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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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las puertas para situarse cerca. Su manera de llevar calado el sombrero y terciar la capa,<br />

los bigotes de guardamano y barbas de gancho, algún chirlo en la cara y la forma de<br />

pararse con las piernas abiertas y mirar a lo zafio, delataban sin duda a bravos de a tanto<br />

la cuchillada. De tales estaba lleno el corral, eso es cierto; pero aquellos cuatro parecían<br />

singularmente interesados en nosotros.<br />

Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia, gritaron ¡sombreros! los<br />

mosqueteros, descubrióse todo el mundo, descorrieron la cortina, y mi atención voló sin<br />

remedio de los valentones a la escena, donde salían ya los personajes de doña Laura y<br />

Urbana, con mantos. Delante del telón de fondo, un pequeño bastidor de cartón pintado<br />

imitaba la Torre del Oro.<br />

–Famoso está el Arenal.<br />

–¿ Cuándo lo dejó de ser?<br />

–No tiene, a mi parecer, todo el mundo vista igual.<br />

Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida<br />

sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a<br />

doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la<br />

vida del capitán <strong>Alatriste</strong> y en la mía. Pero aquel día, en el corral del Príncipe, la de<br />

Castro no era para mí sino la hermosa Laura que acude con su tía Urbana al puerto de<br />

Sevilla, donde las galeras se aprestan a zarpar, y donde se encuentra de modo casual con<br />

Don Lope y Toledo, su criado.<br />

Abreviar es menester;<br />

que ya se quieren partir<br />

¡Oh, qué victoria es huir<br />

las armas de una mujer!<br />

Todo se desvaneció a mi alrededor, colgado como estaba de las palabras que salían de la<br />

boca de los actores. Por supuesto, a los pocos minutos yo estaba en pleno Arenal de<br />

Sevilla locamente enamorado de Laura, y deseaba tener la gallardía de los capitanes<br />

Fajardo y Castellanos, y darme de estocadas con los alguaciles y los corchetes antes de<br />

embarcarme en la Armada del Rey, diciendo, como Don Lope:<br />

Hube de sacar la espada.<br />

aquéla para un hidalgo<br />

noble, por cierto; que es justo<br />

honrar al que da disgusto,<br />

si un hombre se tiene en algo.<br />

Que afrentar, aunque sea un loco<br />

ausente, al que se atrevió<br />

a ofenderos, pienso yo<br />

que es tenerse un hombre en poco.<br />

Fue en ese momento cuando uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se<br />

volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste<br />

no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba<br />

con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián, la capa doblada en<br />

cuatro sobre un hombro y la mano en el puño de la espada. Prosiguió la representación,<br />

centré de nuevo en ella mi atención, y aunque Diego <strong>Alatriste</strong> seguía callado e inmóvil,

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