />
nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto<br />
en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama<br />
de hombre de hígados.<br />
Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino<br />
compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el<br />
recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre<br />
Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a<br />
iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>: podía hacer amigos hasta en el infierno.<br />
Parece mentira. No recuerdo bien el año –era el veintidós o el veintitrés del siglo–, pero<br />
de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules<br />
y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que –ambos<br />
todavía lo ignorábamos– tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y<br />
mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra<br />
claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la<br />
claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior,<br />
su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra<br />
entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en<br />
un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era<br />
muy clara y muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno.<br />
Por otra, podía quebrarse de pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe<br />
de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el rostro permanecía serio, inexpresivo<br />
o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que reservaba para los<br />
momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste<br />
ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una<br />
estocada –que solía venir acto seguido–, o fúnebre como un presagio cuando acudía al<br />
hilo de varias botellas de vino, de esas que el capitán solía despachar a solas en sus días<br />
de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto para secarse el mostacho con el<br />
dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para matar a los<br />
fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.<br />
La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la<br />
primera clase: la que le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del<br />
rostro y la aspereza que a menudo se esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese<br />
lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la calle, pareció satisfecho al no<br />
encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa a pesar<br />
del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.<br />
–Íñigo –dijo–. Hiérvela. Está llena de chinches.
La capa apestaba, como él mismo. También su ropa tenía bichos como para merendarse<br />
la oreja de un toro; pero todo eso quedó resuelto menos de una hora más tarde, en la<br />
casa de baños de Mendo el Toscano, un barbero que había sido soldado en Nápoles<br />
cuando mozo, tenía en mucho aprecio a Diego <strong>Alatriste</strong> y le fiaba. Al acudir con una<br />
muda y el otro único traje que el capitán conservaba en el armario carcomido que nos<br />
servía de guardarropa, lo encontré de pie en una tina de madera llena de agua sucia,<br />
secándose. <strong>El</strong> Toscano le había rapado bien la barba, y el pelo castaño, corto, húmedo y<br />
peinado hacia atrás, partido en dos por una raya en el centro, dejaba al descubierto una<br />
frente amplia, tostada por el sol del patio de la prisión, con una pequeña cicatriz que<br />
bajaba sobre la ceja izquierda. Mientras terminaba de secarse y se ponía el calzón y la<br />
camisa observé las otras cicatrices que ya conocía. Una en forma de media luna, entre el<br />
ombligo y la tetilla derecha. Otra larga, en un muslo, como un zigzag. Ambas eran de<br />
arma blanca, espada o daga; a diferencia de una cuarta en la espalda, que tenía la<br />
inconfundible forma de estrella que deja un balazo. La quinta era la más reciente, aún<br />
no curada del todo, la misma que le impedía dormir bien por las noches: un tajo<br />
violáceo de casi un palmo en el costado izquierdo, recuerdo de la batalla de Fleurus,<br />
viejo de más de un año, que a veces se abría un poco y supuraba; aunque ese día,<br />
cuando su propietario salió de la tina, no tenía mal aspecto.<br />
Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones<br />
del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los<br />
borceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de<br />
cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la<br />
espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y<br />
arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y<br />
toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía<br />
la piel de gallina. Después contempló un instante su aspecto en un maltrecho espejo de<br />
medio cuerpo que había en el cuarto, y esbozó la sonrisa fatigada:<br />
–Voto a Dios –dijo entre dientes– que tengo sed.<br />
Sin más comentarios me precedió escaleras abajo, y luego por la calle de Toledo hasta<br />
la taberna del Turco. Como iba sin capa caminaba por el lado del sol, con la cabeza alta<br />
y su raída pluma roja en la toquilla del sombrero, cuya ancha ala rozaba con la mano<br />
para saludar a algún conocido, o se quitaba al cruzarse con damas de cierta calidad. Lo<br />
seguí, distraído, mirando a los golfillos que jugaban en la calle, a las vendedoras de<br />
legumbres de los soportales y a los ociosos que tomaban el sol conversando en corros<br />
junto a la iglesia de los jesuitas. Aunque nunca fui en exceso inocente, y los meses que<br />
llevaba en el vecindario habían tenido la virtud de espabilarme, yo era todavía un<br />
cachorro joven y curioso que descubría el mundo con ojos llenos de asombro,<br />
procurando no perderme detalle. En cuanto al carruaje, oí los cascos de las dos mulas<br />
del tiro y el sonido de las ruedas que se acercaban a nuestra espalda. Al principio apenas<br />
presté atención; el paso de coches y carrozas resultaba habitual, pues la calle era vía de<br />
tránsito corriente para dirigirse a la Plaza Mayor y al Alcázar Real. Pero al levantar un<br />
momento la vista cuando el carruaje llegó a nuestra altura, encontré una portezuela sin<br />
escudo y, en la ventanilla, el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en<br />
tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora que he contemplado en toda mi<br />
vida. Aquellos ojos se cruzaron con los míos un instante y luego, llevados por el<br />
movimiento del coche, se alejaron calle arriba. Y yo me estremecí, sin conocer todavía<br />
muy bien por qué. Pero mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que<br />
acababa de mirarme el Diablo.<br />
–No queda sino batirnos –dijo Don Francisco de Quevedo.
La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a Don Francisco se le iba la<br />
mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias –lo que ocurría con frecuencia–, se<br />
empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. Era un poeta cojitranco y valentón,<br />
putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y lengua como de<br />
espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche. Eso le costaba, por<br />
temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en prisión; porque si bien es<br />
cierto que el buen Rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su valido el conde de Olivares<br />
apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que ya no les gustaba tanto era<br />
protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la aparición de algún soneto o quintilla<br />
anónimos donde todo el mundo reconocía la mano del poeta, los alguaciles y corchetes<br />
del corregidor se dejaban caer por la taberna, o por su domicilio, o por los mentideros<br />
que frecuentaba, para invitarlo respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la<br />
circulación por unos días o unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no<br />
escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter.<br />
Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos,<br />
entre los que se contaba el capitán <strong>Alatriste</strong>. Ambos frecuentaban la taberna del Turco,<br />
donde montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana<br />
–que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde–<br />
solía reservarles. Con Don Francisco y el capitán, aquella mañana completaban la<br />
concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine <strong>Pérez</strong> y<br />
el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada.<br />
–No queda sino batirnos –insistió el poeta.<br />
Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se<br />
había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada<br />
lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de forasteros<br />
cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que acababan de felicitar<br />
al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de Góngora, su más odiado<br />
adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y<br />
judío. Había sido un error de buena fe, o al menos eso parecía; pero Don Francisco no<br />
estaba dispuesto a pasarlo por alto:<br />
Yo te untaré mis versos con tocino<br />
porque no me los muerdas, Gongorilla...<br />
Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la<br />
espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros<br />
contertulios sujetaban a Don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y<br />
fuese a por los dos fulanos.<br />
–Es una afrenta, pardiez –decía el poeta, intentando desasir la diestra que le sujetaban<br />
los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos en la nariz–. Un<br />
palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio.<br />
–Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, Don Francisco–mediaba Diego<br />
<strong>Alatriste</strong>, con buen criterio.<br />
–Poco me parece a mí –sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el mostacho con<br />
expresión feroz–. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno de estos<br />
hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.<br />
Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir sus<br />
espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la querella,<br />
les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el
campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni desdoro en retirarse con<br />
prudencia por evitar males mayores.<br />
–Bella gerant alii –sugería el Dómine <strong>Pérez</strong>, intentando contemporizar.<br />
<strong>El</strong> Dómine <strong>Pérez</strong> era un padre jesuita que se desempeñaba en la vecina iglesia de San<br />
Pedro y San Pablo. Su natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante,<br />
pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio. Pero aquellos dos forasteros no<br />
sabían latín, y el retruécano sobre los hijosdalgo era difícil de tragar como si nada.<br />
Además, la mediación del clérigo se veía minada por las guasas zumbonas del<br />
Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales,<br />
especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que<br />
sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre<br />
andaba picando a todo hijo de vecino.<br />
–No os disminuyáis, Don Francisco –decía por lo bajini–. Que os abonen las costas.<br />
De modo que la concurrencia se disponía a presenciar un suceso de los que al día<br />
siguiente aparecían publicados en las hojas de Avisos y Noticias. Y el capitán <strong>Alatriste</strong>,<br />
a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar al amigo, empezaba a aceptar como inevitable<br />
el verse a cuchilladas en la calle con los forasteros, por no dejar solo a Don Francisco en<br />
el lance.<br />
–Aio, te vincere posse –concluyó el Dómine <strong>Pérez</strong> resignándose, mientras el Licenciado<br />
Calzas disimulaba la risa con la nariz dentro de una jarra de vino. Y tras un profundo<br />
suspiro, el capitán empezó a levantarse de la mesa. Don Francisco, que ya tenía cuatro<br />
dedos de espada fuera de la vaina, le echó una amistosa mirada de gratitud, y aún tuvo<br />
asaduras para dedicarle un par de versos:<br />
Tú, en cuyas venas laten <strong>Alatriste</strong>s<br />
a quienes ennoblece tu cuchilla...<br />
–No me jodáis, Don Francisco –respondió el capitán, malhumorado–. Riñamos con<br />
quien sea menester, pero no me jodáis.<br />
–Así hablan los, hip, hombres –dijo el poeta, disfrutando visiblemente con la que<br />
acababa de liar. <strong>El</strong> resto de los contertulios lo jaleaba unánime, desistiendo como el<br />
Dómine <strong>Pérez</strong> de los esfuerzos conciliadores, y en el fondo encantados de antemano con<br />
el espectáculo; pues si Don Francisco de Quevedo, incluso mamado, resultaba un<br />
esgrimidor terrible, la intervención de Diego <strong>Alatriste</strong> como pareja de baile no dejaba<br />
resquicio de duda sobre el resultado. Se cruzaban apuestas sobre el número de estocadas<br />
que iban a repartirse a escote los forasteros, ignorantes de con quiénes se jugaban los<br />
maravedís.<br />
Total, que bebió el capitán un trago de vino, ya en pie, miró a los forasteros como<br />
disculpándose por lo lejos que había ido todo aquello, e hizo gesto con la cabeza de salir<br />
afuera, para no enredarle la taberna a Caridad la Lebrijana, que andaba preocupada por<br />
el mobiliario.<br />
–Cuando gusten vuestras mercedes.<br />
Se ciñeron las herreruzas los otros y encamináronse todos hacia la calle, entre gran<br />
expectación, procurando no darse las espaldas por si acaso; que Jesucristo bien dijo<br />
hermanos, pero no primos. En eso estaban, todavía con los aceros en las vainas, cuando<br />
en la puerta, para desencanto de la concurrencia y alivio de Diego <strong>Alatriste</strong>, apareció la<br />
inconfundible silueta del teniente de alguaciles Martín Saldaña.<br />
–Se fastidió la fiesta –dijo Don Francisco de Quevedo.<br />
Y, encogiendo los hombros, ajustóse los anteojos, miró al soslayo, fuese de nuevo a su<br />
mesa, descorchó otra botella, y no hubo nada.
–Tengo un asunto para ti.<br />
<strong>El</strong> teniente de alguaciles Martín Saldaña era duro y tostado como un ladrillo. Vestía<br />
sobre el jubón un coleto de ante, acolchado por dentro, que era muy práctico para<br />
amortiguar cuchilladas; y entre espada, daga, puñal y pistolas llevaba encima más hierro<br />
que Vizcaya. Había sido soldado en las guerras de Flandes, como Diego <strong>Alatriste</strong> y mi<br />
difunto padre, y en buena camaradería con ellos había pasado luengos años de penas y<br />
zozobras, aunque a la postre con mejor fortuna: mientras mi progenitor criaba malvas en<br />
tierra de herejes y el capitán se ganaba la vida como espadachín a sueldo, un cuñado<br />
mayordomo en Palacio y una mujer madura pero aún hermosa ayudaron a Saldaña a<br />
medrar en Madrid tras su licencia de Flandes, cuando la tregua del difunto Rey Don<br />
Felipe Tercero con los holandeses. Lo de la mujer lo consigno sin pruebas –yo era<br />
demasiado joven para conocer detalles–, pero corrían rumores de que cierto corregidor<br />
usaba de libertades con la antedicha, y eso había propiciado el nombramiento del<br />
marido como teniente de alguaciles, cargo que equivalía a jefe de las rondas que<br />
vigilaban los barrios –entonces aún llamados cuarteles– de Madrid. En cualquier caso,<br />
nadie se atrevió jamás a hacer ante Martín Saldaña la menor insinuación al respecto.<br />
Cornudo o no, lo que no podía ponerse en duda es que era bravo y con malas pulgas.<br />
Había sido buen soldado, tenía el pellejo remendado de muchas heridas y sabia hacerse<br />
respetar con los puños o con una toledana en la mano. Era, en fin, todo lo honrado que<br />
podía esperarse en un jefe de alguaciles de la época. También apreciaba a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong>, y procuraba favorecerlo siempre que podía. Era la suya una amistad vieja,<br />
profesional; ruda como corresponde a hombres de su talante, pero realista y sincera.<br />
–Un asunto –repitió el capitán. Habían salido a la calle y estaban al sol, apoyados en la<br />
pared, cada uno con su jarra en la mano, viendo pasar gente y carruajes por la calle de<br />
Toledo.<br />
Saldaña lo miró unos instantes, acariciándose la barba que llevaba espesa, salpicada con<br />
canas de soldado viejo, para taparse un tajo que tenía desde la boca hasta la oreja<br />
derecha.<br />
–Has salido de la cárcel hace unas horas y estás sin un ardite en la bolsa –dijo–. Antes<br />
de dos días habrás aceptado cualquier trabajo de medio pelo, como escoltar a algún<br />
lindo pisaverde para que el hermano de su amada no lo mate en una esquina, o asumirás<br />
el encargo de acuchillarle a alguien las orejas por cuenta de un acreedor. O te pondrás a<br />
rondar las mancebías y los garitos, para ver qué puedes sacar de los forasteros y de los<br />
curas que acuden a jugarse el cepillo de San Eufrasio... De aquí a poco te meterás en un<br />
lío: una mala estocada, una riña, una denuncia. Y vuelta a empezar –bebió un corto<br />
sorbo de la jarra, entornados los ojos, sin apartarlos del capitán–. ¿Crees que eso es<br />
vida?<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> encogió los hombros.<br />
–¿Se te ocurre algo mejor?<br />
Miraba a su antiguo camarada de Flandes con fijeza franca. No todos tenemos la suerte<br />
de ser teniente de alguaciles, decía su gesto. Saldaña se escarbó los dientes con la uña y<br />
movió la cabeza dos veces, de arriba abajo. Ambos sabían que, de no ser por las cosas<br />
del azar y de la vida, él podía encontrarse perfectamente en la misma situación que el<br />
capitán. Madrid estaba lleno de viejos soldados que malvivían en calles y plazas, con el<br />
cinto lleno de cañones de hoja de lata: aquellos canutos donde guardaban sus arrugadas<br />
recomendaciones, memoriales e inútiles hojas de servicio, que a nadie importaban un<br />
bledo. En busca del golpe de suerte que no llegaba jamás.<br />
–Para eso he venido, Diego. Hay alguien que te necesita.<br />
–¿A mí, o a mi espada?
Torcía el bigote con la mueca que solía hacerle las veces de sonrisa. Saldaña se echó a<br />
reír muy fuerte.<br />
–Ésa es una pregunta idiota –dijo–. Hay mujeres que interesan por sus encantos, curas<br />
por sus absoluciones, viejos por su dinero... En cuanto a los hombres como tú o como<br />
yo, sólo interesan por su espada –hizo una pausa para mirar a uno y otro lado, bebió un<br />
nuevo trago de vino y bajó un poco la voz–. Se trata de gente de calidad. Un golpe<br />
seguro, sin riesgos salvo los habituales... A cambio hay una buena bolsa.<br />
<strong>El</strong> capitán observó a su amigo, interesado. En aquellos momentos, la palabra bolsa<br />
habría bastado para arrancarle del más profundo sueño o la más atroz borrachera.<br />
–¿Cómo de buena?<br />
–Unos sesenta escudos. En doblones de a cuatro.<br />
–No está mal –las pupilas se empequeñecieron en los ojos claros de Diego <strong>Alatriste</strong>–<br />
¿Hay que matar?<br />
Saldaña hizo un gesto evasivo, mirando furtivamente hacia la puerta de la taberna.<br />
–Es posible, pero yo ignoro los detalles... Y quiero seguir ignorándolos, a ver si me<br />
entiendes. Todo lo que sé es que se trata de una emboscada. Algo discreto, de noche, en<br />
plan embozados y demás. Hola y adiós.<br />
–¿Solo, o en compañía?<br />
–En compañía, imagino. Se trata de despachar a un par. O tal vez sólo de darles un buen<br />
susto. Quizá persignarlos con un chirlo en la cara o algo así... Vete a saber.<br />
–¿Quiénes son los gorriones?<br />
Ahora Saldaña movía la cabeza, como si hubiera dicho más de lo que deseaba decir.<br />
–Cada cosa a su tiempo. Además, yo me limito a oficiar de mensajero.<br />
<strong>El</strong> capitán apuraba la jarra, pensativo. En aquella época, quince doblones de a cuatro, en<br />
oro, eran más de setecientos reales: suficiente para salir de apuros, comprar ropa blanca,<br />
un traje, liquidar deudas, ordenarse un poco la vida. Adecentar los dos cuartuchos<br />
alquilados donde vivíamos él y yo, en el piso de arriba del corral abierto en la trasera de<br />
la taberna, con puerta a la calle del Arcabuz. Comer caliente sin depender de los muslos<br />
generosos de Caridad la Lebrijana.<br />
–También –añadió Saldaña, que parecía seguirle el hilo de los pensamientos– te pondrá<br />
en contacto este trabajo con gente importante. Gente buena para tu futuro.<br />
–Mi futuro –repitió absorto el capitán, como un eco.
II. LOS ENMASCARADOS<br />
La calle estaba oscura y no se veía un alma. Embozado en una capa vieja prestada por<br />
Don Francisco de Quevedo, Diego <strong>Alatriste</strong> se detuvo junto a la tapia y echó un<br />
cauteloso vistazo. Un farol, había dicho Saldaña. En efecto, un pequeño farol encendido<br />
alumbraba la oquedad de un portillo, y al otro lado se adivinaba, entre las ramas de los<br />
árboles, el tejado sombrío de una casa. Era la hora menguada, cerca de la medianoche,<br />
cuando los vecinos gritaban agua va y arrojaban inmundicias por las ventanas, o los<br />
matones a sueldo y los salteadores acechaban a sus víctimas en la oscuridad de las calles<br />
desprovistas de alumbrado. Pero allí no había vecinos ni parecía haberlos habido nunca;<br />
todo estaba en silencio. En cuanto a eventuales ladrones y asesinos, Diego <strong>Alatriste</strong> iba<br />
precavido. Además, desde muy temprana edad había aprendido un principio básico de la<br />
vida y la supervivencia: si te empeñas, tú mismo puedes ser tan peligroso como<br />
cualquiera que se cruce en tu camino. O más. En cuanto a la cita de aquella noche, las<br />
instrucciones incluían caminar desde la antigua puerta de Santa Bárbara por la primera<br />
calle a la derecha hasta encontrar un muro de ladrillo y una luz. Hasta ahí, todo iba bien.<br />
<strong>El</strong> capitán se quedó quieto un rato para estudiar el lugar, evitando mirar directamente el<br />
farol para que éste no lo deslumbrase al escudriñar los rincones más oscuros, y por fin,<br />
tras palparse un momento el coleto de cuero de búfalo que se había puesto bajo la<br />
ropilla para el caso de cuchilladas inoportunas, se caló más el sombrero y anduvo<br />
despacio hasta el portillo. Yo lo había visto vestirse una hora antes en nuestra casa, con<br />
minuciosidad profesional:<br />
–Volveré tarde, Íñigo. No me esperes despierto.<br />
Habíamos cenado una sopa con migas de pan, un cuartillo de vino y un par de huevos<br />
cocidos; y después, tras lavarse la cara y las manos en una jofaina, y mientras yo le<br />
remendaba unas calzas viejas a la luz de un velón de sebo, Diego <strong>Alatriste</strong> se preparó<br />
para salir, con las precauciones adecuadas al caso. No es que recelara una mala jugada<br />
de Martín Saldaña; pero también los tenientes de alguaciles podían ser víctimas de<br />
engaño, o sobornados. Incluso tratándose de viejos amigos y camaradas. Y de ser así,<br />
<strong>Alatriste</strong> no le hubiera guardado excesivo rencor. En aquel tiempo, cualquier cosa en la<br />
corte de ese Rey joven, simpático, mujeriego, piadoso y fatal para las pobres Españas<br />
que fue el buen Don Felipe Cuarto podía ser comprada con dinero; hasta las<br />
conciencias. Tampoco es que hayamos cambiado mucho desde entonces. <strong>El</strong> caso es que,<br />
para acudir a la cita, el capitán tomó sus precauciones. En la parte posterior del cinto se<br />
colgó la daga vizcaína; y vi que también introducía en la caña de su bota derecha la<br />
corta cuchilla de matarife que tan buenos servicios había prestado en la cárcel de Corte.<br />
Mientras hacia todos esos gestos observé a hurtadillas su rostro grave, absorto, donde la<br />
luz de sebo hundía las mejillas y acentuaba la fiera pincelada del mostacho. No parecía<br />
muy orgulloso de sí mismo. Por un momento, al mover los ojos en busca de la espada,<br />
su mirada encontró la mía; y sus ojos claros se apartaron de inmediato, rehuyéndome,<br />
casi temerosos de que yo pudiera leer algo inconveniente en ellos. Pero sólo fue un<br />
instante, y luego volvió a mirarme de nuevo, franco, con una breve sonrisa.<br />
–Hay que ganarse el pan, zagal– dijo.<br />
Después se herró el cinto con la espada –siempre se negó, salvo en la guerra, a llevarla<br />
colgada del hombro como los valentones y jaques de medio pelo–, comprobó que ésta
salía y entraba en la vaina sin dificultad, y se puso la capa que aquella misma tarde le<br />
había prestado Don Francisco. Lo de la capa, amén de que estábamos en marzo y las<br />
noches no eran para afrontarlas a cuerpo limpio, tenía otra utilidad: en aquel Madrid<br />
peligroso, de calles mal iluminadas y estrechas, esa prenda era muy práctica a la hora de<br />
reñir al arma blanca. Terciada al pecho o enrollada sobre el brazo izquierdo, servía<br />
como broquel para protegerse del adversario; y arrojada sobre su acero, podía<br />
embarazarlo mientras se le asestaba una estocada oportuna. A fin de cuentas, lo de jugar<br />
limpio cuando iba a escote el pellejo, eso era algo que tal vez contribuyera a la<br />
salvación del alma en la vida eterna; pero en lo tocante a la de acá, la terrena, suponía,<br />
sin duda, el camino más corto para abandonarla con cara de idiota y un palmo de acero<br />
en el hígado. Y Diego <strong>Alatriste</strong> no tenía ninguna maldita prisa.<br />
<strong>El</strong> farol daba una luz aceitosa al portillo cuando el capitán golpeó cuatro veces, como le<br />
había indicado Saldaña. Después de hacerlo desembarazó la empuñadura de la espada y<br />
mantuvo atrás la mano siniestra, cerca del pomo de la vizcaína. Al otro lado se oyeron<br />
pasos y la puerta se abrió silenciosamente. La silueta de un criado se recortó en el<br />
umbral.<br />
–¿Vuestro nombre?<br />
–<strong>Alatriste</strong>.<br />
Sin más palabras el fámulo se puso en marcha, precediéndolo por un sendero que<br />
discurría bajo los árboles de una huerta. <strong>El</strong> edificio era un viejo lugar que al capitán le<br />
pareció abandonado. Aunque no conocía demasiado aquella zona de Madrid, próxima al<br />
camino de Hortaleza, ató cabos y creyó recordar los muros y el tejado de un decrépito<br />
caserón que alguna vez había entrevisto, de paso.<br />
–Aguarde aquí vuestra merced a que lo llamen.<br />
Acababan de entrar en un pequeño cuarto de paredes desnudas, sin muebles, donde un<br />
candelabro puesto en el suelo iluminaba antiguas pinturas en la pared. En un ángulo de<br />
la habitación había un hombre embozado en una capa negra y cubierto por un sombrero<br />
del mismo color y anchas alas. <strong>El</strong> embozado no hizo ningún movimiento al entrar el<br />
capitán, y cuando el criado –que a la luz de las velas se mostró hombre de mediana edad<br />
y sin librea que lo identificara– se retiró dejándolos solos, permaneció inmóvil en su<br />
sitio, como una estatua oscura, observando al recién llegado. Lo único vivo que se veía<br />
entre la capa y el sombrero eran sus ojos, muy negros y brillantes, que la luz del suelo<br />
iluminaba entre sombras, dándoles una expresión amenazadora y fantasmal. Con un<br />
vistazo de experto, Diego <strong>Alatriste</strong> se fijó en las botas de cuero y en la punta de la<br />
espada que levantaba un poco, hacia atrás, la capa del desconocido. Su aplomo era el de<br />
un espadachín, o el de un soldado. Ninguno cambió con el otro palabra alguna y<br />
permanecieron allí, quietos y silenciosos a uno y otro lado del candelabro que los<br />
iluminaba desde abajo, estudiándose para averiguar si se las habían con un camarada o<br />
un adversario; aunque en la profesión de Diego <strong>Alatriste</strong> podían, perfectamente, darse<br />
ambas circunstancias a la vez.<br />
–No quiero muertos –dijo el enmascarado alto.<br />
Era fuerte, grande de espaldas, y también era el único que se mantenía cubierto, tocado<br />
con un sombrero sin pluma, cinta ni adornos. Bajo el antifaz que le cubría el rostro<br />
despuntaba el extremo de una barba negra y espesa. Vestía ropas oscuras, de calidad,<br />
con puños y cuello de encaje fino de Flandes, y bajo la capa que tenía sobre los<br />
hombros brillaban una cadena de oro y el pomo dorado de una espada. Hablaba como<br />
quien suele mandar y ser obedecido en el acto, y eso se veía confirmado por la<br />
deferencia que le mostraba su acompañante: un hombre de mediana estatura, cabeza<br />
redonda y cabello escaso, cubierto con un ropón oscuro que disimulaba su
indumentaria. Los dos enmascarados habían recibido a Diego <strong>Alatriste</strong> y al otro<br />
individuo tras hacerlos esperar media hora larga en la antesala.<br />
–Ni muertos ni sangre –insistió el hombre corpulento–. Al menos, no mucha.<br />
<strong>El</strong> de la cabeza redonda alzó ambas manos. Tenía, observó Diego <strong>Alatriste</strong>, las uñas<br />
sucias y manchas de tinta en los dedos, como las de un escribano; pero lucía un grueso<br />
sello de oro en el meñique de la siniestra.<br />
–Tal vez algún picotazo –le oyeron sugerir en tono prudente–. Algo que justifique el<br />
lance.<br />
–Pero sólo al más rubio –puntualizó el otro.<br />
–Por supuesto, Excelencia.<br />
<strong>Alatriste</strong> y el hombre de la capa negra cambiaron una mirada profesional, como<br />
consultándose el alcance de la palabra picotazo, y las posibilidades –más bien remotas–<br />
de distinguir a un rubio de otro en mitad de una refriega, y de noche. Imaginad el<br />
cuadro: sería vuestra merced tan amable de venir a la luz y destocarse, caballero,<br />
gracias, veo que sois el más rubio, permitid que os introduzca una cuarta de acero<br />
toledano en los higadillos. En fin. Respecto al embozado, éste se había descubierto al<br />
entrar, y ahora <strong>Alatriste</strong> podía verle la cara a la luz del farol que había sobre la mesa,<br />
iluminando a los cuatro hombres y las paredes de una vieja biblioteca polvorienta y<br />
roída por los ratones: era alto, flaco y silencioso; rondaba los treinta y tantos años, tenía<br />
el rostro picado con antiguas marcas de viruela, y un bigote fino y muy recortado le<br />
daba cierto aspecto extraño, extranjero. Sus ojos y el pelo, largo hasta los hombros, eran<br />
negros como el resto de su indumentaria, y llevaba al cinto una espada con exagerada<br />
cazoleta redonda de acero y prolongados gavilanes, que nadie, sino un esgrimidor<br />
consumado, se hubiera atrevido a exponer a las burlas de la gente sin los arrestos y la<br />
destreza precisos para respaldar, por vía de hechos, la apariencia de semejante tizona.<br />
Pero aquel fulano no tenía aspecto de permitir que se burlaran de él ni tanto así. Era de<br />
esos que buscas en un libro las palabras espadachín y asesino, y sale su retrato.<br />
–Son dos caballeros extranjeros, jóvenes –prosiguió el enmascarado de la cabeza<br />
redonda–. Viajan de incógnito, así que sus auténticos nombres y condición no tienen<br />
importancia. <strong>El</strong> de más edad se hace llamar Thomas Smith y no pasa de treinta años. <strong>El</strong><br />
otro, John Smith, tiene apenas veintitrés. Entrarán en Madrid a caballo, solos, la noche<br />
de mañana viernes. Cansados, imagino, pues viajan desde hace días. Ignoramos por qué<br />
puerta pasarán, así que lo más seguro parece aguardarlos cerca de su punto de destino,<br />
que es la casa de las Siete Chimeneas... ¿La conocen vuestras mercedes?<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> y su compañero movieron afirmativamente la cabeza. Todo el mundo en<br />
Madrid conocía la residencia del conde de Bristol, embajador de Inglaterra.<br />
–<strong>El</strong> negocio debe transcurrir –continuó el enmascarado– como si los dos viajeros fuesen<br />
víctimas de un asalto de vulgares salteadores. Eso incluye quitarles cuanto llevan. Sería<br />
conveniente que el más rubio y arrogante, que es el mayor, quede herido; una cuchillada<br />
en una pierna o un brazo, pero de poca gravedad. En cuanto al más joven, basta con<br />
dejarlo librarse con un buen susto –en este punto, el que hablaba se volvió ligeramente<br />
hacia el hombre corpulento, como en espera de su aprobación–. Es importante hacerse<br />
con cuanta carta y documento lleven encima, y entregarlos puntualmente.<br />
–¿A quién? –preguntó <strong>Alatriste</strong>.<br />
–A alguien que aguardará al otro lado del Carmen Descalzo. <strong>El</strong> santo y seña es<br />
Monteros y Suizos.<br />
Mientras hablaba, el hombre de la cabeza redonda introdujo una mano en el ropón<br />
oscuro que cubría su traje y sacó una pequeña bolsa. Por un instante <strong>Alatriste</strong> creyó<br />
entrever en su pecho el extremo rojo del bordado de una cruz de la Orden de Calatrava,<br />
pero su atención no tardó en desviarse hacia el dinero que el enmascarado ponía sobre la
mesa: la luz del farol hacía relucir cinco doblones de a cuatro para su compañero, y<br />
cinco para él. Monedas limpias, bruñidas. Poderoso caballero, habría dicho Don<br />
Francisco de Quevedo, de terciar en aquel lance. Metal bendito, recién acuñado con el<br />
escudo del Rey nuestro señor. Gloria pura con la que comprar cama, comida, vestido y<br />
el calor de una mujer.<br />
–Faltan diez piezas de oro –dijo el capitán–. Para cada uno.<br />
<strong>El</strong> tono del otro se volvió desabrido:<br />
–Quien aguarda mañana por la noche entregará el resto, a cambio de los documentos<br />
que llevan los viajeros.<br />
–¿Y si algo sale mal?<br />
Los ojos del enmascarado corpulento a quien su acompañante había llamado Excelencia<br />
parecieron perforar al capitán a través de los agujeros del antifaz.<br />
–Es mejor, por el bien de todos, que nada salga mal –dijo.<br />
Su voz había sonado con ecos de amenaza, y era evidente que amenazar formaba parte<br />
del tipo de cosas que aquel individuo disponía a diario. También saltaba a la vista que<br />
era de los que sólo necesitan amenazar una vez, y las más de las veces ni siquiera eso.<br />
Aun así, <strong>Alatriste</strong> se retorció con dos dedos una guía del mostacho mientras le sostenía<br />
al otro la mirada, ceñudo y con las plantas bien afirmadas en el suelo, resuelto a no<br />
dejarse impresionar ni por una Excelencia ni por el Sursum Corda. No le gustaba que le<br />
pagasen a plazos, y menos que le leyeran la cartilla, de noche y a la luz de un farol, dos<br />
desconocidos que se ocultaban tras sendas máscaras y encima no liquidaban al contado.<br />
Pero su compañero del rostro con marcas de viruela, menos quisquilloso, parecía<br />
interesado en otras cuestiones:<br />
–¿Qué pasa con las bolsas de los dos pardillos? –le oyó preguntar–... ¿También hemos<br />
de entregarlas?<br />
Italiano, dedujo el capitán al oír su acento. Hablaba quedo y grave, casi confidencial,<br />
pero de un modo apagado, áspero, que producía una incómoda desazón. Como si<br />
alguien le hubiera quemado las cuerdas vocales con alcohol puro. En lo formal, el tono<br />
de aquel individuo era respetuoso; pero había una nota falsa en él. Una especie de<br />
insolencia no por disimulada menos inquietante. Miraba a los enmascarados con una<br />
sonrisa, que era a un tiempo amistosa y siniestra, blanqueándole bajo el bigote<br />
recortado. No resultaba difícil imaginarlo con el mismo gesto mientras su cuchilla, ris,<br />
ras, rasgaba la ropa de un cliente con la carne que hubiera debajo. Aquélla era una<br />
sonrisa tan desproporcionadamente simpática que daba escalofríos.<br />
–No es imprescindible –respondió el de la cabeza redonda, tras consultar en silencio con<br />
el otro enmascarado, que asintió–. Las bolsas pueden quedárselas vuestras mercedes, si<br />
lo desean. Como gajes.<br />
<strong>El</strong> italiano silbó entre dientes un aire musical parecido a la chacona, algo como tiruri–<br />
ta–ta repetido un par de veces, mientras miraba de soslayo al capitán:<br />
–Creo que me va a gustar este trabajo.<br />
La sonrisa le había desaparecido de la boca para refugiarse en los ojos negros, que<br />
relucieron de modo peligroso. Aquélla fue la primera vez que <strong>Alatriste</strong> vio sonreír a<br />
Gualterío Malatesta. Y sobre ese encuentro, preludio de una larga y accidentada serie, el<br />
capitán me contaría más tarde que, en el mismo instante, su pensamiento fue que si<br />
alguna vez alguien le dirigía una sonrisa como aquélla en un callejón solitario, no se la<br />
haría repetir dos veces antes de echar mano a la blanca y desenvainar como un rayo.<br />
Cruzarse con aquel personaje era sentir la necesidad urgente de madrugar antes que, de<br />
modo irreparable, te madrugara él. Imaginen vuestras mercedes una serpiente cómplice<br />
y peligrosa, que nunca sabes de qué lado está hasta que compruebas que sólo está del<br />
suyo propio, y todo lo demás se le da una higa. Uno de esos fulanos atravesados,
correosos, llenos de recovecos sombríos, con los que tienes la certeza absoluta de que<br />
nunca debes bajar la guardia, y de que más vale largarle una buena estocada, por si las<br />
moscas, antes que te la pegue él a ti.<br />
<strong>El</strong> enmascarado corpulento era hombre de pocas palabras. Todavía aguardó un rato en<br />
silencio, escuchando con atención cómo el de la cabeza redonda explicaba a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> y al italiano los últimos detalles del asunto. Un par de veces movió<br />
afirmativamente la cabeza, mostrando aprobación a lo que oía. Luego dio media vuelta<br />
y anduvo hasta la puerta.<br />
–Quiero poca sangre –le oyeron insistir por última vez, desde el umbral.<br />
Por los indicios anteriores, el tratamiento, y sobre todo por el gesto de profundo respeto<br />
que le dedicó el otro enmascarado, el capitán dedujo que quien acababa de irse era<br />
persona de muy alta condición. Aún pensaba en ello cuando el de la cabeza redonda<br />
apoyó una mano en la mesa y miró a los dos espadachines a través de los agujeros de su<br />
careta, con atención extrema. Había un brillo nuevo e inquietante en su mirada, como si<br />
todavía no estuviese dicho todo. Se instaló entonces un incómodo silencio en la<br />
habitación llena de sombras, y <strong>Alatriste</strong> y el italiano se observaron un momento de<br />
soslayo, preguntándose sin palabras qué quedaba todavía por saber. Frente a ellos,<br />
inmóvil, el enmascarado parecía aguardar algo, o a alguien.<br />
La respuesta llegó al cabo de un momento, cuando un tapiz disimulado en la penumbra<br />
del cuarto, entre los estantes de libros, se movió para descubrir una puerta escondida en<br />
la pared, y en ella vino a destacarse una silueta oscura y siniestra, que alguien menos<br />
templado que Diego <strong>Alatriste</strong> habría tomado por una aparición. <strong>El</strong> recién llegado dio<br />
unos pasos, y la luz del farol sobre la mesa le iluminó el rostro marcando oquedades en<br />
sus mejillas afeitadas y hundidas, sobre las que un par de ojos coronados por espesas<br />
cejas brillaban, febriles. Vestía el hábito religioso negro y blanco de los dominicos, y no<br />
iba enmascarado, sino a rostro descubierto: un rostro flaco, ascético, al que los ojos<br />
relucientes daban expresión de fanática firmeza. Debía dé andar por los cincuenta y<br />
tantos años. <strong>El</strong> cabello gris lo llevaba corto, en forma de casquete alrededor de las<br />
sienes, con una gran tonsura en la parte superior. Las manos, que sacó de las mangas del<br />
hábito al entrar en la habitación, eran secas y descarnadas, igual que las de un cadáver.<br />
Tenían aspecto de ser heladas como la muerte.<br />
<strong>El</strong> enmascarado de la cabeza redonda se volvió hacia el fraile, con extrema deferencia:<br />
–¿Lo ha oído todo Vuestra Paternidad?<br />
Afirmó el dominico con un gesto seco, breve; sin apartar los ojos de <strong>Alatriste</strong> y el<br />
italiano, como si estuviese valorándolos. Luego se volvió al enmascarado, y, cual si el<br />
gesto fuese una señal o una orden, éste se dirigió de nuevo a los dos espadachines.<br />
–<strong>El</strong> caballero que acaba de marcharse –dijo– es digno de todo nuestro respeto y<br />
consideración. Pero no es él solo quien decide este negocio, y resulta conveniente que<br />
algunas cosas las maticemos un poco.<br />
Al llegar a ese punto, el enmascarado cambió una breve mirada con el fraile, en espera<br />
de su aprobación antes de continuar; pero el otro permaneció impasible.<br />
–Por razones de alta política –prosiguió entonces–, y a pesar de cuanto el caballero que<br />
acaba de dejarnos ha dicho, los dos ingleses deben ser neutralizados de modo –hizo una<br />
pausa, cual si buscase palabras apropiadas bajo la máscara–... más contundente –dirigió<br />
de nuevo un rápido vistazo al fraile–. O definitivo.<br />
–Vuestra merced quiere decir... –empezó Diego <strong>Alatriste</strong>, que prefería las cosas claras.<br />
<strong>El</strong> dominico, que había escuchado en silencio y parecía impacientarse, lo atajó alzando<br />
una de sus huesudas manos.<br />
–Quiere decir que los dos herejes deben morir.<br />
¿Los dos?
–Los dos.<br />
Junto a <strong>Alatriste</strong>, el italiano volvió a silbar entre dientes el aire musical. Tirurí–ta–ta.<br />
Sonreía entre interesado y divertido. Por su parte, perplejo, el capitán miró el dinero que<br />
había sobre la mesa. Luego meditó un poco y se encogió de hombros.<br />
–Igual da –dijo–. Y a mi compañero no parece importarle demasiado el cambio de<br />
planes.<br />
–Que me place –apuntó el italiano, todavía sonriente.<br />
–Incluso facilita las cosas –prosiguió <strong>Alatriste</strong>, ecuánime–. De noche, herir a uno o dos<br />
hombres resulta más complicado que despacharlos del todo.<br />
–<strong>El</strong> arte de lo simple –terció el otro.<br />
Ahora el capitán miraba al hombre de la máscara.<br />
–Sólo hay algo que me preocupa –dijo <strong>Alatriste</strong>–. <strong>El</strong> caballero que acaba de marcharse<br />
parece gente de calidad, y ha dicho que no desea que matemos a nadie... No sé lo que<br />
piensa mi compañero, más yo lamentaría indisponerme con ese a quien vos mismo<br />
habéis llamado Excelencia, sea quien sea, por complacer a vuestras mercedes.<br />
–Puede haber más dinero –apuntó el enmascarado, tras ligera vacilación.<br />
–Sería útil precisar cuánto.<br />
–Otras diez piezas de a cuatro. Con las diez pendientes, y estas cinco, suman veinticinco<br />
doblones para cada uno. Más las bolsas de los señores Thomas y John Smith.<br />
–A mí me acomoda –dijo el italiano.<br />
Era obvio que igual le daban dos que veinte; heridos, muertos o en escabeche. Por su<br />
parte, <strong>Alatriste</strong> reflexionó de nuevo un instante, y luego negó con la cabeza. Aquellos<br />
eran muchos doblones por agujerearle el pellejo a un par de Don nadies. Y ahí estaba<br />
justo lo malo de tan extraño negocio: demasiado bien pagado como para no resultar<br />
inquietante. Su instinto de viejo soldado olfateaba peligro.<br />
–No es cuestión de dinero.<br />
–Sobran aceros en Madrid –insinuó el de la máscara, irritado; y el capitán no supo si se<br />
refería a la búsqueda de un sustituto, o a alguien que le ajustara las cuentas si rechazaba<br />
el nuevo trato. La posibilidad de que fuese una amenaza no le gustó. Por costumbre, se<br />
retorció el bigote con la mano derecha, mientras la zurda se apoyaba despacio en el<br />
pomo de la espada. <strong>El</strong> gesto no pasó inadvertido a nadie.<br />
En ese momento, el fraile se encaró con <strong>Alatriste</strong>. Su rostro de asceta fanático se había<br />
endurecido, y los ojos hundidos en las cuencas asaeteaban a su interlocutor, arrogantes.<br />
–Soy –dijo con voz desagradable– el padre Emilio Bocanegra, presidente del Santo<br />
Tribunal de la Inquisición.<br />
Al decir aquello pareció que un viento helado cruzaba de parte a parte la habitación. Y<br />
acto seguido, en el mismo tono, el fraile detalló a Diego <strong>Alatriste</strong> y al italiano, de modo<br />
sucinto y con suma aspereza, que él no necesitaba máscara ni ocultar su identidad, ni<br />
venir a ellos como un ladrón en la noche, porque el poder que Dios había puesto en sus<br />
manos bastaba para aniquilar en el acto a cualquier enemigo de la Santa Madre Iglesia y<br />
de Su Católica Majestad el Rey de las Españas. Dicho lo cual, y mientras sus<br />
interlocutores tragaban saliva de modo ostensible, hizo una pausa para comprobar el<br />
efecto de sus palabras y prosiguió, en el mismo tono amenazante:<br />
–Sois manos mercenarias y pecadoras, manchadas de sangre como vuestras espadas y<br />
vuestra conciencia. Pero el Todopoderoso escribe recto con renglones torcidos.<br />
Los renglones torcidos cambiaron entre sí una mirada inquieta mientras el fraile<br />
proseguía su discurso.<br />
–Esta noche –dijo– se os confía una tarea de inspiración sagrada, etcétera. La cumpliréis<br />
a rajatabla, porque de ese modo servís a la Justicia Divina. Si os negáis, si escurrís el
ulto, caerá sobre vosotros la cólera de Dios, mediante el brazo largo, terrible, del Santo<br />
Oficio. Arrieros somos.<br />
Dicho aquello, el dominico quedó en silencio y nadie osó pronunciar palabra. Hasta al<br />
italiano se le había olvidado la musiquilla, lo que ya era mucho decir. En la España de<br />
aquella época, enemistarse con la poderosa Inquisición significaba afrontar una serie de<br />
horrores que a menudo incluían prisión, tortura, hoguera y muerte. Hasta los hombres<br />
más crudos temblaban a la sola mención del Santo Oficio; y por su parte, Diego<br />
<strong>Alatriste</strong>, como todo Madrid, conocía bien la fama implacable de fray Emilio<br />
Bocanegra, presidente del Consejo de los Seis Jueces, cuya influencia llegaba hasta el<br />
Gran Inquisidor y hasta los corredores privados del Alcázar Real. Sólo una semana<br />
antes, por causa del llamado crimen pessimum o crimen nefando, el padre Bocanegra<br />
había convencido a la Justicia para quemar en la Plaza Mayor a cuatro criados jóvenes<br />
del conde de Monteprieto, que se delataron unos a otros como sodomitas en el potro del<br />
tormento inquisitorial. En cuanto al conde, un aristócrata maduro, soltero y melancólico,<br />
su título de grande de España lo había librado por los pelos de sufrir idéntica suerte, y el<br />
Rey se contentó con firmar un decreto para incautarse de sus posesiones y desterrarlo a<br />
Italia. <strong>El</strong> despiadado padre Bocanegra había llevado todo el procedimiento de modo<br />
personal, y aquel triunfo acababa de afianzar su temible poder en la Corte. Hasta el<br />
conde de Olivares, privado del Rey, procuraba estar a bien con el feroz dominico.<br />
Allí no cabía ni parpadear. Con un suspiro interior, el capitán <strong>Alatriste</strong> comprendió que<br />
los dos ingleses, fueran quienes fuesen y a pesar de las buenas intenciones del<br />
enmascarado corpulento, estaban sentenciados sin remedio. Con la Iglesia habían<br />
topado, y discutir más resultaba, amén de inútil, peligroso.<br />
–¿ Qué hay que hacer? –dijo por fin, resignado a lo inevitable.<br />
–Matarlos sin cuartel –respondió fray Emilio en el acto, con el fuego fanático<br />
devorándole la mirada.<br />
–¿Sin saber quiénes son?<br />
–Ya hemos dicho quiénes son –apuntó el enmascarado de la cabeza redonda–. Mister<br />
Thomas y mister John Smith. Viajeros ingleses.<br />
–Y anglicanos impíos –apostilló el fraile con voz crispada de ira–. Pero no os importa<br />
quiénes sean. Basta con que pertenezcan a un país de herejes y a una raza pérfida,<br />
funesta para España y la religión católica. Al ejecutar en ellos la justicia de Dios,<br />
rendiréis un servicio valioso al Todopoderoso y a la Corona.<br />
Dicho esto, el fraile sacó otra bolsa con veinte monedas de oro y la arrojó con desdén<br />
sobre la mesa.<br />
–Ya veis –añadió– que, a diferencia de la terrena, la justicia divina paga por adelantado,<br />
aunque cobre a plazo –miraba al capitán y al italiano como grabándose sus caras en la<br />
memoria–. Nadie escapa a sus ojos, y Dios sabe muy bien dónde reclamar sus deudas.<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> hizo amago de asentir. Era hombre de agallas, pero el gesto iba<br />
encaminado a disimular un estremecimiento. La luz del farol daba un aspecto diabólico<br />
al fraile, y la amenaza de sus palabras bastaba para alterar la compostura del más<br />
valiente. junto al capitán, el italiano estaba pálido, esta vez sin tiruri–ta–ta y sin sonrisa.<br />
Ni siquiera el enmascarado de la cabeza redonda se atrevía a abrir la boca.
III. UNA PEQUEÑA DAMA<br />
Quizá porque la verdadera patria de un hombre es su niñez, a pesar del tiempo<br />
transcurrido recuerdo siempre con nostalgia la taberna del Turco. Ni ese lugar, ni el<br />
capitán <strong>Alatriste</strong>, ni aquellos azarosos años de mi mocedad existen ya; pero en tiempos<br />
de nuestro Cuarto Felipe la taberna era una de las cuatrocientas donde podían apagar su<br />
sed los 70.000 vecinos de Madrid –salíamos a una taberna por cada 175 individuos– sin<br />
contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o<br />
equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan<br />
frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente.<br />
La del Turco era en realidad un bodegón de los llamados de comer, beber y arder,<br />
situado en la esquina de las calles de Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la<br />
Plaza Mayor. Las dos habitaciones donde vivíamos Diego <strong>Alatriste</strong> y yo se encontraban<br />
sobre ella; y en cierto modo aquel tugurio hacia las veces de cuarto de estar de nuestra<br />
casa. Al capitán le gustaba bajar y sentarse allí a matar el tiempo cuando no tenía nada<br />
mejor que hacer, que eran las más de las veces. A pesar del olor a fritanga y el humo de<br />
la cocina, la suciedad del suelo y las mesas, y los ratones que correteaban perseguidos<br />
por el gato o a la caza de migas de pan, el lugar resultaba confortable. También era<br />
entretenido, porque solían frecuentarlo viajeros de la posta, golillas, escribanos,<br />
ministriles, floristas y tenderos de las cercanas plazas de la Providencia y la Cebada, y<br />
también antiguos soldados atraídos por la proximidad de las calles principales de la<br />
ciudad y el mentidero de San Felipe el Real. Sin desdeñar la belleza –algo ajada pero<br />
aún espléndida– y la antigua fama de la tabernera, el vino de Valdemoro, el moscatel, o<br />
el oloroso de San Martín de Valdeiglesias; amén de la circunstancia oportunísima de<br />
que el local tuviese una puerta trasera que daba a una corrala y a otra calle;<br />
procedimiento muy útil para esquivar la visita de alguaciles, corchetes, acreedores,<br />
poetas, amigos pidiendo dinero y otras gentes maleantes e inoportunas. En cuanto a<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>, la mesa que Caridad la Lebrijana le reservaba cerca de la puerta era<br />
cómoda y soleada, y a veces le acompañaba el vino, desde la cocina, con un pastelillo<br />
de carne o unos chicharrones. De su juventud, de la que nunca hablaba ni poco ni<br />
mucho, el capitán conservaba cierta afición a la lectura; y no era infrecuente verlo<br />
sentado en su mesa, solo, la espada y el sombrero colgados en un clavo de la pared,<br />
leyendo la impresión de la última obra estrenada por Lope –que era su autor favorito–<br />
en los corrales del Príncipe o de la Cruz, o alguna de las gacetas y hojas sueltas con<br />
versos satíricos y anónimos que corrían por la Corte en aquel tiempo a la vez magnífico,<br />
decadente, funesto y genial, poniendo como sotana de dómine al valido, a la monarquía<br />
y al lucero del alba; en muchos de los cuales, por cierto, <strong>Alatriste</strong> reconocía el corrosivo<br />
ingenio y la proverbial mala uva de su amigo, el irreductible gruñón y popular poeta<br />
Don Francisco de Quevedo:<br />
Aquí yace Misser de la Florida<br />
y dicen que le hizo buen provecho<br />
a Satanás su vida.<br />
Ningún coño le vio jamás arrecho.<br />
De Herodes fue enemigo y de sus gentes,
no porque degolló los inocentes,<br />
más porque, siendo niños y tan bellos,<br />
los mandó degollar y no jodellos.<br />
Y otras lindezas por el estilo. Imagino que mi pobre madre viuda, allá en su pueblecito<br />
vasco, no habría estado muy tranquila de imaginar a qué extrañas compañías me<br />
vinculaba el oficio de paje del capitán. Pero, en lo que al jovencísimo Íñigo Balboa se<br />
refiere, a mis trece años todo aquello suponía un espectáculo fascinante, y una muy<br />
singular escuela de vida. Ya referí hace un par de capítulos que tanto Don Francisco<br />
como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine <strong>Pérez</strong>, el boticario Fadrique y los<br />
otros amigos del capitán solían frecuentar la taberna, enzarzándose en largas discusiones<br />
sobre política, teatro, poesía o mujeres, sin olvidar un puntual seguimiento de las<br />
muchas guerras en las que había andado o andaba envuelta aquella pobre España<br />
nuestra, todavía poderosa y temida en el exterior, pero tocada de muerte en el alma.<br />
Guerras cuyos campos de batalla era diestro en reproducir sobre la mesa, usando trozos<br />
de pan, cubiertos y jarras de vino, el extremeño Juan Vicuña; que por ser antiguo<br />
sargento de caballos, mutilado en Nieuport, se las daba de consumado estratega. A lo de<br />
las guerras le había vuelto sobrada actualidad, pues cuando el asunto de los<br />
enmascarados y los ingleses iban ya para dos o tres, creo recordar, los años de la<br />
reanudación de hostilidades en los Países Bajos, expirada la tregua de doce que el<br />
difunto y pacífico Rey Don Felipe Tercero, padre de nuestro joven monarca, había<br />
firmado con los holandeses. Esa larga tregua, o sus efectos, era precisamente causa de<br />
que tantos soldados veteranos anduviesen todavía sin trabajo por las Españas y el resto<br />
del mundo, incrementando las filas de desocupados fanfarrones, jaques y valentones<br />
dispuestos a alquilar su brazo para cualquier felonía barata; y que entre ellos se contara<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>. Sin embargo, el capitán pertenecía a la variedad silenciosa, y nunca lo<br />
vio nadie alardear de campañas o heridas, a diferencia de tantos otros; además, cuando<br />
volvió a redoblar el tambor de su viejo Tercio, <strong>Alatriste</strong>, como mi padre y tantos otros<br />
hombres valientes, se había apresurado a alistarse de nuevo con su antiguo general, Don<br />
Ambrosio Spínola, y a intervenir en lo que hoy conocemos como principio de la Guerra<br />
de los Treinta Años. En ella habría servido ininterrumpidamente de no mediar la<br />
gravísima herida que recibió en Fleurus. De cualquier modo, aunque la guerra contra<br />
Holanda y en el resto de Europa era tema de conversación en aquellos días, muy pocas<br />
veces oí al capitán referirse a su vida de soldado. Eso me hizo admirarlo todavía más,<br />
acostumbrado a cruzarme con varios cientos que, entre escupir por el colmillo y<br />
fantasear sobre Flandes, pasaban el día hablando alto y galleando sobre supuestas<br />
hazañas, mientras hacían sonar por la Puerta del Sol o la calle Montera la punta de su<br />
espada, o se pavoneaban en las gradas de San Felipe con el cinto coruscado de cañones<br />
de hojalata llenos de menciones honoríficas por sus campañas y valor acreditado, todas<br />
ellas más falsas que un doblón de plomo.<br />
Había llovido un poco muy de mañana y quedaban huellas de barro por el suelo de la<br />
taberna, con ese olor a humedad y serrín que en los lugares públicos dejan los días de<br />
agua. <strong>El</strong> cielo se despejaba, y un rayo de sol, tímido primero y seguro de sí un poco más<br />
tarde, encuadraba la mesa donde Diego <strong>Alatriste</strong>, el Licenciado Calzas, el Dómine <strong>Pérez</strong><br />
y Juan Vicuña componían tertulia después del yantar. Yo estaba sentado en un taburete<br />
cerca de la puerta, haciendo prácticas de caligrafía con una pluma de ave, un tintero y<br />
una resma de papel que el Licenciado me había traído a sugerencia del capitán:<br />
–Así podrá instruirse y estudiar leyes para sangrar de su último maravedí a los<br />
pleiteantes; como hacen vuestras mercedes los abogados, escribanos y otras gentes de<br />
mal vivir.
Calzas se había echado a reír. Gozaba de excelente carácter, una especie de cínico buen<br />
humor a prueba de cualquier cosa, y su amistad con Diego <strong>Alatriste</strong> era antigua y<br />
confianzuda.<br />
–A fe mía que gran verdad es ésa –había sentenciado, risueño, guiñándome un ojo–. La<br />
pluma, Íñigo, es más rentable que la espada.<br />
–Longa manus calami –apostilló por su cuenta el Dómine.<br />
Principio en que todos los contertulios estuvieron de acuerdo, por unanimidad o por<br />
disimular la ignorancia del latín. Al día siguiente el Licenciado me trajo recado de<br />
escribir, que sin duda había distraído con habilidad de los juzgados donde se ganaba la<br />
vida con no poca holgura merced a las corruptelas propias de su oficio. <strong>Alatriste</strong> no dijo<br />
nada, ni me aconsejó el uso a dar a la pluma, el papel y la tinta. Pero leí la aprobación<br />
en sus ojos tranquilos cuando vio que me sentaba junto a la puerta a practicar caligrafía.<br />
Lo hice copiando unos versos de Lope que había oído recitar varias veces al capitán,<br />
entre los de aquellas noches en que la herida de Fleurus lo atormentaba más de la<br />
cuenta:<br />
Aún no ha venido el villano<br />
que me prometió venir<br />
a ser honrado en morir<br />
de mi hidalga y noble mano...<br />
<strong>El</strong> hecho de que el capitán riese de vez en cuando entre dientes al recitar aquello, tal vez<br />
para disimular los pesares de su vieja herida, no bastaba para empañar el hecho de que a<br />
mí se me antojaran unos lindos versos. Como aquellos otros, que también me aplicaba a<br />
escribir esa mañana, por habérselos oído igualmente en sus noches en blanco a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong>:<br />
Cuerpo a cuerpo he de matalle<br />
donde Sevilla lo vea,<br />
en la plaza o en la calle;<br />
que al que mata y no pelea<br />
nadie puede disculpalle;<br />
y gana más el que muere<br />
a traición, que el que le mata.<br />
Terminaba justo de escribir la última línea cuando el capitán, que se había levantado a<br />
beber un poco de agua de la tinaja, cogió el papel para echarle un vistazo. De pie a mi<br />
lado leyó los versos en silencio y luego me miró largamente: una de esas miradas que<br />
yo le conocía bien, serenas y prolongadas, tan elocuentes como podían serlo todas<br />
aquellas palabras que yo me acostumbré a leer en sus labios aunque nunca las<br />
pronunciara. Recuerdo que el sol, todavía un quiero y no puedo entre los tejados de la<br />
calle de Toledo, deslizó un rayo oblicuo que iluminó el resto de las hojas en mi regazo y<br />
los ojos glaucos, casi transparentes, del capitán, fijos en mí; terminando de secar la tinta<br />
aún fresca de los versos que Diego <strong>Alatriste</strong> tenía en la mano. No sonrió, ni hizo gesto<br />
alguno. Me devolvió la hoja sin decir palabra y volvió a la mesa; pero todavía lo vi<br />
dirigirme desde allí una última y larga mirada antes de enfrascarse de nuevo en la<br />
conversación con sus amigos.<br />
Llegaron, con poco tiempo de diferencia, el Tuerto Fadrique y Don Francisco de<br />
Quevedo. Fadrique venía de su botica de Puerta Cerrada; había estado preparando<br />
específicos para sus clientes, y traía el gaznate abrasado de vapores, mejunjes y polvos
medicinales. Así que nada más llegar se calzó un cuartillo de vino de Valdemoro y<br />
empezó a detallarle al Dómine <strong>Pérez</strong> las propiedades laxantes de la corteza de nuez<br />
negra del Indostán. En ésas estábamos cuando apareció Don Francisco de Quevedo,<br />
sacudiéndose el lodo de los charcos que traía en los zapatos.<br />
<strong>El</strong> barro, que me sirve, me aconseja...<br />
Venía diciendo, malhumorado. Se detuvo a mi lado ajustándose los anteojos, echó un<br />
vistazo a los versos que copiaba y enarcó las cejas, complacido, al comprobar que no<br />
eran de Alarcón, ni de Góngora. Luego fue, con aquel paso cojitranco característico de<br />
sus pies torcidos –los tenía así desde niño, lo que no le impedía ser hombre ágil y<br />
diestro espadachín–, a sentarse a la mesa con el resto de sus contertulios. Allí echó<br />
mano a la jarra más próxima.<br />
–Dame, no seas avaro, el divino licor de Baco claro– le dijo a Juan Vicuña.<br />
Era éste, como dije, un antiguo sargento de caballos, muy fuerte y corpulento, que había<br />
perdido la mano derecha en Nieuport y vivía de su beneficio, consistente en una licencia<br />
para explotar un garito o pequeña casa de juego. Vicuña le pasó una jarra de<br />
Valdemoro, y Don Francisco, aunque prefería el blanco de Valdeiglesias, lo apuró de un<br />
trago, sin respirar.<br />
–¿Cómo va lo del memorial? –se interesó Vicuña.<br />
Se secaba el poeta la boca con el dorso de la mano. Algunas gotas de vino le habían<br />
caído sobre la cruz de Santiago que llevaba bordada en el pecho de la ropilla negra.<br />
–Creo –dijo– que Felipe el Grande se limpia el culo con él.<br />
–No deja de ser un honor –apuntó el Licenciado Calzas.<br />
Don Francisco metió mano a otra jarra.<br />
–En todo caso –hizo una pausa mientras bebía– el honor es para su real culo. <strong>El</strong> papel<br />
era bueno, de a medio ducado la resma. Y con mi mejor letra.<br />
Venía bastante atravesado, pues no eran buenos tiempos para él, ni para su prosa, ni<br />
para su poesía, ni para sus finanzas. Hacía sólo unas semanas que el Cuarto Felipe había<br />
tenido a bien levantar la orden, de prisión primero y luego de destierro, que pesaba<br />
sobre él desde la caída en desgracia, dos o tres años atrás, de su amigo y protector el<br />
duque de Osuna. Rehabilitado por fin, Don Francisco había podido regresar a Madrid;<br />
pero estaba ayuno de recursos monetarios, y el memorial que había dirigido al Rey<br />
solicitando la antigua pensión de cuatrocientos escudos que se le debía por sus servicios<br />
en Italia –había llegado a ser espía en Venecia, fugitivo y con dos compañeros<br />
ejecutados– sólo gozaba de la callada por respuesta. Aquello lo enfurecía más, aguzaba<br />
su malhumor y su ingenio, que iban parejos, y contribuía a buscarle nuevos problemas.<br />
–Patientia lenietur Princeps –lo consoló el Dómine <strong>Pérez</strong>–. La paciencia aplaca al<br />
soberano.<br />
–Pues a mi me aplaca una higa, reverendo padre.<br />
Miraba alrededor el jesuita con aire preocupado. Cada vez que uno de sus contertulios<br />
se metía en problemas, al Dómine <strong>Pérez</strong> le tocaba avalarlo ante la autoridad, como<br />
hombre de iglesia que era. Incluso absolvía de vez en cuando a sus amigos sub<br />
conditione, sin que éstos se lo pidieran. A traición, decía el capitán. Menos sinuoso que<br />
el común de los miembros de su Orden, el Dómine se creía a menudo en la honrada<br />
obligación de moderar trifulcas. Era hombre vivido, buen teólogo, comprensivo con las<br />
flaquezas humanas, benévolo y apacible en extremo. Eso le hacía tener manga ancha<br />
con sus semejantes, y su iglesia se veía concurrida por mujeres que acudían a reconciliar<br />
pecados, atraídas por su fama de poco riguroso en el tribunal de la penitencia. En cuanto<br />
a los asiduos de la taberna del Turco, nunca hablaban ante él de lances turbios ni de
hembras; era ésa la regla en que basaba su compañía, comprensión y amistad. Los<br />
lances y amoríos, decía, los trato en el confesionario. Respecto a sus superiores<br />
eclesiásticos, cuando le reprochaban sentarse en la taberna con poetas y espadachines,<br />
solía responder que los santos se salvan solos, mientras que a los pecadores hay que ir a<br />
buscarlos donde se encuentran. Añadiré en su honor que apenas probaba el vino y nunca<br />
le oí decir mal de nadie. Lo que en la España de entonces y en la de ahora, incluso para<br />
un clérigo, resultaba insólito.<br />
–Seamos prudentes, señor Quevedo –añadió aquella vez, afectuoso, tras el<br />
correspondiente latín–. No está vuestra merced en posición para murmurar ciertas cosas<br />
en voz alta.<br />
Don Francisco miró al sacerdote, ajustándose los anteojos.<br />
–¿Murmurar yo?... Erráis, Dómine. Yo no murmuro, sino que afirmo en voz alta.<br />
Y puesto en pie, volviéndose hacia el resto de los parroquianos, recitó, con su voz<br />
educada, sonora y clara:<br />
No he de callar, por más que con el dedo,<br />
ya tocando la boca, o ya la frente,<br />
silencio avises, o amenaces miedo.<br />
¿No ha de haber un espíritu valiente?<br />
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?<br />
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?<br />
Aplaudieron Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, y el Tuerto Fadrique asintió<br />
gravemente con la cabeza. <strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong> miraba a Don Francisco con una sonrisa<br />
larga y melancólica, que éste le devolvió, y el Dómine <strong>Pérez</strong> abandonó la cuestión por<br />
imposible, concentrándose en su moscatel muy rebajado con agua. Volvía a la carga el<br />
poeta, emprendiéndola ahora con un soneto al que daba vueltas de vez en cuando:<br />
Miré los muros de la patria mía,<br />
si un tiempo fuertes, ya desmoronados...<br />
Pasó Caridad la Lebrijana llevándose las jarras vacías y pidió moderación antes de<br />
alejarse con un movimiento de caderas que atrajo todos los ojos menos los del Dómine,<br />
concentrado en su moscatel, y los de Don Francisco, perdidos en combate con<br />
silenciosos fantasmas:<br />
Entré en mi casa, vi que amancillada<br />
de anciana habitación era despojos;<br />
mi báculo, más corvo y menos fuerte.<br />
Vencida de la edad sentí mi espada,<br />
y no hallé cosa en que poner los ojos<br />
que no fuese recuerdo de la muerte.<br />
Entraban en la taberna unos desconocidos, y Diego <strong>Alatriste</strong> puso una mano sobre el<br />
brazo del poeta, tranquilizándolo. «¡<strong>El</strong> recuerdo de la muerte!», repitió Don Francisco a<br />
modo de conclusión, ensimismado, sentándose mientras aceptaba la nueva jarra que el<br />
capitán le ofrecía. En realidad, el señor de Quevedo iba y venía por la Corte siempre<br />
entre dos órdenes de prisión o dos destierros. Quizá por eso, aunque alguna vez compró<br />
casas cuyas rentas a menudo le estafaban los administradores, nunca quiso tener morada<br />
fija propia en Madrid, y solía alojarse en posadas públicas. Breves treguas hacían las
adversidades, y cortos eran los períodos de bonanza con aquel hombre singular, coco de<br />
sus enemigos y gozo de sus amigos, que lo mismo era solicitado por nobles e ingenios<br />
de las letras, que se encontraba, en ocasiones, sin un ardite o maravedí en el bolsillo.<br />
Mudanzas son éstas de la fortuna, que tanto gusta de mudar, y casi nunca muda para<br />
nada bueno.<br />
–No queda sino batirnos –añadió el poeta al cabo de unos instantes.<br />
Había hablado pensativo, para sí mismo, ya con un ojo nadando en vino y el otro<br />
ahogado. Aún con la mano en su brazo, inclinado sobre la mesa, <strong>Alatriste</strong> sonrió con<br />
afectuosa tristeza.<br />
–¿Batirnos contra quién, Don Francisco?<br />
Tenía el gesto ausente, cual si de antemano no esperase respuesta. <strong>El</strong> otro alzó un dedo<br />
en el aire. Sus anteojos le habían resbalado de la nariz y colgaban al extremo del cordón,<br />
dos dedos encima de la jarra.<br />
–Contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia –dijo<br />
lentamente, y al hacerlo parecía mirar su reflejo en la superficie del vino–. Que es como<br />
decir contra España, y contra todo.<br />
Escuchaba yo aquellas razones desde mi asiento en la puerta, maravillado e inquieto,<br />
intuyendo que tras las palabras malhumoradas de Don Francisco había motivos oscuros<br />
que no alcanzaba a comprender, pero que iban más allá de una simple rabieta de su<br />
agrio carácter. No entendía aún, por mis pocos años, que es posible hablar con extrema<br />
dureza de lo que se ama, precisamente porque se ama, y con la autoridad moral que nos<br />
confiere ese mismo amor. A Don Francisco de Quevedo, eso pude entenderlo más tarde,<br />
le dolía mucho España. Una España todavía temible en el exterior, pero que a pesar de<br />
la pompa y el artificio, de nuestro joven y simpático Rey, de nuestro orgullo nacional y<br />
nuestros heroicos hechos de armas, se había echado a dormir confiada en el oro y la<br />
plata que traían los galeones de Indias. Pero ese oro y esa plata se perdían en manos de<br />
la aristocracia, el funcionariado y el clero, perezosos, maleados e improductivos, y se<br />
derrochaban en vanas empresas como mantener la costosa guerra reanudada en Flandes,<br />
donde poner una pica, o sea, un nuevo piquero o soldado, costaba un ojo de la cara.<br />
Hasta los holandeses, a quienes combatíamos, nos vendían sus productos<br />
manufacturados y tenían arreglos comerciales en el mismísimo Cádiz para hacerse con<br />
los metales preciosos que nuestros barcos, tras esquivar a sus piratas, traían desde<br />
Poniente. Aragoneses y catalanes se escudaban en sus fueros, Portugal seguía sujeto con<br />
alfileres, el comercio estaba en manos de extranjeros, las finanzas eran de los banqueros<br />
genoveses, y nadie trabajaba salvo los pobres campesinos, esquilmados por los<br />
recaudadores de la aristocracia y del Rey. Y en mitad de aquella corrupción y aquella<br />
locura, a contrapelo del curso de la Historia, como un hermoso animal terrible en<br />
apariencia, capaz de asestar fieros zarpazos pero roído el corazón por un tumor maligno,<br />
esa desgraciada España estaba agusanada por dentro, condenada a una decadencia<br />
inexorable cuya visión no escapaba a la clarividencia de aquel hombre excepcional que<br />
era Don Francisco de Quevedo. Pero yo, en aquel entonces, sólo era capaz de advertir la<br />
osadía de sus palabras; y echaba ojeadas inquietas a la Calle, esperando ver aparecer de<br />
un momento a otro a los corchetes del corregidor con una nueva orden de prisión para<br />
castigar su orgullosa imprudencia.<br />
Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte negar que esperaba su<br />
paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos a la misma hora dos o tres<br />
veces por semana. Era negra, forrada con cuero y terciopelo rojo, y el cochero no iba en<br />
el pescante arreando el tiro de dos mulas, sino que cabalgaba una de ellas, como era<br />
habitual en ese tipo de carruajes. <strong>El</strong> coche tenía un aspecto sólido pero discreto, habitual<br />
en propietarios que gozaban de buena posición pero no tenían derecho, o deseos, de
mostrarse en exceso. Algo propio de comerciantes ricos, o de altos funcionarios que sin<br />
pertenecer a la nobleza desempeñaban puestos poderosos en la Corte.<br />
A mí, sin embargo, no me importaba el continente, sino el contenido. Aquella mano<br />
todavía infantil, blanca como papel de seda, que asomaba discretamente apoyada en el<br />
marco de la ventanilla. Aquel reflejo dorado de cabello largo y rubio peinado en<br />
tirabuzones. Y los ojos. A pesar del tiempo transcurrido desde que los vi por primera<br />
vez, y de las muchas aventuras y sinsabores que aquellos iris azules iban a introducir en<br />
mi vida durante los años siguientes, todavía hoy sigo siendo incapaz de expresar por<br />
escrito el efecto de esa mirada luminosa y purísima, tan engañosamente limpia, de un<br />
color idéntico a los cielos de Madrid que, más tarde, supo pintar como nadie el pintor<br />
favorito del Rey nuestro señor, Don Diego Velázquez.<br />
Por esa época, Angélica de Alquézar debía de tener once o doce años, y ya era un<br />
prometedor anuncio de la espléndida belleza en que se convertiría más tarde, y de la que<br />
dio buena cuenta el propio Velázquez en el cuadro famoso para el que ella posaría<br />
tiempo después, hacia 1635. Pero más de una década antes, en aquellas mañanas de<br />
marzo que precedieron a la aventura de los ingleses, yo ignoraba la identidad de la<br />
jovencita, casi niña, que cada dos o tres días recorría en carroza la calle de Toledo, en<br />
dirección a la Plaza Mayor y el Palacio Real, donde –supe más tarde– asistía a la reina y<br />
las princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis de<br />
Alquézar, a la sazón uno de los más influyentes secretarios del Rey. Para mí, la<br />
jovencita rubia de la carroza era sólo una visión celestial, maravillosa, tan lejos de mi<br />
pobre condición mortal como podían estarlo el sol o la más bella estrella de esa esquina<br />
de la calle de Toledo, donde las ruedas del carruaje y las patas de las mulas salpicaban<br />
de barro, altaneras, a quienes se cruzaban en su camino.<br />
Aquella mañana algo alteró la rutina. En vez de pasar como siempre ante la taberna para<br />
seguir calle arriba, permitiéndome la acostumbrada y fugaz visión de su rubia pasajera,<br />
el carruaje se detuvo antes de llegar a mi altura, a una veintena de pasos de la taberna<br />
del Turco. Un trozo de duela se había adherido con el lodo a una de las ruedas, girando<br />
con ella hasta bloquear el eje; y el cochero no tuvo más remedio que detener las mulas y<br />
echar pie a tierra, o al barro para ser exactos, a fin de eliminar el obstáculo. Ocurrió que<br />
un grupo de mozalbetes habituales de la calle se acercó a hacer burla del cochero, y éste,<br />
malhumorado, echó mano al látigo para ahuyentarlos. Nunca lo hiciera. Los pilluelos de<br />
Madrid, en aquella época, eran zumbones y reñidores como moscas borriqueras –que a<br />
ser en Madrid nacido supiera reñir mejor, decía una vieja jácara–, y además no todos los<br />
días se brindaba como diversión una carroza para ejercitar la puntería. Así que, armados<br />
con pellas de barro, empezaron a hacer gala de un tino en el manejo de sus proyectiles<br />
que ya hubieran querido para sí los más hábiles arcabuceros de nuestros tercios.<br />
Me levanté, alarmado. La suerte del cochero me importaba un bledo, pero aquel carruaje<br />
transportaba algo que, a tales alturas de mi joven vida, era la más preciosa carga que<br />
podía imaginar. Además, yo era hijo de Lope Balboa, muerto gloriosamente en las<br />
guerras del Rey nuestro señor. Así que no tenía elección. Resuelto a batirme en el acto<br />
por quien, aún desde lejos y con el máximo respeto, consideraba mi dama, cerré contra<br />
los pequeños malandrines, y en dos puñadas y cuatro puntapiés disolví la fuerza<br />
enemiga, que se esfumó en rápida retirada dejándome dueño del campo. <strong>El</strong> impulso de<br />
la carga –con mi secreto anhelo, todo hay que decirlo–, me había llevado junto al<br />
carruaje. <strong>El</strong> cochero no era hombre agradecido; así que tras mirarme con hosquedad,<br />
reanudó su trabajo. Estaba a punto de retirarme cuando los ojos azules aparecieron en la<br />
ventanilla. La visión me clavó en el suelo, y sentí que el rubor subía a mi cara con la<br />
fuerza de un pistoletazo. La niña, la jovencita, me miraba con una fijeza que habría<br />
hecho dejar de correr el agua en el caño de la fuente cercana. Rubia. Pálida. Bellísima.
Para qué les voy a contar. Ni siquiera sonreía, limitándose a mirarme con curiosidad.<br />
Era evidente que mi gesto no había pasado inadvertido. En cuanto a mí, aquella mirada,<br />
aquella aparición, compensaba con creces todo el episodio. Hice un gesto con la mano,<br />
dirigiéndolo a un sombrero imaginario, y me incliné.<br />
–Íñigo Balboa, a vuestro servicio –balbucí, aunque logrando dar a mis palabras cierta<br />
firmeza que juzgué galante–. Paje en casa del capitán Don Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />
Impasible, la jovencita sostuvo mi mirada. <strong>El</strong> cochero había montado y arreaba el tiro,<br />
de modo que el carruaje volvió a ponerse en marcha. Di un paso atrás para esquivar las<br />
salpicaduras de las ruedas, y en ese momento ella apoyó una mano diminuta, perfecta,<br />
blanca de nácar, en el marco de la ventanilla, y yo me sentí como si acabara de darme a<br />
besar esa mano. Entonces su boca, perfectamente dibujada en suaves labios pálidos, se<br />
curvó un poco, ligeramente; apenas un mínimo gesto que podía interpretarse como una<br />
sonrisa distante, muy enigmática y misteriosa. Oí restallar el látigo del cochero, y el<br />
carruaje arrancó para llevarse con él esa sonrisa que todavía hoy ignoro si fue real o<br />
imaginada. Y yo me quedé en mitad de la calle, enamorado hasta el último rincón de mi<br />
corazón, viendo alejarse a aquella niña semejante aun ángel rubio e ignorando, pobre de<br />
mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga.
IV. LA EMBOSCADA<br />
En marzo anochecía pronto. Aún quedaba un rastro de claridad en el cielo; pero las<br />
calles estrechas, bajo los aleros sombríos de los tejados, estaban negras como boca de<br />
lobo. <strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong> y su compañero habían elegido una travesía angosta, oscura y<br />
solitaria, por la que los dos ingleses iban a pasar forzosamente cuando se encaminaran a<br />
la casa de las Siete Chimeneas. Un mensajero había avisado de la hora y el itinerario.<br />
También había aportado la más reciente descripción, para evitar errores: micer Thomas<br />
Smith, el joven más rubio y de más edad, montaba un caballo tordo y vestía un traje de<br />
viaje gris con adornos discretos de plata, botas altas de piel también teñida de gris, y un<br />
sombrero con cinta del mismo color. En cuanto a micer John Smith, el más joven,<br />
montaba un bayo. Su traje era de color castaño, con botas de cuero y sombrero con tres<br />
pequeñas plumas blancas. Ambos tenían aspecto polvoriento y fatigado, de llevar varios<br />
días cabalgando. Su equipaje era escaso, contenido en dos portamanteos sujetos con<br />
correas a la grupa de sus cabalgaduras.<br />
Oculto en la sombra de un portal, Diego <strong>Alatriste</strong> miró hacia el farol que él y su<br />
compañero habían colocado en un recodo de la calle, a fin de que iluminase a los<br />
viajeros antes de que éstos alcanzasen a verlos a ellos. La calle, que torcía en ángulo<br />
recto, arrancaba de la del Barquillo, junto al palacio del conde de Guadalmedina, y tras<br />
discurrir junto a la tapia del huerto del convento de los Carmelitas Descalzos iba a morir<br />
ante la casa de las Siete Chimeneas, en el cruce de la calle de Torres con la de las<br />
Infantas. <strong>El</strong> lugar elegido para la encerrona era el primer tramo con su ángulo más<br />
oscuro, estrecho y solitario, donde dos jinetes atacados por sorpresa podían ser<br />
desmontados con facilidad.<br />
Refrescaba un poco, y el capitán se embozó mejor en su capa nueva, comprada con el<br />
adelanto en oro de los enmascarados. Al hacerlo tintineó el hierro que llevaba oculto<br />
debajo: roce de la daga vizcaína con la empuñadura de la espada, y con la culata de la<br />
pistola cargada y bien cebada que guardaba en la parte posterior del cinto, por si era<br />
necesario recurrir, en última instancia, a ese expediente ruidoso y definitivo, prohibido<br />
expresamente por pragmáticas reales, pero que en lances difíciles era oportuno llevar<br />
encima, por si un aquel. Esa noche, <strong>Alatriste</strong> completaba su equipo con el coleto de<br />
cuero de búfalo que le protegía el torso de eventuales cuchilladas, y con la puntilla de<br />
matarife oculta en la caña de una de sus botas viejas, de suelas cómodas y gastadas que<br />
le permitirían afirmar bien los pies en tierra cuando empezara el baile.<br />
Oh, malhaya el hombre loco<br />
que se desciñe la espada...<br />
Empezó a recitar entre dientes, para distraer la espera. Aún murmuró algunos<br />
fragmentos más del Fuenteovejuna de Lope, que era uno de sus dramas favoritos, antes<br />
de quedar de nuevo en silencio, oculto el rostro bajo el ala ancha del chapeo calado<br />
hasta las cejas. Otra sombra se movió ligeramente a unos pasos de su apostadero, bajo el<br />
arco de un portillo que daba a la huerta de los padres carmelitas. <strong>El</strong> italiano debía de<br />
estar tan entumecido como él, tras casi media hora larga de inmovilidad. Extraño
personaje. Había acudido a la cita vestido de negro, envuelto en su capa negra y con<br />
sombrero negro, y su rostro cubierto de marcas de viruela sólo se había animado con<br />
una sonrisa cuando <strong>Alatriste</strong> propuso colocar el farol para iluminar el ángulo de la calle<br />
elegido para la emboscada.<br />
–Que me place –se había limitado a decir con su voz ahogada, áspera–. <strong>El</strong>los en luz y<br />
nosotros en sombra. Visto y no visto.<br />
Después se había puesto a silbar aquella musiquilla a la que parecía aficionado, tiruri-tata,<br />
mientras en tono quedo, presto y profesional, se repartían los adversarios. <strong>Alatriste</strong> se<br />
ocuparía del mayor de los dos jóvenes, el inglés de traje gris y caballo tordo, mientras<br />
que el italiano despacharía al joven del traje marrón que montaba el bayo. Nada de<br />
pistoletazos, pues todo debía transcurrir con la discreción suficiente para, zanjada la<br />
cuestión, registrar los equipajes, encontrar los documentos y, por supuesto, aligerar a los<br />
fiambres del dinero que llevaran encima. Si levantaban mucho ruido y acudía gente,<br />
todo iba a irse al diablo. Además, la casa de las Siete Chimeneas no estaba lejos, y la<br />
servidumbre del embajador inglés podía venir en auxilio de sus compatriotas. Se trataba<br />
por tanto de un lance rápido y mortal: cling, clang, hola y adiós. Y todos al infierno, o a<br />
donde diablos fuesen los anglicanos herejes. Al menos esos dos no iban a pedir a gritos<br />
confesión como hacían los buenos católicos, despertando a medio Madrid.<br />
<strong>El</strong> capitán se acomodó mejor la capa sobre los hombros y miró hacia el ángulo de la<br />
calle iluminado por la macilenta luz del farol. Bajo el paño cálido, su mano izquierda<br />
descansaba en el pomo de la espada. Por un instante se entretuvo intentando recordar el<br />
número de hombres que había matado: no en la guerra, donde a menudo resulta<br />
imposible conocer el efecto de una estocada o un arcabuzazo en mitad de la refriega,<br />
sino de cerca. Cara a cara. Eso del cara a cara era importante, o al menos lo era para él;<br />
pues Diego <strong>Alatriste</strong>, a diferencia de otros bravos a sueldo, jamás acuchillaba a un<br />
hombre por la espalda. Verdad es que no siempre ofrecía ocasión de ponerse en guardia<br />
de modo adecuado; pero también es cierto que nunca asestó una estocada a nadie que no<br />
estuviese vuelto hacia él y con la herreruza fuera de la vaina, salvo algún centinela<br />
holandés degollado de noche. Pero ése era azar propio de la guerra, como lo fueron<br />
ciertos tudescos amotinados en Maastricht o el resto de los enemigos despachados en<br />
campaña. Tampoco aquello, en los tiempos que corrían, significaba gran cosa; pero el<br />
capitán era uno de esos hombres que necesitan coartadas que mantengan intacto, al<br />
menos, un ápice de propia estimación. En el tablero de la vida cada cual escaquea como<br />
puede; y por endeble que parezca, eso suponía su justificación, o su descargo. Y si no<br />
resultaba suficiente, como era obvio en sus ojos cuando el aguardiente asomaba a ellos<br />
todos los diablos que le retorcían el alma, sí le daba, al menos, algo a lo que agarrarse<br />
cuando la náusea era tan intensa que se sorprendía a sí mismo mirando con excesivo<br />
interés el agujero negro de sus pistolas.<br />
Once hombres, sumó por fin. Sin contar la guerra, cuatro en duelos soldadescos de<br />
Flandes e Italia, uno en Madrid y otro en Sevilla. Todos por asuntos de juego, palabras<br />
inconvenientes o mujeres. <strong>El</strong> resto habían sido lances pagados: cinco vidas a tanto la<br />
estocada. Todos hombres hechos y derechos, capaces de defenderse y, algunos, rufianes<br />
de mala calaña. Nada de remordimientos, excepto en dos casos: uno, galán de cierta<br />
dama cuyo marido no contaba con agallas para afeitarse los cuernos él mismo, había<br />
bebido demasiado la noche que Diego <strong>Alatriste</strong> le salió al encuentro en una calle mal<br />
iluminada; y el capitán no olvidó nunca su mirada turbia, falta de comprensión ante lo<br />
que estaba ocurriendo, cuando apenas sacada la titubeante espada de la vaina el<br />
desgraciado se vio con un palmo de acero dentro del pecho. <strong>El</strong> otro había sido un lindo<br />
de la Corte, un mocito boquirrubio lleno de lazos y cintas cuya existencia molestaba al<br />
conde de Guadalmedina por cuestiones de pleitos, y de testamentos, y de herencias. Así
que el de Guadalmedina le había encargado a Diego <strong>Alatriste</strong> simplificar los trámites<br />
legales. Todo se resolvió durante una excursión del joven, un tal marquesito Álvaro de<br />
Soto, a la fuente del Acero con unos amigos, para requebrar a las damas que acudían a<br />
tomar las aguas al otro lado de la puente segoviana. Un pretexto cualquiera, un<br />
empujón, un par de insultos que se cruzan, y el joven –apenas contaba veinte años–<br />
entró ciegamente a por uvas, echando mano fatal a la espada. Todo había ocurrido muy<br />
rápido; y antes de que nadie pudiera reaccionar, el capitán <strong>Alatriste</strong> y los dos secuaces<br />
que le cubrían la espalda se esfumaron, dejando al marquesito boca arriba y bien<br />
sangrado ante la mirada horrorizada de las damas y sus acompañantes. <strong>El</strong> asunto hizo<br />
algún ruido; pero las influencias de Guadalmedina procuraron resguardo al matador. Sin<br />
embargo, incómodo, <strong>Alatriste</strong> tuvo tiempo de llevarse consigo el recuerdo de la angustia<br />
en el pálido rostro del joven, que no deseaba batirse en absoluto con aquel desconocido<br />
de mostacho fiero, ojos claros y fríos y aspecto amenazador; pero que se vio forzado a<br />
meter mano al acero porque sus amigos y las damas lo estaban mirando. Sin<br />
preámbulos, el capitán le había atravesado el cuello con una estocada sencilla de círculo<br />
entero cuando el jovenzuelo aún intentaba acomodarse de modo airoso en guardia, recto<br />
el compás y ademán compuesto, intentando desesperadamente recordar las enseñanzas<br />
elegantes de su maestro de esgrima.<br />
Once hombres, rememoró <strong>Alatriste</strong>. Y salvo el joven marqués y uno de los duelos<br />
flamencos, un tal soldado Carmelo Tejada, no era capaz de recordar el nombre de<br />
ninguno de los otros nueve. O tal vez no los había sabido nunca. De cualquier modo,<br />
allí, oculto en las sombras del portal, esperando a las victimas de la emboscada, con el<br />
malestar de aquella herida aún reciente que lo mantenía anclado en la Corte, Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> añoró una vez más los campos de Flandes, el crepitar de los arcabuces y el<br />
relinchar de los caballos, el sudor del combate junto a los camaradas, el batir de<br />
tambores y el paso tranquilo de los tercios entrando en liza bajo las viejas banderas.<br />
Comparada con Madrid, con aquella calle donde se disponía a matar a dos hombres a<br />
quienes no había visto en su vida, comparada con su propia memoria, la guerra, el<br />
campo de batalla, se le antojaban esa noche algo limpio y lejano, donde el enemigo era<br />
quien se hallaba enfrente y Dios –decían– siempre estaba de tu parte.<br />
Dieron las ocho en la torre del Carmen Descalzo. Y sólo un poco más tarde, como si las<br />
campanadas de la iglesia hubieran sido una señal, un ruido de cascos de caballos se dejó<br />
oír al extremo de la calle, tras la esquina formada por la tapia del convento. Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> miró hacia la otra sombra emboscada en el portillo, y el silbido de la<br />
musiquilla de su compañero le indicó que también estaba alerta. Soltó el fiador de la<br />
capa, despojándose de ella para que no le embarazase los movimientos, y la dejó<br />
doblada en el portal. Estuvo observando el ángulo de la calle alumbrado por el farol<br />
mientras el ruido de dos caballos herrados se acercaba despacio. La luz amarillenta<br />
iluminó un reflejo de acero desnudo en el escondrijo del italiano.<br />
<strong>El</strong> capitán se ajustó el coleto de cuero y sacó la espada de la vaina. <strong>El</strong> ruido de<br />
herraduras sonaba en el mismo ángulo de la calle, y una primera sombra enorme,<br />
desproporcionada, empezó a proyectarse moviéndose a lo largo de la pared. <strong>Alatriste</strong><br />
respiró hondo cinco o seis veces, para vaciar del pecho los malos humores; y<br />
sintiéndose lúcido y en buena forma salió del resguardo del portal, la espada en la<br />
diestra, mientras desenvainaba con la siniestra la daga vizcaína. A medio camino, de la<br />
tiniebla del portillo emergió otra sombra con un destello metálico en cada mano; y<br />
aquélla, junto a la del capitán, se movió por la calle al encuentro de las otras dos formas<br />
humanas que el farol ya proyectaba en la pared. Un paso, dos, un paso más. Todo estaba<br />
endiabladamente cerca en la estrecha calleja, y al doblar la esquina las sombras se<br />
encontraron en confuso desconcierto, reluciente acero y ojos espantados por la sorpresa,
usca respiración del italiano cuando eligió a su víctima y se tiró a fondo. Los dos<br />
viajeros venían desmontados, a pie, llevando de las riendas a los caballos, y todo fue<br />
muy fácil al principio, salvo el instante en que los ojos de <strong>Alatriste</strong> fueron del uno al<br />
otro, intentando reconocer al suyo. Su compañero italiano fue más rápido, o<br />
improvisador, pues lo sintió moverse como una exhalación contra el más próximo de los<br />
contrincantes, bien porque había reconocido a su presa o bien porque, indiferente al<br />
acuerdo que asignaba uno a cada cual, se lanzaba sobre el que iba en cabeza y tenía<br />
menos tiempo para mostrarse prevenido. De un modo u otro acertó, pues <strong>Alatriste</strong> pudo<br />
ver a un joven rubio, vestido con traje castaño, la mano en las riendas de un caballo<br />
bayo, lanzar una exclamación de alarma mientras saltaba hacia un lado para esquivar,<br />
milagrosamente, la cuchillada que el italiano acababa de largar sin darle tiempo a echar<br />
mano a la espada.<br />
–¡Steenie!... ¡Steenie!<br />
Parecía más una llamada para alertar al acompañante que un reclamo de auxilio.<br />
<strong>Alatriste</strong> oyó al joven gritar eso dos veces mientras pasaba a su lado, y esquivando la<br />
grupa del caballo, que al sentir libre la rienda empezó a caracolear, alzó la espada hacia<br />
el otro inglés, el vestido de gris, que a la luz del farol se reveló extraordinariamente bien<br />
parecido, de cabello muy rubio y fino bigote. Este segundo joven acababa de soltar la<br />
rienda de su montura, y tras retroceder unos pasos sacaba el acero de la vaina con la<br />
celeridad de un rayo. Hereje o buen cristiano, eso situaba las cosas en sus correctos<br />
términos; así que el capitán se fue a él por derecho, y en cuanto el inglés tendió la<br />
espada para defenderse a distancia, afirmó un pie, avanzó el otro, dio un rápido toque de<br />
su acero contra el enemigo, y apenas apartó aquél la espada, <strong>Alatriste</strong> lanzó un golpe<br />
lateral con la vizcaína para desviar y confundir el arma del contrario. Un instante<br />
después éste había retrocedido otros cuatro pasos y se batía a la desesperada, la espalda<br />
contra el muro y sin espacio para obrar, mientras el capitán se disponía, metódico y<br />
seguro, a meterle tres cuartas de acero por el primer hueco y zanjar la cuestión. Lo que<br />
era cosa hecha, pues aunque el mozo reñía con valor y buen puño, era demasiado fogoso<br />
y estaba ahogándose en su propio esfuerzo. En ésas, <strong>Alatriste</strong> oía a su espalda el tintineo<br />
de las espadas del italiano y el otro inglés, su resuello y sus imprecaciones. Por el<br />
rabillo del ojo alcanzaba a ver el movimiento de las sombras en la pared.<br />
De pronto, en el entrechocar de espadas sonó un gemido, y el capitán percibió la sombra<br />
del inglés más joven cayendo de rodillas. Parecía herido, cubriéndose desde abajo cada<br />
vez con mayor dificultad ante las acometidas del italiano. Aquello pareció sacar de sí al<br />
adversario de <strong>Alatriste</strong>: de golpe lo abandonaron su instinto de supervivencia y la<br />
destreza con que, hasta ese momento, había intentado, mal que bien, tenerlo a raya.<br />
–¡Cuartel para mi compañero! –gritó mientras paraba una estocada, en un español<br />
elemental cargado de fuerte acento–... ¡Cuartel para mi compañero!<br />
Aquello, la distracción y sus gritos, le hicieron ceder un poco la guardia; y al primer<br />
descuido, tras una finta con la daga, el capitán lo desarmó sin esfuerzo. Pardiez con el<br />
hereje de los cojones, pensaba. Qué diablos era aquello de pedir cuartel para el otro,<br />
cuando él mismo estaba a punto de criar malvas. Aún volaba por el aire la espada del<br />
extranjero cuando <strong>Alatriste</strong> dirigió la punta de la suya a la garganta de éste y retrocedió<br />
el codo una cuarta, lo necesario para atravesársela sin problemas y resolver el asunto.<br />
Cuartel para mi compañero. Se necesitaba ser menguado, o inglés, para gritar aquello en<br />
una calle oscura de Madrid, lloviendo estocadas.<br />
Entonces, de nuevo, el inglés hizo algo extraño. En lugar de pedir clemencia para sí, o –<br />
estaba claro que era un mozo valeroso– echar mano al inútil puñalito que aún<br />
conservaba al cinto, dirigió un desesperado vistazo al otro joven, que se defendía<br />
débilmente en el suelo, y señalándoselo a Diego <strong>Alatriste</strong> volvió a gritar:
–¡Cuartel para mi compañero!<br />
<strong>El</strong> capitán detuvo el brazo un instante, desconcertado. Aquel joven rubio de cuidado<br />
bigote, largos cabellos en desorden por el viaje y elegante traje gris cubierto de polvo,<br />
únicamente temía por su amigo, que estaba a punto de ser atravesado por el italiano.<br />
Sólo en ese momento, a la luz del farol que seguía iluminando el escenario de la<br />
refriega, <strong>Alatriste</strong> se permitió considerar los ojos azules del inglés, el rostro fino, pálido,<br />
crispado por una angustia que, saltaba a la vista, no era miedo a perder la propia vida.<br />
Manos blancas, suaves. Rasgos de aristócrata. Todo olía a gente de calidad. Y aquello –<br />
se dijo mientras recordaba rápidamente la conversación con los enmascarados, el deseo<br />
de uno de no hacer mucha sangre y la insistencia del otro, respaldado por el inquisidor<br />
Bocanegra, en asesinar a los viajeros– empezaba a mostrar demasiados ángulos oscuros<br />
como para despacharlo en dos estocadas y quedarse tranquilo.<br />
Así que mierda. Mierda y más mierda. Voto a Dios y al Chápiro Verde y a todos los<br />
diablos del infierno. Aún con la espada a una cuarta del inglés, Diego <strong>Alatriste</strong> dudó, y<br />
el otro se dio cuenta de que dudaba. Entonces, con gesto de extrema nobleza, algo<br />
increíble habida cuenta de la situación en que se veía, lo miró a los ojos y llevó la mano<br />
derecha despacio hasta el pecho, sobre su corazón, como si estuviese formulando un<br />
juramento solemne, y no una súplica.<br />
–¡Cuartel!<br />
Pidió por última vez, ahora casi confidencial, en voz baja. Y Diego <strong>Alatriste</strong>, que seguía<br />
dándose a todos los demonios, supo que ya no podía matar a sangre fría al maldito<br />
inglés, por lo menos aquella noche y en aquel sitio. Y supo también, mientras bajaba el<br />
acero y se volvía hacia el italiano y el otro joven, que estaba a punto de meterse, como<br />
el completo imbécil que era, en una trampa más de su azarosa vida.<br />
Saltaba a la vista que el italiano disfrutaba de lo lindo. Podía haber rematado varias<br />
veces al herido, pero se complacía en asediarlo con falsas estocadas y fintas, cual si<br />
encontrase placer en demorar el golpe definitivo y mortal. Parecía un gato negro y flaco<br />
jugando con el ratón antes de zampárselo. A sus pies, rodilla en tierra y hombro contra<br />
la pared, una mano taponándose la cuchillada que sangraba a través de la ropilla, el<br />
inglés más joven se batía con desmayo, parando a duras penas los ataques del<br />
adversario. No pedía clemencia, sino que su rostro, mortalmente pálido, mostraba una<br />
digna decisión, apretadas las mandíbulas, resuelto –a morir sin proferir una<br />
exclamación, o una queja.<br />
–¡Dejadlo! –le gritó <strong>Alatriste</strong> al italiano. Entre dos estocadas al inglés, éste miró al<br />
capitán, sorprendido de ver junto a él al otro inglés, desarmado y todavía en pie. Dudó<br />
un instante, volvió a mirar a su adversario, le lanzó una nueva estocada sin excesiva<br />
convicción y miró de nuevo al capitán.<br />
–¿Bromeáis? –dijo, dando un paso atrás para tomar aliento, mientras hacía zumbar la<br />
espada con dos tajos en el aire, a diestra y siniestra.<br />
–Dejadlo –insistió <strong>Alatriste</strong>.<br />
<strong>El</strong> italiano se lo quedó mirando de hito en hito, sin dar crédito a lo que acababa de oír. A<br />
la luz macilenta del farol, su rostro devastado por la viruela parecía una superficie lunar.<br />
<strong>El</strong> bigote negro se torció en siniestra sonrisa sobre los dientes blanquísimos.<br />
–No jodáis –dijo al fin.<br />
<strong>Alatriste</strong> dio un paso hacia él, y el italiano miró la espada que tenía en la mano. Desde el<br />
suelo, incapaces de comprender lo que ocurría, los ojos del joven herido iban de uno al<br />
otro, aturdidos.<br />
–Esto no está claro –apuntó el capitán–. Nada claro. Así que ya los mataremos otro día.<br />
<strong>El</strong> otro seguía mirándolo fijamente. La sonrisa se hizo más intensa e incrédula y de<br />
pronto cesó de golpe. Movía la cabeza.
–Estáis loco –dijo–. Esto puede costarnos el cuello.<br />
–Asumo la responsabilidad.<br />
–Ya.<br />
Parecía reflexionar el italiano. De pronto, con la rapidez de un relámpago, le largó al<br />
inglés que estaba en el suelo una estocada tan fulminante que, de no haber interpuesto<br />
<strong>Alatriste</strong> su acero, habría clavado al joven contra la pared. Se revolvió el adversario con<br />
un juramento, y esta vez fue el propio <strong>Alatriste</strong> quien hubo de recurrir a su instinto de<br />
esgrimidor y a toda su destreza para esquivar la segunda estocada, distante sólo dos<br />
pulgadas de alcanzarlo en el corazón, que el italiano le dirigió con las más aviesas<br />
intenciones del mundo.<br />
–¡Ya nos veremos! –gritó el espadachín–. ¡Por ahí!<br />
Y apagando el farol de una patada echó a correr, desapareciendo en la oscuridad de la<br />
calle, de nuevo sombra entre las sombras. Y su risa sonó al cabo de un instante, lejana,<br />
como el peor de los augurios.
V. LOS DOS INGLESES<br />
<strong>El</strong> más joven no estaba herido de gravedad. Lo habían llevado entre su acompañante y<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> más cerca del farol, que encendieron de nuevo; y allí, recostado en la<br />
tapia del huerto de los carmelitas, le echaron un vistazo a la cuchillada que había<br />
recibido del italiano: uno de esos rasguños superficiales, muy aparatosos de sangre pero<br />
sin consecuencia alguna, que luego permitían a los jóvenes pisaverdes pavonearse ante<br />
las damas con el brazo en cabestrillo y a muy poco coste. En aquel caso, ni siquiera el<br />
cabestrillo iba a ser preciso. Su compañero del traje gris le puso un pañuelo limpio<br />
sobre la herida que tenía bajo la axila izquierda, y luego volvió a cerrarle la camisa, el<br />
jubón y la ropilla mientras le hablaba en su lengua suavemente, en voz queda. Durante<br />
la operación, que el inglés realizó dándole la espalda al capitán <strong>Alatriste</strong> como si ya no<br />
temiera nada de él, éste tuvo oportunidad de considerar algunos detalles interesantes.<br />
Por ejemplo que, desmintiendo la aparente serenidad del joven vestido de gris, las<br />
manos le temblaban al principio, cuando abría la ropa de su compañero para comprobar<br />
la gravedad de la herida. También, pese a no saber de la parla inglesa otras palabras que<br />
las que solían cambiarse de barco a barco o de parapeto a parapeto en un campo de<br />
batalla –vocabulario que en el caso de un soldado veterano español se limitaba a fockyú<br />
(que os jodan), sons ofde gyitbich (hijos de la gran puta) y uergoi'n tucat yurbols (os<br />
vamos a cortar los huevos)–, el capitán pudo advertir que el inglés vestido de gris<br />
hablaba a su compañero con una especie de afectuoso respeto; y que mientras aquél lo<br />
llamaba Steenie, que sin duda era un nombre o un apelativo amistoso y familiar, éste<br />
utilizaba el formal término milord para dirigirse al herido. Allí había gato encerrado, y<br />
el gato no era precisamente callejero y sarnoso, sino de Angora.<br />
Tanto despertó aquello la curiosidad de <strong>Alatriste</strong> que, en vez de tomar las de Villadiego<br />
como pedía a gritos su sentido común, se quedó allí quieto, junto a los dos ingleses a<br />
quienes había estado a punto de enviar al otro barrio, mientras reflexionaba<br />
amargamente sobre un hecho cierto: de curiosos están los camposantos llenos. Pero no<br />
era menos cierto que a tales alturas, tras el incidente con el italiano, y con los dos<br />
fulanos de las caretas y fray Emilio Bocanegra esperando resultados, lo del camposanto<br />
era naipe fijo; así que irse, quedarse o bailar una chacona venía a dar lo mismo. Ocultar<br />
la cabeza como aquel raro pájaro que contaban del África, el avestruz, no solucionaría<br />
nada; y además no iba con el carácter de Diego <strong>Alatriste</strong>. Era consciente de que estorbar<br />
el acero del italiano había sido un paso irreparable, sin vuelta atrás; así que no quedaba<br />
más remedio que jugar la partida con las nuevas cartas que el burlón Destino acababa de<br />
ponerle en las manos, aunque éstas fueran pésimas. Miró a los dos jóvenes, que a esas<br />
horas y según lo acordado –llevaba en el bolsillo parte del oro percibido por ello– ya<br />
tenían que ser fiambres, y sintió gotas de sudor en el cuello de la camisa. Perra suerte la<br />
suya, maldijo en silencio. Bonito momento había elegido para jugar a hidalgos, y<br />
caballeros, y escrúpulos de conciencia en semejante callejón de aquel Madrid, con la<br />
que estaba cayendo. Y con la que iba a caer.<br />
<strong>El</strong> inglés vestido de gris se había incorporado y observaba al capitán. Pudo éste a su vez<br />
estudiarlo a la luz del farol: bigotillo rizado y rubio, aire elegante, cercos de fatiga bajo<br />
los ojos azules. Apenas treinta años y mucha calidad. Y como el otro, pálido como la
cera. La sangre aún no había vuelto a sus rostros desde que <strong>Alatriste</strong> y el italiano les<br />
cayeron encima.<br />
–Estamos en deuda con vuestra merced –dijo el de gris, y tras una breve pausa, añadió–<br />
A pesar de todo.<br />
Era el suyo un español lleno de imperfecciones, con fuerte acento de allá arriba, o sea,<br />
británico. Y su tono parecía sincero; resultaba evidente que él y su compañero habían<br />
visto de verdad la muerte cara a cara, sin paños calientes ni heroicos redobles, sino a<br />
oscuras y casi por la espalda, cual ratas en un callejón distante varias leguas de todo lo<br />
remotamente parecido a la gloria. Experiencia que de vez en cuando no está de más<br />
vivan algunos miembros de las clases altas, demasiado acostumbrados a cascarla de<br />
perfil entre pifanos y tambores. <strong>El</strong> caso es que de vez en cuando parpadeaba sin apartar<br />
los ojos del capitán, como sorprendido de seguir vivo. Y lo cierto es que ya podía<br />
estarlo, el hereje.<br />
–A pesar de todo –repitió.<br />
<strong>El</strong> capitán no supo qué decir. A fin de cuentas, pese al desenlace de la escaramuza, él y<br />
su compañero de fortuna habían intentado asesinar a aquellos jóvenes señores Smith, o<br />
quien infiernos fuesen. Para llenar la embarazosa pausa miró alrededor, y vio relucir en<br />
el suelo la espada del inglés. Así que fue a por ella y se la devolvió. <strong>El</strong> tal Steenie, o<br />
Thomas Smith, o como diantre se llamara realmente, la sopesó pensativo antes de<br />
meterla en la vaina. Seguía mirando a <strong>Alatriste</strong> con aquellos ojos azules y francos que<br />
tan incómodo hacían sentirse al capitán.<br />
–En el primer momento os creímos... –dijo, y aguardó como si esperase que <strong>Alatriste</strong><br />
completara sus palabras. Pero éste se limitó a encoger los hombros. En ese momento el<br />
herido hizo gesto de incorporarse, y el llamado Steenie se volvió hacia él para ayudarlo.<br />
Ambos tenían ahora sus espadas en las vainas y, a la luz del farol que seguía ardiendo<br />
en el suelo, observaban al capitán con curiosidad.<br />
–No sois un vulgar salteador –concluyó por fin el tal Steenie, que iba recobrando poco a<br />
poco el color.<br />
<strong>Alatriste</strong> le echó un vistazo al más joven, a quien su compañero había llamado varias<br />
veces milord. Bigotito rubio, manos finas, apariencia aristocrática a pesar de la ropa de<br />
viaje, el polvo y la suciedad del camino. Si aquel individuo no era de muy buena<br />
familia, el capitán estaba dispuesto a profesar en la fe del turco. Por su vida que sí.<br />
–¿Vuestro nombre? –preguntó el del traje gris.<br />
Era extraño que siguieran vivos, porque aquellos herejes eran unos ingenuos. O quizá<br />
seguían vivos precisamente por eso. La cuestión es que <strong>Alatriste</strong> permaneció silencioso<br />
e impasible; no era hombre dado a confidencias, y menos ante dos fulanos a los que<br />
había estado a punto de despachar. Así que no podía imaginar en nombre de qué<br />
pensaba ese pisaverde que iba a abrirle su corazón por las buenas. De todos modos, a<br />
pesar del interés que sentía por averiguar qué carajo era todo aquello, el capitán empezó<br />
a pensar si no sería mejor poner tierra de por medio. Entrar en el terreno de las<br />
preguntas y las explicaciones no era algo que conviniera lo más mínimo. Además, podía<br />
aparecer alguien: la ronda de corchetes o algún inoportuno que complicase las cosas.<br />
Incluso, puestos en lo peor, al italiano podía ocurrírsele regresar silbando su tirurí–ta–ta<br />
y con refuerzos para rematar la faena. <strong>El</strong> pensamiento le hizo echar un vistazo a la calle<br />
oscura a su espalda, preocupado. Había que irse de allí, y rápido.<br />
–¿Quién os envía? –insistió el inglés.<br />
Sin contestar, <strong>Alatriste</strong> fue en busca de su capa y se la puso terciada sobre un hombro,<br />
dejando libre la mano de manejar la espada, por si acaso. Los caballos seguían cerca,<br />
arrastrando las riendas por el suelo.<br />
–Monten y váyanse –dijo por fin.
<strong>El</strong> llamado Steenie no se movió, limitándose a consultar con su compañero, que no<br />
había pronunciado una palabra en castellano y apenas parecía comprender el idioma. A<br />
veces cambiaban unas frases en su lengua, en voz baja, y el herido terminaba asintiendo<br />
con la cabeza. Por fin, el joven del traje gris se dirigió a <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Vuestra merced iba a matarme y no lo hizo –dijo–. También salvó la vida de mi<br />
amigo... ¿Por qué?<br />
–Los años. Me vuelven blando.<br />
Negó el inglés con la cabeza.<br />
–Ésto no es casual –miró a su compañero y luego al capitán, con renovada atención–.<br />
Alguien los envió contra nosotros, ¿verdad?<br />
<strong>El</strong> capitán empezaba a amostazarse con tanta pregunta, y más cuando vio que su<br />
interlocutor iniciaba un gesto hacia la bolsa que le pendía del cinto, dando a entender<br />
que cualquier palabra útil podía ser remunerada de modo conveniente. Entonces frunció<br />
el ceño, se retorció el bigote y apoyó la mano en el pomo de la espada.<br />
–Míreme bien la cara vuestra merced –dijo–... ¿Tengo aspecto de ir contándole mi vida<br />
a la gente?<br />
<strong>El</strong> inglés lo miró fijo, de hito en hito, y apartó despacio la mano de la bolsa.<br />
–No –concedió–. Realmente no lo tiene.<br />
<strong>Alatriste</strong> movió la cabeza, aprobador.<br />
–Celebro que se dé cuenta de eso. Ahora cojan sus caballos y lárguense. Mi compañero<br />
podría volver.<br />
–¿Y vos?<br />
–Yo soy cosa mía.<br />
Volvieron a cambiar unas palabras los ingleses. <strong>El</strong> del traje gris parecía reflexionar<br />
cruzados los brazos, apoyada la barbilla en los dedos pulgar e índice. Un gesto<br />
desusado, lleno de afectación, más propio de los palacios elegantes de Londres que de<br />
una calleja sombría del viejo Madrid, que en él, sin embargo, parecía habitual; como si<br />
estuviese acostumbrado a adoptar con frecuencia cuidadas poses ante la gente. Tan<br />
blanco y rubio tenía todo el aire de un lindo o un cortesano; pero lo cierto era que se<br />
había batido con destreza y valor, igual que su compañero. Cuyos modales, observó el<br />
capitán, estaban cortados por el mismo patrón. Un par de mozos de buena crianza,<br />
concluyó. Con mujeres, religión o política de por medio. Quizá las tres cosas a la vez.<br />
–Esto no debe saberse –dijo por fin el inglés; y Diego <strong>Alatriste</strong> se echó a reír quedo,<br />
entre dientes.<br />
–No soy el más interesado en que se sepa.<br />
Su interlocutor pareció sorprendido por aquella risa, o tal vez le costó comprender el<br />
sentido de las palabras; pero al cabo de un instante sonrió también. Una sonrisa leve,<br />
cortés. Un poco desdeñosa.<br />
–Hay muchas cosas en juego –apuntó.<br />
En eso <strong>Alatriste</strong> estaba por completo de acuerdo.<br />
–Mi cabeza –murmuró–. Por ejemplo.<br />
Si el inglés había captado la ironía, no pareció prestarle atención. De nuevo<br />
reflexionaba.<br />
–Mi amigo necesita descansar un poco. Y el hombre que lo hirió puede estar<br />
aguardándonos más adelante... –de nuevo dedicó un momento a estudiar a quien tenía<br />
ante si, intentando calibrar cuánto de conspiración y cuánto de sinceridad había en su<br />
actitud. Al cabo encogió los hombros, dando a entender que ni él ni su compañero<br />
disponían de muchas opciones para elegir–... ¿ Conoce vuestra merced nuestro destino<br />
final?<br />
<strong>Alatriste</strong> sostuvo impávido su mirada.
–Puede ser.<br />
¿Conoce la casa de las Siete Chimeneas?<br />
–Quizás.<br />
–¿Nos guiaría hasta allí?<br />
–No.<br />
–¿Iría a llevar un mensaje nuestro?<br />
–Ni lo soñéis.<br />
Aquel fulano debía de haberlo tomado por imbécil. Era justo lo que faltaba: ir a meterse<br />
en la boca del lobo, poniendo sobre aviso al embajador inglés y a sus criados. La<br />
curiosidad mató al gato, se dijo mientras echaba un vistazo inquieto alrededor. Se<br />
repitió que ya iba siendo ocasión de cuidar el pellejo que, sin duda, más de uno estaría<br />
dispuesto a agujerearle a aquellas horas. Era tiempo de ocuparse de sí mismo; de modo<br />
que hizo ademán de terminar la conversación. Pero el inglés aún lo retuvo un instante.<br />
–¿Conoce vuestra merced algún lugar cercano donde podamos encontrar ayuda?... ¿O<br />
descansar un poco?<br />
Iba a negar Diego <strong>Alatriste</strong> por última vez, antes de desaparecer entre las sombras,<br />
cuando una idea cruzó su pensamiento con el fulgor de un relámpago. Él mismo no<br />
tenía donde guarecerse, pues el italiano y más gente provista por los enmascarados y el<br />
padre Bocanegra podía ir a buscarlo a su casa de la calle del Arcabuz, donde a esas<br />
horas yo dormía como un bendito. Pero a mí nadie iba a hacerme daño; y a él, sin<br />
embargo, le rebanarían el gaznate antes de que tuviera tiempo de echar mano a la<br />
blanca. Había una oportunidad de conseguir resguardo aquella noche y ayuda para lo<br />
que estuviera por venir; y al mismo, tiempo socorrer a los ingleses, averiguando más<br />
sobre ellos y sobre quienes con tanto afán procuraban su despacho para el otro mundo.<br />
Esa carta en la manga, de la que Diego <strong>Alatriste</strong> procuraba no usar en exceso jamás, se<br />
llamaba Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Y su casa palacio estaba a cien<br />
pasos de allí.<br />
–Te has metido en un buen lío.<br />
Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, era<br />
apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el<br />
juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja. Por la época de la aventura<br />
de los dos ingleses debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, y se hallaba en la<br />
flor de la vida. Hijo del viejo conde de Guadalmedina –Don Fernando Gonzaga de la<br />
Marca, héroe de las campañas de Flandes en tiempos del gran Felipe II y de su sucesor<br />
Felipe III–, Álvaro de la Marca había heredado de su progenitor una grandeza de<br />
España, y podía estar cubierto en presencia del joven monarca, el Cuarto Felipe, que le<br />
dispensaba su amistad; y a quien, se decía, acompañaba en nocturnos lances amorosos<br />
con actrices y damas de baja estofa, a las que uno y otro eran aficionados. Soltero,<br />
mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había<br />
comprado al Rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del<br />
anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por<br />
asunto de faldas, o de celos. En aquella España corrupta donde todo estaba en venta,<br />
desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los<br />
beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la<br />
Corte; una influencia que además se veía prestigiada por un breve pero brillante<br />
historial militar de juventud, desde que con veintipocos años había formado parte del<br />
estado mayor del duque de Osuna, peleando contra los venecianos y contra el turco a<br />
bordo de las galeras españolas de Nápoles. De aquellos tiempos, precisamente, databa<br />
su conocimiento de Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Un lío endiablado –repitió Guadalmedina.
<strong>El</strong> capitán se encogió de hombros. Estaba destocado y sin capa, de pie en una pequeña<br />
salita decorada con tapices flamencos, y junto a él, sobre una mesa forrada de terciopelo<br />
verde, tenía un vaso de aguardiente que no había probado. Guadalmedina, vestido con<br />
exquisito batín de noche y zapatillas de raso, fruncido el ceño con preocupación, se<br />
paseaba de un lado a otro ante la chimenea encendida, reflexionando sobre lo que<br />
<strong>Alatriste</strong> acababa de contarle: la historia verdadera de lo ocurrido, paso a paso excepto<br />
un par de omisiones, desde el episodio de los enmascarados hasta el desenlace de la<br />
emboscada en el callejón. <strong>El</strong> conde era una de las pocas personas en que podía fiar a<br />
ciegas; y como había decidido mientras conducía hasta su casa a los dos ingleses,<br />
tampoco tenía mucho donde elegir.<br />
–¿Sabes a quiénes has intentado matar hoy?<br />
–No. No lo sé –<strong>Alatriste</strong> escogía con sumo cuidado sus palabras–. En principio, a un tal<br />
Thomas Smith y a su compañero. Al menos eso me dicen. O me dijeron.<br />
–¿Quién te lo dijo?<br />
–Es lo que quisiera saber yo.<br />
Álvaro de la Marca se había detenido ante él y lo miraba, entre admirado y reprobador.<br />
<strong>El</strong> capitán se limitó a mover la cabeza en un breve gesto afirmativo, y oyó al aristócrata<br />
murmurar «cielo santo» antes de recorrer de nuevo el cuarto arriba y abajo. En ese<br />
momento los ingleses estaban siendo atendidos en el mejor salón de la casa por los<br />
criados del conde, movilizados a toda prisa. Mientras <strong>Alatriste</strong> esperaba, había estado<br />
oyendo el trajín de puertas abriéndose y cerrándose, voces de criados en la puerta y<br />
relinchos en las caballerizas, desde las que llegaba, a través de las ventanas<br />
emplomadas, el resplandor de antorchas. La casa toda parecía en pie de guerra. <strong>El</strong><br />
mismo conde había escrito urgentes billetes desde su despacho antes de reunirse con<br />
<strong>Alatriste</strong>. A pesar de su sangre fría y su habitual buen humor, pocas veces el capitán lo<br />
había visto tan alterado.<br />
–Así que Thomas Smith –murmuró el conde.<br />
–Eso dijeron.<br />
–Thomas Smith tal cual, a secas.<br />
–Eso es.<br />
Guadalmedina se había detenido otra vez ante él.<br />
–Thomas Smith mis narices –remachó por fin, impaciente–. <strong>El</strong> del traje gris se llama<br />
Jorge Villiers. ¿Te suena?... –con gesto brusco cogió de la mesa el vaso que <strong>Alatriste</strong><br />
mantenía intacto y se lo bebió de un solo trago–. Más conocido en Europa por su título<br />
inglés: marqués de Buckingham.<br />
Otro hombre con menos temple que Diego <strong>Alatriste</strong> y Tenorio, antiguo soldado de los<br />
tercios de Flandes, habría buscado con urgencia una silla donde sentarse. O para ser más<br />
exactos, donde dejarse caer. Pero se mantuvo erguido, sosteniendo la mirada de<br />
Guadalmedina como si nada de aquello fuera con él. Sin embargo, mucho más tarde,<br />
ante una jarra de vino y conmigo como único testigo, el capitán reconocería que en<br />
aquel momento hubo de colgar los pulgares del cinto para evitar que las manos le<br />
temblaran. Y que la cabeza se puso a darle vueltas como si estuviese en el ingenio<br />
giratorio de una feria. <strong>El</strong> marqués de Buckingham, eso lo sabía cualquiera en España,<br />
era el joven favorito del Rey Jacobo I de Inglaterra: flor y nata de la nobleza inglesa,<br />
famoso caballero y elegante cortesano, adorado por las damas, llamado a muy altos<br />
destinos en el regimiento de los asuntos de Estado de Su Majestad británica. De hecho<br />
lo hicieron duque semanas más tarde, durante su estancia en Madrid.<br />
–Resumiendo –concluyó, ácido, Guadalmedina–. Que has estado a punto de despachar<br />
al valido del Rey de Inglaterra, que viaja de incógnito. Y en cuanto al otro...<br />
–¿John Smith?
Esta vez había una nota de resignado humor en el tono de Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />
Guadalmedina inició el gesto de llevarse las manos a la cabeza, y el capitán observó que<br />
la sola mención de micer John Smith, fuera quien fuese, hacía palidecer al aristócrata.<br />
Al cabo de un instante, Álvaro de la Marca se pasó la uña de un pulgar por la barbita<br />
que llevaba recortada en perilla y volvió a mirar al capitán de arriba abajo, admirado.<br />
–Eres increíble, <strong>Alatriste</strong> –dio dos pasos por el cuarto, se detuvo de nuevo y volvió a<br />
mirarlo del mismo modo–. Increíble.<br />
Hablar de amistad sería excesivo para definir la relación entre Guadalmedina y el<br />
antiguo soldado; pero sí podríamos hablar de mutua consideración, en los límites de<br />
cada cual. Álvaro de la Marca estimaba sinceramente al capitán; la historia arrancaba de<br />
cuando, en su juventud, Diego <strong>Alatriste</strong> había servido en Flandes destacándose bajo las<br />
banderas del viejo conde de Guadalmedina, que ya entonces tuvo oportunidad de<br />
mostrarle afición y aprecio. Más tarde, los azares de la guerra pusieron al joven conde<br />
cerca de <strong>Alatriste</strong>, en Nápoles, y se contaba que, aunque simple soldado, éste rindió al<br />
hijo de su antiguo general algunos servicios importantes cuando la desastrosa jornada de<br />
las Querquenes. Álvaro de la Marca no había olvidado aquello, y con el tiempo,<br />
heredada fortuna y títulos, trocadas las armas por la vida cortesana, no echó en vacío al<br />
capitán. De vez en cuando alquilaba sus servicios como espadachín para solventar<br />
asuntos de dinero, escoltarlo en aventuras galantes y peligrosas, o ajustar cuentas con<br />
maridos cornudos, rivales en amores y acreedores molestos, como en el caso del<br />
marquesito de Soto, a quien, recordemos, <strong>Alatriste</strong> había administrado en la fuente del<br />
Acero, por prescripción del propio Guadalmedina, una dosis letal de lo mismo. Pero<br />
lejos de abusar de aquella situación, cual sin duda habría hecho buena parte de los<br />
valentones licenciados que andaban por la Corte tras un beneficio o unos doblones,<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> mantenía las distancias, sin acudir al conde salvo en ocasiones como<br />
aquélla, de absoluta y desesperada necesidad. Algo que, por otra parte, nunca hubiera<br />
hecho de no tener por cierta la calidad de los hombres a quienes había atacado. Y la<br />
gravedad de cuanto estaba a punto de caerle encima.<br />
–¿Estás seguro de que no reconociste a ninguno de los enmascarados que te encargaron<br />
el negocio?<br />
–Ya lo he dicho a vuestra merced. Parecía gente de respeto, más no pude identificar a<br />
ninguno.<br />
Guadalmedina se acarició de nuevo la perilla.<br />
–¿Sólo estaban ellos dos contigo aquella noche?<br />
–<strong>El</strong>los dos, que yo recuerde.<br />
–Y uno dijo de no matarlos, y el otro que sí.<br />
–Más o menos.<br />
<strong>El</strong> conde miró detenidamente a <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Algo me ocultas, pardiez.<br />
<strong>El</strong> capitán volvió a encoger los hombros, sosteniendo la mirada de su protector.<br />
–Quizás –repuso con calma.<br />
Álvaro de la Marca sonrió torcidamente, manteniendo sobre él sus ojos escrutadores. Se<br />
conocían de sobra como para saber que <strong>Alatriste</strong> no iba a decir nada más de lo que había<br />
dicho, aun en el caso de que el conde amenazara con desentenderse del asunto y echarlo<br />
a la calle.<br />
–Está bien –concluyó–. Al fin y al cabo, es tu cuello el que está en juego.<br />
<strong>El</strong> capitán asintió con gesto fatalista. Una de las pocas imprecisiones en el relato hecho<br />
al conde consistía en callar la actuación de fray Emilio Bocanegra. No porque deseara<br />
proteger la persona del inquisidor –que más bien debía ser temido que protegido–, sino<br />
porque, a pesar de la ilimitada confianza que tenía en Guadalmedina, él no era ningún
delator. Una cosa era hablar de dos enmascarados, y otra muy distinta denunciar a quien<br />
le había encomendado un trabajo; por más que uno de éstos fuese el fraile dominico, y<br />
toda aquella historia, y su desenlace, pudiera costarle al propio <strong>Alatriste</strong> acabar en las<br />
poco simpáticas manos del verdugo. <strong>El</strong> capitán pagaba la benevolencia del aristócrata<br />
poniendo en sus manos la suerte de aquellos ingleses y también la suya propia. Pero<br />
aunque viejo soldado y acero a sueldo, él también tenía sus retorcidos códigos. No<br />
estaba dispuesto a violentarlos aunque le fuese la vida en ello, y eso Guadalmedina lo<br />
sabía de sobra. Otras veces, cuando era el nombre de Álvaro de la Marca el que andaba<br />
en juego, el capitán se había negado a revelarlo a terceros, siempre con idéntico aplomo.<br />
En la reducida porción de mundo que, pese a sus vidas tan dispares, ambos compartían,<br />
aquéllas eran las reglas. Y Guadalmedina no estaba dispuesto a infringirlas, ni siquiera<br />
con aquel inesperado marqués de Buckingham y su acompañante sentados en el salón<br />
de la casa. Era evidente, por su expresión, que Álvaro de la Marca meditaba a toda prisa<br />
sobre el mejor partido que podía sacar al secreto de Estado que el azar y Diego <strong>Alatriste</strong><br />
habían ido a poner en sus manos.<br />
Un criado se detuvo respetuosamente en el umbral. <strong>El</strong> conde fue hasta él, y Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> los oyó cambiar algunas palabras en voz baja. Cuando se retiró el fámulo,<br />
Guadalmedina vino al capitán, pensativo.<br />
–Había previsto avisar al embajador inglés, pero esos caballeros dicen que no resulta<br />
conveniente que el encuentro tenga lugar en mi casa... Así que, como ya están<br />
repuestos, voy a hacer que varios hombres de mi confianza, y yo mismo con ellos, los<br />
escolten hasta la casa de las Siete Chimeneas, para evitar más encuentros desagradables.<br />
–¿Puedo hacer algo para ayudar a vuestra merced?<br />
<strong>El</strong> conde lo miró con irónico fastidio.<br />
–Ya has hecho bastante por hoy, me temo. Lo mejor es que te quites de en medio.<br />
<strong>Alatriste</strong> asintió, y con un íntimo suspiro hizo el gesto resignado, lento, de despedirse.<br />
Era obvio que no podía volver a su casa, ni a la de ningún conocido habitual; y si<br />
Guadalmedina no le ofrecía alojamiento, se exponía a vagar por las calles a merced de<br />
sus enemigos o de los corchetes de Martín Saldaña, que tal vez estaban alertados sobre<br />
el suceso. <strong>El</strong> conde sabía todo eso. Y sabía también que Diego <strong>Alatriste</strong> nunca le pediría<br />
ayuda claramente; era demasiado orgulloso para hacerlo. Y si Guadalmedína no daba<br />
por recibido el mensaje tácito, el capitán no tendría más remedio que afrontar de nuevo<br />
la calle sin otro recurso que su espada. Pero ya sonreía el conde, distraído en sus<br />
reflexiones.<br />
–Puedes quedarte aquí esta noche –dijo–. Y mañana veremos qué nos depara la vida...<br />
He ordenado que te dispongan una habitación.<br />
<strong>Alatriste</strong> se relajó imperceptiblemente. Por la puerta entreabierta vio cómo al aristócrata<br />
le preparaban la ropa. Observó que los criados traían también un coleto de ante y varias<br />
pistolas cargadas. Álvaro de la Marca no parecía dispuesto a que sus invitados de<br />
fortuna corrieran más riesgos.<br />
–Dentro de unas horas se extenderá la noticia de la llegada de estos señores, y todo<br />
Madrid estará patas arriba –suspiró el conde–. <strong>El</strong>los me piden bajo palabra de<br />
gentilhombre que se silencie la noticia de la escaramuza contigo y con tu acompañante,<br />
y que tampoco se sepa que los ayudaste a buscar refugio aquí... Todo esto es muy<br />
delicado, <strong>Alatriste</strong>. Y va en ello bastante más que tu cuello. Oficialmente el viaje ha de<br />
terminar, sin incidentes, ante la residencia del embajador inglés. Y es lo que vamos a<br />
procurar ahora mismo.<br />
Había iniciado el movimiento hacia el cuarto donde le aderezaban las ropas, cuando de<br />
pronto pareció recordar algo.
–Por cierto –añadió, parándose–, desean verte antes de irse. No sé cómo diantre<br />
resolviste al final la cuestión, pero después que les conté quién eres y cómo se fraguó<br />
todo, no parecen guardarte demasiado rencor. ¡Esos ingleses y su condenada flema<br />
británica! ... Voto a Dios que si me hubieras dado a mí el susto que les diste a ellos, yo<br />
estaría pidiendo a gritos tu cabeza. No habría tardado un minuto en hacerte asesinar.<br />
La entrevista fue breve, y tuvo lugar en el enorme vestíbulo, bajo un cuadro del Tiziano<br />
que mostraba a Dánae a punto de ser fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro.<br />
Álvaro de la Marca, ya vestido y equipado como para asaltar una galera turca, con<br />
culatas de pistolas sobresaliéndole del cinto junto a la espada y la daga, condujo al<br />
capitán al lugar donde los ingleses se disponían a salir envueltos en sus capas, rodeados<br />
de criados del conde que también iban armados hasta los dientes. Afuera aguardaban<br />
más criados con antorchas y alabardas, y sólo faltaba un tambor para que aquello<br />
pareciese una ronda nocturna de soldados en vísperas de escaramuza.<br />
–He aquí al hombre –dijo Guadalmedina, irónico, mostrándoles al capitán.<br />
Los ingleses se habían aseado y repuesto del viaje. Sus ropas estaban cepilladas y<br />
razonablemente limpias, y el más joven llevaba un amplio pañuelo alrededor del cuello,<br />
sosteniéndole el brazo, del que tenía cercana la herida. <strong>El</strong> otro inglés, el del traje gris,<br />
identificado como Buckingham por Álvaro de la Marca, había recuperado una<br />
arrogancia que <strong>Alatriste</strong> no recordaba haberle visto durante la refriega del callejón. Por<br />
aquel tiempo, Jorge Villiers, marqués de Buckingham, era ya gran almirante de<br />
Inglaterra y gozaba de considerable influencia cerca del Rey Jacobo I. Apuesto,<br />
ambicioso, inteligente, romántico y aventurero, estaba a punto de recibir el título ducal<br />
con que lo conocerían la Historia y la leyenda. Ahora, todavía joven y en plena<br />
ascensión hasta la más alta privanza de la corte de Saint James, el favorito del Rey de<br />
Inglaterra miraba con displicente atención a su agresor, y <strong>Alatriste</strong> soportó impávido el<br />
escrutinio. Marqués, arzobispo o villano, aquel tipo elegante de rasgos agraciados no le<br />
daba frío ni calor, ya fuera valido del Rey Jacobo o primo hermano del Papa. Eran fray<br />
Emilio Bocanegra y los dos enmascarados los que iban a quitarle el sueño aquella<br />
noche, y mucho se temía que también algunas más.<br />
–Casi nos mata hoy, en la calle –dijo muy sereno el inglés en su español con fuerte<br />
acento extranjero, dirigiéndose más a Guadalmedina que a <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Siento lo ocurrido –respondió el capitán, tranquilo, con una inclinación de cabeza–.<br />
Pero no todos somos dueños de nuestras estocadas.<br />
<strong>El</strong> inglés aún lo miró con fijeza unos instantes. Asomaba un aire despectivo a sus ojos<br />
azules, esfumada de ellos la sorprendida espontaneidad de los primeros momentos tras<br />
la lucha en el callejón. Había tenido tiempo para recapacitar, y el recuerdo de haberse<br />
visto a merced de un espadachín desconocido lastimaba su amor propio. De ahí aquella<br />
recién estrenada arrogancia, que <strong>Alatriste</strong> no había visto por ninguna parte cuando a la<br />
luz del farol cruzaban las espadas.<br />
–Creo que estamos en paz –dijo por fin. Y volviendo con brusquedad la espalda,<br />
empezó a ponerse los guantes.<br />
A su lado, el inglés más joven, el supuesto John Smith, permanecía en silencio. Tenía la<br />
frente despejada, blanca y noble, y sus rasgos eran finos, con manos delicadas y pose<br />
elegante. Aquello, a pesar de las ropas de viaje, delataba a la legua a un jovencito de<br />
buenísima familia. <strong>El</strong> capitán vislumbró una leve sonrisa bajo el todavía suave bigote<br />
rubio. Iba a hacer una nueva inclinación de cabeza y retirarse, cuando el joven<br />
pronunció unas palabras en su lengua que hicieron volver la cabeza al otro inglés. Por el<br />
rabillo del ojo, <strong>Alatriste</strong> vio sonreír a Guadalmedina, que además del francés y el latín<br />
hablaba la parla de los herejes.
–Mi amigo dice que os debe la vida –Jorge Villiers parecía incómodo, como si por su<br />
parte ya hubiera dado por concluida la conversación, y ahora tradujera a su pesar las<br />
palabras del más joven–. Que la última estocada que le tiró el hombre de negro era<br />
mortal.<br />
–Es posible –<strong>Alatriste</strong> también se permitió una breve sonrisa–. Todos tuvimos suerte<br />
esta noche, me parece.<br />
<strong>El</strong> inglés terminó de ponerse los guantes mientras escuchaba con atención las palabras<br />
que le dirigía su compañero.<br />
–También pregunta mi amigo qué fue lo que hizo a vuestra merced cambiar de bando, y<br />
de idea.<br />
–No he cambiado de bando –dijo <strong>Alatriste</strong>–. Yo siempre estoy en el mío. Yo cazo solo.<br />
<strong>El</strong> más joven lo miró un rato, reflexivo, mientras le traducían aquella respuesta. De<br />
pronto parecía maduro y con más autoridad que su acompañante. <strong>El</strong> capitán observó que<br />
hasta Guadalmedina le mostraba más deferencia que al otro, a pesar de ser Buckingham<br />
quien era. Entonces el joven habló de nuevo, y su compañero protestó en su lengua,<br />
como si no estuviese de acuerdo en traducir aquellas últimas palabras. Pero el más joven<br />
insistió, con un tono de autoridad que <strong>Alatriste</strong> no le había oído antes.<br />
–Dice el caballero –tradujo Buckingham de mala gana, en su imperfecto español– que<br />
no importa quién seáis y cuál sea vuestro oficio, pero que vuestra merced obró con<br />
nobleza al no permitir que lo asesinaran como un perro, a traición... Dice que a pesar de<br />
todo se considera en deuda con vos y desea que lo sepáis... Dice –y en este punto el<br />
traductor dudó un momento y cambió una mirada de preocupación con Guadalmedina<br />
antes de proseguir– que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del Rey<br />
Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el<br />
marqués de Buckingham... Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible<br />
publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro Rey de Inglaterra,<br />
Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego <strong>Alatriste</strong> pudo<br />
asesinarlo, y no quiso.
VI. EL ARTE DE HACER ENEMIGOS<br />
Al día siguiente, Madrid despertó con la noticia increíble. Carlos Estuardo, cachorro del<br />
leopardo inglés, impaciente por la lentitud de las negociaciones matrimoniales con la<br />
infanta doña María, hermana de nuestro Rey Don Felipe Cuarto, había concebido con su<br />
amigo Buckingham ese proyecto extraordinario y descabellado: viajar a Madrid de<br />
incógnito para conocer a su novia, transformando en novela de amor caballeresco la fría<br />
combinación diplomática que llevaba meses dilatándose en las cancillerías. La boda<br />
entre el príncipe anglicano y la princesa católica se había convertido, a tales alturas, en<br />
un complicadísimo encaje de bolillos en el que terciaban embajadores, diplomáticos,<br />
ministros, gobiernos extranjeros y hasta Su Santidad el Papa de Roma, que debía<br />
autorizar el enlace y que, por supuesto, trataba de sacar la mejor tajada posible. De<br />
modo que, harto de que le marearan la perdiz –o como se llame lo que cazan los<br />
condenados ingleses–, la imaginación juvenil del príncipe de Gales, secundada por<br />
Buckingham, decidió abreviar el trámite. De ese modo habían proyectado entre los dos<br />
aquella aventura llena de azares y peligros, en la seguridad de que marchar a España sin<br />
avisos ni protocolos suponía conquistar en el acto a la infanta para llevarla a Inglaterra,<br />
ante la mirada asombrada de la Europa entera y con el aplauso y las bendiciones de los<br />
pueblos español e inglés.<br />
Ése, más o menos, era el meollo del negocio. Vencida la inicial resistencia del Rey<br />
Jacobo, éste dio a ambos jóvenes su bendición y los autorizó a ponerse en camino. A fin<br />
de cuentas, si para el viejo Rey el riesgo de la empresa acometida por su hijo era grande<br />
–un accidente, fracaso o desaire español pondrían en entredicho el honor de Inglaterra–,<br />
las ventajas a obtener de su feliz término equilibraban el asunto. En primer lugar, tener<br />
de cuñado de su vástago al monarca de la nación que entonces seguía siendo la más<br />
poderosa del mundo, no era cosa baladí. Además, aquel matrimonio, deseado por la<br />
corte inglesa y acogido con más frialdad por el conde de Olivares y los consejeros ultra<br />
católicos del Rey de España, pondría fin a la vieja enemistad entre las dos naciones.<br />
Consideren vuestras mercedes que apenas habían transcurrido treinta años desde la<br />
Armada Invencible; ya saben, cañonazo va y ola viene y todo a tomar por saco, con<br />
aquel pulso fatal entre nuestro buen Rey Don Felipe Segundo y esa arpía pelirroja que<br />
se llamó Isabel de Inglaterra, amparo de protestantes, hideputas y piratas, más conocida<br />
por la Reina Virgen, aunque maldito si puede uno imaginarse virgen de qué. <strong>El</strong> caso es<br />
que una boda del jovencito hereje con nuestra infanta –que no era Venus pero tenía<br />
buen ver, según la pintó Don Diego Velázquez algo más tarde, joven y rubia, una<br />
señora, con aquel labio suyo tan de los Austrias– abriría pacíficamente a Inglaterra las<br />
puertas del comercio en las Indias Occidentales, resolviendo según los intereses<br />
británicos la patata caliente del Palatinado; que no pienso resumir aquí porque para eso<br />
están los libros de Historia.<br />
Así pintaban los naipes la noche que yo dormí como un bendito en mi jergón de la calle<br />
del Arcabuz, ignorante de la que se estaba cociendo, mientras el capitán <strong>Alatriste</strong> pasaba<br />
las horas en blanco, una mano en la culata de la pistola y la espada al alcance de la otra,<br />
en una habitación de servicio del conde de Guadalmedina. En cuanto a Carlos Estuardo<br />
y Buckingham, se alojaron con bastante más comodidad y todos los honores en casa del<br />
embajador inglés; y a la mañana siguiente, conocida la noticia y mientras los consejeros
del Rey nuestro señor, con el conde de Olivares a la cabeza, intentaban buscar una<br />
salida a semejante compromiso diplomático, el pueblo de Madrid acudió en masa ante la<br />
casa de las Siete Chimeneas a vitorear al osado viajero. Carlos Estuardo era joven,<br />
ardiente y optimista; acababa de cumplir los veintidós años y, con ese aplomo que<br />
tienen los jóvenes con aplomo, estaba tan seguro de la seducción de su gesto como del<br />
amor de una infanta a la que aún no conocía; con la certeza de que los españoles,<br />
haciendo honor a nuestra fama de caballerosos y hospitalarios, quedaríamos<br />
conquistados, igual que su dama, por tan gallardo gesto. Y en eso tenía razón el mozo.<br />
Si en el casi medio siglo de reinado de nuestro buen e inútil monarca Don Felipe<br />
Cuarto, por mal nombre llamado el Grande, los gestos caballerescos y hospitalarios, la<br />
misa en días de guardar y el pasearse con la espada muy tiesa y la barriga vacía llenaran<br />
el puchero o pusieran picas en Flandes, otro gallo nos hubiese cantado a mí, al capitán<br />
<strong>Alatriste</strong>, a los españoles en general y a la pobre España en su conjunto. A ese tiempo<br />
infame lo llaman Siglo de Oro. Más lo cierto es que, quienes lo vivimos y sufrimos, de<br />
oro vimos poco; y de plata, la justa. Sacrificio estéril, gloriosas derrotas, corrupción,<br />
picaresca, miseria y poca vergüenza, de eso sí que tuvimos a espuertas. Lo que pasa es<br />
que luego uno va y mira un cuadro de Diego Velázquez, oye unos versos de Lope o de<br />
Calderón, lee un soneto de Don Francisco de Quevedo, y se dice que bueno, que tal vez<br />
mereció la pena.<br />
Pero a lo que iba. Les estaba contando que la noticia de la aventura corrió como pólvora<br />
seca, y ésta ganó el corazón de todo Madrid; aunque al Rey nuestro señor y al conde de<br />
Olivares, como se supo a los postres, la llegada sin ser invitado del heredero de la<br />
corona británica les sentó como un buen pistoletazo entre las cejas. Se guardaron las<br />
formas, por supuesto, y todo fueron agasajos y parabienes. Y de la escaramuza del<br />
callejón, ni media palabra. De los pormenores se enteró Diego <strong>Alatriste</strong> cuando el conde<br />
de Guadalmedina regresó a casa, ya entrada la mañana, feliz por el éxito que acababa de<br />
apuntarse escoltando a los dos jóvenes y haciéndose acreedor de su gratitud y de la del<br />
embajador inglés. Después de las cortesías de rigor en la casa de las Siete Chimeneas,<br />
Guadalmedina había sido llamado con urgencia al Alcázar Real, donde puso al corriente<br />
del episodio al Rey nuestro señor y al primer ministro. Empeñada su palabra, el conde<br />
no podía revelar los pormenores de la emboscada; pero Álvaro de la Marca supo, sin<br />
incurrir en el desagrado regio ni faltar a su fe de caballero, expresar sobrados detalles,<br />
gestos, sobreentendidos y silencios, para que tanto el monarca como el valido<br />
comprendieran, horrorizados, que a los dos imprudentes viajeros habían estado apunto<br />
de hacerlos filetes en un callejón oscuro de Madrid.<br />
La explicación, o al menos algunas de las claves que bastaron para darle a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> idea de con quién se jugaba los maravedís, le vino por boca de Guadalmedina;<br />
que tras pasar media mañana haciendo viajes entre la casa de las Siete Chimeneas y<br />
Palacio, traía noticias frescas, aunque no muy tranquilizadoras para el capitán.<br />
–En realidad el negocio es simple –resumía el conde–. Inglaterra lleva tiempo<br />
presionando para que se celebre la boda, pero Olivares y el Consejo, que está bajo su<br />
influencia, no tienen prisa. Eso de que una infanta de Castilla matrimonie con un<br />
príncipe anglicano les huele a azufre... A sus dieciocho años, el Rey es demasiado<br />
joven; y en esto, como en todo lo demás, se deja guiar por Olivares. En realidad los del<br />
círculo íntimo creen que el valido no tiene intención de dar su visto bueno a la boda,<br />
salvo que el Príncipe de Gales se convierta al catolicismo. Por eso Olivares da largas, y<br />
por eso el joven Carlos ha decidido coger el toro por los cuernos y plantearnos el hecho<br />
consumado.
Álvaro de la Marca despachaba un refrigerio sentado a la mesa forrada de terciopelo<br />
verde. Era media mañana, estaban en la misma habitación donde había recibido la noche<br />
anterior a Diego <strong>Alatriste</strong>, y el aristócrata comía con mucha afición trozos de empanada<br />
de pollo y un cuartillo de vino en jarra de plata: su éxito diplomático y social en aquella<br />
jornada le avivaba el apetito. Había invitado a <strong>Alatriste</strong> a acompañarlo tomando un<br />
bocado, pero el capitán rechazó la invitación. Permanecía de pie, apoyado en la pared,<br />
viendo comer a su protector. Estaba vestido para salir, con capa, espada y sombrero<br />
sobre una silla próxima, y en el rostro sin afeitar mostraba las trazas de la noche pasada<br />
en blanco.<br />
–¿A quién cree vuestra merced que incomoda más ese matrimonio?<br />
Guadalmedina lo miró entre dos bocados.<br />
–Uf. A mucha gente –dejó la empanada en el plato y se puso a contar con los dedos<br />
relucientes de grasa–––. En España, la Iglesia y la Inquisición están rotundamente en<br />
contra. A eso hay que añadir que el Papa, Francia, Saboya y Venecia siguen dispuestos<br />
a cualquier cosa con tal de impedir la alianza entre Inglaterra y España... ¿Te imaginas<br />
lo que hubiera ocurrido si anoche llegáis a matar al príncipe y a Buckingham?<br />
–La guerra con Inglaterra, supongo.<br />
<strong>El</strong> conde atacó de nuevo su refrigerio.<br />
–Supones bien –apuntó, sombrío–. De momento hay acuerdo general para silenciar el<br />
incidente. <strong>El</strong> de Gales, y Buckingham sostienen que fueron objeto de un ataque de<br />
salteadores comunes, y el Rey y Olivares han hecho como que se lo creían. Después, a<br />
solas, el Rey le pidió una investigación al valido, y éste prometió ocuparse de ello –<br />
Guadalmedina se detuvo para beber un largo trago de vino, secándose luego bigote y<br />
perilla con una enorme servilleta blanca, crujiente de almidón–... Conociendo a<br />
Olivares, estoy seguro de que él mismo podría haber montado el golpe; aunque no lo<br />
creo capaz de llegar tan lejos. La tregua con Holanda está a punto de romperse, y sería<br />
absurdo distraer el esfuerzo de guerra en una empresa innecesaria contra Inglaterra...<br />
<strong>El</strong> conde liquidó la empanada mirando distraídamente el tapiz flamenco colgado en la<br />
pared a espaldas de su interlocutor: caballeros asediando un castillo e individuos con<br />
turbante tirándoles flechas y piedras desde las almenas con muy mala sangre. <strong>El</strong> tapiz<br />
llevaba más de treinta años allí colgado, desde que el viejo general Don Fernando de la<br />
Marca lo requisó como botín durante el último saqueo de Amberes, en los tiempos<br />
gloriosos del gran Rey Don Felipe. Ahora, su hijo Álvaro masticaba despacio frente a<br />
él, reflexionando. Después sus ojos volvieron a <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Esos enmascarados que alquilaron tus servicios pueden ser agentes pagados por<br />
Venecia, Saboya, Francia, o vete a saber.. ¿Estás seguro de que eran españoles?<br />
–Tanto como vuestra merced y como yo. Y gente de calidad.<br />
–No te fíes de la calidad. Aquí todo el mundo presume de lo mismo: de cristiano viejo,<br />
hijodalgo y caballero. Ayer tuve que despedir a mi barbero, que pretendía afeitarme con<br />
su espada colgada del cinto. Hasta los lacayos la llevan. Y como el trabajo es mengua de<br />
la honra, no trabaja ni Cristo.<br />
–Estos que yo digo sí eran gente de calidad. Y españoles.<br />
–Bueno. Españoles o no, viene a ser lo mismo. Como si los de afuera no pudieran<br />
pagarse cualquier cosa aquí adentro... –el aristócrata soltó una risita amarga–. En esta<br />
España austriaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano.<br />
Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de<br />
tapadillo a la primera oportunidad. En cuanto a lo demás, qué te voy a contar. Nuestra<br />
conciencia... –le dirigió un vistazo al capitán por encima de su jarra de plata–. Nuestras<br />
espadas...<br />
–O nuestras almas –rubricó <strong>Alatriste</strong>.
Guadalmedina bebió un poco sin dejar de mirarlo.<br />
–Sí –dijo–. Tus enmascarados pueden, incluso, estar a sueldo de nuestro buen pontífice<br />
Gregorio XV. <strong>El</strong> Santo Padre no puede ver a los españoles ni en pintura.<br />
La gran chimenea de piedra y mármol estaba apagada, y el sol que entraba por las<br />
ventanas sólo era tibio; pero aquella mención a la Iglesia bastó para que Diego <strong>Alatriste</strong><br />
sintiera un calor incómodo. La imagen siniestra de fray Emilio Bocanegra cruzó de<br />
nuevo su memoria como un espectro. Había pasado la noche viéndola dibujarse en el<br />
techo oscuro del cuarto, en las sombras de los árboles al otro lado de la ventana, en la<br />
penumbra del corredor; y la luz del día no era suficiente para hacerla desvanecerse. Las<br />
palabras de Guadalmedina la materializaban de nuevo, a modo de mal presagio.<br />
–Sean quienes sean –proseguía el conde–, su objetivo está claro: impedir la boda, dar<br />
una lección terrible a Inglaterra, y hacer estallar la guerra entre ambas naciones. Y tú, al<br />
cambiar de idea, lo arruinaste todo. Lo tuyo ha sido de licenciado en el arte de hacerse<br />
enemigos, así que yo, en tu lugar, cuidaría el pellejo. <strong>El</strong> problema es que no puedo<br />
protegerte más. Contigo aquí podría verme implicado. Yo que tú haría un viaje largo,<br />
muy lejos... Y sepas lo que sepas, no lo cuentes ni bajo confesión. Si de esto se entera<br />
un cura, cuelga los hábitos, vende el secreto y se hace rico.<br />
–¿Y qué pasa con el inglés?... ¿Ya está a salvo?<br />
Guadalmedina aseguró que por supuesto. Con toda Europa al corriente, el inglés podía<br />
considerarse tan seguro como en su condenada Torre de Londres. Una cosa era que<br />
Olivares y el Rey estuviesen dispuestos a seguir dándole largas, a agasajarlo mucho y a<br />
hacerle promesa tras promesa hasta que se aburriera y se fuese con viento fresco, y otra<br />
que no garantizaran su seguridad.<br />
–Además –prosiguió el conde– Olivares es listo y sabe improvisar. Igual cambia de<br />
idea, y el Rey con él. ¿Sabes qué le ha dicho esta mañana delante de mí al de Gales?...<br />
Que si no obtenían dispensa de Roma y no podía darle a la infanta como esposa, se la<br />
daría como amante... ¡Es grande, ese Olivares! Un hideputa con pintas, hábil y<br />
peligroso, más listo que el hambre. Y Carlos tan contento, seguro de tener ya a doña<br />
María en los brazos.<br />
–¿Se sabe cómo ve ella el asunto?<br />
–Tiene veinte años, así que imagínate. Se deja querer. Que un hereje de sangre real,<br />
joven y guapo, sea capaz de lo que ha hecho éste por ella, la repele y fascina al mismo<br />
tiempo. Pero es una infanta de Castilla, así que el protocolo lo tiene todo previsto. Dudo<br />
que los dejen pelar la pava a solas ni para decir un avemaría... Precisamente volviendo<br />
para acá se me ha ocurrido el comienzo de un soneto:<br />
Vino Gales a bodas con la infanta<br />
en procura de tálamo y princesa,<br />
ignorante el leopardo que esta empresa<br />
no corona el audaz, sino el que aguanta.<br />
–... ¿Qué te parece? –Álvaro, de la Marca miró inquisitivo a <strong>Alatriste</strong>, que sonreía un<br />
poco, divertido y prudente, absteniéndose de opinar–. Bueno, yo no soy Lope, pardiez.<br />
E imagino que tu amigo Quevedo pondría serios reparos; más para tratarse de versos<br />
míos no están mal... Si los ves circulando por ahí en hojas anónimas, ya sabes de quién<br />
son... En fin –el conde apuró el resto del vino y se puso en pie, tirando la servilleta<br />
sobre la mesa–. Volviendo a temas graves, lo cierto es que una alianza con Inglaterra<br />
nos compondría bien contra Francia; que después de los protestantes, y aún diría yo que<br />
más, es nuestra principal amenaza en Europa. A lo mejor con el tiempo cambian de idea
y se celebra el casorio; aunque por los comentarios que conozco en privado del Rey y de<br />
Olivares, me sorprendería mucho.<br />
Anduvo unos pasos por la habitación, miró de nuevo el tapiz robado por su padre en<br />
Amberes y se detuvo, pensativo, ante la ventana.<br />
–De una u otra forma –prosiguió– una cosa era acuchillar anoche a un viajero anónimo<br />
que oficialmente no estaba aquí, y otra muy distinta atentar hoy contra la vida del nieto,<br />
de María Estuardo, huésped del Rey de España y futuro monarca de Inglaterra. <strong>El</strong><br />
momento ha pasado. Por eso imagino que tus enmascarados estarán furiosos, clamando<br />
venganza. Además, no les conviene que los testigos puedan hablar; y la mejor manera<br />
de silenciar a un testigo es convertirlo en cadáver... –se había vuelto a mirar con fijeza a<br />
su interlocutor–. ¿Captas la situación? Me alegro. Y ahora, capitán <strong>Alatriste</strong>, te he<br />
dedicado demasiado tiempo y tengo cosas que hacer; entre ellas concluir mí soneto. Así<br />
que búscate la vida. Y que Dios te ampare.<br />
Todo Madrid era una gran fiesta, y la curiosidad popular había convertido la casa de las<br />
Siete Chimeneas en pintoresca romería. Grupos de curiosos subían por la calle de Alcalá<br />
hasta la iglesia del Carmen Descalzo, congregándose al otro lado ante la residencia del<br />
embajador inglés, donde algunos alguaciles mantenían blandamente alejada a la gente<br />
que aplaudía el paso de cualquiera de las carrozas que iban y venían desde las cocheras<br />
de la casa. Se pedía a gritos que el príncipe de Gales saliera a saludar; y cuando a media<br />
mañana un joven rubio se asomó un momento a una de las ventanas, lo acogió<br />
estruendosa ovación, a la que el mozo correspondió con un gesto de la mano, tan gentil<br />
que de inmediato le ganó la voluntad del populacho congregado en la calle. Generoso,<br />
simpático, acogedor con quien sabía llegarle al corazón, el pueblo de Madrid había de<br />
dispensar al heredero del trono de Inglaterra, durante los meses que pasó en la Corte,<br />
siempre idénticas muestras de aprecio y benevolencia. Otra hubiera sido la historia de<br />
nuestra desgraciada España si los impulsos del pueblo, a menudo generoso, hubieran<br />
primado con más frecuencia frente a la árida razón de Estado, el egoísmo, la venalidad y<br />
la incapacidad de nuestros políticos, nuestros nobles y nuestros monarcas. <strong>El</strong> cronista<br />
anónimo se lo hace decir a ese mismo pueblo en el viejo romance del Cid, y uno<br />
recuerda con frecuencia sus palabras cuando considera la triste historia de nuestras<br />
gentes, que siempre dieron lo mejor de sí mismas, su inocencia, su dinero, su trabajo y<br />
su sangre, viéndose en cambio tan mal pagadas: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese<br />
buen señor».<br />
<strong>El</strong> caso es que el entusiasta vecindario madrileño acudió aquella mañana a festejar al de<br />
Gales, y yo mismo estuve allí acompañando a Caridad la Lebrijana, que no quería<br />
perderse el espectáculo. No sé si les he contado que la Lebrijana tenía por entonces<br />
treinta o treinta y cinco años y era una andaluza vulgar y hermosa, morena, todavía de<br />
trapío y buenas trazas, ojos grandes, negros y vivos, y pecho opulento, que había sido<br />
actriz de comedias durante cinco o seis años, y puta otro tanto en una casa de la calle de<br />
las Huertas. Cansada de aquella vida, con las primeras patas de gallo había empleado<br />
sus ahorros en comprar la taberna del Turco, y de ella vivía ahora con relativas decencia<br />
y holgura. Añadiré, sin que sea faltar a ningún secreto, que la Lebrijana estaba<br />
enamorada hasta los tuétanos de mi señor <strong>Alatriste</strong>, y que a tal título le fiaba en<br />
condumio y materia líquida; y que la vecindad del alojamiento del capitán, comunicada<br />
por la misma corrala con la puerta trasera de la taberna y la vivienda de la Lebrijana,<br />
facilitaba que ambos compartieran cama con cierta frecuencia. Cierto es que el capitán<br />
siempre se mostró discreto en mi presencia; pero cuando vives con alguien, a la larga<br />
esas cosas se notan. Y yo, aunque jovencito y de Oñate, nunca fui ningún pardillo.<br />
Aquel día, les contaba, acompañé a Caridad la Lebrijana por las calles Mayor, Montera<br />
y Alcalá, hasta la residencia del embajador inglés, y allí nos quedamos con la
muchedumbre que vitoreaba al de Gales, entre ociosos y gentes de toda condición<br />
convocadas por la curiosidad. Convertida la calle en mentidero más zumbón que las<br />
gradas de San Felipe, pregonaban sus bebidas aguadores y alojeros, vendíanse<br />
pastelillos y vidrios de conserva, se instalaban improvisados bodegones de puntapié<br />
para saciar el hambre por unas monedas, pordioseaban los mendigos, alborotaban<br />
criadas, pajes y escuderos, corrían todo tipo de especies e invenciones fabulosas, se<br />
parloteaban en corros los acontecimientos y los rumores de palacio, y eran alabados el<br />
cuajo y la audacia caballeresca del joven príncipe, haciéndose todos lenguas, y en<br />
especial las mujeres, de su elegancia y figura, así como las demás prendas de su persona<br />
y la de Buckingham. Y de ese modo, animadamente, muy a la española, iba<br />
transcurriendo la mañana.<br />
–¡Tiene buen porte! –decía la Lebrijana, después que vimos al presunto príncipe<br />
asomarse a la ventana–. Talle fino y donaire... ¡Hará linda pareja con nuestra infanta!<br />
Y se enjugaba las lágrimas con la punta de la toquilla. Como la mayor parte del público<br />
femenino, estaba de parte del enamorado; pues la audacia de su gesto había ganado las<br />
voluntades, y todos consideraban el asunto cosa hecha.<br />
–Lástima que ese boquirrubio sea hereje. Pero eso lo arregla un buen confesor, y un<br />
bautismo a tiempo –la buena mujer, en su ignorancia, creía que los anglicanos eran<br />
como los turcos, que no los bautizaba nadie–... ¡Pueden más dos mamellas que dos<br />
centellas!<br />
Y se reía, agitando aquel pecho opulento que a mi me tenía fascinado, y que en cierto<br />
modo –entonces me resultaba difícil explicarlo– me recordaba el de mi madre.<br />
Recuerdo perfectamente la sensación que me producía el escote de Caridad la Lebrijana<br />
cuando se inclinaba a servir la mesa y la blusa insinuaba, moldeados por su propio peso,<br />
aquellos volúmenes grandes, morenos y llenos de misterio. Con frecuencia me<br />
preguntaba qué haría el capitán con ellos cuando me mandaba a comprar algo, o a jugar<br />
a la calle, y se quedaba solo en casa con la Lebrijana; y yo, bajando la escalera de dos<br />
en dos peldaños, la oía a ella reír arriba, muy fuerte y alegre.<br />
En ésas estábamos, aplaudiendo con entusiasmo a toda figura que se asomaba a las<br />
ventanas, cuando apareció el capitán <strong>Alatriste</strong>. Aquélla no era, ni mucho menos, la<br />
primera noche que pasaba fuera de nuestra casa; de modo que yo había dormido a<br />
pierna suelta, sin inquietud alguna. Pero al verlo ante la casa de las Siete Chimeneas<br />
intuí que algo ocurría. Llevaba el sombrero bien calado sobre la cara, la capa envuelta<br />
en torno al cuello y las mejillas sin rasurar a pesar de lo avanzado de la mañana; él, que<br />
con su disciplina de viejo soldado tan cuidadoso era de una digna apariencia. Sus ojos<br />
claros también parecían cansados y recelosos al mismo tiempo, y se le veía caminar<br />
entre la gente con el gesto suspicaz de quien, de un momento a otro, espera una mala<br />
pasada. Tras las primeras palabras pareció más relajado, cuando aseguré que nadie había<br />
preguntado por él, ni durante la noche ni por la mañana. La Lebrijana dijo lo mismo<br />
respecto a la taberna: ni desconocidos ni preguntas. Después, al apartarme un poco, la oí<br />
inquirir en voz baja en qué malos pasos andaba metido de nuevo. Volvime a mirarlos<br />
con disimulo, la oreja atenta; pero Diego <strong>Alatriste</strong> se limitaba a permanecer silencioso,<br />
mirando las ventanas del embajador inglés con expresión impasible.<br />
Había también entre los curiosos gente de calidad, sillas de manos, literas y coches,<br />
incluso dos o tres carrozas con damas y sus dueñas acechando tras las cortinillas; y los<br />
vendedores ambulantes se acercaban a ofrecerles refresco y golosinas. Al echarles un<br />
vistazo me pareció reconocer uno de los carruajes: era oscuro, sin escudo en la<br />
portezuela, con dos buenas mulas en los arreos. <strong>El</strong> cochero charlaba en un corro de<br />
curiosos, así que pude ir hasta el estribo sin que nadie me importunase. Y allí, en la<br />
ventanilla, una mirada azul y unos tirabuzones rubios bastaron para darme la certeza de
que mi corazón, que palpitaba alocadamente hasta querérseme salir del pecho, no había<br />
errado.<br />
–A vuestro servicio –dije, afirmando la voz a duras penas.<br />
Ignoro cómo, con los pocos años que por aquel entonces tenía Angélica de Alquézar,<br />
alguien puede llegar a sonreír como ella lo hizo esa mañana ante la casa de las Siete<br />
Chimeneas; pero lo cierto es que lo hizo. Una sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de<br />
sabiduría infinita al mismo tiempo. Una de aquellas sonrisas que ninguna niña ha tenido<br />
tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada<br />
penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos<br />
de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era<br />
entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y<br />
lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos<br />
percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado<br />
más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las<br />
debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu salud o a tu provecho.<br />
<strong>El</strong> caso es que la mocita rubia, de ojos como el cielo claro y frío de Madrid en invierno,<br />
sonrió al reconocerme; incluso se inclinó un poco hacia mí entre crujidos de seda de su<br />
vestido mientras apoyaba una mano delicada y blanca en el marco de la ventanilla. Yo<br />
estaba junto al estribo del coche de mi pequeña dama, y la euforia de la mañana y el<br />
ambiente caballeresco de la situación me acícateaban la audacia. También reforzaba mi<br />
aplomo el hecho de vestir aquel día con cierto decoro, gracias a un jubón marrón oscuro<br />
y unas viejas medias calzas pertenecientes al capitán <strong>Alatriste</strong>, que el hilo y la aguja de<br />
Caridad la Lebrijana habían ajustado a mi talla, dejándolas como nuevas.<br />
–Hoy no hay barro en la calle –dijo, y su voz me estremeció hasta la punta de la<br />
coronilla. Era el suyo un tono quedo y seductor, nada infantil. Casi demasiado grave<br />
para su edad. Algunas damas usaban ese mismo tono al dirigirse a sus galanes en las<br />
jácaras representadas en las plazas, y en las comedias. Pero Angélica de Alquézar –cuyo<br />
nombre yo ignoraba todavía– no era actriz, y era una niña. Nadie le había enseñado a<br />
fingir aquel eco oscuro, aquel modo de pronunciar las palabras de un modo capaz de<br />
hacerte sentir como un hombre hecho y derecho, y además el único existente en mil<br />
leguas a la redonda.<br />
–No hay barro –repetí, sin prestar atención a lo que yo mismo decía–. Y lo siento,<br />
porque eso me impide tal vez serviros de nuevo.<br />
Con las últimas palabras me llevé la mano al corazón. Reconozcan, por tanto, que no me<br />
las compuse mal; y que la respuesta galante y el gesto estuvieron a la altura de la dama<br />
y de las circunstancias. Así debió de ser, pues en vez de desentenderse de mí, ella sonrió<br />
otra vez. Y yo fui el mozo más feliz, y más galante, y más hidalgo del mundo.<br />
–Es el paje del que os hablé –dijo entonces ella, dirigiéndose a alguien que estaba a su<br />
lado, en el interior del coche, y a quien yo no podía ver–. Se llama Íñigo, y vive en la<br />
calle del Arcabuz –estaba vuelta de nuevo hacia mí, que la miraba con la boca abierta,<br />
fascinado por el hecho de que fuera capaz de recordar mi nombre–. Con un capitán, ¿no<br />
es cierto?... Un tal capitán Batiste, o <strong>El</strong>triste.<br />
Hubo un movimiento en la penumbra del interior del coche y, primero una mano de<br />
uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse<br />
en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la<br />
orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el<br />
rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, redonda la cabeza,<br />
villano el pelo escaso, deslucido y gris como su bigote y su perilla. Todo en él, a pesar<br />
de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los<br />
rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca
limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada<br />
arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron<br />
una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto, compartía coche, y tal vez lazos<br />
de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el<br />
extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando<br />
la niña pronunció el nombre del capitán <strong>Alatriste</strong>.
VII. LA RÚA DEL PRADO<br />
<strong>El</strong> día siguiente era domingo. Empezó en fiesta, y a pique estuvo para Diego <strong>Alatriste</strong> y<br />
para mí de terminar en tragedia. Pero no adelantemos acontecimientos. La parte festiva<br />
del asunto transcurrió en torno a la rúa que, en espera de la presentación oficial ante la<br />
Corte y la infanta, el Rey Don Felipe IV ordenó en honor de sus ilustres huéspedes. En<br />
aquel tiempo se llamaba hacer la rúa al paseo tradicional que todo Madrid recorría en<br />
carroza, a pie o a caballo, bien por la carrera de la calle Mayor, entre Santa María de la<br />
Almudena y las gradas de San Felipe y la puerta del Sol, o bien prolongando el<br />
itinerario calle abajo, hasta las huertas del duque de Lerma, el monasterio de los<br />
Jerónimos y el Prado del mismo nombre.<br />
Respecto a la calle Mayor, ésta era vía de tránsito obligada desde el centro de la villa al<br />
Alcázar Real, y también lugar de plateros, joyeros y tiendas elegantes; por eso al caer la<br />
tarde se llenaba de carrozas con damas, y caballeros luciéndose ante ellas. En cuanto al<br />
Prado de San Jerónimo, grato en días de sol invernal y en tardes de verano, era lugar<br />
arbolado y verde, con veintitrés fuentes, muchas tapias de huertas y una alameda por<br />
donde circulaban carruajes y paseantes en amena conversación. También era sitio de<br />
cita social y galanteo, propicio para lances furtivos de enamorados, y lo más granado de<br />
la corte se solazaba en su paisaje. Pero quien mejor resumió todo esto de hacer la rúa<br />
fue Don Pedro Calderón de la Barca, algunos años más tarde, en una de sus comedias:<br />
Por la mañana estaré<br />
en la iglesia a que acudís;<br />
por la tarde, si salís<br />
en la Carrera os veré;<br />
al anochecer iré<br />
al Prado, al coche arrimado;<br />
luego, en la calle embozado:<br />
ved si advierte bien mi amor<br />
horas de calle Mayor<br />
misa, reja, coche y Prado.<br />
Ningún lugar, pues, más idóneo para que nuestro monarca el Cuarto Felipe, galante<br />
como cosa propia de sus jóvenes años, decidiera organizar el primer conocimiento<br />
oficioso entre su hermana la infanta y el gallardo pretendiente inglés. Todo debía<br />
transcurrir, naturalmente, dentro de los límites del decoro y el protocolo propios de la<br />
Corte española; cuyas reglas eran tan estrictas que la regia familia tenía establecido, de<br />
antemano, lo por hacer en todos y cada uno de los días y horas de su vida. No es de<br />
extrañar, por tanto, que la visita inesperada del ilustre aspirante a cuñado fuese acogida<br />
por el monarca como pretexto para romper la rígida etiqueta palatina, e improvisar<br />
fiestas y salidas. Pusiéronse manos a la obra, organizándose un paseo de carrozas en el<br />
que participó todo aquel que era algo en la Corte; y el pueblo ofició como testigo de<br />
aquella exhibición caballeresca que tanto halagaba el orgullo nacional y que, sin duda, a<br />
los ingleses parecería singular y asombrosa. Por cierto, cuando el futuro Carlos I<br />
inquirió sobre la posibilidad de saludar a su novia, aunque fuera con un simple buenas
tardes, el conde de Olivares y el resto de los consejeros españoles se miraron<br />
gravemente unos a otros antes de comunicar a Su Alteza, con mucho protocolo<br />
diplomático y mucha política, que verdes las habían segado. Era impensable que nadie,<br />
ni siquiera un príncipe de Gales, que oficialmente aún no había sido presentado, hablase<br />
o pudiera acercarse a la infanta doña Maria, o a cualquier otra dama de la familia real.<br />
Con todo recato se verían al pasar, y gracias.<br />
Yo mismo estaba en la calle con los curiosos, y reconozco que el espectáculo fue el<br />
colmo de la galantería y la finura, con la flor y la nata de Madrid vestida de sus mejores<br />
galas; pero, al mismo tiempo, y a causa del todavía oficial incógnito de nuestros<br />
visitantes, todo el mundo se comportó con la mayor naturalidad, como quien no quiere<br />
la cosa. <strong>El</strong> de Gales, Buckingham, el embajador inglés y el conde de Gondomar, nuestro<br />
diplomático en Londres, estaban en una carroza cerrada en la puerta de Guadalajara –<br />
una carroza invisible, pues se había prohibido expresamente vitorearla o señalar su<br />
presencia– y desde allí Carlos vio pasar por primera vez los carruajes que llevaban de<br />
paseo a la familia real. En uno de ellos, junto a nuestra bellísima reina de veinte años<br />
doña Isabel de Borbón, vio por fin el de Gales a la infanta doña María, que en plena<br />
juventud lucía rubia, guapa y discreta, con un vestido de brillante brocado y, al brazo, la<br />
cinta azul convenida para que la reconociera su pretendiente. Entre idas y venidas por la<br />
calle Mayor y el Prado, tres veces pasó la carroza aquella tarde junto a la de los<br />
ingleses; y aunque apenas dio tiempo al príncipe de ver unos ojos azules y un dorado<br />
cabello adornado con plumas y piedras preciosas, cuentan que quedó rendidamente<br />
enamorado de nuestra infanta. Y así debió de ser, pues durante los cinco meses<br />
siguientes permanecería en Madrid, en demanda de conseguirla como esposa, mientras<br />
el Rey lo agasajaba como a un hermano y el conde de Olivares le daba largas y lo<br />
toreaba con la mayor diplomacia del mundo. La ventaja es que, mientras hubo<br />
esperanzas de boda, los ingleses hicieron una tregua en lo de hacernos la puñeta<br />
apresándonos galeones de Indias con sus piratas, sus corsarios, sus amigos holandeses y<br />
la puta que los parió; así que bueno fue lo comido por lo servido.<br />
Desoyendo los consejos del conde de Guadalmedina, el capitán <strong>Alatriste</strong> no puso pies<br />
en polvorosa ni quiso esconderse de nadie. Ya he contado en el capítulo anterior que, la<br />
misma mañana en que Madrid conoció la llegada del de Gales, el capitán vino a pasear<br />
ante la misma casa de las Siete Chimeneas; y aún tuve ocasión de encontrarlo entre el<br />
gentío de la calle Mayor cuando la célebre rúa de aquel domingo, mirando pensativo la<br />
carroza de los ingleses. Inclinada, eso sí, el ala del chapeo sobre el rostro, y bien<br />
dispuesto el disimulado rebozo de la capa. Después de todo, ni lo cortés ni lo valiente<br />
suponen dar tres cuartos al pregonero.<br />
Aunque nada me había contado de la aventura, yo estaba al tanto de que algo ocurría. La<br />
noche siguiente me había mandado a dormir a casa de la Lebrijana, so pretexto de que<br />
tenía gente que recibir para cierto negocio. Pero luego supe que la pasó en vela, con dos<br />
pistolas cargadas, espada y daga. Nada ocurrió, sin embargo; y con las luces del alba<br />
pudo echarse a dormir tranquilo. De ese modo lo hallé al regresar por la mañana:<br />
humeante el candil sin aceite, y él echado sobre la cama con la ropa puesta y arrugada,<br />
armas al alcance de la mano, respirando recia y acompasadamente por la boca<br />
entreabierta, con una expresión obstinada en el ceño fruncido.<br />
Era fatalista el capitán <strong>Alatriste</strong>. Tal vez su condición de viejo soldado –había peleado<br />
en Flandes y el Mediterráneo tras escapar de la escuela para alistarse como paje y<br />
tambor a los trece años– dejó impresa en él aquella manera tan suya de encajar el riesgo,<br />
los malos tragos, las incertidumbres y sinsabores de una vida bronca, difícil, con el<br />
estoicismo de quien se acostumbra a no esperar otra cosa. Su talante encajaba en la<br />
definición que ese mariscal francés, Grammont, haría de los españoles un poco más
tarde: «<strong>El</strong> valor les es bastante natural, así como la paciencia en los trabajos y la<br />
confianza en la adversidad.. Los señores soldados rara vez se asombran de los malos<br />
sucesos, y se consuelan con la esperanza del pronto retorno de su buena fortuna ... ». O<br />
esa otra francesa, Madame de Aulnoy, que contó: «Se les ve expuestos a la injuria de los<br />
tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la<br />
opulencia y la prosperidad»... Vive Dios que todo esto es muy cierto; y yo, que conocí<br />
tales tiempos y aun los peores que vinieron después, puedo dar buena fe. En cuanto a<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>, el orgullo y la soberbia le iban por dentro, y sólo se manifestaban en<br />
sus testarudos silencios. Ya dije que, a diferencia de tantos valentones que se retorcían<br />
el mostacho y hablaban fuerte en las calles y mentideros de la Corte, a él nunca lo oí<br />
fanfarronear sobre los recuerdos de su larga vida militar. Pero a veces viejos camaradas<br />
de armas sacaban a relucir, en torno a una jarra de vino, historias relacionadas con él<br />
que yo escuchaba con avidez; pues, para mis pocos años, Diego <strong>Alatriste</strong> no era sino el<br />
trasunto del padre que había perdido honrosamente en las guerras del Rey nuestro señor:<br />
uno de esos hombres pequeños, duros y bragados en los que tan pródiga fue siempre<br />
España para lo bueno y para lo malo, y a los que se refería Calderón –mi señor <strong>Alatriste</strong>,<br />
esté en la gloria o donde esté, disimulará que cite tanto a Don Pedro Calderón en vez de<br />
a su amado Lope– al escribir:<br />
...Sufren a pie quedo<br />
con un semblante, bien o malpagados.<br />
Nunca la sombra vil vieron del miedo,<br />
y aunque soberbios son, son reportados.<br />
Todo lo sufren en cualquier asalto;<br />
sólo no sufren que les hablen alto.<br />
Recuerdo un episodio que me impresionó de modo especial, sobre todo porque marcaba<br />
bien a las claras– el talante del capitán <strong>Alatriste</strong>. Juan Vicuña, que había sido sargento<br />
de caballos cuando el desastre de nuestros tercios en las dunas de Nieuport –triste la<br />
madre que allí tuvo hijo–, describió varias veces, componiendo trozos de pan y jarras de<br />
vino sobre la mesa de la taberna del Turco, la derrota sufrida por los españoles. Él, mi<br />
padre y Diego <strong>Alatriste</strong> habían sido de los afortunados que llegaron a ver ponerse el sol<br />
en aquella funesta jornada; cosa que no puede decirse de los 5.000 compatriotas,<br />
incluidos 150 jefes y capitanes, que dejaron la piel frente a holandeses, ingleses y<br />
franceses; que aunque a menudo guerreaban entre si, no tenían reparo en coaligarse<br />
unos con otros cuando se trataba de jodernos bien. En Nieuport les salió a pedir de boca:<br />
era muerto el maestre de campo Don Gaspar Zapena, y apresados el almirante de<br />
Aragón y otros jefes principales. Ya nuestras tropas en desbandada, Juan Vicuña, caídos<br />
todos sus oficiales, herido él mismo en el brazo que perdería de gangrena semanas más<br />
tarde, se retiró con su diezmada compañía junto a los restos de las tropas extranjeras<br />
aliadas. Y contaba Vicuña que, al mirar por última vez atrás antes de escapar a uña de<br />
caballo, vio cómo el veterano Tercio Viejo de Cartagena –en cuyas filas formaban mi<br />
padre y <strong>Alatriste</strong>– intentaba abandonar el campo de batalla sembrado de cadáveres,<br />
entre una turba de enemigos que lo arcabuceaban y acribillaban con mosquetes y<br />
artillería. Había muertos, agonizantes y fugitivos hasta donde abarcaba la vista, refería<br />
Vicuña. Y en pleno desastre, bajo el sol abrasador que deslumbraba las dunas de arena,<br />
entre el fuerte viento y los remolinos que lo cubrían de humo y polvo, las compañías del<br />
viejo Tercio, erizadas de picas, formadas en cuadro alrededor de sus banderas<br />
desgarradas por la metralla, escupiendo mosquetazos por los cuatro costados, se<br />
retiraban muy despacio sin romper la formación, impávidas, estrechando filas después
de cada brecha abierta por la artillería enemiga que no osaba acercárseles. En los altos,<br />
los soldados conversaban en calma con sus oficiales y luego volvían a ponerse en<br />
marcha sin dejar de batirse, terribles incluso en la derrota; cerrados y serenos como si<br />
estuvieran en un desfile, al paso que les marcaba el lentísimo redoble de sus tambores.<br />
–<strong>El</strong> Tercio de Cartagena llegó a Nieuport al anochecer –concluía Vicuña, moviendo con<br />
su única mano los últimos trozos de pan y jarras que quedaban sobre la mesa–. Siempre<br />
al paso y sin apresurarse: setecientos de los mil ciento cincuenta hombres que habían<br />
empezado la batalla... Lope Balboa y Diego <strong>Alatriste</strong> venían con ellos, negros de<br />
pólvora, sedientos, exhaustos. Se habían salvado por no romper la formación; por<br />
mantener la sangre fría en medio del desastre general. ¿Y saben vuestras mercedes lo<br />
que respondió Diego cuando acudí a darle un abrazo, felicitándolo por seguir vivo?...<br />
Pues me miró con esos ojos suyos, helados como los malditos canales holandeses, y<br />
dijo: «Estábamos demasiado cansados para correr».<br />
No fueron a buscarlo de noche, como esperaba, sino a la atardecida y de modo más o<br />
menos oficial. Llamaron a la puerta, y cuando abrí encontré en ella la recia figura del<br />
teniente de alguaciles Martín Saldaña. Había corchetes acompañándolo en la escalera y<br />
el patio –conté media docena– y algunos llevaban las espadas desenvainadas.<br />
Entró Saldaña, solo, bien herrado el cinto de armas, y cerró la puerta tras de sí<br />
conservando puesto el sombrero y la espada en el tahalí. <strong>Alatriste</strong>, en mangas de camisa,<br />
se había levantado y aguardaba en el centro de la habitación. En ese momento apartaba<br />
la mano de su daga, que había requerido con presteza al oír los golpes.<br />
–Por la sangre de Cristo, Diego, que me lo pones fácil –dijo Saldaña, malhumorado,<br />
haciendo como que no veía las dos pistolas de chispa puestas sobre la mesa–. Podías<br />
haberte ido de Madrid, al menos. O cambiar de casa.<br />
–No te esperaba a ti.<br />
–Imagino que no me esperabas a mí –Saldaña le dirigió al fin un breve vistazo a las<br />
pistolas, dio unos pasos por la habitación, se quitó el sombrero y lo puso sobre ellas,<br />
cubriéndolas–. Aunque esperases a alguien.<br />
–¿Qué se supone que he hecho?<br />
Yo estaba asomado a la puerta del otro cuarto, inquieto por todo aquello. Saldaña me<br />
miró un momento y luego dio unos pasos por la habitación. También él había sido<br />
amigo de mi padre, en Flandes.<br />
–Que me parta un rayo si lo sé –le dijo al capitán–. Mis órdenes son llevarte detenido, o<br />
muerto si opones resistencia.<br />
–¿De qué se me acusa?<br />
<strong>El</strong> teniente de alguaciles encogió los hombros, evasivo.<br />
–No se te acusa. Alguien quiere hablar contigo.<br />
–¿Quién dio esa orden?<br />
–No es de tu incumbencia. Me la dieron, y sobra –se había vuelto a mirarlo con fastidio,<br />
como echándole en cara verse en tal compromiso–... ¿Se puede saber qué pasa, Diego?<br />
No imaginas lo que tienes encima.<br />
<strong>Alatriste</strong> le dirigió una sonrisa torcida, sin rastro de humor.<br />
–Me limité a aceptar el trabajo que tú me recomendaste.<br />
–¡Pues maldita sea la hora y maldita sea mi estampa! –Saldaña emitió un largo y rudo<br />
suspiro–... Voto a Dios que quienes te emplearon no parecen satisfechos con la<br />
ejecución del negocio.<br />
–Es que era demasiado sucio, Martín.<br />
–¿Sucio?... ¿Y qué importa eso? No recuerdo haber hecho un trabajo limpio en los<br />
últimos treinta años. Ni creo que tú tampoco.<br />
–Era sucio hasta para nosotros.
–No sigas –Saldaña levantaba las manos, alejando la tentación de averiguar más–. No<br />
quiero saber nada de nada. En estos tiempos, saber de más es peor que saber de menos...<br />
–miró de nuevo a <strong>Alatriste</strong>, incómodo y decidido al mismo tiempo– ¿Vas a venir por las<br />
buenas, o no?<br />
–¿Cuáles son mis naipes?<br />
Saldaña lo consideró mentalmente. Hacerlo no le llevó mucho tiempo.<br />
–Bueno –concluyó–. Puedo demorarme aquí mientras pruebas suerte con la gente que<br />
tengo ahí afuera... No tienen muy buen puño, pero son seis; y dudo que ni tan siquiera tú<br />
llegues a la calle sin, al menos, un par de buenas cuchilladas en el cuerpo y algún<br />
pistoletazo.<br />
–¿Y el trayecto?<br />
–En coche cerrado, así que olvídalo. Tenías que haberte largado antes de que<br />
viniéramos, hombre. Has tenido tiempo de sobra para hacerlo –la mirada que Saldaña le<br />
dirigió al capitán estaba cargada de reproches–... ¡Que se condene mi alma si esperaba<br />
encontrarte aquí!<br />
–¿Dónde vas a llevarme?<br />
–No te lo puedo decir. En realidad he dicho mucho más de lo que debo –yo seguía en la<br />
puerta del otro cuarto, muy callado y quieto, y el teniente de alguaciles reparó en mí por<br />
segunda vez–... ¿Quieres que me ocupe del muchacho?<br />
–No, déjalo –<strong>Alatriste</strong> ni me miró, absorto en sus reflexiones–. Ya lo hará la Lebrijana.<br />
–Como quieras. ¿Vas a venir?<br />
–Dime dónde vamos, Martín.<br />
Movió el otro la cabeza, hosco.<br />
–Ya te he dicho que no puedo.<br />
–No es a la cárcel de Corte, ¿verdad?<br />
<strong>El</strong> silencio de Saldaña fue elocuente. Entonces vi dibujarse en la cara del capitán<br />
<strong>Alatriste</strong> aquella mueca que a menudo le hacía las veces de sonrisa.<br />
–¿Tienes que matarme? –preguntó, sereno.<br />
Saldaña volvió a negar con la cabeza.<br />
–No. Te doy mi palabra de que las órdenes son llevarte vivo si no te resistes. Otra cosa<br />
es que después te dejen salir de donde yo te lleve... Pero entonces habrás dejado de ser<br />
asunto mío.<br />
–Si no les importara el revuelo, me habrían despachado aquí mismo –<strong>Alatriste</strong> se<br />
deslizó un dedo índice por delante del cuello, imitando el movimiento de un cuchillo–.<br />
Te mandan porque quieren sigilo oficial... Detenido, interrogado, dicen que puesto en<br />
libertad después, etcétera. Y en el entretanto, vayan vuestras mercedes a saber.<br />
Sin rodeos, Saldaña se mostró de acuerdo.<br />
–Eso creo yo –dijo, ecuánime–. Me extraña que no medien acusaciones, que verdaderas<br />
o falsas son lo más fácil de preparar en este mundo. Quizá temen que hables en<br />
público... En realidad, mis órdenes me prohíben cambiar una sola palabra contigo.<br />
Tampoco quieren que registre tu nombre en el libro de detenidos... ¡Cuerpo de Dios!<br />
–Déjame llevar un arma, Martín.<br />
<strong>El</strong> teniente de alguaciles miró a <strong>Alatriste</strong>, boquiabierto.<br />
–Ni hablar –dijo, tras una larga pausa.<br />
Con gesto deliberadamente lento, el capitán había sacado la cuchilla de matarife y se la<br />
mostraba.<br />
–Sólo ésta.<br />
–Estás loco. ¿Me tomas por un imbécil?<br />
<strong>Alatriste</strong> hizo un gesto negativo.
–Quieren asesinarme –dijo, con sencillez–. Eso no es grave en este oficio; ocurre tarde o<br />
temprano. Pero no me gusta poner las cosas fáciles –de nuevo afloró la mueca parecida<br />
a una sonrisa–––. Te juro que no la usaré contra ti.<br />
Saldaña se rascó la barba de soldado viejo. <strong>El</strong> tajo que ésta le tapaba, y que le iba desde<br />
la boca a la oreja derecha, se lo habían hecho los holandeses en el asedio de Ostende,<br />
cuando el asalto a los reductos del Caballo y de la Cortina. Entre sus compañeros de<br />
aquella jornada, y de algunas más, se contaba Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Ni contra ninguno de mis hombres –dijo Saldaña, al cabo.<br />
–Jurado.<br />
Todavía dudó un poco el teniente de alguaciles. Al cabo se volvió de espaldas,<br />
blasfemando entre dientes, mientras el capitán escondía la cuchilla de matarife en la<br />
caña de una bota.<br />
–Maldita sea, Diego –dijo Saldaña, por fin–. Vámonos de una condenada vez.<br />
Se fueron sin más conversación. <strong>El</strong> capitán no quiso llevar capa, por verse más<br />
desembarazado, y Martín Saldaña estuvo de acuerdo. También le permitió ponerse el<br />
coleto de piel de búfalo sobre el jubón. «Te abrigará del frío», había dicho el veterano<br />
teniente disimulando una sonrisa. En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con<br />
Caridad la Lebrijana. Apenas bajaron la escalera, sin pensarlo dos veces cogí las<br />
pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo<br />
con la capa, me lo puse bajo el brazo y corrí tras ellos.<br />
Apenas quedaba día en el cielo de Madrid; si acaso alguna claridad recortando tejados y<br />
campanarios hacia la ribera del Manzanares y el Alcázar Real. Y así, entre dos luces,<br />
con las sombras adueñándose poco a poco de las calles, anduve siguiendo de lejos el<br />
carruaje, cerrado y con tiro de cuatro mulas, donde Martín Saldañia y sus corchetes se<br />
llevaban al capitán. Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo<br />
abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron<br />
hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las<br />
afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar<br />
que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de<br />
las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba<br />
tranquilizador en absoluto.<br />
Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos<br />
pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra<br />
cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. Los estuve observando,<br />
jadeante, escondido junto al guardacantón de una esquina con mi atado bajo el brazo.<br />
De ese modo vi bajar a <strong>Alatriste</strong>, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y<br />
los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de<br />
allí. Aquello me inquietó, pues ignoraba quién más podía estar dentro. Acercarme era<br />
excusado, pues corría riesgo cierto de que me atraparan. Así que, lleno de angustia pero<br />
paciente como –según le había oído alguna vez al mismo <strong>Alatriste</strong>– debía serlo todo<br />
hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y<br />
me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope<br />
Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi<br />
padre.
VIII. EL PORTILLO DE LAS ÁNIMAS<br />
Aquello parecía un tribunal, y a Diego <strong>Alatriste</strong> no le cupo la menor duda de que lo era.<br />
Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido<br />
poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí,<br />
con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un<br />
candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto<br />
y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien<br />
todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos<br />
emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.<br />
No había más sillas, así que el capitán <strong>Alatriste</strong> permaneció de pie mientras era<br />
interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile<br />
dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo<br />
remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro<br />
envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en<br />
<strong>Alatriste</strong>. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible<br />
de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor,<br />
preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle<br />
tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no<br />
hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él.<br />
Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía<br />
ser. O lo que parecía.<br />
Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre<br />
la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron<br />
durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de<br />
lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de<br />
mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier<br />
vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había<br />
contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por<br />
Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer<br />
cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores<br />
mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los<br />
nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer<br />
nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus<br />
interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán,<br />
contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y<br />
venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón.<br />
De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie,<br />
sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus<br />
respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de<br />
cabeza. <strong>El</strong> coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la<br />
aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los<br />
verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado<br />
a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una
letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en <strong>Alatriste</strong><br />
aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado.<br />
En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre<br />
por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un<br />
carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer<br />
sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó<br />
inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.<br />
–¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de<br />
los herejes?<br />
Tenía gracia, pensó Diego <strong>Alatriste</strong>, calificar como bando de Dios al formado por él<br />
mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras<br />
circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se<br />
limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había<br />
dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su<br />
careta.<br />
–No lo sé –dijo el capitán–. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió<br />
cuartel para él, sino para su compañero.<br />
<strong>El</strong> inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.<br />
–Dios del Cielo –murmuró el fraile.<br />
Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán,<br />
leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que<br />
dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el<br />
enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego <strong>Alatriste</strong> y<br />
Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del<br />
Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar.<br />
Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.<br />
–Pues vuestro compañero de aquella noche –el hombre de la careta hablaba sin dejar de<br />
escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario– no pareció tener tanto<br />
escrúpulo como vos.<br />
–Doy fe –admitió el capitán–. Incluso parecía disfrutar.<br />
<strong>El</strong> enmascarado dejó un momento la pluma en alto para dirigirle una breve mirada<br />
irónica.<br />
–Cuán malvado. ¿Y vos?<br />
–Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio.<br />
–Ya veo –el otro mojó la pluma en el tintero, retornando a su tarea–. Ahora va a resultar<br />
que sois hombre dado a la caridad cristiana...<br />
–Yerra vuestra merced –respondió sereno el capitán–. Soy conocido por hombre más<br />
inclinado a estocadas que a buenos sentimientos.<br />
–Así os recomendaron, por desgracia.<br />
–Y así es, en verdad. Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición,<br />
he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar.<br />
<strong>El</strong> dominico, que durante el anterior diálogo se había mantenido quieto como una<br />
esfinge, dio un respingo, inclinándose después sobre la mesa como si pretendiera<br />
fulminar a <strong>Alatriste</strong> allí mismo, en el acto.<br />
–¿Evitar?... Los soldados sois chusma –declaró, con infinita repugnancia–... Gentuza de<br />
armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis<br />
hablando?... Una vida se os da un ardite.<br />
<strong>El</strong> capitán recibió la andanada en silencio, y sólo al final hizo un encogimiento de<br />
hombros.
–Sin duda tenéis razón –dijo–. Pero hay cosas difíciles de explicar. Yo iba a matar a<br />
aquel inglés. Y lo hubiera hecho, de haberse defendido o pedido clemencia para él...<br />
Pero cuando solicitó gracia lo hizo para el otro.<br />
<strong>El</strong> enmascarado de la cabeza redonda dejó otra vez inmóvil la pluma.<br />
–¿Acaso os revelaron entonces su identidad?<br />
–No, aunque pudieron hacerlo y tal vez salvarse. Lo que ocurre es que fui soldado<br />
durante casi treinta años. He matado y hecho cosas por las que condenaré mi alma...<br />
Pero sé apreciar el gesto de un hombre valiente. Y herejes o no, aquellos jóvenes lo<br />
eran.<br />
–¿Tanta importancia dais al valor?<br />
–A veces es lo único que queda –respondió con sencillez el capitán–. Sobre todo en<br />
tiempos como éstos, cuando hasta las banderas y el nombre de Dios sirven para hacer<br />
negocio.<br />
Si después de aquello esperaba comentarios, no los hubo. <strong>El</strong> enmascarado se limitó a<br />
seguir mirándolo con fijeza.<br />
–Ahora, naturalmente, ya sabéis quiénes son esos dos ingleses.<br />
<strong>Alatriste</strong> guardó silencio, y por fin dejó escapar un corto suspiro.<br />
–¿Me creeríais si lo negara?... Desde ayer lo sabe todo Madrid –miró al dominico y<br />
luego al enmascarado de modo significativo–. Y me alegro de no haber echado eso en<br />
mi conciencia.<br />
Hizo un gesto hosco el del antifaz, cual si pretendiera sacudirse aquello que Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> no había querido echarse encima.<br />
–Nos aburrís con vuestra inoportuna conciencia, capitán.<br />
Era la primera vez que así lo llamaba. Había ironía en el tratamiento, y <strong>Alatriste</strong> frunció<br />
el ceño. No le gustaba aquello.<br />
–Me da igual que os aburra o no –repuso–. A mi no me gusta asesinar a príncipes sin<br />
saber que lo son –se retorcía el mostacho, malhumorado–... Ni que me engañen y<br />
manipulen a mis espaldas.<br />
–¿Y no sentís curiosidad –intervino fray Emilio Bocanegra, que escuchaba con<br />
atención– por saber qué ha decidido a algunos hombres justos a procurar esas<br />
muertes?... ¿A impedir que los malvados sorprendan la buena fe del Rey nuestro señor,<br />
llevándose a una infanta de España como rehén a tierra de herejes?...<br />
<strong>Alatriste</strong> negó despacio con la cabeza.<br />
–No soy curioso. Fíjense vuestras mercedes en que ni siquiera intento averiguar quién<br />
es este caballero tapado con su máscara... –los miró con una seriedad burlona y<br />
insolente–. Ni tampoco ese que, antes de irse la otra noche, exigió que a los señores<br />
John y Thomas Smith sólo se les diera un escarmiento, quitándoseles cartas y<br />
documentos, pero con resguardo de sus vidas.<br />
<strong>El</strong> dominico y el enmascarado quedaron callados unos instantes. Parecían reflexionar.<br />
Fue el enmascarado quien habló por fin, mirándose las uñas manchadas de tinta.<br />
–¿Acaso sospecháis la identidad de ese otro caballero?<br />
–Yo no sospecho nada, pardiez. Me he visto envuelto en algo excesivo para mí, y lo<br />
lamento. Ahora sólo aspiro a salir con el cuello intacto.<br />
–Demasiado tarde –dijo el fraile, en tono tan bajo que le recordó al capitán el siseo de<br />
una serpiente.<br />
–Volviendo a nuestros dos ingleses –apuntó por su parte el enmascarado–. Recordaréis<br />
que, tras la marcha del otro caballero, recibisteis de Su Paternidad fray Emilio y de mí<br />
instrucciones bien distintas...<br />
–Lo recuerdo. Pero también recuerdo que vos mismo parecíais mostrarle una especial<br />
deferencia a aquel otro caballero; y que no discutisteis sus órdenes sino cuando se fue, y
apareció tras el tapiz Su... –<strong>Alatriste</strong> miró de soslayo al inquisidor, que permanecía<br />
impasible como si nada fuera con él– Su Paternidad. También eso pudo influir en mi<br />
decisión de respetar la vida a los ingleses.<br />
–Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.<br />
–Cierto –el capitán echó mano al cinto–. Y helo aquí.<br />
Las monedas de oro rodaron sobre la mesa y quedaron brillando a la luz del candelabro.<br />
Fray Emilio Bocanegra ni siquiera las miró, como si estuvieran malditas. Pero el<br />
enmascarado alargó la mano y las fue contando una a una, colocándolas en dos<br />
pequeños montones junto al tintero.<br />
–Faltan cuatro doblones –dijo.<br />
–Si. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil.<br />
<strong>El</strong> dominico rompió su inmovilidad con ademán de cólera.<br />
–Sois un traidor y un irresponsable –dijo, vibrándole el odio en la voz–. Con vuestros<br />
inoportunos escrúpulos habéis favorecido a los enemigos de Dios y de España. Todo<br />
eso lo purgaréis, os lo prometo, con las peores penas del infierno; pero antes lo pagaréis<br />
bien caro aquí, en la tierra, con vuestra carne mortal –el término mortal parecía serlo<br />
aún más en sus labios fríos y apretados–... Habéis visto demasiado, habéis oído<br />
demasiado, habéis errado demasiado. Vuestra existencia, capitán <strong>Alatriste</strong>, ya no vale<br />
nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie.<br />
Desinteresado de aquella amenaza espantosa, el enmascarado echaba polvos para secar<br />
la tinta del papel. Después dobló y guardó lo escrito, y al hacerlo <strong>Alatriste</strong> volvió a<br />
entrever el extremo de una cruz roja de Calatrava bajo su ropón negro. Observó que<br />
también se guardaba las monedas de oro, aparentemente sin recordar que parte de ellas<br />
habían salido de la bolsa del dominico.<br />
–Podéis iros –le dijo a <strong>Alatriste</strong>, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia.<br />
<strong>El</strong> capitán lo miró, sorprendido.<br />
–¿Libre?<br />
–Es una forma de hablar –terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una<br />
excomunión–. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.<br />
–No embarazan mucho tales pesos –<strong>Alatriste</strong> seguía mirando al uno y al otro, suspicaz–<br />
.. . ¿Es cierto que puedo marcharme así, por las buenas?<br />
–Eso hemos dicho. La ira de Dios sabrá dónde encontraros.<br />
–La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí.<br />
<strong>El</strong> enmascarado y el dominico se habían puesto en pie.<br />
–Nosotros hemos terminado –dijo el primero.<br />
<strong>Alatriste</strong> escrutaba la faz de sus interlocutores. <strong>El</strong> candelabro les imprimía, desde abajo,<br />
inquietantes sombras.<br />
–No me lo creo –concluyó–. Después de haberme traído aquí.<br />
–Eso –zanjó el enmascarado– ya no es asunto nuestro.<br />
Salieron llevándose el candelabro, y Diego <strong>Alatriste</strong> tuvo tiempo de ver la mirada<br />
terrible que el dominico le dirigió desde el umbral antes de meter las manos en las<br />
mangas del hábito y desaparecer como una sombra con su acompañante. De modo<br />
instintivo, el capitán llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba al cinto.<br />
–¿Dónde está la trampa, voto a Dios?<br />
Preguntó inútilmente, midiendo a largos pasos la habitación vacía. No hubo respuesta.<br />
Entonces vino a su memoria la cuchilla de matarife que llevaba en la caña de una bota.<br />
Se inclinó para sacarla de allí y la empuñó con firmeza, aguardando la acometida de los<br />
verdugos que, sin duda, iban a caer acto seguido sobre él. Pero no vino nadie. Todos se<br />
habían ido y estaba inexplicablemente solo, en la habitación iluminada por el rectángulo<br />
de claridad de luna que entraba por la ventana.
No sé cuánto tiempo aguardé afuera, fundido con la oscuridad e inmóvil tras el<br />
guardacantón de la esquina. Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para<br />
quitarme un poco el frío –había ido tras el coche de Martín Saldaña y sus corchetes con<br />
sólo mi jubón y unas calzas–, y de ese modo estuve mucho rato, apretando los dientes<br />
para que no castañetearan. Al cabo, viendo que ni el capitán ni nadie salían de la casa,<br />
empecé a preocuparme. No podía creer que Saldaña hubiera asesinado a mi amo, pero<br />
en aquella ciudad y en aquel tiempo todo era posible. La idea me inquietó en serio.<br />
Cuando me fijaba bien, por una de las ventanas parecía asomar un resquicio de luz,<br />
como si alguien estuviese dentro con una lámpara; pero desde mí posición resultaba<br />
imposible comprobarlo. Así que decidí acercarme con cuidado, a echar un vistazo.<br />
Iba a hacer la descubierta cuando, por una de esas inspiraciones a las que a veces<br />
debemos la vida, advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa<br />
vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las<br />
sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. Así que, sobrecogido, reprimí<br />
mi impaciencia y permanecí en vilo, sin quitar ojo. Al cabo de un rato movióse de<br />
nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido<br />
suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí–ta–ta. Y oírla me heló la<br />
sangre en las venas.<br />
Eran al menos dos, decidí al cabo de un rato de escudriñar las tinieblas que llenaban el<br />
Portillo de las Ánimas. Uno, escondido en el zaguán más cercano, era la sombra que<br />
había visto moverse al principio. <strong>El</strong> otro, que había silbado, se encontraba más lejos,<br />
cubriendo el ángulo de la plaza que daba a la tapia del matadero. <strong>El</strong> lugar tenía tres<br />
salidas, así que durante un rato me apliqué a vigilar la tercera; y por fin, cuando una<br />
nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su<br />
contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina.<br />
<strong>El</strong> negocio estaba claro y aparentaba mal cariz; más yo no tenía medio de recorrer los<br />
treinta pasos que distaba la casa sin que me vieran. Cavilando en ello, deshice cauto el<br />
fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido<br />
por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia,<br />
podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance.<br />
Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. Así que, como tantas<br />
veces lo había visto hacer al capitán, comprobé a tientas que la piedra de chispa estaba<br />
en su sitio y eché hacia atrás, procurando ahogar su chasquido con la capa, la llave para<br />
montar el perrillo que la disparaba. Después me la puse entre el jubón y la camisa,<br />
monté la segunda y estuve con ella en la mano, teniendo la espada en la otra. La capa,<br />
desembarazada por fin, la puse sobre mis hombros. De ese modo volví a quedarme<br />
quieto, aguardando.<br />
No fue mucho tiempo más. Una luz brilló en el enorme zaguán de la casa, apagándose<br />
luego, y un carruaje pequeño asomó por una de las salidas de la plazuela. Junto a él se<br />
destacó una silueta negra que se aproximó al zaguán, y durante un brevísimo instante<br />
conferenció allí con otras dos sombras que acababan de aparecer. Después la silueta<br />
negra regresó a su esquina, las sombras subieron al carruaje, y éste pasó con sus mulas<br />
negras y la presencia fúnebre de un cochero en el pescante, casi rozándome, antes de<br />
alejarse en la oscuridad.<br />
No tuve holgura para reflexionar sobre el misterioso carruaje. Aún sonaba el eco de los<br />
cascos de las mulas, cuando en el lugar donde estaba apostada la silueta negra sonó un<br />
nuevo silbido, otra vez aquel tirurí–ta–ta, y de la sombra más cercana llegóme el sonido<br />
inconfundible de una espada saliendo despacio de su vaina. Rogué desesperadamente a<br />
Dios que apartase otra vez las nubes que cubrían la luna, y me permitiera ver mejor.<br />
Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla; nuestro Sumo Hacedor debía de
andar ocupándose en otros menesteres, pues las nubes siguieron en su sitio. Empecé a<br />
perder la cabeza, y todo me daba vueltas. De modo que dejé caer la capa y me puse en<br />
pie, intentando alcanzar mejor lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces la silueta del<br />
capitán <strong>Alatriste</strong> apareció en el zaguán.<br />
A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. La sombra que estaba más<br />
cerca de mí se destacó de su resguardo, moviéndose hacia Diego <strong>Alatriste</strong> casi al mismo<br />
tiempo que yo. Contuve el aliento mientras daba hacia ella, inadvertida de mi presencia,<br />
uno, dos, tres pasos. En ese momento Dios quiso parar mientes en mí, y apartó la nube;<br />
y pude distinguir bien, a la escasa luz de la luna turca, la espalda de un hombre fornido<br />
que avanzaba con el acero desnudo en la mano. Y por el rabillo del ojo vi a otros dos<br />
que se destacaban desde las esquinas de la plaza. Y mientras, con la espada del capitán<br />
en la zurda, alzaba la diestra armada con la pistola, vi también que Diego <strong>Alatriste</strong> se<br />
había detenido en mitad de la plazuela y en su mano brillaba el pequeño destello<br />
metálico de su inútil cuchilla de matarife. Entonces di dos pasos más, y ya tenía<br />
prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba<br />
delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro<br />
cuando apreté el gatillo y salió el pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara<br />
desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las<br />
Ánimas.<br />
<strong>El</strong> resto fue aún más rápido. Grité, o creí hacerlo, en parte para alertar al capitán, en<br />
parte por el terrible dolor del retroceso del arma, que casi me descoyunta el brazo. Pero<br />
el capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada por encima<br />
del hombre que estaba ante mí –o por encima del lugar donde había estado el hombre<br />
que antes se hallaba ante mí–, ya saltaba hacia ella, apartándose para evitar que lo<br />
lastimara, y empuñóla apenas tocó el suelo. Entonces la luna volvió a ocultarse tras una<br />
nube, yo dejé caer la pistola descargada, saqué del jubón la otra y, vuelto hacia las dos<br />
sombras que cerraban sobre el capitán, apunté, sosteniendo el arma con ambas manos.<br />
Pero me temblaban tanto que el segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío,<br />
mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el<br />
fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán<br />
<strong>Alatriste</strong> que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> los había visto acercarse un momento antes del primer pistoletazo.<br />
Cierto es que apenas salió a la calle aguardaba algo como aquello, y conocía lo vano del<br />
intento de vender cara su piel con la ridícula cuchilla. <strong>El</strong> fogonazo del arma lo<br />
desconcertó tanto como a los otros, y en un primer momento creyó ser objeto de éste.<br />
Luego oyó mi grito, y todavía sin comprender cómo diablos andaba yo a tan menguada<br />
hora en aquel paraje, vio venir su espada por el aire como caída del cielo. En un abrir y<br />
cerrar de ojos se había hecho con ella, justo a tiempo de enfrentarse a los aceros que lo<br />
requerían con saña. Fue el resplandor del segundo disparo el que le permitió hacerse<br />
idea de la situación, una vez la bala pasó zurreando orejas entre sus atacantes y él; y<br />
pudo así afirmarse contra ellos, conociendo que uno lo acosaba desde la zurda y otro por<br />
el frente, en un ángulo aproximado de noventa grados, de modo que el que tenía ante sí<br />
obraba para fijarlo en esa postura, mientras el segundo aprovechaba para intentar<br />
largarle una cuchillada mortal hacia el costado izquierdo o el vientre. Se había visto en<br />
situación parecida otras veces, y no era fácil batirse contra uno, cubriéndose del otro con<br />
sólo la mano izquierda armada de la corta cuchilla. Su destreza consistió en girar cada<br />
vez bruscamente a diestra y siniestra para ofrecerles menos espacio, aunque el cuidado<br />
lo obligaba a hacerlo más a la izquierda que a la derecha. Seguían ellos cerrándole a<br />
cada movimiento, de modo que a la docena de fintas y estocadas ya habían descrito un<br />
círculo completo a su alrededor. Dos cuchilladas de través resbalaron sobre el coleto de
piel de búfalo. <strong>El</strong> cling clang de las toledanas resonaba a lo largo y ancho de la plazuela,<br />
y no dudo que, de ser lugar más habitado, entre ellas y mis pistoletazos habrían llenado<br />
las ventanas de gente. Entonces, la suerte, que como fortuna de armas socorre a quien se<br />
mantiene lúcido y firme, vino en auxilio de Diego <strong>Alatriste</strong>; pues quiso Dios que una de<br />
sus estocadas entrase por los gavilanes de la guarda hasta los dedos o la muñeca de un<br />
adversario, quien al sentirse herido se retiró dos pasos con un por vida de. Para cuando<br />
se rehizo, <strong>Alatriste</strong> ya había lanzado tres mandobles como tres relámpagos sobre el otro<br />
contrario, a quien la violencia del asalto hizo perder pie y retroceder a su vez. Aquello<br />
bastó al capitán para afirmarse de nuevo con serenidad, y cuando el tocado en la mano<br />
acudió de nuevo, el capitán soltó la cuchilla de la zurda, se protegió la cara con la palma<br />
abierta, y lanzándose a fondo le metió una buena cuarta de acero en el pecho. <strong>El</strong><br />
impulso del otro hizo el resto, y él mismo se pasó de parte a parte mientras soltaba el<br />
arma con un ¡Jesús! y ésta sonaba, metálica, en el suelo a espaldas del capitán.<br />
<strong>El</strong> segundo espadachín, que ya acudía, se detuvo en seco. <strong>Alatriste</strong> tiró hacia atrás para<br />
sacar la espada clavada en el primero, que cayó como un fardo, y se encaró con su<br />
último enemigo, intentando recobrar el aliento. Las nubes se habían apartado lo<br />
suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.<br />
–Ya estamos parejos –dijo el capitán, entrecortado el resuello.<br />
–Que me place –repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y<br />
aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y<br />
no vista como el ataque de un áspid. <strong>El</strong> capitán, que bien había estudiado al italiano<br />
cuando los dos ingleses, y la esperaba, hurtó el cuerpo, opuso la mano izquierda para<br />
eludirla, y el acero enemigo se deslizó en el vacío; aunque, al retroceder, sintió una<br />
cuchillada de daga en el dorso de la mano. Confiando en que el italiano no le hubiera<br />
cortado ningún tendón, cruzó el brazo derecho con el puño alto y la espada hacia abajo,<br />
apartando con un seco tintineo la espada que volvía a la carga en una segunda estocada,<br />
tan asombrosa y hábil como la primera. Retrocedió un paso el italiano y de nuevo<br />
quedaron quietos uno frente a otro, respirando ruidosamente. La fatiga empezaba a<br />
hacer mella en ambos. <strong>El</strong> capitán movió los dedos de la mano herida, comprobando<br />
aliviado que respondían: los tendones estaban intactos. Sentía la sangre gotear lenta y<br />
cálida, dedos abajo.<br />
–¿Hay arreglo posible? –preguntó.<br />
<strong>El</strong> otro estuvo un poco en silencio. Después movió la cabeza.<br />
–No –dijo–. Fuisteis demasiado imprudente la otra noche.<br />
Su voz opaca sonaba cansada, y el capitán imaginó que estaba tan harto de todo aquello<br />
como él mismo.<br />
–¿Y ahora?<br />
–Ahora es vuestra cabeza o la mía.<br />
Sobrevino un nuevo silencio. <strong>El</strong> otro se movió un poco y <strong>Alatriste</strong> lo hizo también, sin<br />
relajar la guardia. Giraron muy despacio el uno ante el otro, midiéndose. Bajo el coleto<br />
de búfalo, el capitán notaba la camisa empapada en sudor.<br />
–¿Puedo conocer vuestro nombre?<br />
–No viene al caso.<br />
–Lo ocultáis, pues, como un bellaco.<br />
Sonó la risa áspera del italiano.<br />
–Tal vez. Pero soy un bellaco vivo. Y vos estáis muerto, capitán <strong>Alatriste</strong>.<br />
–No será esta noche.<br />
<strong>El</strong> adversario pareció considerar la situación. Le dirigió un vistazo al cuerpo inerte del<br />
otro espadachín. Después miró hacia donde yo estaba, aún en el suelo, cerca del tercer
esbirro que se removía débilmente en tierra. Debía de estar muy malherido por el<br />
pistoletazo, pues lo oíamos gemir en voz baja, pidiendo confesión.<br />
–No –concluyó el italiano–. Creo que tenéis razón. Esta noche no me acomoda.<br />
Dicho esto amagó el gesto de irse, y en el mismo movimiento hizo saltar en su mano<br />
izquierda la daga del puño a la hoja, lanzándola con rápida precisión contra el capitán,<br />
que la esquivó de milagro.<br />
–Hideputa –masculló <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Voto a Dios –respondió el otro–. No esperaríais que os pidiera licencia.<br />
Después de aquello estuvieron quietos otra vez durante un corto rato, observándose<br />
atentos. Al cabo el italiano hizo un pequeño movimiento, <strong>Alatriste</strong> respondió con otro, y<br />
todavía alzaron prudentes las espadas, rozándolas con un leve cling metálico, antes de<br />
abatirlas de nuevo.<br />
–Por Belcebú –suspiró al fin roncamente el italiano– que no hay dos sin tres.<br />
Y empezó a caminar hacia atrás sin perderle la cara al capitán, alejándose muy despacio,<br />
interpuesto el acero. Sólo al final, casi en la esquina, se decidió a volver la espalda.<br />
–Por cierto –dijo cuando estaba a punto de desaparecer entre las sombras–. Mi nombre<br />
es Gualterio Malatesta, ¿lo oís?... Y soy de Palermo... ¡Quiero que lo recordéis bien<br />
cuando os mate!<br />
<strong>El</strong> hombre malherido por el pistoletazo seguía pidiendo confesión. Tenía un gran<br />
destrozo en el hombro, y el hueso de la clavícula rota asomaba por la herida, astillado.<br />
Iba a tardar poco antes que el Diablo quedara bien servido. Diego <strong>Alatriste</strong> le echó un<br />
vistazo rápido, indiferente, registró su faltriquera como había hecho antes con el muerto,<br />
y luego vino hasta mí, arrodillándose a mi lado. No dio las gracias, ni dijo nada de todo<br />
lo que se supone debería decir alguien cuando un muchacho de trece años le ha salvado<br />
la vida. Sólo preguntó si estaba bien; y cuando respondí que sí, colocóse la espada bajo<br />
un brazo y, pasando el otro bajo mis hombros, me ayudó a incorporar. Al hacerlo, el<br />
mostacho rozó un instante mi cara, y vi que sus ojos, más claros que nunca a la luz de la<br />
luna, me observaban con extraña fijeza, cual si me conociesen por primera vez.<br />
Gimió de nuevo el moribundo, tornando a pedir confesión. Volvióse un instante el<br />
capitán, y lo vi reflexionar.<br />
–Llégate a San Andrés –dijo al cabo– y busca a un cura para ese desgraciado.<br />
Lo miré indeciso, pareciéndome adivinar en su rostro una mueca malhumorada y<br />
amarga.<br />
–Se llama Ordóñez –añadió–. Lo conozco de Flandes.<br />
Después cogió del suelo las pistolas y echó a andar. Antes de cumplir su orden, fui hasta<br />
el guardacantón en busca de la capa, y luego corrí tras él y se la di. La terció sobre el<br />
hombro mientras alzaba una mano para tocarme levemente una mejilla, con un roce de<br />
afecto desusado en él. Y me seguía mirando como antes, cuando había preguntado si<br />
estaba bien. Y yo, entre avergonzado y orgulloso, sentí, en la cara, deslizarse una gota<br />
de sangre de su mano herida.
IX. LAS GRADAS DE SAN FELIPE<br />
Después de aquella noche toledana hubo unos días de calma. Pero como Diego <strong>Alatriste</strong><br />
seguía empeñado en no salir de la ciudad ni esconderse, vivíamos en perpetua vigilia,<br />
cual si estuviéramos en campana. Mantenerse vivo, descubrí durante esos días, da<br />
muchas más fatigas que dejarse morir, y requiere los cinco sentidos. <strong>El</strong> capitán dormía<br />
más de día que de noche, y al menor ruido, un gato en el tejado o un peldaño de madera<br />
que crujiese en la escalera, yo me despertaba en mi cama para verlo en camisa,<br />
incorporado en la suya con la vizcaína o una pistola en la mano. Tras la escaramuza del<br />
Portillo de las Ánimas había intentado mandarme una temporada de vuelta con mi<br />
madre, o a casa de algún amigo; pero dije que no pensaba abandonar el campo, que su<br />
suerte era la mía, y que si yo había sido capaz de dar dos pistoletazos, igual podía dar<br />
otros veinte, si se terciaba. Estado de ánimo que reforcé expresando mi decisión de<br />
fugarme, fuera cual fuese el lugar a donde me enviara. Desconozco si <strong>Alatriste</strong> apreció<br />
mi decisión o no lo hizo, pues ya he contado que no era hombre aficionado a expresar<br />
sus sentimientos. Pero logré, al menos, que se encogiera de hombros y no volviera a<br />
plantear el asunto. Por cierto que al día siguiente encontré sobre mi almohada una buena<br />
daga, recién comprada en la calle de los Espaderos: mango damasquinado, cruz de acero<br />
y una cuarta larga de hoja de buen temple, fina y con doble filo. Una daga de esas que<br />
nuestros abuelos llamaban de misericordia, pues con ellas solía rematarse,<br />
introduciéndolas por resquicios de la armadura o la celada, a los caballeros caídos en<br />
tierra durante un combate. Aquel arma blanca fue la primera que poseí en mi vida; y la<br />
conservé con mucho aprecio durante veinte años hasta que un día, en Rocrol, tuve que<br />
dejarla clavada entre las junturas del coselete de un francés. Que no es, por cierto, mal<br />
fin para una buena daga como ésa.<br />
Mientras nosotros dormíamos con un ojo abierto y recelábamos hasta de nuestras<br />
sombras, Madrid ardía en fiestas con la venida del príncipe de Gales, acontecimiento<br />
que ya era oficial. Siguieron días de cabalgatas, saraos en el real Alcázar, banquetes,<br />
recepciones, máscaras, y una fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor que recuerdo<br />
como uno de los espectáculos más lucidos que en su género conoció el Madrid de los<br />
Austrias, con los mejores caballeros de la Corte –entre ellos nuestro joven Rey–,<br />
corriendo cañas y alanceando toros de Jarama en un alarde de apostura y valor. Ésta de<br />
los toros era, como lo sigue siendo hoy en día, fiesta favorita del pueblo de Madrid y de<br />
no pocos lugares de España; y el propio Rey y nuestra bella reina Isabel, aunque hija del<br />
gran Enrique IV el Bearnés y por tanto francesa, salían muy aficionados. Mi señor el<br />
Cuarto Felipe, cual resulta sabido, era galán jinete y buen tirador, aficionado a la caza y<br />
a los caballos –una vez perdió uno matando en una sola jornada tres jabalíes con su<br />
propia mano–, y así lo inmortalizó en sus lienzos Don Diego Velázquez, igual que en<br />
verso hiciéronlo muchos autores y poetas, como Lope, Don Francisco de Quevedo, o<br />
Don Pedro Calderón de la Barca en aquella comedia célebre, La banda y la flor:<br />
¿Diré qué galán bridón,<br />
calzadas botas y espuelas,<br />
airoso el brazo, la mano<br />
baja, ajustada la rienda,
terciada la capa, el cuerpo<br />
igual y la vista atenta<br />
paseó galán las calles<br />
al estribo de la reina?<br />
Ya he dicho en alguna parte que a sus dieciocho o veinte años nuestro buen Rey era, y<br />
lo fue durante mucho tiempo, simpático, mujeriego, gallardo y querido por su pueblo:<br />
ese buen y desgraciado pueblo español que siempre consideró a sus reyes los más justos<br />
y magnánimos de la tierra, incluso a pesar de que su poderío declinaba, que el reinado<br />
del anterior Rey Don Felipe III había sido breve pero funesto en manos de un favorito<br />
incompetente y venal, y también pese a que nuestro joven monarca, cumplido caballero<br />
pero abúlico e incapaz para los negocios de gobierno, estaba a merced de los aciertos y<br />
errores –y hubo más de los segundos que de los primeros– del conde y más tarde duque<br />
de Olivares. Mucho ha cambiado desde entonces el pueblo español, o lo que de él queda<br />
como tal. Al orgullo y la admiración por sus reyes siguió el menosprecio; al entusiasmo,<br />
la acerba crítica; a los sueños de grandeza, la depresión más profunda y el pesimismo<br />
general. Recuerdo bien, y creo sucedió durante la fiesta de toros del príncipe de Gales o<br />
en alguna posterior, que uno de los animales, por su bravura, no podía ser desjarretado<br />
ni reducido; y nadie, ni siquiera las guardias española, borgoñona y tudesca que<br />
guarnecían el recinto, osaba acercarse a él. Entonces, desde el balcón de la Casa de la<br />
Panadería, nuestro Rey Don Felipe, con tranquilo continente, pidió un arcabuz a uno de<br />
los guardias, y sin perder la mesura real ni alterar el semblante con ademanes, lo tomó<br />
galán, bajó a la plaza, compuso la capa con brío, requirió el sombrero con despejo, e<br />
hizo la puntería de modo que encarar el arma, salir el disparo y morir el toro fue todo<br />
uno. <strong>El</strong> entusiasmo del público se desbordó en aplausos y vítores, y se habló de aquello<br />
durante meses, tanto en prosa como en verso: Calderón, Hurtado de Mendoza, Alarcón,<br />
Vélez de Guevara, Rojas, Saavedra Fajardo, el propio Don Francisco de Quevedo y<br />
todos los que en la Corte eran capaces de mojar una pluma, invocaron a las musas para<br />
inmortalizar el lance y adular al monarca, comparándolo ora con Júpiter fulminando el<br />
rayo, ora con Teseo matando al toro de Maratón. Recuerdo que el celebrado soneto de<br />
Don Francisco empezaba diciendo:<br />
En dar al robador de Europa muerte<br />
de quien eres señor monarca ibero...<br />
Y hasta el gran Lope escribió, dirigiéndose al cornúpeta liquidado por la mano regia:<br />
Dichosa y desdichada fue tu suerte,<br />
pues, como no te dio razón la vida,<br />
no sabes lo que debes a tu muerte.<br />
Y eso que Lope a tales alturas no necesitaba darle jabón a nadie. Para que vean vuestras<br />
mercedes lo que son las cosas, y lo que somos España y los españoles, y cómo aquí se<br />
abusó siempre de nuestras buenas gentes, y lo fácil que es ganarlas por su impulso<br />
generoso, empujándonos al abismo por maldad o por incompetencia, cuando siempre<br />
merecimos mejor suerte. Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y<br />
gloriosos tercios y hubiera recobrado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su<br />
ministro Richelieu, limpiado el Atlántico de piratas y el mediterráneo de turcos,<br />
invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torre de Londres y en la Sublime<br />
Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hecho de
matar un toro con personal donaire... ¡Cuán distinto de aquel otro Felipe Cuarto que yo<br />
mismo habría de escoltar treinta años después, viudo y con hijos muertos o enclenques y<br />
degenerados, en lenta comitiva a través de una España desierta, devastada por las<br />
guerras, el hambre y la miseria, tibiamente vitoreado por los pocos infelices campesinos<br />
que aún quedaban para acercarse al borde del camino! Enlutado, envejecido, cabizbajo,<br />
rumbo a la frontera del Bidasoa para consumar la humillación de entregar a su hija en<br />
matrimonio a un Rey francés, y firmar así el acta de defunción de aquella infeliz España<br />
a la que había llevado al desastre, gastando el oro y la plata de América en festejos<br />
vanos, en enriquecer a funcionarios, clérigos, nobles y validos corruptos, y en llenar con<br />
tumbas de hombres valientes los campos de batalla de medía Europa.<br />
Pero de nada aprovecha adelantar años ni acontecimientos. <strong>El</strong> tiempo que relato aún<br />
estaba lejos de tan funesto futuro, y Madrid era todavía la capital de las Españas y del<br />
mundo. Aquellos días, como las semanas que siguieron y los meses que duró el<br />
noviazgo de nuestra infanta María con el príncipe de Gales, los pasó la Villa y Corte en<br />
festejos de toda suerte, con las más lindas damas y los más gentiles caballeros<br />
luciéndose con la familia real y su ilustre invitado en rúas de la calle Mayor y el Prado,<br />
o en elegantes paseos por los jardines del Alcázar, la fuente del Acero y los pinares de la<br />
Casa de Campo. Respetando, naturalmente, las reglas más estrictas de etiqueta y decoro<br />
entre los novios, a quienes no se dejaba solos ni un momento, y siempre –para<br />
desesperación del fogoso doncel– se veían vigilados por una nube de mayordomos y<br />
dueñas. Ajenos a la sorda lucha diplomática que se libraba en las chancillerías a favor o<br />
en contra del enlace, la nobleza y el pueblo de Madrid rivalizaban en homenaje al<br />
heredero de Inglaterra y al séquito de compatriotas que, poco a poco, fue reuniéndosele<br />
en la Corte. Decíase en los mentideros de la ciudad que la infanta estaba en trance de<br />
aprender la parla inglesa; e incluso que el propio Carlos estudiaba con teólogos la<br />
doctrina católica, a fin de abrazar la verdadera fe. Nada más lejos esto último de la<br />
realidad, como pudo comprobarse más tarde. Pero en el momento, y en tal clima de<br />
buena voluntad, esos rumores, amén de la apostura, comedimiento y buenas trazas del<br />
joven pretendiente, acrecentaron su popularidad. Algo que más tarde animaría a<br />
disculpar los desplantes y caprichos de Buckingham, quien, según fue ganando<br />
confianza –acababa de ser nombrado duque por su Rey Jacobo–, y tanto él como Carlos<br />
comprendieron que lo del matrimonio iba a ser arduo y para largo, desveló un antipático<br />
talante de joven favorito, malcriado y lleno de arrogancia frívola. Algo que a duras<br />
penas toleraban los graves hidalgos españoles, sobre todo en tres cuestiones que a la<br />
sazón eran sagradas: protocolo, religión y mujeres. A qué punto no llegaría con el<br />
tiempo Buckingham en sus desaires, que sólo la hospitalidad y buena crianza de<br />
nuestros gentiles hombres evitó, en más de una ocasión, que algún guante cruzara la<br />
cara del inglés en respuesta a una insolencia, antes de resolver la cuestión del modo<br />
adecuado, con padrinos y a espada, en un amanecer cualquiera del Prado de los<br />
Jerónimos o la Puerta de la Vega. En cuanto al conde de Olivares, sus relaciones con<br />
Buckingham fueron de mal en peor tras los primeros días de obligada cortesía política, y<br />
eso tuvo a la larga, cuando se deshizo el compromiso, funestas consecuencias para los<br />
intereses de España. Ahora que han pasado los años me pregunto si no hubiera hecho<br />
mejor Diego <strong>Alatriste</strong> en agujerearle la piel al inglés aquella famosa noche, a pesar de<br />
sus escrúpulos, por muy gallardo que se hubiera mostrado el maldito hereje. Pero quién<br />
lo iba a decir. De todas formas ya le ajustaron las cuentas al amigo Villiers más tarde en<br />
su propia tierra; cuando un oficial puritano llamado Felton, dicen que incitado por una<br />
tal Milady de Winter, lo puso mirando a Triana dándole más puñaladas en las asaduras<br />
que oremus tiene un misal.
En fin. Esos pormenores se encuentran de sobra en los anales de la época. A ellos<br />
remito al lector interesado en más detalles, pues ya no guardan relación directa con lo<br />
que atañe al hilo de esta historia. Sólo diré, en lo concerniente al capitán <strong>Alatriste</strong> y a<br />
mí, que ni participábamos en los festejos de la Corte, que no tuvo a bien invitarnos, ni<br />
maldita la gana, aunque alguien lo hubiese hecho. Los días siguientes al lance del<br />
Portillo de las Ánimas transcurrieron como ya dije sin sobresaltos, sin duda porque<br />
quienes movían los hilos andaban harto ocupados con las idas y venidas públicas de<br />
Carlos de Gales como para resolver pequeños detalles –y al hablar de pequeños detalles<br />
me refiero a nosotros–; pero éramos conscientes de que tarde o temprano recibiríamos la<br />
factura, y ésta no sería parva. A fin de cuentas, por mucho que nuble, la sombra siempre<br />
termina despuntando cosida a los pies de uno. Y nadie puede escapar de su propia<br />
sombra.<br />
Me he referido antes a los mentideros de la Corte, lugar de cita de los ociosos y centro<br />
de toda suerte de noticias, hablillas y murmuraciones que por Madrid corrían. Los<br />
principales eran tres, y entre ellos –San Felipe, Losas de Palacio y Representantes– el de<br />
las gradas de la iglesia agustina de San Felipe, entre las calles de Correos, Mayor y<br />
Esparteros, era el más concurrido. Las gradas formaban la entrada de la iglesia, y por el<br />
desnivel con la calle Mayor quedaban elevadas sobre ésta, constituyendo por debajo una<br />
serie de pequeñas tiendas o covachuelas donde se vendían juguetes, guitarras y baratijas,<br />
y por encima una vasta azotea a la intemperie, cubierta de losas de piedra, en forma de<br />
alto paseo protegido con barandillas. Desde aquella especie de palco podía verse pasar<br />
gente y carruajes, y también pasear y departir de corro en corro. San Felipe era el sitio<br />
más animado, bullicioso y popular de Madrid; su proximidad al edificio de la Estafeta<br />
de los correos reales, donde se recibían las cartas y noticias del resto de España y de<br />
todo el mundo, así como la circunstancia de dominar la vía principal de la ciudad, lo<br />
convertían en vasta tertulia pública donde se cruzaban opiniones y chismes,<br />
fanfarroneaban los soldados, chismorreaban los clérigos, se afanaban los ladrones de<br />
bolsas y lucían su ingenio los poetas. Lope, Don Francisco de Quevedo y el mejicano<br />
Alarcón, entre otros, frecuentaban el mentidero. Cualquier noticia, rumor, embuste allí<br />
lanzado, rodaba como una bola hasta multiplicarse por mil, y nada escapaba a las<br />
lenguas que de todo conocían, vistiendo de limpio desde el Rey al último villano.<br />
Muchos años después todavía citaba ese lugar Agustín Moreto, cuando en una de sus<br />
comedias hizo decir a un paisano y a un bizarro militar:<br />
–¡Que no sepáis salir de aquestas gradas!<br />
–Amigo, aquí se ven los camaradas.<br />
Estas losas me tienen hechizado;<br />
que en todo el mundo tierra no he encontrado<br />
tan fértil de mentiras.<br />
Y hasta el gran Don Miguel de Cervantes, que Dios tenga en lo mejor de su gloria,<br />
había dejado escrito en su Viaje al Parnaso:<br />
Adiós, de San Felipe el gran paseo,<br />
donde si baja el turco o sube el galgo,<br />
como en gaceta de Venecia leo.<br />
Lo que cito a vuestras mercedes para que vean hasta qué punto era el lugar famoso.<br />
Discutíanse en sus corrillos los asuntos de Flandes, Italia y las Indias con la gravedad de<br />
un Consejo de Castilla, repetíanse chistes y epigramas, se cubría de fango la honra de
las damas, las actrices y los maridos cornudos, se dedicaban pullas sangrientas al conde<br />
de Olivares, narrábanse en voz baja las aventuras galantes del Rey.. Era, en fin, lugar<br />
amenísimo y chispeante, fuente de ingenio, novedad y maledicencia, que se congregaba<br />
cada mañana en torno a las once; hasta que el tañido de la campana de la iglesia,<br />
tocando una hora más tarde al ángelus, hacía que la multitud se quitase los sombreros y<br />
se dispersara luego, dejando el campo a los mendigos, estudiantes pobres, mujerzuelas y<br />
desharrapados que aguardaban allí la sopa boba de los agustinos. Las gradas volvían a<br />
animarse por la tarde, a la hora de la rúa en la calle Mayor, para ver pasar a las damas en<br />
sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las<br />
mancebías cercanas –había, por cierto, una muy notoria justo al otro lado de la calle–:<br />
motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas. Duraba esto hasta el toque de<br />
oración de la tarde, cuando, tras rezar sombrero en mano, de nuevo se dispersaban hasta<br />
el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos.<br />
He dicho más arriba que Don Francisco de Quevedo frecuentaba las gradas de San<br />
Felipe; y en muchos de sus paseos se hacía acompañar por amigos como el Licenciado<br />
Calzas, Juan Vicuña o el capitán <strong>Alatriste</strong>. Su afición a mi amo obedecía, entre otros, a<br />
un aspecto práctico: el poeta andaba siempre en querellas de celos y pullas con varios de<br />
sus colegas rivales, cosa muy de la época de entonces y muy de todas las épocas en este<br />
país nuestro de caínes, zancadillas y envidias, donde la palabra ofende y mata tanto o<br />
más que la espada. Algunos, como Luis de Góngora o Juan Ruiz de Alarcon, se la<br />
tenían jurada, y no sólo por escrito. Decía, por ejemplo, Góngora de Don Francisco de<br />
Quevedo:<br />
Musa que sopla y no inspira,<br />
y sabe por lo traidor<br />
poner sus dedos mejor<br />
en mi bolsa que en su lira.<br />
Y al día siguiente, viceversa. Porque entonces contraatacaba Don Francisco con su más<br />
gruesa artillería:<br />
Esta cima del vicio del insulto;<br />
éste en quien hoy los pedos son sirenas.<br />
Éste es el culo, en Góngora y en culto,<br />
que un bujarrón le conociera apenas.<br />
O se despachaba con aquellos otros versos, tan celebrados por feroces, que corrieron de<br />
punta a punta la ciudad, poniendo a Góngora como chupa de dómine:<br />
Hombre en quien la limpieza fue tan poca,<br />
no tocando a su cepa,<br />
que nunca, que yo sepa,<br />
se le cayó la mierda de la boca.<br />
Lindezas que el implacable Don Francisco hacía también extensivas al pobre Ruiz de<br />
Alarcón, con cuya desgracia física –una corcova, o joroba– gustaba de ensañarse con<br />
despiadado ingenio:<br />
¿Quién tiene con lamparones<br />
pecho, lado y espaldilla?
Corcovilla.<br />
Tales versos circulaban anónimos, en teoría; pero todo el mundo sabía perfectamente<br />
quién los fabricaba con la peor intención del mundo. Por supuesto, los otros no se<br />
quedaban cortos; y menudeaban los sonetos, y las décimas, y leerlos en los mentideros y<br />
afilar su talento Don Francisco atacando y contraatacando con pluma mojada en su más<br />
corrosiva hiel, era todo uno. Y si no se trataba de Góngora o de Alarcón podía tratarse<br />
de cualquiera; pues los días en que el poeta se levantaba con ganas, hacía fuego con bala<br />
rasa contra cuanto se movía:<br />
Cornudo eres, Fulano, hasta los codos,<br />
y puedes rastrillar con las dos sienes;<br />
tan largos cuernos y tendidos tienes,<br />
que si no los enfaldas, harás lodos.<br />
Y cosas así. De modo que, aun siendo bravo y diestro con la espada, llevar al lado a un<br />
hombre como Diego <strong>Alatriste</strong> a la hora de pasear entre eventuales adversarios siempre<br />
resultaba tranquilizador para el malhumorado poeta. Precisamente el citado Fulano del<br />
soneto –o alguien que se vio retratado como tal, porque en aquel Madrid de Dios<br />
andaban los cornudos de dos en dos– acudió a pedir explicaciones a las gradas de San<br />
Felipe, escoltado por un amigo, cierta mañana que Don Francisco paseaba con el<br />
capitán <strong>Alatriste</strong>. <strong>El</strong> asunto se resolvió al caer la noche con un poco de acero tras la<br />
tapia de los Recoletos, de modo que tanto el presunto cornudo como el amigo, una vez<br />
sanaron de las respectivas mojadas recibidas a escote, se dedicaron a leer prosa y no<br />
volvieron a encarar un soneto durante el resto de sus vidas.<br />
Aquella mañana, en las gradas de San Felipe, el tema de conversación general eran el<br />
príncipe de Gales y la infanta; alternándose las hablillas cortesanas con noticias de la<br />
guerra que se reavivaba en Flandes. Recuerdo que hacía sol, y el cielo era muy azul y<br />
muy limpio sobre los tejados de las casas cercanas, y el mentidero bullía de gente. <strong>El</strong><br />
capitán <strong>Alatriste</strong>, que seguía mostrándose en público sin miedo aparente a las<br />
consecuencias –la mano, vendada tras el lance del Portillo de las Ánimas, estaba fuera<br />
de peligro–, vestía polainas, calzas grises y jubón oscuro cerrado hasta el cuello; y<br />
aunque la mañana era tibia, llevaba sobre los hombros la capa para cubrir la culata de<br />
una pistola que cargaba en la parte posterior del cinto, junto a la daga y la espada. Al<br />
contrario que la mayor parte de los soldados veteranos de la época, Diego <strong>Alatriste</strong> era<br />
poco amigo de usar prendas o adornos de color, y la única nota llamativa en su<br />
indumento era la pluma roja que le adornaba la toquilla del chapeo de anchas alas. Aun<br />
así, su aspecto contrastaba con la oscura sobriedad del traje negro de Don Francisco de<br />
Quevedo, sólo desmentida por la cruz de Santiago cosida al pecho, bajo la capa corta,<br />
también negra, que llamábamos herreruelo. Me habían permitido acompañarlos, pues<br />
acababa de hacer unos recados para ellos en la Estafeta, y componían el resto del grupo<br />
el Licenciado Calzas, Vicuña, el Dómine <strong>Pérez</strong> y algunos conocidos, departiendo junto<br />
a la barandilla de las gradas que daba sobre la calle Mayor. Se comentaba la última<br />
impertinencia de Buckingham, quien, se decía de buena tinta, osaba galantear a la<br />
esposa del conde de Olivares.<br />
–La pérfida Albión –apuntaba el Licenciado Calzas, que no podía tragar a los ingleses<br />
desde que años atrás, viniendo de las Indias, había estado a punto de ser apresado por<br />
Walter Raleigh, un corsario que les desarboló un palo y mató quince hombres.
–Mano dura –sugería Vicuña, cerrando el único puño que le quedaba–. Esos herejes<br />
sólo entienden que se les asiente bien la mano dura... ¡Así agradecen la hospitalidad del<br />
Rey nuestro señor!<br />
Asentían circunspectos los contertulios, entre ellos dos presuntos veteranos de fieros<br />
bigotes que no habían oído un arcabuzazo en su vida, dos o tres ociosos, un estudiante<br />
de Salamanca de capa raída, alto y con cara de hambre llamado Juan Manuel de Parada,<br />
o de Pradas, un pintor joven recién llegado a la Corte y recomendado a Don Francisco<br />
por su amigo Juan de Fonseca, y un zapatero remendón de la calle Montera llamado<br />
Tabarca, conocido por ejercer la jefatura de los llamados mosqueteros: la chusma teatral<br />
o público bajo que seguía las comedias en pie, aplaudiéndolas o silbándolas, y decidía<br />
de ese modo su éxito o fracaso. Aunque villano y analfabeto, el tal Tabarca resultaba<br />
hombre grave, temible, que se las daba de entendido, cristiano viejo e hidalgo venido a<br />
menos –como casi todo el mundo– y era, debido a su influencia entre la gentuza de los<br />
corrales, halagado por los autores que buscaban darse a conocer en la Corte, e incluso<br />
por algunos que ya lo eran.<br />
–De todos modos –terciaba Calzas, con guiño cínico–. Dicen que la legítima del valido<br />
no hace ascos a la hora de tomar varas. Y Buckingham es buen mozo.<br />
Se escandalizaba el Dómine <strong>Pérez</strong>:<br />
–¡Por Dios, señor Licenciado!... Repórtese vuestra merced. Conozco a su confesor, y<br />
puedo asegurar que la señora doña Inés de Zúñiga es mujer piadosa, y una santa.<br />
–Y entre santa y santa –repuso Calzas, procaz– a nuestro Rey se la levantan.<br />
Reía, atravesado y guasón, viendo al Dómine hacerse cruces mientras echaba miradas<br />
temerosas de soslayo. Por su parte, el capitán <strong>Alatriste</strong> le dirigía fieras ojeadas de<br />
censura por hablar con semejante desahogo en mi presencia, y el pintor joven, un<br />
sevillano de veintitrés o veinticuatro años, simpático, con mucho acento, llamado Diego<br />
de Silva, nos observaba a unos y otros como preguntándose dónde se había metido.<br />
–Con er permiso de vuesa mersede... –empezó a decir, tímido, levantando un dedo<br />
índice manchado de pintura al óleo.<br />
Pero nadie le hizo mucho caso. A pesar de la recomendación de su amigo Fonseca, Don<br />
Francisco de Quevedo no olvidaba que el joven pintor había ejecutado nada más llegar a<br />
Madrid un retrato de Luis de Góngora, y aunque no tenía nada contra el mozo,<br />
procuraba hacerle purgar semejante pecado con unos pocos días de ninguneo. Aunque la<br />
verdad es que muy pronto Don Francisco y el joven sevillano se hicieron asiduos, y el<br />
mejor retrato que se conserva del poeta es, precisamente, el que hizo después aquel<br />
mismo joven. Que con el tiempo también fue muy amigo de Diego <strong>Alatriste</strong> y mío,<br />
cuando ya era más conocido por el apellido de su madre: Velázquez.<br />
En fin. Les contaba que, tras el infructuoso intento del pintor por intervenir en la<br />
conversación, alguien mencionó la cuestión del Palatinado, y todos se enzarzaron en una<br />
animada discusión sobre la política española en Centroeuropa, donde el zapatero<br />
Tabarca echó su sota de espadas con todo el aplomo del mundo, opinando sobre el<br />
duque Maximiliano de Baviera, el <strong>El</strong>ector Palatino y el Papa de Roma, quienes tenía por<br />
probado se entendían bajo cuerda. Terció uno de los presuntos miles gloriosus, que<br />
aseguraba poseer noticias frescas sobre el asunto, suministradas por un cuñado suyo que<br />
servía en Palacio; y la conversación quedó interrumpida cuando todos, salvo el Dómine,<br />
se inclinaron sobre la barandilla para saludar a unas damas que pasaban en carricoche<br />
descubierto, sentadas entre faldas, brocados y guardainfantes, camino de las platerías de<br />
la Puerta de Guadalajara. Eran tusonas, o sea, rameras de lujo. Pero en la España de los<br />
Austrias, hasta las putas se daban aires.
Cubriéronse todos de nuevo y prosiguió la charla. Don Francisco de Quevedo, que<br />
prestaba poca atención, se acercó un poco a Diego <strong>Alatriste</strong> y, con un gesto de la<br />
barbilla, señaló a dos individuos que se mantenían a distancia, entre la gente.<br />
–¿Os siguen a vos, capitán? –preguntó en voz baja, con aire de hablar de otra cosa– ¿O<br />
me siguen a mí?<br />
<strong>Alatriste</strong> echó un discreto vistazo a la pareja. Tenían aspecto de corchetes, o de gente a<br />
sueldo. Al sentirse observados volvieron ligeramente la espalda, con disimulo.<br />
–Yo diría que a mí, Don Francisco. Pero con vuestra merced y con sus versos, nunca se<br />
sabe.<br />
<strong>El</strong> poeta miró a mi amo con el ceño fruncido.<br />
–Supongamos que se trate de vos. ¿Es grave?<br />
–Puede serlo.<br />
–Voto a tal. En ese caso no queda sino batirse... ¿Necesitáis ayuda?<br />
–No, por el momento –el capitán miraba a los espadachines con los párpados un poco<br />
entornados, como si pretendiera grabarse sus caras en la memoria–... Además, bastantes<br />
enojos tiene ya vuestra merced para cargar con los míos.<br />
Don Francisco estuvo unos instantes callado. Luego se retorció el mostacho y, tras<br />
ajustarse los anteojos, dirigió abiertamente a los dos fulanos una mirada resuelta y<br />
furiosa.<br />
–De cualquier modo –concluyó– si hay lance, dos a dos resulta cifra pareja. Podéis<br />
contar conmigo.<br />
–Lo sé –dijo <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Zis, zas, sus y a ellos –el poeta apoyaba la mano en el pomo de su espada, que le<br />
alzaba por detrás el herreruelo–. Os debo eso y más. Y mi maestro no es precisamente<br />
Pacheco.<br />
<strong>El</strong> capitán compartió su maliciosa sonrisa. Luis Pacheco de Narváez era el más reputado<br />
maestro de esgrima de Madrid, habiendo llegado a serlo del Rey nuestro señor. Había<br />
escrito varios tratados sobre la destreza de las armas, y hallándose en casa del presidente<br />
de Castilla hubo discusión entre él y Don Francisco de Quevedo sobre algunos puntos y<br />
conclusiones; de resultas que, tomadas las espadas para una demostración amistosa, al<br />
primer asalto dióle Don Francisco al maestro Pacheco en la cabeza, derribándole el<br />
sombrero. Desde entonces la enemistad entre ambos era mortal: el uno había<br />
denunciado al otro ante el tribunal de la Inquisición, y el otro había retratado al uno con<br />
escasa caridad en la Vida del buscón llamado Pablos; que aunque fue impresa dos o tres<br />
años más tarde, ya corría en copias manuscritas por todo Madrid.<br />
–Ahí viene Lope –dijo alguien.<br />
Todos se quitaron los sombreros cuando Lope, el gran Félix Lope de Vega Carpio,<br />
apareció caminando despacio entre los saludos de la gente que se apartaba para dejarle<br />
paso, y se detuvo unos instantes a departir con Don Francisco de Quevedo, quien lo<br />
felicitó por la comedia que representaban al día siguiente en el corral del Príncipe:<br />
acontecimiento teatral al que Diego <strong>Alatriste</strong> había prometido llevarme, y yo iba a<br />
presenciar por primera vez en mi vida. Después, Don Francisco hizo algunas<br />
presentaciones.<br />
–<strong>El</strong> capitán Don Diego <strong>Alatriste</strong> y Tenorio... Ya conoce vuestra merced a Juan Vicuña...<br />
Diego Silva... <strong>El</strong> jovencito es Íñigo Balboa, hijo de un militar caído en Flandes.<br />
Al oír aquello, Lope me tocó un momento la cabeza con espontáneo gesto de simpatía.<br />
Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré<br />
siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el<br />
rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo
ausente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por<br />
muestras de respeto.<br />
–No olvides a ese hombre ni este día –me dijo el capitán, dándome un afectuoso<br />
pescozón en el mismo sitio donde Lope me había tocado.<br />
Y no lo olvidé nunca. Todavía hoy, tantos años después de aquello, me llevo la mano a<br />
la coronilla y siento allí el contacto de los dedos afectuosos del Fénix de los Ingenios.<br />
Ni él, ni Don Francisco de Quevedo, ni Velázquez, ni el capitán <strong>Alatriste</strong>, ni la época<br />
miserable y magnífica que entonces conocí, existen ya. Pero queda, en las bibliotecas,<br />
en los libros, en los lienzos, en las iglesias, en los palacios, calles y plazas, la huella<br />
indeleble que aquellos hombres dejaron de su paso por la tierra. <strong>El</strong> recuerdo de la mano<br />
de Lope desaparecerá conmigo cuando yo muera, como también el acento andaluz de<br />
Diego de Silva, el sonido de las espuelas de oro de Don Francisco al cojear, o la mirada<br />
glauca y serena del capitán <strong>Alatriste</strong>. Pero el eco de sus vidas singulares seguirá<br />
resonando mientras exista ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias,<br />
sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos<br />
España.<br />
Tampoco he olvidado lo que ocurrió después. En ésas estábamos, cercana ya la hora del<br />
ángelus, cuando frente a las covachuelas que había al pie de San Felipe se detuvo una<br />
carroza negra que yo conocía bien. Estaba apoyado en la barandilla de las gradas, algo<br />
apartado, oyendo hablar a los mayores. Y la mirada que descubrí allá abajo, fija en mí,<br />
parecía reflejar el color del cielo que se abría sobre nuestras cabezas y los tejados<br />
pardos de Madrid, hasta el punto de que todo cuanto me rodeaba, salvo ese color, o ese<br />
cielo, o esa mirada, desapareció de mi vista. Era como una dulce agonía de azul y de<br />
luz, a la que resultaba imposible sustraerse. Si un día muero –pensé en ese mismo<br />
instante–, quiero morir así: sumergido en semejante color. Entonces me separé un poco<br />
más del grupo y fui bajando despacio las escaleras, sin apenas voluntad; como<br />
prisionero de un filtro hipnótico. Y por un instante, como relámpago de lucidez en<br />
medio de mi enajenación, mientras bajaba de San Felipe hacia la calle Mayor sentí que<br />
me seguían, desde miles de leguas de distancia, los ojos preocupados del capitán<br />
<strong>Alatriste</strong>.
X. EL CORRAL DEL PRÍNCIPE<br />
Caí en la trampa. O, para ser más exacto, cinco minutos de conversación bastaron para<br />
que ellos urdieran la trampa. Todavía hoy, tanto tiempo después, deseo imaginar que<br />
Angélica de Alquézar sólo era una mocita manejada por sus mayores; pero ni siquiera<br />
tras haberla conocido como más tarde la conocí puedo estar seguro. Siempre, hasta su<br />
muerte, intuí en ella algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en<br />
algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace<br />
siglos. Decidir quiénes son los auténticos responsables de todo eso ya es otra cuestión<br />
que llevaría largo rato discutir; y éste no es lugar ni oportunidad para ello. Podemos<br />
resumirlo diciendo, por ahora, que de las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a<br />
la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de<br />
Alquézar estaba dotada en grado sumo.<br />
Al día siguiente por la tarde, camino del corral del Príncipe, su recuerdo en la ventanilla<br />
de la carroza negra, bajo las gradas de San Felipe, me desazonaba como cuando durante<br />
una ejecución musical que parece perfecta descubres una nota o un movimiento<br />
inseguros, o falsos. Me había limitado a acercarme y cambiar unas palabras, fascinado<br />
por su cabello rubio en tirabuzones y su misteriosa sonrisa. Sin bajar de la carroza,<br />
mientras una dueña se ocupaba de comprar algunas cosas en las covachuelas y el<br />
cochero permanecía inmóvil junto a las mulas, sin molestarme –cosa que hubiera debido<br />
ponerme sobre aviso–, Angélica de Alquézar volvió a agradecer mi ayuda contra los<br />
golfillos de la calle Toledo, preguntó qué tal me iba con aquel capitán Batiste, o Triste,<br />
al que servía, y se interesó por mi vida y mis proyectos. Fanfarroneé un poco, lo<br />
confieso. Aquellos ojos muy azules y muy abiertos que parecían escuchar asombrados<br />
me alentaron a contar más de la cuenta. Hablé de Lope, a quien acababa de conocer<br />
arriba en las gradas, como de un viejo amigo. Y mencioné el propósito de asistir, con el<br />
capitán, a la representación de la comedia <strong>El</strong> Arenal de Sevilla, que tendría lugar en el<br />
corral del Príncipe al día siguiente. Charlamos un poco, le pregunté su nombre y, tras<br />
dudar un delicioso instante rozándose los labios con un diminuto abanico, me lo dijo.<br />
«Angélica viene de ángel», respondí, embelesado. Y ella me miró divertida, sin decir<br />
palabra, durante un rato tan largo que me sentí transportado a las puertas del Paraíso.<br />
Después vino el ama, reparó en mí el cochero, alejóse el carruaje, y quedé inmóvil entre<br />
la gente que iba y venía, con la sensación de haber sido arrancado, paf, de algún lugar<br />
maravilloso. Sólo de noche, al no conciliar el sueño pensando en ella, y al día siguiente<br />
camino del teatro, algunos detalles extraños de la situación –a ninguna jovencita de<br />
buena cuna se le permitía entonces charlar con mozalbetes casi desconocidos en mitad<br />
de la calle– empezaron a insinuar en mi ánimo la sensación de estar moviéndome al<br />
borde de algo peligroso y desconocido. Y llegué a preguntarme si aquello guardaría<br />
relación con los accidentados sucesos de unos días antes. De un modo u otro, cualquier<br />
vínculo de ese ángel rubio con los rufianes del Portillo de las Ánimas parecía<br />
descabellado. Y por otra parte, la perspectiva de asistir a la comedia de Lope restaba<br />
claridad a mi juicio. Así ciega Dios, dice el turco, a quien quiere perder.<br />
Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el<br />
teatro. Las comedias tenían tres jornadas o actos, y eran todas en verso, con diferentes<br />
metros y rimas. Sus autores consagrados, como hemos visto al referirme a Lope, eran
queridos y respetados por la gente; y la popularidad de actores y actrices era inmensa.<br />
Cada estreno o reposición de una obra famosa congregaba al pueblo y la corte,<br />
teniéndolos en suspenso, admirados, las casi tres horas que duraba cada representación;<br />
que en aquel tiempo solía desarrollarse a la luz del día, por la tarde después de comer,<br />
en locales al aire libre conocidos como corrales. Dos había en Madrid: el del Príncipe,<br />
también llamado de La Pacheca, y el de la Cruz. Lope gustaba de estrenar en este<br />
último, que era también el favorito del Rey nuestro señor, amante del teatro como su<br />
esposa, la reina doña Isabel de Borbón. Por más que el amor teatral de nuestro monarca,<br />
aficionado a lances juveniles, se extendiese también, clandestinamente, a las más bellas<br />
actrices del momento, como fue el caso de María Calderón, la Calderona, que llegó a<br />
darle un hijo, el segundo donjuán de Austria.<br />
<strong>El</strong> caso es que aquella jornada se reponía en el Príncipe una celebrada comedia de Lope,<br />
<strong>El</strong> Arenal de Sevilla, y la expectación era enorme. Desde muy temprana hora caminaban<br />
hacia allí animados grupos de gente, y al mediodía se habían formado los primeros<br />
tumultos en la estrecha calle donde estaba la entrada del corral, frontera entonces al<br />
convento de Santa Ana. Cuando llegamos el capitán y yo, se nos habían unido ya por el<br />
camino Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, también harto aficionados a Lope, y en la<br />
misma calle del Príncipe sumóse Don Francisco de Quevedo. De ese modo anduvimos a<br />
la puerta del corral de comedias, donde resultaba difícil moverse entre el gentío. Todos<br />
los estamentos de la Villa y Corte estaban representados: desde la gente de calidad en<br />
los aposentos laterales con ventanas abiertas al recinto, hasta el público llano que<br />
atestaba las gradas laterales y el patio con filas de bancos de madera, la cazuela o gradas<br />
para las mujeres –ambos sexos estaban separados tanto en los corrales de comedias<br />
como en las iglesias–, y el espacio libre tras el degolladero, reservado a quienes seguían<br />
en pie la representación: los famosos mosqueteros, que por allí andaban con su jefe<br />
espiritual, el zapatero Tabarca, quien al cruzarse con nuestro grupo saludó grave,<br />
solemne, muy poseído de la importancia de su papel. A las dos de la tarde, la calle del<br />
Príncipe y las entradas al corral eran un hervidero de comerciantes, artesanos, pajes,<br />
estudiantes, clérigos, escribanos, soldados, lacayos, escuderos y rufianes que para la<br />
ocasión se vestían con capa, espada y puñal, llamándose todos caballeros y dispuestos a<br />
reñir por un lugar desde el que asistir a la representación. A ese ambiente bullicioso y<br />
fascinante se sumaban las mujeres que con revuelo de faldas, mantos y abanicos<br />
entraban a la cazuela, y eran allí asaeteadas por los ojos de cuanto galán se retorcía los<br />
bigotes en los aposentos y en el patio del recinto. También ellas reñían por los asientos,<br />
y a veces hubo de intervenir la autoridad para poner paz en el espacio que les era<br />
reservado. En suma, las pendencias por conseguir sitio o entrar sin previo pago, las<br />
discusiones entre quien había alquilado un asiento y quien se lo disputaba eran tan<br />
frecuentes, que llegábase a meter mano a los aceros por un quítame allá esas pajas, y las<br />
representaciones tenían que contar con la presencia de un alcalde de Casa y Corte<br />
asistido por alguaciles. Ni siquiera los nobles eran ajenos a ello: los duques de Feria y<br />
Rioseco, enfrentados por los favores de una actriz, habíanse acuchillado una vez en<br />
mitad de una comedia, so pretexto de unos asientos. <strong>El</strong> licenciado Luis Quiñones de<br />
Benavente, un toledano tímido y buena gente que fue conocido del capitán <strong>Alatriste</strong> y<br />
mío, describió en una de sus jácaras ese ambiente espeso donde menudeaban las<br />
estocadas:<br />
En el corral de comedias<br />
lloviendo a la puerta están<br />
mojadas y más mojadas<br />
por colarse sin pagar
Singular carácter, el nuestro. Como alguien escribiría más tarde, afrontar peligros,<br />
batirse, desafiar a la autoridad, exponer la vida o la libertad, son cosas que se hicieron<br />
siempre en cualquier rincón del mundo por hambre, ambición, odio, lujuria, honor o<br />
patriotismo. Pero meter mano a la blanca y darse de cuchilladas por asistir a una<br />
representación teatral era algo reservado a aquella España de los Austrias que para lo<br />
bueno, que fue algo, y lo malo, que fue más, vivi en mi juventud: la de las hazañas<br />
quijotescas y estériles, que cifró siempre su razón y su derecho en la orgullosa punta de<br />
una espada.<br />
Nos llegamos, como dije, a la puerta del corral, sorteando los grupos de gente y los<br />
mendigos que acosaban a todos pidiendo limosna. Por supuesto que la mitad eran<br />
ciegos, cojos, mancos y tullidos fingidos, autoproclamados hidalgos con mala fortuna<br />
que no pedían por necesidad, sino por un accidente; y hasta debías excusarte con un<br />
cortés dispense vuestra merced, que no llevo dineros si no querías verte increpado con<br />
malos modos. Y es que hasta en su manera de pedir son diferentes los pueblos: los<br />
tudescos cantan en grupo, los franceses limosnean serviles con oraciones y jaculatorias,<br />
los portugueses con lamentaciones, los italianos con largas relaciones de sus desgracias<br />
y males, y los españoles con fueros y amenazas, respondones, insolentes y mal sufridos.<br />
Pagamos un cuarto en la primera puerta, tres en la segunda para limosna de hospitales, y<br />
veinte maravedís para obtener asientos de banco. Por supuesto que nuestras localidades<br />
se hallaban ocupadas, aunque bien las pagamos; pero no queriendo andar en pendencias<br />
conmigo de por medio, el capitán, Don Francisco y los otros decidieron que nos<br />
quedaríamos atrás, junto a los mosqueteros. Yo lo miraba todo con ojos tan abiertos<br />
como es de suponer, fascinado por el gentío, los vendedores de aloja y golosinas, el<br />
ruido de conversaciones, el revuelo de guardainfantes, faldas y basquiñas en la cazuela<br />
de las mujeres, las trazas elegantes de la gente de calidad asomada a las ventanas de los<br />
aposentos. Se decía que el Rey en persona solía asistir desde allí, de incógnito, a<br />
representaciones que eran de su agrado. Y la presencia aquella tarde de algunos<br />
miembros de la guardia real en las escaleras, sin uniforme pero con apariencia de<br />
hallarse de servicio, podía indicar algo de eso. Acechábamos las ventanas, esperando<br />
descubrir allí a nuestro joven monarca, o a la reina; pero no reconocíamos a ninguno de<br />
ellos en los rostros aristocráticos que de vez en cuando se dejaban ver entre las celosías.<br />
A quien sí vimos fue al propio Lope, a quien el público rompió a aplaudir cuando<br />
apareció allá arriba. Vimos también al conde de Guadalmedina acompañado de unos<br />
amigos y unas damas, y Álvaro de la Marca respondió con una sonrisa cortés al saludo<br />
que el capitán <strong>Alatriste</strong> le dirigió desde abajo tocándose el ala del sombrero.<br />
Unos amigos ofrecieron lugar junto a ellos, en un banco, a Don Francisco de Quevedo,<br />
y éste se excusó con nosotros, yendo a sentarse allí. Juan Vicuña y el Licenciado Calzas<br />
estaban aparte, conversando sobre la obra que íbamos a ver, y que Calzas mucho había<br />
apreciado años antes, cuando el estreno. Por su parte, Diego <strong>Alatriste</strong> se mantenía a mi<br />
lado, haciéndome sitio junto a la viga del degolladero para que me pudiera mantener en<br />
primera fila de los mosqueteros y ver la representación sin estorbo. Había comprado<br />
obleas y barquillos que yo hacía crujir en mi boca, encantado, y tenía una mano puesta<br />
sobre mi hombro para evitar que me zarandearan los empujones. Y en un momento<br />
dado sentí que esa mano se ponla rígida, y luego se retiraba despacio hasta apoyarse en<br />
el pomo de la espada.<br />
Seguí la dirección de sus ojos, cuya expresión se había endurecido, y entre la gente<br />
alcancé a distinguir a los dos hombres que el día anterior estuvieron rondando cerca de<br />
nosotros en las gradas de San Felipe. Ocupaban lugar entre los mosqueteros y me<br />
pareció verles cambiar un signo de inteligencia con otros dos que entraron por una de
las puertas para situarse cerca. Su manera de llevar calado el sombrero y terciar la capa,<br />
los bigotes de guardamano y barbas de gancho, algún chirlo en la cara y la forma de<br />
pararse con las piernas abiertas y mirar a lo zafio, delataban sin duda a bravos de a tanto<br />
la cuchillada. De tales estaba lleno el corral, eso es cierto; pero aquellos cuatro parecían<br />
singularmente interesados en nosotros.<br />
Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia, gritaron ¡sombreros! los<br />
mosqueteros, descubrióse todo el mundo, descorrieron la cortina, y mi atención voló sin<br />
remedio de los valentones a la escena, donde salían ya los personajes de doña Laura y<br />
Urbana, con mantos. Delante del telón de fondo, un pequeño bastidor de cartón pintado<br />
imitaba la Torre del Oro.<br />
–Famoso está el Arenal.<br />
–¿ Cuándo lo dejó de ser?<br />
–No tiene, a mi parecer, todo el mundo vista igual.<br />
Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida<br />
sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a<br />
doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la<br />
vida del capitán <strong>Alatriste</strong> y en la mía. Pero aquel día, en el corral del Príncipe, la de<br />
Castro no era para mí sino la hermosa Laura que acude con su tía Urbana al puerto de<br />
Sevilla, donde las galeras se aprestan a zarpar, y donde se encuentra de modo casual con<br />
Don Lope y Toledo, su criado.<br />
Abreviar es menester;<br />
que ya se quieren partir<br />
¡Oh, qué victoria es huir<br />
las armas de una mujer!<br />
Todo se desvaneció a mi alrededor, colgado como estaba de las palabras que salían de la<br />
boca de los actores. Por supuesto, a los pocos minutos yo estaba en pleno Arenal de<br />
Sevilla locamente enamorado de Laura, y deseaba tener la gallardía de los capitanes<br />
Fajardo y Castellanos, y darme de estocadas con los alguaciles y los corchetes antes de<br />
embarcarme en la Armada del Rey, diciendo, como Don Lope:<br />
Hube de sacar la espada.<br />
aquéla para un hidalgo<br />
noble, por cierto; que es justo<br />
honrar al que da disgusto,<br />
si un hombre se tiene en algo.<br />
Que afrentar, aunque sea un loco<br />
ausente, al que se atrevió<br />
a ofenderos, pienso yo<br />
que es tenerse un hombre en poco.<br />
Fue en ese momento cuando uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se<br />
volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste<br />
no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba<br />
con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián, la capa doblada en<br />
cuatro sobre un hombro y la mano en el puño de la espada. Prosiguió la representación,<br />
centré de nuevo en ella mi atención, y aunque Diego <strong>Alatriste</strong> seguía callado e inmóvil,
el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de<br />
pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír<br />
a la gente. Sentí entonces cómo la mano del capitán, que había vuelto a apoyar en mi<br />
hombro, me apartaba suavemente a un lado, y noté cómo después se retiraba un poco la<br />
capa, a fin de desembarazar la empuñadura de la daga que llevaba al cinto detrás del<br />
costado izquierdo. Terminaba en ese instante el primer acto, sonaron los aplausos del<br />
público, y <strong>Alatriste</strong> y nuestro vecino se sostuvieron la mirada silenciosamente, sin que<br />
de momento las cosas fueran más allá. Dos a cada lado, algo más lejos, los otros cuatro<br />
individuos no nos quitaban ojo de encima.<br />
Durante el baile del entreacto, el capitán buscó a Vicuña y al Licenciado Calzas con la<br />
vista y luego me confió a ellos, con el pretexto de que iba a ver mejor la segunda<br />
jornada desde donde estaban. Sonaron en ese momento fuertes aplausos entre el público<br />
y todos nos volvimos hacia uno de los aposentos superiores, donde la gente había<br />
reconocido al Rey nuestro señor, quien allí se había entrado con disimulo al inicio del<br />
primer acto. Vi entonces por vez primera sus rasgos pálidos, el cabello rubio y ondulado<br />
en la frente y las sienes, y aquella boca con el labio inferior prominente, tan<br />
característico de los Austrias, y libre todavía del enhiesto bigote que luciría después.<br />
Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almidonada y sobrios botones<br />
de plata –fiel a la pragmática de austeridad contra el lujo en la Corte que él mismo<br />
acababa de dictar–, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido<br />
un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocultar una sonrisa o unas<br />
palabras con sus acompañantes, en los que el entusiasmo del público había reconocido,<br />
junto a varios gentiles hombres españoles, al príncipe de Gales y al duque de<br />
Buckingham, a quienes Su Majestad había tenido a bien, aunque manteniendo el<br />
incógnito oficial –todos iban cubiertos, como si el Rey no estuviese allí–, invitar al<br />
espectáculo. Contrastaba la grave sobriedad de los españoles con las plumas, cintas,<br />
lazos y joyas que lucían los dos ingleses, cuya apostura y juventud fueron muy<br />
celebradas por el público que llenaba el corral de comedias, y levantaron no pocos<br />
requiebros, golpes de abanico y miradas devastadoras en la cazuela de las mujeres.<br />
Empezó la segunda jornada, que yo seguí, bebiéndome como en la anterior hasta la<br />
última de las palabras y gestos de los representantes; y durante ésta, justo cuando en el<br />
escenario el capitán Fajardo decía aquello de:<br />
«Prima» la llama. No sé<br />
si esta prima es verdadera;<br />
más no es la cuerda primera<br />
que por prima falsa esté.<br />
... volvió en ese punto a chistarle a Diego <strong>Alatriste</strong> el valentón de la capa doblada en<br />
cuatro, y esta vez se le unieron dos de los otros rufianes que en el entreacto se habían<br />
ido acercando. <strong>El</strong> propio capitán había jugado alguna vez la misma treta, así que el<br />
negocio estaba más claro que el agua; sobre todo habida cuenta de que los dos<br />
matachines restantes venían también poco a poco entre la gente. Miró el capitán a su<br />
alrededor, por ver la suerte en que se hallaba. Detalle significativo: ni el alcalde de Casa<br />
y Corte ni los alguaciles que solían cuidar del orden en las representaciones aparecían<br />
por parte alguna. En cuanto a otro socorro, el Licenciado Calzas no era hombre de<br />
armas, y el cincuentón Juan Vicuña poca destreza podía hacer con una sola mano.<br />
Respecto a Don Francisco de Quevedo, se hallaba dos filas de bancos más lejos, atento<br />
al escenario y ajeno a lo que a sus espaldas se tramaba. Y lo peor era que, influidos por<br />
el chistar de los provocadores, algunos del público empezaban a mirar mal al propio
<strong>Alatriste</strong>, como si realmente éste molestase la representación. Lo que estaba a punto de<br />
ocurrir era tan cierto como que dos y dos eran cuatro. En aquel caso concreto, tres y dos<br />
sumaban cinco. Y cinco a uno era demasiado, incluso para el capitán.<br />
Intentó zafarse en dirección a la puerta más cercana. Obligado a reñir, lo haría con más<br />
espacio en la calle que allí adentro, embarazado por todos, donde no iban a tardar un<br />
Jesús en coserlo a puñaladas. También había cerca un par de iglesias donde acogerse a<br />
sagrado, si al cabo terciaba además la justicia en el lance. Pero ya los otros le cerraban<br />
las espaldas, y la cosa tomaba un feo cariz. Terminaba en eso el segundo acto, sonaron<br />
los aplausos, y con ellos arreciaron las increpaciones de los valentones contra el capitán.<br />
Ya la chusma empezaba a hacer corro. Trabáronse de palabras, subió el tono. Y por fin,<br />
entre dos reniegos y por vidas de, alguien pronunció la palabra bellaco. Entonces Diego<br />
<strong>Alatriste</strong> suspiró muy hondo, para sus adentros. Aquello era negocio hecho. Así que,<br />
resignado, metió mano a la espada y sacó el acero de la vaina.<br />
Al menos, se dijo fugazmente al desnudar la blanca, un par de aquellos hideputas iban a<br />
acompañarlo bien servidos al infierno. Sin tan siquiera componerse en guardia, lanzó un<br />
tajo horizontal con la espada hacia la derecha para alejar a los rufianes que tenía más<br />
próximos, y echando atrás la mano izquierda sacó la daga vizcaína de la funda que le<br />
pendía del cinto bajo los riñones. Alborotaba el público dejando espacio, gritaban las<br />
mujeres en la cazuela, se inclinaban los ocupantes de los aposentos por las ventanas<br />
para ver mejor. No era extraño en aquel tiempo, como hemos dicho, que el espectáculo<br />
se desplazase en los corrales del escenario al patio; y todos se preparaban a disfrutar una<br />
vez más del suceso adicional y gratuito: en un momento se había hecho un círculo<br />
alrededor de los contendientes. <strong>El</strong> capitán, seguro de no resistir mucho rato frente a<br />
cinco hombres armados y diestros en el oficio, decidió no andarse con lindezas de<br />
esgrima, y en vez de curar su salud procuró desbaratar la de sus enemigos. Dio una<br />
cuchillada al de la capa doblada en cuatro, y sin pararse a ver el resultado –que no fue<br />
gran cosa–, se agachó intentando desjarretar a otro con la vizcaína. Puestos a seguir con<br />
la aritmética, cinco espadas y cinco dagas sumaban diez hojas de acero cortando el aire;<br />
así que le llovían estocadas como granizo. Una anduvo tan cerca que cortó una manga<br />
del jubón, y otra le hubiera pasado el cuerpo de no enredarse en su capa. Revolvióse<br />
lanzando molinetes y tajos a diestro y siniestro; hizo retroceder a un par de adversarios,<br />
trabó el acero con uno y la vizcaína con otro, y sintió que alguien lo acuchillaba en la<br />
cabeza: el filo cortante y frío de la hoja, y la sangre chorreándole entre las cejas. Estás<br />
pero que bien jodido, Diego, se dijo con un último rastro de lucidez. Hasta aquí has<br />
llegado. Y lo cierto es que se sentía exhausto. Los brazos le pesaban como el plomo y la<br />
sangre lo cegaba. Alzó la mano izquierda, la de la daga, para limpiarse los ojos con el<br />
dorso, y entonces vio una espada que se dirigía hacia su garganta, y a Don Francisco de<br />
Quevedo que gritando: «¡<strong>Alatriste</strong>! ¡A mí! ¡A mí!», con voz atronadora, saltaba desde<br />
los bancos a la viga del degolladero e interponía la suya desnuda, parando el golpe.<br />
–¡Cinco a dos ya está mejor! –exclamó el poeta acero en alto, saludando con una alegre<br />
inclinación de cabeza al capitán–... ¡No queda sino batirse!<br />
Y se batía, en efecto, como el demonio que era toledana en mano, sin que su cojera le<br />
estorbase lo más mínimo. Meditando sin duda la décima que iba a componer si sacaba<br />
la piel de aquello. Los anteojos le habían caído sobre el pecho y colgaban de su cinta,<br />
junto a la cruz roja de Santiago; y acometía feroz, sudoroso, con toda la mala leche que<br />
solía reservar para sus versos y que, en ocasiones como ésa, también sabía destilar en la<br />
punta de su espada. Lo arrollador e inesperado de su carga contuvo a los que atacaban, e<br />
incluso alcanzó a herir a uno con buen golpe que le pasó la banda del tahalí hasta el<br />
hombro. Después, rehechos los contrincantes, cerraron de nuevo y la querella hirvió en<br />
un remolino de cuchilladas. Hasta los actores habían salido a mirar desde el escenario.
Lo que ocurrió entonces ya es Historia. Cuentan los testigos que, en el palco donde se<br />
hallaban de supuesto incógnito el Rey, Gales, Buckingham y su séquito de gentiles<br />
hombres, todos veían la pendencia con sumo interés y encontrados sentimientos.<br />
Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquella desvergonzada afrenta al<br />
orden público en su augusta presencia; aunque tal presencia fuese sólo oficiosa. Pero<br />
hombre joven, gallardo y de espíritu caballeresco, no le incomodaba mucho, en otro<br />
oculto sentido, que sus invitados extranjeros asistiesen a una exhibición espontánea de<br />
bravura por parte de sus súbditos, con los que a fin de cuentas solían encontrarse a<br />
menudo en el campo de batalla. Lo cierto es que el hombre que se había estado batiendo<br />
con cinco lo hacía con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocos<br />
mandobles la simpatía del público y gritos de angustia entre las damas, al verlo<br />
estrechado tan de cerca. Dudó el Rey nuestro señor, según cuentan, entre el protocolo y<br />
la afición; por eso se demoraba en ordenar al jefe de su escolta de guardias vestidos de<br />
paisano que interviniese para cortar el tumulto. Y justo cuando por fin iba a abrir la<br />
boca para una orden real e inapelable, a todos causó gran admiración ver a Don<br />
Francisco de Quevedo, conocidísimo en la Corte, terciar tan resuelto en el lance.<br />
Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de<br />
<strong>Alatriste</strong> al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto,<br />
vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.<br />
–¡Alatruiste! –exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada<br />
y británica. Y tras inclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una ávida<br />
ojeada a la situación allá abajo, en el patio, y luego se volvió de nuevo hacia<br />
Buckingham, y después al Rey. En los pocos días que llevaba en Madrid había tenido<br />
tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modo<br />
como se dirigió a nuestro monarca:<br />
–Diesculpad, Siure... Hombrue ese y yo tener deuda... Mi vida debo.<br />
Y acto Seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de<br />
Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a<br />
Buckingham con perfecta sangre fría.<br />
–Steenie –dijo.<br />
Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido<br />
por Buckingham, que también desenvainaba. Y Don Felipe Cuarto, atónito, no supo si<br />
detenerlos o asomarse de nuevo a la ventana; así que cuando recobró la compostura que<br />
estaba a punto de perder, los dos ingleses se veían ya en el patio del corral de comedias,<br />
trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos,<br />
gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham<br />
herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de<br />
entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a<br />
sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se<br />
le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover<br />
en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué<br />
punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un<br />
tris de perder los papeles.
XI. EL SELLO Y LA CARTA<br />
Los gritos de las guardias española, borgoóna y tudesca al hacer el relevo en las puertas<br />
de Palacio llegaban hasta Diego <strong>Alatriste</strong> por la ventana abierta a uno de los grandes<br />
patios del Alcázar real. Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre<br />
ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan<br />
solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos<br />
metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen con una<br />
pluma de ave que mojaba en el tintero de loza de Talavera. Lo hacía sin interrupción,<br />
como si las ideas fluyesen sobre el papel con tanta facilidad como la lectura, o la tinta.<br />
Llevaba así largo rato, sin levantar la cabeza ni siquiera cuando el teniente de alguaciles<br />
Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo<br />
ante él a Diego <strong>Alatriste</strong> por corredores secretos, retirándose después. <strong>El</strong> hombre de la<br />
mesa seguía despachando cartas, imperturbable, como si estuviera solo; y el capitán<br />
tuvo tiempo sobrado para estudiarlo bien. Era corpulento, de cabeza grande y tez<br />
rubicunda, con un pelo negro y fuerte que le cubría las orejas, barba oscura y cerrada<br />
sobre el mentón y enormes bigotes que se rizaban espesos en los carrillos. Vestía de<br />
seda azul oscura, con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y<br />
sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina<br />
cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria.<br />
Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta<br />
dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su<br />
poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. <strong>El</strong> joven monarca, más amigo de<br />
fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y<br />
quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. Sus antiguos<br />
protectores el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga, favoritos del anterior Rey, se<br />
hallaban en el destierro; el duque de Osuna, caído en desgracia y con sus propiedades<br />
confiscadas; el duque de Lerma esquivaba el cadalso gracias al capelo cardenalicio –<br />
vestido de colorado para no verse ahorcado, decía la copla–, y Rodrigo Calderón, otro<br />
de los hombres principales del antiguo régimen, había sido ejecutado en la plaza<br />
pública. Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en<br />
su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía<br />
existiendo sobre la tierra.<br />
Fáciles son de imaginar los sentimientos que experimentaba Diego <strong>Alatriste</strong> al verse<br />
ante el todopoderoso privado, en aquella vasta estancia donde, aparte la alfombra y la<br />
mesa, la única decoración consistía en un retrato del difunto Rey Don Felipe Segundo,<br />
abuelo del actual monarca, que colgaba sobre una gran chimenea apagada. En especial<br />
tras reconocer en el personaje, sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, al más alto y<br />
fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. <strong>El</strong><br />
mismo a quien el de la cabeza redonda había llamado Excelencia antes de que se<br />
marchara exigiendo que en el asunto de los ingleses no corriese demasiada sangre.<br />
Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. Tampoco es<br />
que bailar al extremo de una soga fuese plato de gusto; pero al menos no lo despachaban<br />
a uno con aquel torniquete ignominioso dando vueltas en el pescuezo, y la cara de<br />
pasmo propia de los ajusticiados, con el verdugo diciendo: perdóneme vuestra merced
que soy un mandado, y etcétera, que mal rayo enviase Cristo al mandado y a los<br />
hideputas que lo mandaban, que por otro lado siempre eran los mismos. Sin contar con<br />
el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para<br />
obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo<br />
malo era que con instrumentos de cuerda Diego <strong>Alatriste</strong> cantaba fatal; así que el<br />
procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a<br />
hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer<br />
mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. Pero no<br />
estaban los tiempos para golosinas. Se lo había dicho en voz baja un preocupado Martín<br />
Saldaña, cuando fue a despertarlo a la cárcel de Corte para conducirlo temprano al<br />
Alcázar:<br />
–A fe mía que esta vez lo veo crudo, Diego.<br />
–Otras veces lo he tenido peor.<br />
–No. Peor no lo has tenido nunca. De quien desea verte no se salva nadie dando<br />
estocadas.<br />
De cualquier modo, <strong>Alatriste</strong> tampoco tenía con qué darlas. Hasta la cuchilla de<br />
matarife le habían quitado de la bota cuando lo apresaron después de la reyerta en el<br />
corral de comedias; donde, al menos, la intervención de los ingleses evitó que allí<br />
mismo lo mataran.<br />
–En pas ahora esteumos –había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a<br />
separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras<br />
envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los<br />
aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo<br />
lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último<br />
soneto. En cuanto a los cinco espadachines, dos escaparon en el tumulto, a uno se lo<br />
habían llevado herido de gravedad, y dos fueron apresados con <strong>Alatriste</strong> y puestos en un<br />
calabozo cercano al suyo. Al salir con Saldaña por la mañana, el capitán había pasado<br />
junto a ese mismo calabozo. Vacío.<br />
<strong>El</strong> conde de Olivares seguía concentrado en su correo, y el capitán miró la ventana con<br />
sombría esperanza. Aquello quizás le ahorrase el verdugo y abreviara el expediente,<br />
aunque una caída de treinta pies sobre el patio no era mucho; se exponía a quedar vivo y<br />
que lo subieran a la mula para colgarlo con las piernas quebradas, lo que no iba a ser<br />
gallardo espectáculo. Y aún otro problema: si después de todo había alguien más allá, lo<br />
de la ventana se lo iba a tomar fatal durante el resto de una eternidad no por hipotética<br />
menos inquietante. Así que, puestos a tocar retreta, mejor era irse sacramentado y de<br />
mano ajena, por si las moscas. A fin de cuentas, se consoló, por mucho que duela y<br />
tardes en morir, al final siempre te mueres, Y quien muere, descansa.<br />
En esos alegres pensamientos andaba cuando reparó en que el valido había dejado de<br />
despachar su correo y lo miraba. Aquellos ojos oscuros, negros y vivos, parecían<br />
estudiarlo con fijeza. <strong>Alatriste</strong>, cuyo jubón y calzas mostraban las huellas de la noche<br />
pasada en el calabozo, lamentó no tener mejor aspecto. Unas mejillas rasuradas le<br />
habrían dado más apariencia. Y tampoco hubiera sobrado una venda limpia en torno al<br />
tajo de la frente, y agua para lavarse la sangre seca que le cubría la cara.<br />
–¿Me habéis visto alguna vez, antes?<br />
La pregunta de Olivares cogió desprevenido al capitán. Un sexto sentido, semejante al<br />
ruido que hace una hoja de acero resbalando sobre piedra de afilar, le aconsejó exquisita<br />
prudencia.<br />
–No. Nunca.<br />
–¿Nunca?<br />
–Eso he dicho a vuestra Excelencia.
–¿Ni siquiera en la calle, en un acto público?<br />
–Bueno –el capitán se pasó dos dedos por el bigote, como obligándose a recordar–. Tal<br />
vez en la calle... Me refiero a la Plaza Mayor, los Jerónimos y sitios así –movió la<br />
cabeza afirmativo, con supuesta y deliberada honradez–... Ahí es posible que si.<br />
Olivares le sostenía la mirada, impasible.<br />
–¿Nada más?<br />
–Nada más.<br />
Por un brevísimo instante el capitán creyó advertir una sonrisa entre la feroz barba del<br />
valido. Pero nunca estuvo seguro de eso. Olivares había tomado uno de los legajos que<br />
tenía sobre la mesa y pasaba sus hojas con aire distraído.<br />
–Servisteis en Flandes y Nápoles, por lo que veo. Y contra los turcos en Levante y<br />
Berbería... Una larga vida de soldado.<br />
–Desde los trece años, Excelencia.<br />
–Lo de capitán es un apodo, supongo.<br />
–Algo así. Nunca pasé de sargento, e incluso se me privó de ese grado tras una reyerta.<br />
–Sí, aquí lo dice –el ministro seguía hojeando el legajo–. Reñisteis con un alférez,<br />
dándole de estocadas... Me sorprende que no os ahorcaran por ello.<br />
–Iban a hacerlo, Excelencia. Pero ese mismo día se amotinaron nuestras tropas en<br />
Maastricht: llevaban cinco meses sin paga. Yo no me amotiné, y tuve la fortuna de<br />
poder defender de los soldados al señor maestre de campo Don Miguel de Orduña.<br />
–¿No os gustan los motines?<br />
–No me gusta que se asesine a los oficiales.<br />
<strong>El</strong> valido enarcó una ceja, displicente.<br />
–¿Ni a los que os pretenden ahorcar?<br />
–Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.<br />
–Para defender a vuestro maestre de campo tumbasteis espada en mano a dos o tres,<br />
dice por aquí.<br />
–Eran tudescos, Excelencia. Y además, el señor maestre de campo decía: «Demonio,<br />
<strong>Alatriste</strong>, si me han de matar amotinados, al menos que sean españoles». Le di la razón,<br />
metí mano, y aquello me valió el indulto.<br />
Escuchaba Olivares, el aire atento. De vez en cuando echaba un nuevo vistazo a los<br />
papeles y miraba a Diego <strong>Alatriste</strong> con reflexivo interés.<br />
–Ya veo –dijo–. También hay aquí una carta de recomendación del viejo conde de<br />
Guadalmedina, y un beneficio de Don Ambrosio de Spinola en persona, firmado de su<br />
puño y letra, pidiendo para vos ocho escudos de ventaja por vuestro buen servicio ante<br />
el enemigo... ¿Se os llegó a conceder?<br />
–No, Excelencia. Que unas son las intenciones de los generales y otras las de<br />
secretarios, administradores y escribanos... Al reclamarlos me los redujeron a cuatro<br />
escudos, e incluso ésos nunca los vi hasta hoy.<br />
<strong>El</strong> ministro hizo un lento gesto con la cabeza, como si también a él le retuvieran de vez<br />
en cuando sus beneficios o salarios. O quizá sólo se limitaba a aprobar la renuencia de<br />
secretarios, administradores y escribanos a soltar dinero público. <strong>Alatriste</strong> vio que<br />
seguía pasando papeles con minuciosidad de funcionario.<br />
–Licenciado después de Fleurus por herida grave y honrosa... –prosiguió Olivares.<br />
Ahora miraba el apósito en la frente del capitán–. Tenéis cierta propensión a ser herido,<br />
por lo que veo.<br />
–Y a herir, Excelencia.<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> se había erguido un poco, retorciéndose el bigote. Era obvio que no le<br />
gustaba que nadie, ni siquiera quien podía hacerlo ejecutar en el acto, tomase sus
heridas a la ligera. Olivares estudió con curiosidad el destello insolente que había<br />
aparecido en sus ojos, y luego volvió a ocuparse del legajo.<br />
–Eso parece –concluyó–. Aunque las referencias sobre vuestras aventuras lejos de las<br />
banderas son menos ejemplares que en la vida militar.. Veo aquí una riña en Nápoles<br />
con muerte incluida... ¡Ah! Y también una insubordinación durante la represión de los<br />
rebeldes moriscos en Valencia –el privado frunció el ceño–... ¿Acaso os pareció mal el<br />
decreto de expulsión firmado por Su Majestad?<br />
<strong>El</strong> capitán tardó en contestar.<br />
–Yo era un soldado –dijo al cabo–. No un carnicero.<br />
–Os imaginaba mejor servidor de vuestro Rey.<br />
–Y lo soy. Incluso lo he servido mejor que a Dios, pues de éste quebranté diez<br />
preceptos, y de mi Rey ninguno.<br />
Enarcó una ceja el valido.<br />
–Siempre creí que la de Valencia fue una gloriosa campaña...<br />
–Pues informaron mal a vuestra Excelencia. No hay gloria ninguna en saquear casas,<br />
forzar a mujeres y degollar a campesinos indefensos.<br />
Olivares lo escuchaba con expresión impenetrable.<br />
–Contrarios todos ellos a la verdadera religión –apostilló–. Y reacios a abjurar de<br />
Mahoma.<br />
<strong>El</strong> capitán encogió los hombros con sencillez.<br />
–Quizás –repuso–. Pero ésa no era mi guerra.<br />
–Vaya –el ministro alzaba ahora las dos cejas con fingida sorpresa–. ¿Y asesinar por<br />
cuenta ajena sí lo es?<br />
–Yo no mato niños ni ancianos, Excelencia.<br />
–Ya veo. ¿Por eso dejasteis vuestro Tercio y os alistasteis en las galeras de Nápoles?<br />
–Sí. Puesto a acuchillar infieles, preferí hacerlo con turcos hechos y derechos, que<br />
pudieran defenderse.<br />
<strong>El</strong> valido estuvo mirándolo un momento, sin decir nada. Después volvió a los papeles<br />
de la mesa. Parecía meditar sobre las últimas palabras de <strong>Alatriste</strong>.<br />
–Sin embargo, a fe que os abona gente de calidad –dijo por fin–. <strong>El</strong> joven<br />
Guadalmedina, por ejemplo. O Don Francisco de Quevedo, que tan bizarramente<br />
conjugó ayer la voz activa; aunque Quevedo igual beneficia que perjudica a sus amigos,<br />
según los altibajos de sus gracias y desgracias –el privado hizo una pausa larga y<br />
significativa–... También, según parece, el flamante duque de Buckingham cree deberos<br />
algo –hizo otra pausa más larga que la anterior–... Y el Príncipe de Gales.<br />
–No lo sé –<strong>Alatriste</strong> se encogía otra vez de hombros, el rostro impasible–. Pero esos<br />
gentiles hombres hicieron ayer más que suficiente para saldar cualquier deuda, real o<br />
imaginaria.<br />
Olivares hizo un lento gesto negativo con la cabeza.<br />
–No creáis –su tono era un suspiro de fastidio–. Esta misma mañana Carlos de<br />
Inglaterra ha tenido a bien interesarse de nuevo por vos y vuestra suerte. Hasta el Rey<br />
nuestro señor, que no sale de su asombro por lo ocurrido, desea estar al corriente... –<br />
puso el legajo a un lado con brusquedad–. Todo esto crea una situación enojosa. Muy<br />
delicada.<br />
Ahora el valido miraba a Diego <strong>Alatriste</strong> de arriba abajo, como preguntándose qué hacer<br />
con él.<br />
–Lástima –prosiguió– que aquellos cinco jaques de ayer no desempeñaran mejor su<br />
oficio. Quien los pagó no andaba errado... En cierta forma eso lo hubiese resuelto todo.<br />
–Lamento no compartir vuestro pesar, Excelencia.
–Me hago cargo... –la mirada del ministro había cambiado: ahora se tornaba más dura e<br />
insondable–. ¿Es cierto eso que cuentan, sobre que hace unos días salvasteis la vida a<br />
cierto viajero inglés cuando un camarada vuestro estaba a punto de matarlo?<br />
Alarma. Corred al arma con redobles de caja y trompetas, pensó <strong>Alatriste</strong>. Aquel giro<br />
tenía más peligro que una salida nocturna de los holandeses con todo el Tercio<br />
durmiendo a pierna suelta en las fajinas. Conversaciones como ésa lo llevaban a uno en<br />
línea recta a meter el cuello en una soga. Y en ese momento no daba un ardite por el<br />
suyo.<br />
–Vuestra Excelencia disimule, más no recuerdo semejante cosa.<br />
–Pues os conviene hacer memoria.<br />
Ya lo habían amenazado muchas veces en su vida, antes; y además estaba seguro de no<br />
salir con bien de aquélla. Así que, puestos a darle lo mismo, el capitán se mantuvo<br />
impasible. Eso no fue obstáculo para que escogiera con tiento las palabras:<br />
–Desconozco si a alguien salvé la vida –dijo tras meditar un poco–. Pero recuerdo que,<br />
cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no<br />
quería muertes en aquel lance.<br />
–Vaya. ¿Eso dijo?<br />
–Eso mismo.<br />
Las pupilas penetrantes del privado apuntaron al capitán como ánimas de arcabuz.<br />
–¿Y quién era ese principal? –preguntó con peligrosa suavidad.<br />
<strong>Alatriste</strong> ni pestañeó.<br />
–No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.<br />
Ahora Olivares lo observaba con nuevo interés.<br />
–Si tales eran las órdenes, ¿cómo es que vuestro compañero osó ir más lejos?<br />
–No sé de qué compañero habla vuestra Excelencia. De cualquier modo, otros<br />
caballeros que acompañaban al principal dieron después instrucciones diferentes.<br />
–¿Otros?... –el ministro parecía muy interesado en aquel plural–. Por las llagas de Dios<br />
que me gustaría conocer sus nombres. O descripciones.<br />
–Me temo que es imposible. Ya habrá notado vuestra Excelencia que tengo una<br />
memoria infame. Y los antifaces...<br />
Vio que Olivares daba un golpe sobre la mesa, disimulando su impaciencia. Pero la<br />
mirada que dirigió a <strong>Alatriste</strong> era más valorativa que amenazadora. Parecía sopesar algo<br />
en su interior.<br />
–Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos<br />
capaces de avivársela al más pintado.<br />
–Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.<br />
Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre<br />
irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y <strong>Alatriste</strong> creyó que iba a<br />
llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el<br />
acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara<br />
como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos<br />
glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció<br />
convencerlo.<br />
–Quizá tengáis razón –asintió el privado–. Me atrevería a jurar que sois de los<br />
olvidadizos. O de los mudos.<br />
Se quedó un instante pensativo, mirando los papeles que tenía sobre la mesa.<br />
–Debo despachar unos asuntos –dijo–. Espero que no os importe aguardar aquí un poco<br />
más.
Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo<br />
junto a la pared, tiró de éste una sola vez. Luego volvió a sentarse sin prestar más<br />
atención al capitán.<br />
<strong>El</strong> aire familiar del individuo que entró en la habitación se acentuó en cuanto <strong>Alatriste</strong><br />
oyó su voz. Por vida de. Aquel lío, decidió, empezaba a parecerse a una reunión de<br />
viejos conocidos, y sólo faltaban allí el padre Emilio Bocanegra y el espadachín italiano<br />
para completar cuadrilla. <strong>El</strong> recién llegado tenía la cabeza redonda, y en ella flotaban<br />
desamparados algunos cabellos entre castaños y grises. Todo su pelo era mezquino y<br />
ralo: las patillas hasta media cara, la barbita muy estrecha y recortada desde el labio<br />
inferior al mentón, y los bigotes poco espesos pero rizados sobre los mofletes, surcados<br />
de venillas rojas igual que la gruesa nariz. Vestía de negro, y la cruz de Calatrava no<br />
bastaba para atenuar la vulgaridad que se desprendía de su apariencia, con la golilla<br />
poco limpia y mal almidonada, y aquellas manos manchadas de tinta que le hacían<br />
parecer un amanuense venido a más, con el grueso anillo de oro en el meñique de la<br />
mano izquierda. Los ojos, sin embargo, resultaban inteligentes y muy vivos; y la ceja<br />
izquierda, arqueada a más altura que la derecha con aire avisado, crítico, daba un<br />
carácter taimado, de peligrosa mala voluntad, a la expresión –primero sorprendida y<br />
luego desdeñosa y fría– que cruzó su rostro al descubrir a Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />
Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía<br />
sin máscara.<br />
–Resumiendo –dijo Olivares–. Que hemos topado con dos conspiraciones. Una,<br />
encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos<br />
secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos<br />
informes, creo recordar.. Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra<br />
merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de<br />
la Corte, hayáis oído algo.<br />
<strong>El</strong> valido había hablado muy despacio, tomándose su tiempo y con largas pausas entre<br />
frase y frase; sin quitarle de encima los ojos al recién llegado. Éste permanecía en pie,<br />
escuchando, y de vez en cuando lanzaba furtivas ojeadas a Diego <strong>Alatriste</strong>. <strong>El</strong> capitán se<br />
mantenía a un lado, preguntándose en qué diablos iba a terminar todo aquello. Reunión<br />
de pastores, oveja muerta. O a punto de estarlo.<br />
Olivares había dejado de hablar y aguardaba. Luis de Alquézar se aclaró la garganta.<br />
–Temo no ser muy útil a vuestra Grandeza –dijo, y en su tono extremadamente cauto se<br />
traslucía el desconcierto por la presencia de <strong>Alatriste</strong>–. Algo había oído yo también de<br />
la primera conspiración... En cuanto a la segunda... –miró al capitán y la ceja izquierda<br />
se le enarcó siniestra, como un puñal turco en alto–. Ignoro lo que este sujeto ha podido,<br />
ejem, contar.<br />
<strong>El</strong> privado tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.<br />
–Este sujeto no ha contado nada. Lo tengo aquí esperando para despachar otro asunto.<br />
Luis de Alquézar miró al ministro un largo rato, calibrando lo que acababa de oír.<br />
Digerido aquello, miró a <strong>Alatriste</strong> y de nuevo a Olivares.<br />
–Pero... –empezó a decir.<br />
–No hay peros.<br />
Alquézar se aclaró la garganta de nuevo.<br />
–Como vuestra Grandeza me plantea un tema tan delicado delante de terceros, creí<br />
que...<br />
–Pues creísteis mal.<br />
–Disculpadme –el secretario miraba los papeles de la mesa con expresión inquieta,<br />
como acechando algo alarmante en ellos. Se había puesto muy pálido–. Pero no sé si<br />
ante un extraño debo...
Alzó el valido una mano autoritaria. <strong>Alatriste</strong>, que los observaba, habría jurado que<br />
Olivares parecía disfrutar con todo aquello.<br />
–Debéis.<br />
Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez<br />
lo hizo ruidosamente.<br />
–Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza –su tez pasaba de la extrema palidez<br />
al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor–. Lo que<br />
puedo imaginar sobre esa segunda conspiración...<br />
–Procurad imaginarlo con todo detalle, os lo ruego.<br />
–Por supuesto, Excelencia –los ojos de Alquézar seguían escudriñando inútilmente los<br />
papeles del ministro; sin duda su instinto de funcionario lo impulsaba a buscar en ellos<br />
la explicación a lo que estaba ocurriendo–... Os decía que cuanto puedo imaginar, o<br />
suponer, es que ciertos intereses se cruzaron en el camino. La Iglesia, por ejemplo...<br />
–La Iglesia es muy amplia. ¿Os referís a alguien en particular?<br />
–Bueno. Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos<br />
ojos que un hereje...<br />
–Ya veo –cortó el ministro–. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra,<br />
por ejemplo. <strong>Alatriste</strong> vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.<br />
–Yo no he citado a su Paternidad –dijo Alquézar, recobrando la sangre fría– pero ya que<br />
vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto,<br />
fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.<br />
–Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes<br />
sospechas.<br />
Suspiró el secretario, aventurando una discreta sonrisa conciliadora. A medida que se<br />
prolongaba la conversación y sabía a qué tono atenerse, parecía más taimado y seguro<br />
de sí.<br />
–Ya sabe vuestra Grandeza cómo es la Corte. Sobrevivir resulta difícil, entre tirios y<br />
troyanos. Hay influencias. Presiones... Además, resulta sabido que vuestra Grandeza no<br />
es partidario de una alianza con Inglaterra... A fin de cuentas se trataría de serviros.<br />
–Pues voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno –la mirada<br />
de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo–... Aunque imagino que el<br />
oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.<br />
La sonrisa cómplice y servil que ya apuntaba bajo el bigote del secretario real se borró<br />
como por ensalmo.<br />
–Ignoro a qué se refiere vuestra Grandeza.<br />
–¿Lo ignoráis? Qué curioso. Mis espías habían confirmado la entrega de una importante<br />
suma a algún personaje de la Corte, pero sin identificar destinatario... Todo esto me<br />
aclara un poco las ideas.<br />
Alquézar se puso una mano exactamente sobre la cruz de Calatrava que llevaba bordada<br />
en el pecho.<br />
–Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo...<br />
–¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio –Olivares hizo un gesto displicente<br />
con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco,<br />
aliviado–... A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado<br />
de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis<br />
obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire.<br />
¿Verdad?<br />
La sonrisa de alivio ya no estaba tan segura en la boca del secretario.<br />
–Naturalmente, Excelencia –dijo en voz baja.
–Y menos –prosiguió Olivares– en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras.<br />
A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con<br />
agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza.<br />
Al decir aquello le dirigió a Alquézar una mirada significativa y terrible.<br />
–Vuestra Grandeza sabe –casi tartamudeó el secretario real, de nuevo demudada la<br />
color– que le soy absolutamente fiel.<br />
<strong>El</strong> valido lo miró con ironía infinita.<br />
–¿Absolutamente?<br />
–Eso he dicho a vuestra Grandeza. Fiel y útil.<br />
–Pues os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo<br />
yo los cementerios llenos.<br />
Y dicha aquella fanfarronada, que en su boca sonaba funesta y amenazadora, el conde<br />
de Olivares cogió la pluma con aire distraído, sosteniéndola entre los dedos como si se<br />
dispusiera a firmar una sentencia. <strong>Alatriste</strong> vio que Alquézar seguía el movimiento de la<br />
pluma con ojos angustiados.<br />
–Y ya que hablamos de cementerios –dijo de pronto el ministro–. Os presento a Diego<br />
<strong>Alatriste</strong>, más notorio por el nombre de capitán <strong>Alatriste</strong>... ¿Lo conocíais?<br />
–No. Quiero decir que, ejem, que no lo conozco.<br />
–Eso es lo bueno de andar entre gente avisada: que nadie conoce a nadie.<br />
De nuevo parecía Olivares a punto de sonreír, pero no lo hizo. Al cabo de un instante<br />
señaló con la pluma al capitán.<br />
–Don Diego <strong>Alatriste</strong> –dijo– es hombre cabal, con excelente hoja militar; aunque una<br />
herida reciente y su mala suerte lo tengan en situación delicada. Parece valiente y de<br />
fiar.. Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de<br />
que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos<br />
privados para siempre de sus eventuales servicios –miró al secretario del Rey,<br />
penetrante–... ¿No lo halláis en razón, Alquézar?<br />
–Muy en razón –se apresuró a confirmar el otro–. Pero con el modo de vida que le<br />
imagino, este señor <strong>Alatriste</strong> se expone a tener cualquier mal encuentro... Un accidente<br />
o algo así. Nadie podría hacerse responsable de ello.<br />
Dicho lo cual, Alquézar le dirigió al capitán una mirada de rencor.<br />
–Me hago cargo –dijo el valido, que parecía estar a sus anchas con todo aquello–. Pero<br />
sería bueno que por nuestra parte no hagamos nada por anticipar tan molesto desenlace.<br />
¿No sois de mi opinión, señor secretario real?<br />
–Absolutamente, Excelencia –la voz de Alquézar temblaba de despecho.<br />
–Sería muy penoso para mí.<br />
–Lo comprendo.<br />
–Penosísimo. Casi una afrenta personal.<br />
Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca<br />
espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.<br />
–Por supuesto –balbució.<br />
Alzando un dedo en alto, como si acabase de recordar algo, el ministro buscó entre los<br />
papeles de la mesa, cogió uno de los documentos y se lo alargó al secretario real.<br />
–Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por<br />
cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan<br />
cuatro escudos a Don Diego <strong>Alatriste</strong> por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por<br />
algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada... ¿Está claro?<br />
Alquézar sostenía el papel con la punta de los dedos, cual si contuviera veneno. Miraba<br />
al capitán con ojos extraviados, a punto de sufrir un golpe de sangre. La cólera y el<br />
despecho le hacían rechinar los dientes.
–Claro como el agua, Excelencia.<br />
–Entonces podéis regresar a vuestros asuntos.<br />
Y sin levantar la vista de sus papeles, el hombre más poderoso de Europa despidió al<br />
secretario del Rey con un gesto displicente de la mano.<br />
Cuando se quedaron solos, Olivares alzó la cabeza para mirar detenidamente al capitán<br />
<strong>Alatriste</strong>.<br />
–Ni voy a daros explicaciones, ni tengo por qué dároslas –dijo por fin, malhumorado.<br />
–No he pedido explicaciones a vuestra Excelencia.<br />
–Si lo hubierais hecho ya estaríais muerto. O camino de estarlo.<br />
Hubo un silencio. <strong>El</strong> valido se había puesto en pie, yendo hasta la ventana sobre la que<br />
corrían nubes que amenazaban lluvia. Seguía las evoluciones de los guardias en el patio,<br />
cruzadas las manos a la espalda. A contraluz su silueta parecía aún más maciza y<br />
oscura.<br />
–De cualquier modo –dijo sin volverse– podéis dar gracias a Dios por seguir vivo.<br />
–Es cierto que me sorprende –respondió <strong>Alatriste</strong>–. Sobre todo después de lo que acabo<br />
de oír.<br />
–Suponiendo que de veras hayáis oído algo.<br />
–Suponiéndolo.<br />
Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.<br />
–Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y<br />
también porque hay quien se interesa en vos.<br />
–Os lo agradezco, Excelencia.<br />
–No lo hagáis –apartándose de la ventana, el valido dio unos pasos por la estancia, y sus<br />
pasos resonaron sobre el entarimado del suelo–. Existe una tercera razón: hay gentes<br />
para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo<br />
hacerles en este momento –dio unos pasos más moviendo la cabeza, complacido–.<br />
Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y<br />
ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros...<br />
¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar<br />
reinos. Por lo menos, no éste.<br />
Se quedó contemplando pensativo el retrato del gran Felipe Segundo que estaba sobre la<br />
chimenea; y tras una pausa muy larga suspiró profunda, sinceramente. Entonces pareció<br />
recordar al capitán y se volvió de nuevo hacia él.<br />
–En cuanto al favor que pueda haberos hecho –continuó–, no cantéis victoria. Acaba de<br />
salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros<br />
aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio <strong>Pérez</strong>... Su<br />
única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio.<br />
Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes<br />
pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar<br />
del capitán <strong>Alatriste</strong>, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes<br />
posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más<br />
batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.<br />
De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella<br />
estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes<br />
de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.<br />
–Una última cosa ––dijo–. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna<br />
incomprensible razón, cree estaros obligado... Su vida y la vuestra, naturalmente, es<br />
difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo<br />
con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de
cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al<br />
capitán Diego <strong>Alatriste</strong> si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales.<br />
<strong>Alatriste</strong> abrió la caja de madera negra, adornada con incrustaciones de marfil en la<br />
tapa. <strong>El</strong> anillo era de oro y tenía grabadas las tres plumas del heredero de Inglaterra. La<br />
carta era un pequeño billete doblado en cuatro, con el mismo sello que el anillo, escrita<br />
en inglés. Cuando levantó los ojos vio que el valido lo miraba, y que entre la feroz barba<br />
y el mostacho se le dibujaba una sonrisa melancólica.<br />
–Lo que yo daría –dijo Olivares– por disponer de una carta como ésa.
EPÍLOGO<br />
<strong>El</strong> cielo amenazaba lluvia sobre el Alcázar, y las pesadas nubes que corrían desde el<br />
oeste parecían desgarrarse en el chapitel puntiagudo de la Torre Dorada. Sentado en un<br />
pilar de piedra de la explanada real, me abrigué los hombros con el herreruelo viejo del<br />
capitán que para mí hacía las veces de capa, y seguí esperando sin perder de vista las<br />
puertas de Palacio, de donde los centinelas me habían alejado ya en tres ocasiones.<br />
Llevaba allí muy largo rato: desde que por la mañana, soñoliento ante la cárcel de Corte<br />
donde habíamos pasado la noche –el capitán dentro y yo fuera–, seguí el carruaje en que<br />
los alguaciles del teniente Saldaña lo llevaron al Alcázar para introducirlo por una<br />
puerta lateral. Yo estaba sin probar bocado desde la noche anterior, cuando Don<br />
Francisco de Quevedo, antes de irse a dormir –había estado curándose un rasguño<br />
sufrido durante la refriega–, pasó por la cárcel para interesarse por el capitán; y al<br />
encontrarme a la salida compró en un bodegón de puntapié algo de pan y cecina para<br />
mí. Lo cierto es que tal parecía ser mi sino: buena parte de la vida junto al capitán<br />
<strong>Alatriste</strong> la pasaba esperándolo en alguna parte durante un mal lance. Y siempre con el<br />
estómago vacío y la inquietud en el corazón.<br />
Un frío chirimiri empezó a mojar las losas que cubrían la explanada real, trocándose al<br />
poco en llovizna que velaba de gris las fachadas de los edificios cercanos e iba<br />
acentuando poco a poco el reflejo de éstos en las losas húmedas bajo mis pies. Me<br />
entretuve para matar el tiempo mirando dibujarse esos contornos entre mis zapatos. En<br />
eso estaba cuando oí silbar una musiquilla que me resultaba familiar, una especie de<br />
tiruri–ta–ta, y entre aquellos reflejos grises y ocres apareció una mancha oscura,<br />
inmóvil. Y al alzar los ojos vi ante mí, con capa y sombrero, la inconfundible silueta<br />
negra de Gualterio Malatesta.<br />
La primera reacción ante mi viejo conocido del Portillo de las Ánimas fue poner pies en<br />
polvorosa; pero no lo hice. La sorpresa me dejó tan mudo y paralizado que sólo pude<br />
quedarme allí muy quieto, tal, y como estaba, mientras los ojos oscuros, relucientes, del<br />
italiano me miraban con fijeza. Después, cuando pude reaccionar, tuve dos<br />
pensamientos concretos y casi contrapuestos. Uno, huir. Otro, echar mano a la daga que<br />
llevaba oculta en la trasera del cinto, bajo el herreruelo, e intentar metérsela a nuestro<br />
enemigo por las tripas.<br />
Pero algo en la actitud de Malatesta me disuadió de hacer una cosa u otra. Aunque<br />
siniestro y amenazador como siempre, con aquella capa y sombrero negros y el rostro<br />
flaco de mejillas hundidas, llenas de marcas de viruela y cicatrices, su actitud no<br />
presagiaba males inminentes. Y en ese instante, como si alguien hubiese trazado un<br />
brusco brochazo de pintura blanca en su cara, apareció en ella una sonrisa.<br />
–¿Esperas a alguien?<br />
Me lo quedé mirando, sentado en el pilar de piedra, sin responder. Las gotas de lluvia<br />
corrían por mi cara, y a él le quedaban suspendidas en las anchas alas de fieltro del<br />
sombrero y en los pliegues de la capa.<br />
–Creo que saldrá pronto –dijo al cabo de un momento con aquella voz suya apagada y<br />
áspera, sin dejar de observarme como al principio, de pie ante mí. Tampoco respondí<br />
esta vez; y él, tras otro instante, miró a mi espalda y luego alrededor, hasta fijar la vista<br />
en la fachada del Palacio.
–Yo también lo esperaba –añadió pensativo, sin dejar de mirar las puertas del Alcázar–.<br />
Por motivos diferentes a los tuyos, claro.<br />
Parecía ensimismado, casi divertido por algún aspecto de la situación.<br />
–Diferentes –repitió.<br />
Pasó un carruaje con el cochero envuelto en una capa encerada. Eché un vistazo para<br />
ver si podía distinguir a su pasajero. No era el capitán. A mi lado, el italiano se había<br />
vuelto a observarme. Mantenía la fúnebre sonrisa.<br />
–No te preocupes. Me han dicho que saldrá por su propio pie. Libre.<br />
–¿Y cómo lo sabe vuestra merced?<br />
Mi pregunta coincidió con un cauto gesto de mi mano hacia la parte del cinto cubierta<br />
por el herreruelo, movimiento que no pasó inadvertido al italiano. Se acentuó su sonrisa.<br />
–Bueno –dijo lentamente–. Yo también lo esperaba, como tú. Para darle un recado. Pero<br />
acababan de decirme que el recado ya no es necesario, de momento... Que lo aplazan<br />
sine die.<br />
Lo miré con una desconfianza tan evidente que el italiano se echó a reír. Una risa que<br />
parecía crujir como maderos rotos: chasqueante, opaca.<br />
–Voy a irme, rapaz. Tengo cosas que hacer. Pero quiero que me hagas un favor. Un<br />
mensaje para el capitán <strong>Alatriste</strong>... ¿Te importa?<br />
Yo lo seguía observando receloso, y no dije palabra. Él volvió a mirar a mi espalda y<br />
luego a uno y otro lado, y me pareció oírlo suspirar muy despacio, cual para sus<br />
adentros. Allí, negro e inmóvil bajo la lluvia que arreciaba poco a poco, también él<br />
parecía cansado. Quizás los malvados se cansan tanto como los corazones leales, pensé<br />
un instante. A fin de cuentas, nadie elige su destino.<br />
–Cuéntale al capitán –dijo el italiano– que Gualterio Malatesta no olvida la cuenta<br />
pendiente entre ambos. Y que la vida es larga, hasta que deja de serlo... Dile también<br />
que nos encontraremos de nuevo, y que en esa ocasión espero darme más maña que<br />
hasta ahora, y matarlo. Sin acaloramientos ni rencores: con calma, espacio y tiempo. Se<br />
trata de una cuestión personal. Profesional, incluso. Y de profesional a profesional,<br />
estoy seguro de que él lo entenderá perfectamente... ¿Le darás el mensaje? –de nuevo el<br />
destello blanco le cruzó la cara, peligroso, como un relámpago–. Voto a Dios que eres<br />
un buen mozo.<br />
Se quedó absorto, mirando de nuevo un punto indeterminado de la plaza llena de<br />
veladuras grises. Hizo después un gesto como para irse, pero se detuvo antes.<br />
–Por cierto –añadió, sin mirarme–. La otra noche, en el Portillo de las Ánimas, estuviste<br />
muy bien. Aquellos pistoletazos a bocajarro... Pardiez. Supongo que <strong>Alatriste</strong> sabrá que<br />
te debe la vida.<br />
Sacudió las gotas de agua de los pliegues de la capa y se embozó con ella. Sus ojos,<br />
negros y duros como piedras de azabache, se detuvieron por fin en mí.<br />
–Imagino que nos volveremos a ver –dijo, y echó a andar. De pronto se detuvo, vuelto a<br />
medias–. Aunque, ¿sabes? Debería acabar contigo, ahora que aún eres un chiquillo...<br />
Antes de que seas un hombre y me mates tú a mí.<br />
Después volvió la espalda y se fue, convertido de nuevo en la sombra negra que siempre<br />
había sido. Y oí su risa alejándose bajo la lluvia.<br />
Madrid, septiembre de 1996
EXTRACTOS DE LAS FLORES DE POESIA DE VARIOS INGENIOS DE ESTA<br />
CORTE<br />
Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta conservado en la Sección «Condado de<br />
Guadalmedina» del Archivo y Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).<br />
ATRIBUIDO A DON FRANCISCO DE QUEVEDO,<br />
ALABA LA VIRTUD MILITAR EN LA PERSONA<br />
DEL CAPITAN DON DIEGO ALATRISTE.<br />
Soneto<br />
Tú, en cuyas venas laten <strong>Alatriste</strong>s<br />
A quienes ennoblece tu cuchilla,<br />
Mientras te quede vida por vivilla,<br />
A cualquiera enemigo te resistes.<br />
De un tercio viejo la casaca vistes,<br />
Vive Dios que la vistes sin mancilla,<br />
Que si alguien hay que no pueda sufrilla,<br />
Ese eres tú, que de honra te revistes.<br />
<strong>Capitán</strong> valeroso en la jornada<br />
Sangrienta, y en la paz pundonoroso,<br />
En cuyo pecho alienta tanto fuego.<br />
No perdonas jamás bravuconada,<br />
Y empeñada tu fe, eres tan puntoso,<br />
Que no te desdirás, aun siendo Diego.<br />
AL MISMO ASUNTO, A LO BURLESCO.<br />
Décima<br />
En Flandes puso una pica,<br />
Y aún puso más, porque puso<br />
En fuga al gabacho iluso,<br />
A gritos pidiendo arnica,<br />
Que vello fue cosa rica,<br />
Si sufrillo, rota triste;<br />
Con cualquier contrario embiste,<br />
Más no hallo de qué me espante,<br />
Pues nadie hay más bravo en Gante<br />
Que el <strong>Capitán</strong> <strong>Alatriste</strong>.
DEL CONDE DE GUADALMEDINA<br />
A LA ESTADIA EN MADRID DE CARLOS,<br />
PRÍNCIPE DE GALES<br />
Soneto<br />
Vino Gales a bodas con la infanta<br />
En procura de tálamo y princesa,<br />
Ignorante el leopardo que esta empresa<br />
No corona el audaz, sino el que aguanta.<br />
A culminar la hazaña se levanta<br />
Cual águila segura de su presa,<br />
Sin advertir que es vana la promesa<br />
Que por razón de Estado se quebranta.<br />
Política lección esto os enseña.<br />
Carlos: que en el marasmo cortesano<br />
No navega con brío el más ufano<br />
Piloto, ni mejor se desempeña<br />
Donde el éxito al fin ciñe la frente<br />
Al más gallardo no. sí al más paciente,<br />
DEL MISMO AL SEÑOR DE LA TORRE DE JUAN ABAD,<br />
CON SÍMILES DEL SANTORAL<br />
Octava rima<br />
Al buen Roque en sufrido claudicante,<br />
A Ignacio en caballero y en valiente.<br />
A Domingo en batir al protestante.<br />
Al Crisóstomo Juan en lo elocuente,<br />
A Jerónimo en docto y hebraizante,<br />
A Pablo en lo político y prudente.<br />
Y en fin, hasta a Tomás sigue Quevedo,<br />
Pues donde ve una llaga, pone el dedo.
A Sealtiel, por prestarnos el apellido.<br />
AGRADECIMIENTOS<br />
A Julio Ollero, por la Topografía de Madrid de Pedro Texeira.<br />
Y a Alberto Montaner Frutos, por las notas al margen, los apócrifos de Quevedo y<br />
Guadalmedina, su inteligente buen juicio y su generosa amistad.