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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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cera. La sangre aún no había vuelto a sus rostros desde que <strong>Alatriste</strong> y el italiano les<br />

cayeron encima.<br />

–Estamos en deuda con vuestra merced –dijo el de gris, y tras una breve pausa, añadió–<br />

A pesar de todo.<br />

Era el suyo un español lleno de imperfecciones, con fuerte acento de allá arriba, o sea,<br />

británico. Y su tono parecía sincero; resultaba evidente que él y su compañero habían<br />

visto de verdad la muerte cara a cara, sin paños calientes ni heroicos redobles, sino a<br />

oscuras y casi por la espalda, cual ratas en un callejón distante varias leguas de todo lo<br />

remotamente parecido a la gloria. Experiencia que de vez en cuando no está de más<br />

vivan algunos miembros de las clases altas, demasiado acostumbrados a cascarla de<br />

perfil entre pifanos y tambores. <strong>El</strong> caso es que de vez en cuando parpadeaba sin apartar<br />

los ojos del capitán, como sorprendido de seguir vivo. Y lo cierto es que ya podía<br />

estarlo, el hereje.<br />

–A pesar de todo –repitió.<br />

<strong>El</strong> capitán no supo qué decir. A fin de cuentas, pese al desenlace de la escaramuza, él y<br />

su compañero de fortuna habían intentado asesinar a aquellos jóvenes señores Smith, o<br />

quien infiernos fuesen. Para llenar la embarazosa pausa miró alrededor, y vio relucir en<br />

el suelo la espada del inglés. Así que fue a por ella y se la devolvió. <strong>El</strong> tal Steenie, o<br />

Thomas Smith, o como diantre se llamara realmente, la sopesó pensativo antes de<br />

meterla en la vaina. Seguía mirando a <strong>Alatriste</strong> con aquellos ojos azules y francos que<br />

tan incómodo hacían sentirse al capitán.<br />

–En el primer momento os creímos... –dijo, y aguardó como si esperase que <strong>Alatriste</strong><br />

completara sus palabras. Pero éste se limitó a encoger los hombros. En ese momento el<br />

herido hizo gesto de incorporarse, y el llamado Steenie se volvió hacia él para ayudarlo.<br />

Ambos tenían ahora sus espadas en las vainas y, a la luz del farol que seguía ardiendo<br />

en el suelo, observaban al capitán con curiosidad.<br />

–No sois un vulgar salteador –concluyó por fin el tal Steenie, que iba recobrando poco a<br />

poco el color.<br />

<strong>Alatriste</strong> le echó un vistazo al más joven, a quien su compañero había llamado varias<br />

veces milord. Bigotito rubio, manos finas, apariencia aristocrática a pesar de la ropa de<br />

viaje, el polvo y la suciedad del camino. Si aquel individuo no era de muy buena<br />

familia, el capitán estaba dispuesto a profesar en la fe del turco. Por su vida que sí.<br />

–¿Vuestro nombre? –preguntó el del traje gris.<br />

Era extraño que siguieran vivos, porque aquellos herejes eran unos ingenuos. O quizá<br />

seguían vivos precisamente por eso. La cuestión es que <strong>Alatriste</strong> permaneció silencioso<br />

e impasible; no era hombre dado a confidencias, y menos ante dos fulanos a los que<br />

había estado a punto de despachar. Así que no podía imaginar en nombre de qué<br />

pensaba ese pisaverde que iba a abrirle su corazón por las buenas. De todos modos, a<br />

pesar del interés que sentía por averiguar qué carajo era todo aquello, el capitán empezó<br />

a pensar si no sería mejor poner tierra de por medio. Entrar en el terreno de las<br />

preguntas y las explicaciones no era algo que conviniera lo más mínimo. Además, podía<br />

aparecer alguien: la ronda de corchetes o algún inoportuno que complicase las cosas.<br />

Incluso, puestos en lo peor, al italiano podía ocurrírsele regresar silbando su tirurí–ta–ta<br />

y con refuerzos para rematar la faena. <strong>El</strong> pensamiento le hizo echar un vistazo a la calle<br />

oscura a su espalda, preocupado. Había que irse de allí, y rápido.<br />

–¿Quién os envía? –insistió el inglés.<br />

Sin contestar, <strong>Alatriste</strong> fue en busca de su capa y se la puso terciada sobre un hombro,<br />

dejando libre la mano de manejar la espada, por si acaso. Los caballos seguían cerca,<br />

arrastrando las riendas por el suelo.<br />

–Monten y váyanse –dijo por fin.

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