Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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–No sigas –Saldaña levantaba las manos, alejando la tentación de averiguar más–. No<br />
quiero saber nada de nada. En estos tiempos, saber de más es peor que saber de menos...<br />
–miró de nuevo a <strong>Alatriste</strong>, incómodo y decidido al mismo tiempo– ¿Vas a venir por las<br />
buenas, o no?<br />
–¿Cuáles son mis naipes?<br />
Saldaña lo consideró mentalmente. Hacerlo no le llevó mucho tiempo.<br />
–Bueno –concluyó–. Puedo demorarme aquí mientras pruebas suerte con la gente que<br />
tengo ahí afuera... No tienen muy buen puño, pero son seis; y dudo que ni tan siquiera tú<br />
llegues a la calle sin, al menos, un par de buenas cuchilladas en el cuerpo y algún<br />
pistoletazo.<br />
–¿Y el trayecto?<br />
–En coche cerrado, así que olvídalo. Tenías que haberte largado antes de que<br />
viniéramos, hombre. Has tenido tiempo de sobra para hacerlo –la mirada que Saldaña le<br />
dirigió al capitán estaba cargada de reproches–... ¡Que se condene mi alma si esperaba<br />
encontrarte aquí!<br />
–¿Dónde vas a llevarme?<br />
–No te lo puedo decir. En realidad he dicho mucho más de lo que debo –yo seguía en la<br />
puerta del otro cuarto, muy callado y quieto, y el teniente de alguaciles reparó en mí por<br />
segunda vez–... ¿Quieres que me ocupe del muchacho?<br />
–No, déjalo –<strong>Alatriste</strong> ni me miró, absorto en sus reflexiones–. Ya lo hará la Lebrijana.<br />
–Como quieras. ¿Vas a venir?<br />
–Dime dónde vamos, Martín.<br />
Movió el otro la cabeza, hosco.<br />
–Ya te he dicho que no puedo.<br />
–No es a la cárcel de Corte, ¿verdad?<br />
<strong>El</strong> silencio de Saldaña fue elocuente. Entonces vi dibujarse en la cara del capitán<br />
<strong>Alatriste</strong> aquella mueca que a menudo le hacía las veces de sonrisa.<br />
–¿Tienes que matarme? –preguntó, sereno.<br />
Saldaña volvió a negar con la cabeza.<br />
–No. Te doy mi palabra de que las órdenes son llevarte vivo si no te resistes. Otra cosa<br />
es que después te dejen salir de donde yo te lleve... Pero entonces habrás dejado de ser<br />
asunto mío.<br />
–Si no les importara el revuelo, me habrían despachado aquí mismo –<strong>Alatriste</strong> se<br />
deslizó un dedo índice por delante del cuello, imitando el movimiento de un cuchillo–.<br />
Te mandan porque quieren sigilo oficial... Detenido, interrogado, dicen que puesto en<br />
libertad después, etcétera. Y en el entretanto, vayan vuestras mercedes a saber.<br />
Sin rodeos, Saldaña se mostró de acuerdo.<br />
–Eso creo yo –dijo, ecuánime–. Me extraña que no medien acusaciones, que verdaderas<br />
o falsas son lo más fácil de preparar en este mundo. Quizá temen que hables en<br />
público... En realidad, mis órdenes me prohíben cambiar una sola palabra contigo.<br />
Tampoco quieren que registre tu nombre en el libro de detenidos... ¡Cuerpo de Dios!<br />
–Déjame llevar un arma, Martín.<br />
<strong>El</strong> teniente de alguaciles miró a <strong>Alatriste</strong>, boquiabierto.<br />
–Ni hablar –dijo, tras una larga pausa.<br />
Con gesto deliberadamente lento, el capitán había sacado la cuchilla de matarife y se la<br />
mostraba.<br />
–Sólo ésta.<br />
–Estás loco. ¿Me tomas por un imbécil?<br />
<strong>Alatriste</strong> hizo un gesto negativo.