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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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IX. LAS GRADAS DE SAN FELIPE<br />

Después de aquella noche toledana hubo unos días de calma. Pero como Diego <strong>Alatriste</strong><br />

seguía empeñado en no salir de la ciudad ni esconderse, vivíamos en perpetua vigilia,<br />

cual si estuviéramos en campana. Mantenerse vivo, descubrí durante esos días, da<br />

muchas más fatigas que dejarse morir, y requiere los cinco sentidos. <strong>El</strong> capitán dormía<br />

más de día que de noche, y al menor ruido, un gato en el tejado o un peldaño de madera<br />

que crujiese en la escalera, yo me despertaba en mi cama para verlo en camisa,<br />

incorporado en la suya con la vizcaína o una pistola en la mano. Tras la escaramuza del<br />

Portillo de las Ánimas había intentado mandarme una temporada de vuelta con mi<br />

madre, o a casa de algún amigo; pero dije que no pensaba abandonar el campo, que su<br />

suerte era la mía, y que si yo había sido capaz de dar dos pistoletazos, igual podía dar<br />

otros veinte, si se terciaba. Estado de ánimo que reforcé expresando mi decisión de<br />

fugarme, fuera cual fuese el lugar a donde me enviara. Desconozco si <strong>Alatriste</strong> apreció<br />

mi decisión o no lo hizo, pues ya he contado que no era hombre aficionado a expresar<br />

sus sentimientos. Pero logré, al menos, que se encogiera de hombros y no volviera a<br />

plantear el asunto. Por cierto que al día siguiente encontré sobre mi almohada una buena<br />

daga, recién comprada en la calle de los Espaderos: mango damasquinado, cruz de acero<br />

y una cuarta larga de hoja de buen temple, fina y con doble filo. Una daga de esas que<br />

nuestros abuelos llamaban de misericordia, pues con ellas solía rematarse,<br />

introduciéndolas por resquicios de la armadura o la celada, a los caballeros caídos en<br />

tierra durante un combate. Aquel arma blanca fue la primera que poseí en mi vida; y la<br />

conservé con mucho aprecio durante veinte años hasta que un día, en Rocrol, tuve que<br />

dejarla clavada entre las junturas del coselete de un francés. Que no es, por cierto, mal<br />

fin para una buena daga como ésa.<br />

Mientras nosotros dormíamos con un ojo abierto y recelábamos hasta de nuestras<br />

sombras, Madrid ardía en fiestas con la venida del príncipe de Gales, acontecimiento<br />

que ya era oficial. Siguieron días de cabalgatas, saraos en el real Alcázar, banquetes,<br />

recepciones, máscaras, y una fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor que recuerdo<br />

como uno de los espectáculos más lucidos que en su género conoció el Madrid de los<br />

Austrias, con los mejores caballeros de la Corte –entre ellos nuestro joven Rey–,<br />

corriendo cañas y alanceando toros de Jarama en un alarde de apostura y valor. Ésta de<br />

los toros era, como lo sigue siendo hoy en día, fiesta favorita del pueblo de Madrid y de<br />

no pocos lugares de España; y el propio Rey y nuestra bella reina Isabel, aunque hija del<br />

gran Enrique IV el Bearnés y por tanto francesa, salían muy aficionados. Mi señor el<br />

Cuarto Felipe, cual resulta sabido, era galán jinete y buen tirador, aficionado a la caza y<br />

a los caballos –una vez perdió uno matando en una sola jornada tres jabalíes con su<br />

propia mano–, y así lo inmortalizó en sus lienzos Don Diego Velázquez, igual que en<br />

verso hiciéronlo muchos autores y poetas, como Lope, Don Francisco de Quevedo, o<br />

Don Pedro Calderón de la Barca en aquella comedia célebre, La banda y la flor:<br />

¿Diré qué galán bridón,<br />

calzadas botas y espuelas,<br />

airoso el brazo, la mano<br />

baja, ajustada la rienda,

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