Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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muchedumbre que vitoreaba al de Gales, entre ociosos y gentes de toda condición<br />
convocadas por la curiosidad. Convertida la calle en mentidero más zumbón que las<br />
gradas de San Felipe, pregonaban sus bebidas aguadores y alojeros, vendíanse<br />
pastelillos y vidrios de conserva, se instalaban improvisados bodegones de puntapié<br />
para saciar el hambre por unas monedas, pordioseaban los mendigos, alborotaban<br />
criadas, pajes y escuderos, corrían todo tipo de especies e invenciones fabulosas, se<br />
parloteaban en corros los acontecimientos y los rumores de palacio, y eran alabados el<br />
cuajo y la audacia caballeresca del joven príncipe, haciéndose todos lenguas, y en<br />
especial las mujeres, de su elegancia y figura, así como las demás prendas de su persona<br />
y la de Buckingham. Y de ese modo, animadamente, muy a la española, iba<br />
transcurriendo la mañana.<br />
–¡Tiene buen porte! –decía la Lebrijana, después que vimos al presunto príncipe<br />
asomarse a la ventana–. Talle fino y donaire... ¡Hará linda pareja con nuestra infanta!<br />
Y se enjugaba las lágrimas con la punta de la toquilla. Como la mayor parte del público<br />
femenino, estaba de parte del enamorado; pues la audacia de su gesto había ganado las<br />
voluntades, y todos consideraban el asunto cosa hecha.<br />
–Lástima que ese boquirrubio sea hereje. Pero eso lo arregla un buen confesor, y un<br />
bautismo a tiempo –la buena mujer, en su ignorancia, creía que los anglicanos eran<br />
como los turcos, que no los bautizaba nadie–... ¡Pueden más dos mamellas que dos<br />
centellas!<br />
Y se reía, agitando aquel pecho opulento que a mi me tenía fascinado, y que en cierto<br />
modo –entonces me resultaba difícil explicarlo– me recordaba el de mi madre.<br />
Recuerdo perfectamente la sensación que me producía el escote de Caridad la Lebrijana<br />
cuando se inclinaba a servir la mesa y la blusa insinuaba, moldeados por su propio peso,<br />
aquellos volúmenes grandes, morenos y llenos de misterio. Con frecuencia me<br />
preguntaba qué haría el capitán con ellos cuando me mandaba a comprar algo, o a jugar<br />
a la calle, y se quedaba solo en casa con la Lebrijana; y yo, bajando la escalera de dos<br />
en dos peldaños, la oía a ella reír arriba, muy fuerte y alegre.<br />
En ésas estábamos, aplaudiendo con entusiasmo a toda figura que se asomaba a las<br />
ventanas, cuando apareció el capitán <strong>Alatriste</strong>. Aquélla no era, ni mucho menos, la<br />
primera noche que pasaba fuera de nuestra casa; de modo que yo había dormido a<br />
pierna suelta, sin inquietud alguna. Pero al verlo ante la casa de las Siete Chimeneas<br />
intuí que algo ocurría. Llevaba el sombrero bien calado sobre la cara, la capa envuelta<br />
en torno al cuello y las mejillas sin rasurar a pesar de lo avanzado de la mañana; él, que<br />
con su disciplina de viejo soldado tan cuidadoso era de una digna apariencia. Sus ojos<br />
claros también parecían cansados y recelosos al mismo tiempo, y se le veía caminar<br />
entre la gente con el gesto suspicaz de quien, de un momento a otro, espera una mala<br />
pasada. Tras las primeras palabras pareció más relajado, cuando aseguré que nadie había<br />
preguntado por él, ni durante la noche ni por la mañana. La Lebrijana dijo lo mismo<br />
respecto a la taberna: ni desconocidos ni preguntas. Después, al apartarme un poco, la oí<br />
inquirir en voz baja en qué malos pasos andaba metido de nuevo. Volvime a mirarlos<br />
con disimulo, la oreja atenta; pero Diego <strong>Alatriste</strong> se limitaba a permanecer silencioso,<br />
mirando las ventanas del embajador inglés con expresión impasible.<br />
Había también entre los curiosos gente de calidad, sillas de manos, literas y coches,<br />
incluso dos o tres carrozas con damas y sus dueñas acechando tras las cortinillas; y los<br />
vendedores ambulantes se acercaban a ofrecerles refresco y golosinas. Al echarles un<br />
vistazo me pareció reconocer uno de los carruajes: era oscuro, sin escudo en la<br />
portezuela, con dos buenas mulas en los arreos. <strong>El</strong> cochero charlaba en un corro de<br />
curiosos, así que pude ir hasta el estribo sin que nadie me importunase. Y allí, en la<br />
ventanilla, una mirada azul y unos tirabuzones rubios bastaron para darme la certeza de