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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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–Mano dura –sugería Vicuña, cerrando el único puño que le quedaba–. Esos herejes<br />

sólo entienden que se les asiente bien la mano dura... ¡Así agradecen la hospitalidad del<br />

Rey nuestro señor!<br />

Asentían circunspectos los contertulios, entre ellos dos presuntos veteranos de fieros<br />

bigotes que no habían oído un arcabuzazo en su vida, dos o tres ociosos, un estudiante<br />

de Salamanca de capa raída, alto y con cara de hambre llamado Juan Manuel de Parada,<br />

o de Pradas, un pintor joven recién llegado a la Corte y recomendado a Don Francisco<br />

por su amigo Juan de Fonseca, y un zapatero remendón de la calle Montera llamado<br />

Tabarca, conocido por ejercer la jefatura de los llamados mosqueteros: la chusma teatral<br />

o público bajo que seguía las comedias en pie, aplaudiéndolas o silbándolas, y decidía<br />

de ese modo su éxito o fracaso. Aunque villano y analfabeto, el tal Tabarca resultaba<br />

hombre grave, temible, que se las daba de entendido, cristiano viejo e hidalgo venido a<br />

menos –como casi todo el mundo– y era, debido a su influencia entre la gentuza de los<br />

corrales, halagado por los autores que buscaban darse a conocer en la Corte, e incluso<br />

por algunos que ya lo eran.<br />

–De todos modos –terciaba Calzas, con guiño cínico–. Dicen que la legítima del valido<br />

no hace ascos a la hora de tomar varas. Y Buckingham es buen mozo.<br />

Se escandalizaba el Dómine <strong>Pérez</strong>:<br />

–¡Por Dios, señor Licenciado!... Repórtese vuestra merced. Conozco a su confesor, y<br />

puedo asegurar que la señora doña Inés de Zúñiga es mujer piadosa, y una santa.<br />

–Y entre santa y santa –repuso Calzas, procaz– a nuestro Rey se la levantan.<br />

Reía, atravesado y guasón, viendo al Dómine hacerse cruces mientras echaba miradas<br />

temerosas de soslayo. Por su parte, el capitán <strong>Alatriste</strong> le dirigía fieras ojeadas de<br />

censura por hablar con semejante desahogo en mi presencia, y el pintor joven, un<br />

sevillano de veintitrés o veinticuatro años, simpático, con mucho acento, llamado Diego<br />

de Silva, nos observaba a unos y otros como preguntándose dónde se había metido.<br />

–Con er permiso de vuesa mersede... –empezó a decir, tímido, levantando un dedo<br />

índice manchado de pintura al óleo.<br />

Pero nadie le hizo mucho caso. A pesar de la recomendación de su amigo Fonseca, Don<br />

Francisco de Quevedo no olvidaba que el joven pintor había ejecutado nada más llegar a<br />

Madrid un retrato de Luis de Góngora, y aunque no tenía nada contra el mozo,<br />

procuraba hacerle purgar semejante pecado con unos pocos días de ninguneo. Aunque la<br />

verdad es que muy pronto Don Francisco y el joven sevillano se hicieron asiduos, y el<br />

mejor retrato que se conserva del poeta es, precisamente, el que hizo después aquel<br />

mismo joven. Que con el tiempo también fue muy amigo de Diego <strong>Alatriste</strong> y mío,<br />

cuando ya era más conocido por el apellido de su madre: Velázquez.<br />

En fin. Les contaba que, tras el infructuoso intento del pintor por intervenir en la<br />

conversación, alguien mencionó la cuestión del Palatinado, y todos se enzarzaron en una<br />

animada discusión sobre la política española en Centroeuropa, donde el zapatero<br />

Tabarca echó su sota de espadas con todo el aplomo del mundo, opinando sobre el<br />

duque Maximiliano de Baviera, el <strong>El</strong>ector Palatino y el Papa de Roma, quienes tenía por<br />

probado se entendían bajo cuerda. Terció uno de los presuntos miles gloriosus, que<br />

aseguraba poseer noticias frescas sobre el asunto, suministradas por un cuñado suyo que<br />

servía en Palacio; y la conversación quedó interrumpida cuando todos, salvo el Dómine,<br />

se inclinaron sobre la barandilla para saludar a unas damas que pasaban en carricoche<br />

descubierto, sentadas entre faldas, brocados y guardainfantes, camino de las platerías de<br />

la Puerta de Guadalajara. Eran tusonas, o sea, rameras de lujo. Pero en la España de los<br />

Austrias, hasta las putas se daban aires.

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