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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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andar ocupándose en otros menesteres, pues las nubes siguieron en su sitio. Empecé a<br />

perder la cabeza, y todo me daba vueltas. De modo que dejé caer la capa y me puse en<br />

pie, intentando alcanzar mejor lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces la silueta del<br />

capitán <strong>Alatriste</strong> apareció en el zaguán.<br />

A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. La sombra que estaba más<br />

cerca de mí se destacó de su resguardo, moviéndose hacia Diego <strong>Alatriste</strong> casi al mismo<br />

tiempo que yo. Contuve el aliento mientras daba hacia ella, inadvertida de mi presencia,<br />

uno, dos, tres pasos. En ese momento Dios quiso parar mientes en mí, y apartó la nube;<br />

y pude distinguir bien, a la escasa luz de la luna turca, la espalda de un hombre fornido<br />

que avanzaba con el acero desnudo en la mano. Y por el rabillo del ojo vi a otros dos<br />

que se destacaban desde las esquinas de la plaza. Y mientras, con la espada del capitán<br />

en la zurda, alzaba la diestra armada con la pistola, vi también que Diego <strong>Alatriste</strong> se<br />

había detenido en mitad de la plazuela y en su mano brillaba el pequeño destello<br />

metálico de su inútil cuchilla de matarife. Entonces di dos pasos más, y ya tenía<br />

prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba<br />

delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro<br />

cuando apreté el gatillo y salió el pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara<br />

desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las<br />

Ánimas.<br />

<strong>El</strong> resto fue aún más rápido. Grité, o creí hacerlo, en parte para alertar al capitán, en<br />

parte por el terrible dolor del retroceso del arma, que casi me descoyunta el brazo. Pero<br />

el capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada por encima<br />

del hombre que estaba ante mí –o por encima del lugar donde había estado el hombre<br />

que antes se hallaba ante mí–, ya saltaba hacia ella, apartándose para evitar que lo<br />

lastimara, y empuñóla apenas tocó el suelo. Entonces la luna volvió a ocultarse tras una<br />

nube, yo dejé caer la pistola descargada, saqué del jubón la otra y, vuelto hacia las dos<br />

sombras que cerraban sobre el capitán, apunté, sosteniendo el arma con ambas manos.<br />

Pero me temblaban tanto que el segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío,<br />

mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el<br />

fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán<br />

<strong>Alatriste</strong> que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> los había visto acercarse un momento antes del primer pistoletazo.<br />

Cierto es que apenas salió a la calle aguardaba algo como aquello, y conocía lo vano del<br />

intento de vender cara su piel con la ridícula cuchilla. <strong>El</strong> fogonazo del arma lo<br />

desconcertó tanto como a los otros, y en un primer momento creyó ser objeto de éste.<br />

Luego oyó mi grito, y todavía sin comprender cómo diablos andaba yo a tan menguada<br />

hora en aquel paraje, vio venir su espada por el aire como caída del cielo. En un abrir y<br />

cerrar de ojos se había hecho con ella, justo a tiempo de enfrentarse a los aceros que lo<br />

requerían con saña. Fue el resplandor del segundo disparo el que le permitió hacerse<br />

idea de la situación, una vez la bala pasó zurreando orejas entre sus atacantes y él; y<br />

pudo así afirmarse contra ellos, conociendo que uno lo acosaba desde la zurda y otro por<br />

el frente, en un ángulo aproximado de noventa grados, de modo que el que tenía ante sí<br />

obraba para fijarlo en esa postura, mientras el segundo aprovechaba para intentar<br />

largarle una cuchillada mortal hacia el costado izquierdo o el vientre. Se había visto en<br />

situación parecida otras veces, y no era fácil batirse contra uno, cubriéndose del otro con<br />

sólo la mano izquierda armada de la corta cuchilla. Su destreza consistió en girar cada<br />

vez bruscamente a diestra y siniestra para ofrecerles menos espacio, aunque el cuidado<br />

lo obligaba a hacerlo más a la izquierda que a la derecha. Seguían ellos cerrándole a<br />

cada movimiento, de modo que a la docena de fintas y estocadas ya habían descrito un<br />

círculo completo a su alrededor. Dos cuchilladas de través resbalaron sobre el coleto de

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