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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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–Quieren asesinarme –dijo, con sencillez–. Eso no es grave en este oficio; ocurre tarde o<br />

temprano. Pero no me gusta poner las cosas fáciles –de nuevo afloró la mueca parecida<br />

a una sonrisa–––. Te juro que no la usaré contra ti.<br />

Saldaña se rascó la barba de soldado viejo. <strong>El</strong> tajo que ésta le tapaba, y que le iba desde<br />

la boca a la oreja derecha, se lo habían hecho los holandeses en el asedio de Ostende,<br />

cuando el asalto a los reductos del Caballo y de la Cortina. Entre sus compañeros de<br />

aquella jornada, y de algunas más, se contaba Diego <strong>Alatriste</strong>.<br />

–Ni contra ninguno de mis hombres –dijo Saldaña, al cabo.<br />

–Jurado.<br />

Todavía dudó un poco el teniente de alguaciles. Al cabo se volvió de espaldas,<br />

blasfemando entre dientes, mientras el capitán escondía la cuchilla de matarife en la<br />

caña de una bota.<br />

–Maldita sea, Diego –dijo Saldaña, por fin–. Vámonos de una condenada vez.<br />

Se fueron sin más conversación. <strong>El</strong> capitán no quiso llevar capa, por verse más<br />

desembarazado, y Martín Saldaña estuvo de acuerdo. También le permitió ponerse el<br />

coleto de piel de búfalo sobre el jubón. «Te abrigará del frío», había dicho el veterano<br />

teniente disimulando una sonrisa. En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con<br />

Caridad la Lebrijana. Apenas bajaron la escalera, sin pensarlo dos veces cogí las<br />

pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo<br />

con la capa, me lo puse bajo el brazo y corrí tras ellos.<br />

Apenas quedaba día en el cielo de Madrid; si acaso alguna claridad recortando tejados y<br />

campanarios hacia la ribera del Manzanares y el Alcázar Real. Y así, entre dos luces,<br />

con las sombras adueñándose poco a poco de las calles, anduve siguiendo de lejos el<br />

carruaje, cerrado y con tiro de cuatro mulas, donde Martín Saldañia y sus corchetes se<br />

llevaban al capitán. Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo<br />

abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron<br />

hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las<br />

afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar<br />

que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de<br />

las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba<br />

tranquilizador en absoluto.<br />

Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos<br />

pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra<br />

cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. Los estuve observando,<br />

jadeante, escondido junto al guardacantón de una esquina con mi atado bajo el brazo.<br />

De ese modo vi bajar a <strong>Alatriste</strong>, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y<br />

los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de<br />

allí. Aquello me inquietó, pues ignoraba quién más podía estar dentro. Acercarme era<br />

excusado, pues corría riesgo cierto de que me atraparan. Así que, lleno de angustia pero<br />

paciente como –según le había oído alguna vez al mismo <strong>Alatriste</strong>– debía serlo todo<br />

hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y<br />

me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope<br />

Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi<br />

padre.

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