Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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piel de búfalo. <strong>El</strong> cling clang de las toledanas resonaba a lo largo y ancho de la plazuela,<br />
y no dudo que, de ser lugar más habitado, entre ellas y mis pistoletazos habrían llenado<br />
las ventanas de gente. Entonces, la suerte, que como fortuna de armas socorre a quien se<br />
mantiene lúcido y firme, vino en auxilio de Diego <strong>Alatriste</strong>; pues quiso Dios que una de<br />
sus estocadas entrase por los gavilanes de la guarda hasta los dedos o la muñeca de un<br />
adversario, quien al sentirse herido se retiró dos pasos con un por vida de. Para cuando<br />
se rehizo, <strong>Alatriste</strong> ya había lanzado tres mandobles como tres relámpagos sobre el otro<br />
contrario, a quien la violencia del asalto hizo perder pie y retroceder a su vez. Aquello<br />
bastó al capitán para afirmarse de nuevo con serenidad, y cuando el tocado en la mano<br />
acudió de nuevo, el capitán soltó la cuchilla de la zurda, se protegió la cara con la palma<br />
abierta, y lanzándose a fondo le metió una buena cuarta de acero en el pecho. <strong>El</strong><br />
impulso del otro hizo el resto, y él mismo se pasó de parte a parte mientras soltaba el<br />
arma con un ¡Jesús! y ésta sonaba, metálica, en el suelo a espaldas del capitán.<br />
<strong>El</strong> segundo espadachín, que ya acudía, se detuvo en seco. <strong>Alatriste</strong> tiró hacia atrás para<br />
sacar la espada clavada en el primero, que cayó como un fardo, y se encaró con su<br />
último enemigo, intentando recobrar el aliento. Las nubes se habían apartado lo<br />
suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.<br />
–Ya estamos parejos –dijo el capitán, entrecortado el resuello.<br />
–Que me place –repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y<br />
aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y<br />
no vista como el ataque de un áspid. <strong>El</strong> capitán, que bien había estudiado al italiano<br />
cuando los dos ingleses, y la esperaba, hurtó el cuerpo, opuso la mano izquierda para<br />
eludirla, y el acero enemigo se deslizó en el vacío; aunque, al retroceder, sintió una<br />
cuchillada de daga en el dorso de la mano. Confiando en que el italiano no le hubiera<br />
cortado ningún tendón, cruzó el brazo derecho con el puño alto y la espada hacia abajo,<br />
apartando con un seco tintineo la espada que volvía a la carga en una segunda estocada,<br />
tan asombrosa y hábil como la primera. Retrocedió un paso el italiano y de nuevo<br />
quedaron quietos uno frente a otro, respirando ruidosamente. La fatiga empezaba a<br />
hacer mella en ambos. <strong>El</strong> capitán movió los dedos de la mano herida, comprobando<br />
aliviado que respondían: los tendones estaban intactos. Sentía la sangre gotear lenta y<br />
cálida, dedos abajo.<br />
–¿Hay arreglo posible? –preguntó.<br />
<strong>El</strong> otro estuvo un poco en silencio. Después movió la cabeza.<br />
–No –dijo–. Fuisteis demasiado imprudente la otra noche.<br />
Su voz opaca sonaba cansada, y el capitán imaginó que estaba tan harto de todo aquello<br />
como él mismo.<br />
–¿Y ahora?<br />
–Ahora es vuestra cabeza o la mía.<br />
Sobrevino un nuevo silencio. <strong>El</strong> otro se movió un poco y <strong>Alatriste</strong> lo hizo también, sin<br />
relajar la guardia. Giraron muy despacio el uno ante el otro, midiéndose. Bajo el coleto<br />
de búfalo, el capitán notaba la camisa empapada en sudor.<br />
–¿Puedo conocer vuestro nombre?<br />
–No viene al caso.<br />
–Lo ocultáis, pues, como un bellaco.<br />
Sonó la risa áspera del italiano.<br />
–Tal vez. Pero soy un bellaco vivo. Y vos estáis muerto, capitán <strong>Alatriste</strong>.<br />
–No será esta noche.<br />
<strong>El</strong> adversario pareció considerar la situación. Le dirigió un vistazo al cuerpo inerte del<br />
otro espadachín. Después miró hacia donde yo estaba, aún en el suelo, cerca del tercer