Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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las damas, las actrices y los maridos cornudos, se dedicaban pullas sangrientas al conde<br />
de Olivares, narrábanse en voz baja las aventuras galantes del Rey.. Era, en fin, lugar<br />
amenísimo y chispeante, fuente de ingenio, novedad y maledicencia, que se congregaba<br />
cada mañana en torno a las once; hasta que el tañido de la campana de la iglesia,<br />
tocando una hora más tarde al ángelus, hacía que la multitud se quitase los sombreros y<br />
se dispersara luego, dejando el campo a los mendigos, estudiantes pobres, mujerzuelas y<br />
desharrapados que aguardaban allí la sopa boba de los agustinos. Las gradas volvían a<br />
animarse por la tarde, a la hora de la rúa en la calle Mayor, para ver pasar a las damas en<br />
sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las<br />
mancebías cercanas –había, por cierto, una muy notoria justo al otro lado de la calle–:<br />
motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas. Duraba esto hasta el toque de<br />
oración de la tarde, cuando, tras rezar sombrero en mano, de nuevo se dispersaban hasta<br />
el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos.<br />
He dicho más arriba que Don Francisco de Quevedo frecuentaba las gradas de San<br />
Felipe; y en muchos de sus paseos se hacía acompañar por amigos como el Licenciado<br />
Calzas, Juan Vicuña o el capitán <strong>Alatriste</strong>. Su afición a mi amo obedecía, entre otros, a<br />
un aspecto práctico: el poeta andaba siempre en querellas de celos y pullas con varios de<br />
sus colegas rivales, cosa muy de la época de entonces y muy de todas las épocas en este<br />
país nuestro de caínes, zancadillas y envidias, donde la palabra ofende y mata tanto o<br />
más que la espada. Algunos, como Luis de Góngora o Juan Ruiz de Alarcon, se la<br />
tenían jurada, y no sólo por escrito. Decía, por ejemplo, Góngora de Don Francisco de<br />
Quevedo:<br />
Musa que sopla y no inspira,<br />
y sabe por lo traidor<br />
poner sus dedos mejor<br />
en mi bolsa que en su lira.<br />
Y al día siguiente, viceversa. Porque entonces contraatacaba Don Francisco con su más<br />
gruesa artillería:<br />
Esta cima del vicio del insulto;<br />
éste en quien hoy los pedos son sirenas.<br />
Éste es el culo, en Góngora y en culto,<br />
que un bujarrón le conociera apenas.<br />
O se despachaba con aquellos otros versos, tan celebrados por feroces, que corrieron de<br />
punta a punta la ciudad, poniendo a Góngora como chupa de dómine:<br />
Hombre en quien la limpieza fue tan poca,<br />
no tocando a su cepa,<br />
que nunca, que yo sepa,<br />
se le cayó la mierda de la boca.<br />
Lindezas que el implacable Don Francisco hacía también extensivas al pobre Ruiz de<br />
Alarcón, con cuya desgracia física –una corcova, o joroba– gustaba de ensañarse con<br />
despiadado ingenio:<br />
¿Quién tiene con lamparones<br />
pecho, lado y espaldilla?