Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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IV. LA EMBOSCADA<br />
En marzo anochecía pronto. Aún quedaba un rastro de claridad en el cielo; pero las<br />
calles estrechas, bajo los aleros sombríos de los tejados, estaban negras como boca de<br />
lobo. <strong>El</strong> capitán <strong>Alatriste</strong> y su compañero habían elegido una travesía angosta, oscura y<br />
solitaria, por la que los dos ingleses iban a pasar forzosamente cuando se encaminaran a<br />
la casa de las Siete Chimeneas. Un mensajero había avisado de la hora y el itinerario.<br />
También había aportado la más reciente descripción, para evitar errores: micer Thomas<br />
Smith, el joven más rubio y de más edad, montaba un caballo tordo y vestía un traje de<br />
viaje gris con adornos discretos de plata, botas altas de piel también teñida de gris, y un<br />
sombrero con cinta del mismo color. En cuanto a micer John Smith, el más joven,<br />
montaba un bayo. Su traje era de color castaño, con botas de cuero y sombrero con tres<br />
pequeñas plumas blancas. Ambos tenían aspecto polvoriento y fatigado, de llevar varios<br />
días cabalgando. Su equipaje era escaso, contenido en dos portamanteos sujetos con<br />
correas a la grupa de sus cabalgaduras.<br />
Oculto en la sombra de un portal, Diego <strong>Alatriste</strong> miró hacia el farol que él y su<br />
compañero habían colocado en un recodo de la calle, a fin de que iluminase a los<br />
viajeros antes de que éstos alcanzasen a verlos a ellos. La calle, que torcía en ángulo<br />
recto, arrancaba de la del Barquillo, junto al palacio del conde de Guadalmedina, y tras<br />
discurrir junto a la tapia del huerto del convento de los Carmelitas Descalzos iba a morir<br />
ante la casa de las Siete Chimeneas, en el cruce de la calle de Torres con la de las<br />
Infantas. <strong>El</strong> lugar elegido para la encerrona era el primer tramo con su ángulo más<br />
oscuro, estrecho y solitario, donde dos jinetes atacados por sorpresa podían ser<br />
desmontados con facilidad.<br />
Refrescaba un poco, y el capitán se embozó mejor en su capa nueva, comprada con el<br />
adelanto en oro de los enmascarados. Al hacerlo tintineó el hierro que llevaba oculto<br />
debajo: roce de la daga vizcaína con la empuñadura de la espada, y con la culata de la<br />
pistola cargada y bien cebada que guardaba en la parte posterior del cinto, por si era<br />
necesario recurrir, en última instancia, a ese expediente ruidoso y definitivo, prohibido<br />
expresamente por pragmáticas reales, pero que en lances difíciles era oportuno llevar<br />
encima, por si un aquel. Esa noche, <strong>Alatriste</strong> completaba su equipo con el coleto de<br />
cuero de búfalo que le protegía el torso de eventuales cuchilladas, y con la puntilla de<br />
matarife oculta en la caña de una de sus botas viejas, de suelas cómodas y gastadas que<br />
le permitirían afirmar bien los pies en tierra cuando empezara el baile.<br />
Oh, malhaya el hombre loco<br />
que se desciñe la espada...<br />
Empezó a recitar entre dientes, para distraer la espera. Aún murmuró algunos<br />
fragmentos más del Fuenteovejuna de Lope, que era uno de sus dramas favoritos, antes<br />
de quedar de nuevo en silencio, oculto el rostro bajo el ala ancha del chapeo calado<br />
hasta las cejas. Otra sombra se movió ligeramente a unos pasos de su apostadero, bajo el<br />
arco de un portillo que daba a la huerta de los padres carmelitas. <strong>El</strong> italiano debía de<br />
estar tan entumecido como él, tras casi media hora larga de inmovilidad. Extraño