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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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apareció tras el tapiz Su... –<strong>Alatriste</strong> miró de soslayo al inquisidor, que permanecía<br />

impasible como si nada fuera con él– Su Paternidad. También eso pudo influir en mi<br />

decisión de respetar la vida a los ingleses.<br />

–Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.<br />

–Cierto –el capitán echó mano al cinto–. Y helo aquí.<br />

Las monedas de oro rodaron sobre la mesa y quedaron brillando a la luz del candelabro.<br />

Fray Emilio Bocanegra ni siquiera las miró, como si estuvieran malditas. Pero el<br />

enmascarado alargó la mano y las fue contando una a una, colocándolas en dos<br />

pequeños montones junto al tintero.<br />

–Faltan cuatro doblones –dijo.<br />

–Si. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil.<br />

<strong>El</strong> dominico rompió su inmovilidad con ademán de cólera.<br />

–Sois un traidor y un irresponsable –dijo, vibrándole el odio en la voz–. Con vuestros<br />

inoportunos escrúpulos habéis favorecido a los enemigos de Dios y de España. Todo<br />

eso lo purgaréis, os lo prometo, con las peores penas del infierno; pero antes lo pagaréis<br />

bien caro aquí, en la tierra, con vuestra carne mortal –el término mortal parecía serlo<br />

aún más en sus labios fríos y apretados–... Habéis visto demasiado, habéis oído<br />

demasiado, habéis errado demasiado. Vuestra existencia, capitán <strong>Alatriste</strong>, ya no vale<br />

nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie.<br />

Desinteresado de aquella amenaza espantosa, el enmascarado echaba polvos para secar<br />

la tinta del papel. Después dobló y guardó lo escrito, y al hacerlo <strong>Alatriste</strong> volvió a<br />

entrever el extremo de una cruz roja de Calatrava bajo su ropón negro. Observó que<br />

también se guardaba las monedas de oro, aparentemente sin recordar que parte de ellas<br />

habían salido de la bolsa del dominico.<br />

–Podéis iros –le dijo a <strong>Alatriste</strong>, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia.<br />

<strong>El</strong> capitán lo miró, sorprendido.<br />

–¿Libre?<br />

–Es una forma de hablar –terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una<br />

excomunión–. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.<br />

–No embarazan mucho tales pesos –<strong>Alatriste</strong> seguía mirando al uno y al otro, suspicaz–<br />

.. . ¿Es cierto que puedo marcharme así, por las buenas?<br />

–Eso hemos dicho. La ira de Dios sabrá dónde encontraros.<br />

–La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí.<br />

<strong>El</strong> enmascarado y el dominico se habían puesto en pie.<br />

–Nosotros hemos terminado –dijo el primero.<br />

<strong>Alatriste</strong> escrutaba la faz de sus interlocutores. <strong>El</strong> candelabro les imprimía, desde abajo,<br />

inquietantes sombras.<br />

–No me lo creo –concluyó–. Después de haberme traído aquí.<br />

–Eso –zanjó el enmascarado– ya no es asunto nuestro.<br />

Salieron llevándose el candelabro, y Diego <strong>Alatriste</strong> tuvo tiempo de ver la mirada<br />

terrible que el dominico le dirigió desde el umbral antes de meter las manos en las<br />

mangas del hábito y desaparecer como una sombra con su acompañante. De modo<br />

instintivo, el capitán llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba al cinto.<br />

–¿Dónde está la trampa, voto a Dios?<br />

Preguntó inútilmente, midiendo a largos pasos la habitación vacía. No hubo respuesta.<br />

Entonces vino a su memoria la cuchilla de matarife que llevaba en la caña de una bota.<br />

Se inclinó para sacarla de allí y la empuñó con firmeza, aguardando la acometida de los<br />

verdugos que, sin duda, iban a caer acto seguido sobre él. Pero no vino nadie. Todos se<br />

habían ido y estaba inexplicablemente solo, en la habitación iluminada por el rectángulo<br />

de claridad de luna que entraba por la ventana.

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