que mi corazón, que palpitaba alocadamente hasta querérseme salir del pecho, no había errado. –A vuestro servicio –dije, afirmando la voz a duras penas. Ignoro cómo, con los pocos años que por aquel entonces tenía Angélica de Alquézar, alguien puede llegar a sonreír como ella lo hizo esa mañana ante la casa de las Siete Chimeneas; pero lo cierto es que lo hizo. Una sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de sabiduría infinita al mismo tiempo. Una de aquellas sonrisas que ninguna niña ha tenido tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu salud o a tu provecho. <strong>El</strong> caso es que la mocita rubia, de ojos como el cielo claro y frío de Madrid en invierno, sonrió al reconocerme; incluso se inclinó un poco hacia mí entre crujidos de seda de su vestido mientras apoyaba una mano delicada y blanca en el marco de la ventanilla. Yo estaba junto al estribo del coche de mi pequeña dama, y la euforia de la mañana y el ambiente caballeresco de la situación me acícateaban la audacia. También reforzaba mi aplomo el hecho de vestir aquel día con cierto decoro, gracias a un jubón marrón oscuro y unas viejas medias calzas pertenecientes al capitán <strong>Alatriste</strong>, que el hilo y la aguja de Caridad la Lebrijana habían ajustado a mi talla, dejándolas como nuevas. –Hoy no hay barro en la calle –dijo, y su voz me estremeció hasta la punta de la coronilla. Era el suyo un tono quedo y seductor, nada infantil. Casi demasiado grave para su edad. Algunas damas usaban ese mismo tono al dirigirse a sus galanes en las jácaras representadas en las plazas, y en las comedias. Pero Angélica de Alquézar –cuyo nombre yo ignoraba todavía– no era actriz, y era una niña. Nadie le había enseñado a fingir aquel eco oscuro, aquel modo de pronunciar las palabras de un modo capaz de hacerte sentir como un hombre hecho y derecho, y además el único existente en mil leguas a la redonda. –No hay barro –repetí, sin prestar atención a lo que yo mismo decía–. Y lo siento, porque eso me impide tal vez serviros de nuevo. Con las últimas palabras me llevé la mano al corazón. Reconozcan, por tanto, que no me las compuse mal; y que la respuesta galante y el gesto estuvieron a la altura de la dama y de las circunstancias. Así debió de ser, pues en vez de desentenderse de mí, ella sonrió otra vez. Y yo fui el mozo más feliz, y más galante, y más hidalgo del mundo. –Es el paje del que os hablé –dijo entonces ella, dirigiéndose a alguien que estaba a su lado, en el interior del coche, y a quien yo no podía ver–. Se llama Íñigo, y vive en la calle del Arcabuz –estaba vuelta de nuevo hacia mí, que la miraba con la boca abierta, fascinado por el hecho de que fuera capaz de recordar mi nombre–. Con un capitán, ¿no es cierto?... Un tal capitán Batiste, o <strong>El</strong>triste. Hubo un movimiento en la penumbra del interior del coche y, primero una mano de uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, redonda la cabeza, villano el pelo escaso, deslucido y gris como su bigote y su perilla. Todo en él, a pesar de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca
limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto, compartía coche, y tal vez lazos de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando la niña pronunció el nombre del capitán <strong>Alatriste</strong>.
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