Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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terciada la capa, el cuerpo<br />
igual y la vista atenta<br />
paseó galán las calles<br />
al estribo de la reina?<br />
Ya he dicho en alguna parte que a sus dieciocho o veinte años nuestro buen Rey era, y<br />
lo fue durante mucho tiempo, simpático, mujeriego, gallardo y querido por su pueblo:<br />
ese buen y desgraciado pueblo español que siempre consideró a sus reyes los más justos<br />
y magnánimos de la tierra, incluso a pesar de que su poderío declinaba, que el reinado<br />
del anterior Rey Don Felipe III había sido breve pero funesto en manos de un favorito<br />
incompetente y venal, y también pese a que nuestro joven monarca, cumplido caballero<br />
pero abúlico e incapaz para los negocios de gobierno, estaba a merced de los aciertos y<br />
errores –y hubo más de los segundos que de los primeros– del conde y más tarde duque<br />
de Olivares. Mucho ha cambiado desde entonces el pueblo español, o lo que de él queda<br />
como tal. Al orgullo y la admiración por sus reyes siguió el menosprecio; al entusiasmo,<br />
la acerba crítica; a los sueños de grandeza, la depresión más profunda y el pesimismo<br />
general. Recuerdo bien, y creo sucedió durante la fiesta de toros del príncipe de Gales o<br />
en alguna posterior, que uno de los animales, por su bravura, no podía ser desjarretado<br />
ni reducido; y nadie, ni siquiera las guardias española, borgoñona y tudesca que<br />
guarnecían el recinto, osaba acercarse a él. Entonces, desde el balcón de la Casa de la<br />
Panadería, nuestro Rey Don Felipe, con tranquilo continente, pidió un arcabuz a uno de<br />
los guardias, y sin perder la mesura real ni alterar el semblante con ademanes, lo tomó<br />
galán, bajó a la plaza, compuso la capa con brío, requirió el sombrero con despejo, e<br />
hizo la puntería de modo que encarar el arma, salir el disparo y morir el toro fue todo<br />
uno. <strong>El</strong> entusiasmo del público se desbordó en aplausos y vítores, y se habló de aquello<br />
durante meses, tanto en prosa como en verso: Calderón, Hurtado de Mendoza, Alarcón,<br />
Vélez de Guevara, Rojas, Saavedra Fajardo, el propio Don Francisco de Quevedo y<br />
todos los que en la Corte eran capaces de mojar una pluma, invocaron a las musas para<br />
inmortalizar el lance y adular al monarca, comparándolo ora con Júpiter fulminando el<br />
rayo, ora con Teseo matando al toro de Maratón. Recuerdo que el celebrado soneto de<br />
Don Francisco empezaba diciendo:<br />
En dar al robador de Europa muerte<br />
de quien eres señor monarca ibero...<br />
Y hasta el gran Lope escribió, dirigiéndose al cornúpeta liquidado por la mano regia:<br />
Dichosa y desdichada fue tu suerte,<br />
pues, como no te dio razón la vida,<br />
no sabes lo que debes a tu muerte.<br />
Y eso que Lope a tales alturas no necesitaba darle jabón a nadie. Para que vean vuestras<br />
mercedes lo que son las cosas, y lo que somos España y los españoles, y cómo aquí se<br />
abusó siempre de nuestras buenas gentes, y lo fácil que es ganarlas por su impulso<br />
generoso, empujándonos al abismo por maldad o por incompetencia, cuando siempre<br />
merecimos mejor suerte. Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y<br />
gloriosos tercios y hubiera recobrado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su<br />
ministro Richelieu, limpiado el Atlántico de piratas y el mediterráneo de turcos,<br />
invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torre de Londres y en la Sublime<br />
Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hecho de