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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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salía y entraba en la vaina sin dificultad, y se puso la capa que aquella misma tarde le<br />

había prestado Don Francisco. Lo de la capa, amén de que estábamos en marzo y las<br />

noches no eran para afrontarlas a cuerpo limpio, tenía otra utilidad: en aquel Madrid<br />

peligroso, de calles mal iluminadas y estrechas, esa prenda era muy práctica a la hora de<br />

reñir al arma blanca. Terciada al pecho o enrollada sobre el brazo izquierdo, servía<br />

como broquel para protegerse del adversario; y arrojada sobre su acero, podía<br />

embarazarlo mientras se le asestaba una estocada oportuna. A fin de cuentas, lo de jugar<br />

limpio cuando iba a escote el pellejo, eso era algo que tal vez contribuyera a la<br />

salvación del alma en la vida eterna; pero en lo tocante a la de acá, la terrena, suponía,<br />

sin duda, el camino más corto para abandonarla con cara de idiota y un palmo de acero<br />

en el hígado. Y Diego <strong>Alatriste</strong> no tenía ninguna maldita prisa.<br />

<strong>El</strong> farol daba una luz aceitosa al portillo cuando el capitán golpeó cuatro veces, como le<br />

había indicado Saldaña. Después de hacerlo desembarazó la empuñadura de la espada y<br />

mantuvo atrás la mano siniestra, cerca del pomo de la vizcaína. Al otro lado se oyeron<br />

pasos y la puerta se abrió silenciosamente. La silueta de un criado se recortó en el<br />

umbral.<br />

–¿Vuestro nombre?<br />

–<strong>Alatriste</strong>.<br />

Sin más palabras el fámulo se puso en marcha, precediéndolo por un sendero que<br />

discurría bajo los árboles de una huerta. <strong>El</strong> edificio era un viejo lugar que al capitán le<br />

pareció abandonado. Aunque no conocía demasiado aquella zona de Madrid, próxima al<br />

camino de Hortaleza, ató cabos y creyó recordar los muros y el tejado de un decrépito<br />

caserón que alguna vez había entrevisto, de paso.<br />

–Aguarde aquí vuestra merced a que lo llamen.<br />

Acababan de entrar en un pequeño cuarto de paredes desnudas, sin muebles, donde un<br />

candelabro puesto en el suelo iluminaba antiguas pinturas en la pared. En un ángulo de<br />

la habitación había un hombre embozado en una capa negra y cubierto por un sombrero<br />

del mismo color y anchas alas. <strong>El</strong> embozado no hizo ningún movimiento al entrar el<br />

capitán, y cuando el criado –que a la luz de las velas se mostró hombre de mediana edad<br />

y sin librea que lo identificara– se retiró dejándolos solos, permaneció inmóvil en su<br />

sitio, como una estatua oscura, observando al recién llegado. Lo único vivo que se veía<br />

entre la capa y el sombrero eran sus ojos, muy negros y brillantes, que la luz del suelo<br />

iluminaba entre sombras, dándoles una expresión amenazadora y fantasmal. Con un<br />

vistazo de experto, Diego <strong>Alatriste</strong> se fijó en las botas de cuero y en la punta de la<br />

espada que levantaba un poco, hacia atrás, la capa del desconocido. Su aplomo era el de<br />

un espadachín, o el de un soldado. Ninguno cambió con el otro palabra alguna y<br />

permanecieron allí, quietos y silenciosos a uno y otro lado del candelabro que los<br />

iluminaba desde abajo, estudiándose para averiguar si se las habían con un camarada o<br />

un adversario; aunque en la profesión de Diego <strong>Alatriste</strong> podían, perfectamente, darse<br />

ambas circunstancias a la vez.<br />

–No quiero muertos –dijo el enmascarado alto.<br />

Era fuerte, grande de espaldas, y también era el único que se mantenía cubierto, tocado<br />

con un sombrero sin pluma, cinta ni adornos. Bajo el antifaz que le cubría el rostro<br />

despuntaba el extremo de una barba negra y espesa. Vestía ropas oscuras, de calidad,<br />

con puños y cuello de encaje fino de Flandes, y bajo la capa que tenía sobre los<br />

hombros brillaban una cadena de oro y el pomo dorado de una espada. Hablaba como<br />

quien suele mandar y ser obedecido en el acto, y eso se veía confirmado por la<br />

deferencia que le mostraba su acompañante: un hombre de mediana estatura, cabeza<br />

redonda y cabello escaso, cubierto con un ropón oscuro que disimulaba su

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