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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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que soy un mandado, y etcétera, que mal rayo enviase Cristo al mandado y a los<br />

hideputas que lo mandaban, que por otro lado siempre eran los mismos. Sin contar con<br />

el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para<br />

obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo<br />

malo era que con instrumentos de cuerda Diego <strong>Alatriste</strong> cantaba fatal; así que el<br />

procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a<br />

hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer<br />

mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. Pero no<br />

estaban los tiempos para golosinas. Se lo había dicho en voz baja un preocupado Martín<br />

Saldaña, cuando fue a despertarlo a la cárcel de Corte para conducirlo temprano al<br />

Alcázar:<br />

–A fe mía que esta vez lo veo crudo, Diego.<br />

–Otras veces lo he tenido peor.<br />

–No. Peor no lo has tenido nunca. De quien desea verte no se salva nadie dando<br />

estocadas.<br />

De cualquier modo, <strong>Alatriste</strong> tampoco tenía con qué darlas. Hasta la cuchilla de<br />

matarife le habían quitado de la bota cuando lo apresaron después de la reyerta en el<br />

corral de comedias; donde, al menos, la intervención de los ingleses evitó que allí<br />

mismo lo mataran.<br />

–En pas ahora esteumos –había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a<br />

separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras<br />

envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los<br />

aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo<br />

lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último<br />

soneto. En cuanto a los cinco espadachines, dos escaparon en el tumulto, a uno se lo<br />

habían llevado herido de gravedad, y dos fueron apresados con <strong>Alatriste</strong> y puestos en un<br />

calabozo cercano al suyo. Al salir con Saldaña por la mañana, el capitán había pasado<br />

junto a ese mismo calabozo. Vacío.<br />

<strong>El</strong> conde de Olivares seguía concentrado en su correo, y el capitán miró la ventana con<br />

sombría esperanza. Aquello quizás le ahorrase el verdugo y abreviara el expediente,<br />

aunque una caída de treinta pies sobre el patio no era mucho; se exponía a quedar vivo y<br />

que lo subieran a la mula para colgarlo con las piernas quebradas, lo que no iba a ser<br />

gallardo espectáculo. Y aún otro problema: si después de todo había alguien más allá, lo<br />

de la ventana se lo iba a tomar fatal durante el resto de una eternidad no por hipotética<br />

menos inquietante. Así que, puestos a tocar retreta, mejor era irse sacramentado y de<br />

mano ajena, por si las moscas. A fin de cuentas, se consoló, por mucho que duela y<br />

tardes en morir, al final siempre te mueres, Y quien muere, descansa.<br />

En esos alegres pensamientos andaba cuando reparó en que el valido había dejado de<br />

despachar su correo y lo miraba. Aquellos ojos oscuros, negros y vivos, parecían<br />

estudiarlo con fijeza. <strong>Alatriste</strong>, cuyo jubón y calzas mostraban las huellas de la noche<br />

pasada en el calabozo, lamentó no tener mejor aspecto. Unas mejillas rasuradas le<br />

habrían dado más apariencia. Y tampoco hubiera sobrado una venda limpia en torno al<br />

tajo de la frente, y agua para lavarse la sangre seca que le cubría la cara.<br />

–¿Me habéis visto alguna vez, antes?<br />

La pregunta de Olivares cogió desprevenido al capitán. Un sexto sentido, semejante al<br />

ruido que hace una hoja de acero resbalando sobre piedra de afilar, le aconsejó exquisita<br />

prudencia.<br />

–No. Nunca.<br />

–¿Nunca?<br />

–Eso he dicho a vuestra Excelencia.

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