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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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mesa: la luz del farol hacía relucir cinco doblones de a cuatro para su compañero, y<br />

cinco para él. Monedas limpias, bruñidas. Poderoso caballero, habría dicho Don<br />

Francisco de Quevedo, de terciar en aquel lance. Metal bendito, recién acuñado con el<br />

escudo del Rey nuestro señor. Gloria pura con la que comprar cama, comida, vestido y<br />

el calor de una mujer.<br />

–Faltan diez piezas de oro –dijo el capitán–. Para cada uno.<br />

<strong>El</strong> tono del otro se volvió desabrido:<br />

–Quien aguarda mañana por la noche entregará el resto, a cambio de los documentos<br />

que llevan los viajeros.<br />

–¿Y si algo sale mal?<br />

Los ojos del enmascarado corpulento a quien su acompañante había llamado Excelencia<br />

parecieron perforar al capitán a través de los agujeros del antifaz.<br />

–Es mejor, por el bien de todos, que nada salga mal –dijo.<br />

Su voz había sonado con ecos de amenaza, y era evidente que amenazar formaba parte<br />

del tipo de cosas que aquel individuo disponía a diario. También saltaba a la vista que<br />

era de los que sólo necesitan amenazar una vez, y las más de las veces ni siquiera eso.<br />

Aun así, <strong>Alatriste</strong> se retorció con dos dedos una guía del mostacho mientras le sostenía<br />

al otro la mirada, ceñudo y con las plantas bien afirmadas en el suelo, resuelto a no<br />

dejarse impresionar ni por una Excelencia ni por el Sursum Corda. No le gustaba que le<br />

pagasen a plazos, y menos que le leyeran la cartilla, de noche y a la luz de un farol, dos<br />

desconocidos que se ocultaban tras sendas máscaras y encima no liquidaban al contado.<br />

Pero su compañero del rostro con marcas de viruela, menos quisquilloso, parecía<br />

interesado en otras cuestiones:<br />

–¿Qué pasa con las bolsas de los dos pardillos? –le oyó preguntar–... ¿También hemos<br />

de entregarlas?<br />

Italiano, dedujo el capitán al oír su acento. Hablaba quedo y grave, casi confidencial,<br />

pero de un modo apagado, áspero, que producía una incómoda desazón. Como si<br />

alguien le hubiera quemado las cuerdas vocales con alcohol puro. En lo formal, el tono<br />

de aquel individuo era respetuoso; pero había una nota falsa en él. Una especie de<br />

insolencia no por disimulada menos inquietante. Miraba a los enmascarados con una<br />

sonrisa, que era a un tiempo amistosa y siniestra, blanqueándole bajo el bigote<br />

recortado. No resultaba difícil imaginarlo con el mismo gesto mientras su cuchilla, ris,<br />

ras, rasgaba la ropa de un cliente con la carne que hubiera debajo. Aquélla era una<br />

sonrisa tan desproporcionadamente simpática que daba escalofríos.<br />

–No es imprescindible –respondió el de la cabeza redonda, tras consultar en silencio con<br />

el otro enmascarado, que asintió–. Las bolsas pueden quedárselas vuestras mercedes, si<br />

lo desean. Como gajes.<br />

<strong>El</strong> italiano silbó entre dientes un aire musical parecido a la chacona, algo como tiruri–<br />

ta–ta repetido un par de veces, mientras miraba de soslayo al capitán:<br />

–Creo que me va a gustar este trabajo.<br />

La sonrisa le había desaparecido de la boca para refugiarse en los ojos negros, que<br />

relucieron de modo peligroso. Aquélla fue la primera vez que <strong>Alatriste</strong> vio sonreír a<br />

Gualterío Malatesta. Y sobre ese encuentro, preludio de una larga y accidentada serie, el<br />

capitán me contaría más tarde que, en el mismo instante, su pensamiento fue que si<br />

alguna vez alguien le dirigía una sonrisa como aquélla en un callejón solitario, no se la<br />

haría repetir dos veces antes de echar mano a la blanca y desenvainar como un rayo.<br />

Cruzarse con aquel personaje era sentir la necesidad urgente de madrugar antes que, de<br />

modo irreparable, te madrugara él. Imaginen vuestras mercedes una serpiente cómplice<br />

y peligrosa, que nunca sabes de qué lado está hasta que compruebas que sólo está del<br />

suyo propio, y todo lo demás se le da una higa. Uno de esos fulanos atravesados,

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