Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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Lo que ocurrió entonces ya es Historia. Cuentan los testigos que, en el palco donde se<br />
hallaban de supuesto incógnito el Rey, Gales, Buckingham y su séquito de gentiles<br />
hombres, todos veían la pendencia con sumo interés y encontrados sentimientos.<br />
Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquella desvergonzada afrenta al<br />
orden público en su augusta presencia; aunque tal presencia fuese sólo oficiosa. Pero<br />
hombre joven, gallardo y de espíritu caballeresco, no le incomodaba mucho, en otro<br />
oculto sentido, que sus invitados extranjeros asistiesen a una exhibición espontánea de<br />
bravura por parte de sus súbditos, con los que a fin de cuentas solían encontrarse a<br />
menudo en el campo de batalla. Lo cierto es que el hombre que se había estado batiendo<br />
con cinco lo hacía con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocos<br />
mandobles la simpatía del público y gritos de angustia entre las damas, al verlo<br />
estrechado tan de cerca. Dudó el Rey nuestro señor, según cuentan, entre el protocolo y<br />
la afición; por eso se demoraba en ordenar al jefe de su escolta de guardias vestidos de<br />
paisano que interviniese para cortar el tumulto. Y justo cuando por fin iba a abrir la<br />
boca para una orden real e inapelable, a todos causó gran admiración ver a Don<br />
Francisco de Quevedo, conocidísimo en la Corte, terciar tan resuelto en el lance.<br />
Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de<br />
<strong>Alatriste</strong> al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto,<br />
vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.<br />
–¡Alatruiste! –exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada<br />
y británica. Y tras inclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una ávida<br />
ojeada a la situación allá abajo, en el patio, y luego se volvió de nuevo hacia<br />
Buckingham, y después al Rey. En los pocos días que llevaba en Madrid había tenido<br />
tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modo<br />
como se dirigió a nuestro monarca:<br />
–Diesculpad, Siure... Hombrue ese y yo tener deuda... Mi vida debo.<br />
Y acto Seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de<br />
Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a<br />
Buckingham con perfecta sangre fría.<br />
–Steenie –dijo.<br />
Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido<br />
por Buckingham, que también desenvainaba. Y Don Felipe Cuarto, atónito, no supo si<br />
detenerlos o asomarse de nuevo a la ventana; así que cuando recobró la compostura que<br />
estaba a punto de perder, los dos ingleses se veían ya en el patio del corral de comedias,<br />
trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos,<br />
gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham<br />
herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de<br />
entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a<br />
sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se<br />
le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover<br />
en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué<br />
punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un<br />
tris de perder los papeles.