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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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Álvaro de la Marca despachaba un refrigerio sentado a la mesa forrada de terciopelo<br />

verde. Era media mañana, estaban en la misma habitación donde había recibido la noche<br />

anterior a Diego <strong>Alatriste</strong>, y el aristócrata comía con mucha afición trozos de empanada<br />

de pollo y un cuartillo de vino en jarra de plata: su éxito diplomático y social en aquella<br />

jornada le avivaba el apetito. Había invitado a <strong>Alatriste</strong> a acompañarlo tomando un<br />

bocado, pero el capitán rechazó la invitación. Permanecía de pie, apoyado en la pared,<br />

viendo comer a su protector. Estaba vestido para salir, con capa, espada y sombrero<br />

sobre una silla próxima, y en el rostro sin afeitar mostraba las trazas de la noche pasada<br />

en blanco.<br />

–¿A quién cree vuestra merced que incomoda más ese matrimonio?<br />

Guadalmedina lo miró entre dos bocados.<br />

–Uf. A mucha gente –dejó la empanada en el plato y se puso a contar con los dedos<br />

relucientes de grasa–––. En España, la Iglesia y la Inquisición están rotundamente en<br />

contra. A eso hay que añadir que el Papa, Francia, Saboya y Venecia siguen dispuestos<br />

a cualquier cosa con tal de impedir la alianza entre Inglaterra y España... ¿Te imaginas<br />

lo que hubiera ocurrido si anoche llegáis a matar al príncipe y a Buckingham?<br />

–La guerra con Inglaterra, supongo.<br />

<strong>El</strong> conde atacó de nuevo su refrigerio.<br />

–Supones bien –apuntó, sombrío–. De momento hay acuerdo general para silenciar el<br />

incidente. <strong>El</strong> de Gales, y Buckingham sostienen que fueron objeto de un ataque de<br />

salteadores comunes, y el Rey y Olivares han hecho como que se lo creían. Después, a<br />

solas, el Rey le pidió una investigación al valido, y éste prometió ocuparse de ello –<br />

Guadalmedina se detuvo para beber un largo trago de vino, secándose luego bigote y<br />

perilla con una enorme servilleta blanca, crujiente de almidón–... Conociendo a<br />

Olivares, estoy seguro de que él mismo podría haber montado el golpe; aunque no lo<br />

creo capaz de llegar tan lejos. La tregua con Holanda está a punto de romperse, y sería<br />

absurdo distraer el esfuerzo de guerra en una empresa innecesaria contra Inglaterra...<br />

<strong>El</strong> conde liquidó la empanada mirando distraídamente el tapiz flamenco colgado en la<br />

pared a espaldas de su interlocutor: caballeros asediando un castillo e individuos con<br />

turbante tirándoles flechas y piedras desde las almenas con muy mala sangre. <strong>El</strong> tapiz<br />

llevaba más de treinta años allí colgado, desde que el viejo general Don Fernando de la<br />

Marca lo requisó como botín durante el último saqueo de Amberes, en los tiempos<br />

gloriosos del gran Rey Don Felipe. Ahora, su hijo Álvaro masticaba despacio frente a<br />

él, reflexionando. Después sus ojos volvieron a <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Esos enmascarados que alquilaron tus servicios pueden ser agentes pagados por<br />

Venecia, Saboya, Francia, o vete a saber.. ¿Estás seguro de que eran españoles?<br />

–Tanto como vuestra merced y como yo. Y gente de calidad.<br />

–No te fíes de la calidad. Aquí todo el mundo presume de lo mismo: de cristiano viejo,<br />

hijodalgo y caballero. Ayer tuve que despedir a mi barbero, que pretendía afeitarme con<br />

su espada colgada del cinto. Hasta los lacayos la llevan. Y como el trabajo es mengua de<br />

la honra, no trabaja ni Cristo.<br />

–Estos que yo digo sí eran gente de calidad. Y españoles.<br />

–Bueno. Españoles o no, viene a ser lo mismo. Como si los de afuera no pudieran<br />

pagarse cualquier cosa aquí adentro... –el aristócrata soltó una risita amarga–. En esta<br />

España austriaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano.<br />

Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de<br />

tapadillo a la primera oportunidad. En cuanto a lo demás, qué te voy a contar. Nuestra<br />

conciencia... –le dirigió un vistazo al capitán por encima de su jarra de plata–. Nuestras<br />

espadas...<br />

–O nuestras almas –rubricó <strong>Alatriste</strong>.

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