Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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EPÍLOGO<br />
<strong>El</strong> cielo amenazaba lluvia sobre el Alcázar, y las pesadas nubes que corrían desde el<br />
oeste parecían desgarrarse en el chapitel puntiagudo de la Torre Dorada. Sentado en un<br />
pilar de piedra de la explanada real, me abrigué los hombros con el herreruelo viejo del<br />
capitán que para mí hacía las veces de capa, y seguí esperando sin perder de vista las<br />
puertas de Palacio, de donde los centinelas me habían alejado ya en tres ocasiones.<br />
Llevaba allí muy largo rato: desde que por la mañana, soñoliento ante la cárcel de Corte<br />
donde habíamos pasado la noche –el capitán dentro y yo fuera–, seguí el carruaje en que<br />
los alguaciles del teniente Saldaña lo llevaron al Alcázar para introducirlo por una<br />
puerta lateral. Yo estaba sin probar bocado desde la noche anterior, cuando Don<br />
Francisco de Quevedo, antes de irse a dormir –había estado curándose un rasguño<br />
sufrido durante la refriega–, pasó por la cárcel para interesarse por el capitán; y al<br />
encontrarme a la salida compró en un bodegón de puntapié algo de pan y cecina para<br />
mí. Lo cierto es que tal parecía ser mi sino: buena parte de la vida junto al capitán<br />
<strong>Alatriste</strong> la pasaba esperándolo en alguna parte durante un mal lance. Y siempre con el<br />
estómago vacío y la inquietud en el corazón.<br />
Un frío chirimiri empezó a mojar las losas que cubrían la explanada real, trocándose al<br />
poco en llovizna que velaba de gris las fachadas de los edificios cercanos e iba<br />
acentuando poco a poco el reflejo de éstos en las losas húmedas bajo mis pies. Me<br />
entretuve para matar el tiempo mirando dibujarse esos contornos entre mis zapatos. En<br />
eso estaba cuando oí silbar una musiquilla que me resultaba familiar, una especie de<br />
tiruri–ta–ta, y entre aquellos reflejos grises y ocres apareció una mancha oscura,<br />
inmóvil. Y al alzar los ojos vi ante mí, con capa y sombrero, la inconfundible silueta<br />
negra de Gualterio Malatesta.<br />
La primera reacción ante mi viejo conocido del Portillo de las Ánimas fue poner pies en<br />
polvorosa; pero no lo hice. La sorpresa me dejó tan mudo y paralizado que sólo pude<br />
quedarme allí muy quieto, tal, y como estaba, mientras los ojos oscuros, relucientes, del<br />
italiano me miraban con fijeza. Después, cuando pude reaccionar, tuve dos<br />
pensamientos concretos y casi contrapuestos. Uno, huir. Otro, echar mano a la daga que<br />
llevaba oculta en la trasera del cinto, bajo el herreruelo, e intentar metérsela a nuestro<br />
enemigo por las tripas.<br />
Pero algo en la actitud de Malatesta me disuadió de hacer una cosa u otra. Aunque<br />
siniestro y amenazador como siempre, con aquella capa y sombrero negros y el rostro<br />
flaco de mejillas hundidas, llenas de marcas de viruela y cicatrices, su actitud no<br />
presagiaba males inminentes. Y en ese instante, como si alguien hubiese trazado un<br />
brusco brochazo de pintura blanca en su cara, apareció en ella una sonrisa.<br />
–¿Esperas a alguien?<br />
Me lo quedé mirando, sentado en el pilar de piedra, sin responder. Las gotas de lluvia<br />
corrían por mi cara, y a él le quedaban suspendidas en las anchas alas de fieltro del<br />
sombrero y en los pliegues de la capa.<br />
–Creo que saldrá pronto –dijo al cabo de un momento con aquella voz suya apagada y<br />
áspera, sin dejar de observarme como al principio, de pie ante mí. Tampoco respondí<br />
esta vez; y él, tras otro instante, miró a mi espalda y luego alrededor, hasta fijar la vista<br />
en la fachada del Palacio.