Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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V. LOS DOS INGLESES<br />
<strong>El</strong> más joven no estaba herido de gravedad. Lo habían llevado entre su acompañante y<br />
Diego <strong>Alatriste</strong> más cerca del farol, que encendieron de nuevo; y allí, recostado en la<br />
tapia del huerto de los carmelitas, le echaron un vistazo a la cuchillada que había<br />
recibido del italiano: uno de esos rasguños superficiales, muy aparatosos de sangre pero<br />
sin consecuencia alguna, que luego permitían a los jóvenes pisaverdes pavonearse ante<br />
las damas con el brazo en cabestrillo y a muy poco coste. En aquel caso, ni siquiera el<br />
cabestrillo iba a ser preciso. Su compañero del traje gris le puso un pañuelo limpio<br />
sobre la herida que tenía bajo la axila izquierda, y luego volvió a cerrarle la camisa, el<br />
jubón y la ropilla mientras le hablaba en su lengua suavemente, en voz queda. Durante<br />
la operación, que el inglés realizó dándole la espalda al capitán <strong>Alatriste</strong> como si ya no<br />
temiera nada de él, éste tuvo oportunidad de considerar algunos detalles interesantes.<br />
Por ejemplo que, desmintiendo la aparente serenidad del joven vestido de gris, las<br />
manos le temblaban al principio, cuando abría la ropa de su compañero para comprobar<br />
la gravedad de la herida. También, pese a no saber de la parla inglesa otras palabras que<br />
las que solían cambiarse de barco a barco o de parapeto a parapeto en un campo de<br />
batalla –vocabulario que en el caso de un soldado veterano español se limitaba a fockyú<br />
(que os jodan), sons ofde gyitbich (hijos de la gran puta) y uergoi'n tucat yurbols (os<br />
vamos a cortar los huevos)–, el capitán pudo advertir que el inglés vestido de gris<br />
hablaba a su compañero con una especie de afectuoso respeto; y que mientras aquél lo<br />
llamaba Steenie, que sin duda era un nombre o un apelativo amistoso y familiar, éste<br />
utilizaba el formal término milord para dirigirse al herido. Allí había gato encerrado, y<br />
el gato no era precisamente callejero y sarnoso, sino de Angora.<br />
Tanto despertó aquello la curiosidad de <strong>Alatriste</strong> que, en vez de tomar las de Villadiego<br />
como pedía a gritos su sentido común, se quedó allí quieto, junto a los dos ingleses a<br />
quienes había estado a punto de enviar al otro barrio, mientras reflexionaba<br />
amargamente sobre un hecho cierto: de curiosos están los camposantos llenos. Pero no<br />
era menos cierto que a tales alturas, tras el incidente con el italiano, y con los dos<br />
fulanos de las caretas y fray Emilio Bocanegra esperando resultados, lo del camposanto<br />
era naipe fijo; así que irse, quedarse o bailar una chacona venía a dar lo mismo. Ocultar<br />
la cabeza como aquel raro pájaro que contaban del África, el avestruz, no solucionaría<br />
nada; y además no iba con el carácter de Diego <strong>Alatriste</strong>. Era consciente de que estorbar<br />
el acero del italiano había sido un paso irreparable, sin vuelta atrás; así que no quedaba<br />
más remedio que jugar la partida con las nuevas cartas que el burlón Destino acababa de<br />
ponerle en las manos, aunque éstas fueran pésimas. Miró a los dos jóvenes, que a esas<br />
horas y según lo acordado –llevaba en el bolsillo parte del oro percibido por ello– ya<br />
tenían que ser fiambres, y sintió gotas de sudor en el cuello de la camisa. Perra suerte la<br />
suya, maldijo en silencio. Bonito momento había elegido para jugar a hidalgos, y<br />
caballeros, y escrúpulos de conciencia en semejante callejón de aquel Madrid, con la<br />
que estaba cayendo. Y con la que iba a caer.<br />
<strong>El</strong> inglés vestido de gris se había incorporado y observaba al capitán. Pudo éste a su vez<br />
estudiarlo a la luz del farol: bigotillo rizado y rubio, aire elegante, cercos de fatiga bajo<br />
los ojos azules. Apenas treinta años y mucha calidad. Y como el otro, pálido como la