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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en <strong>Alatriste</strong><br />

aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado.<br />

En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre<br />

por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un<br />

carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer<br />

sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó<br />

inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.<br />

–¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de<br />

los herejes?<br />

Tenía gracia, pensó Diego <strong>Alatriste</strong>, calificar como bando de Dios al formado por él<br />

mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras<br />

circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se<br />

limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había<br />

dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su<br />

careta.<br />

–No lo sé –dijo el capitán–. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió<br />

cuartel para él, sino para su compañero.<br />

<strong>El</strong> inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.<br />

–Dios del Cielo –murmuró el fraile.<br />

Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán,<br />

leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que<br />

dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el<br />

enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego <strong>Alatriste</strong> y<br />

Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del<br />

Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar.<br />

Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.<br />

–Pues vuestro compañero de aquella noche –el hombre de la careta hablaba sin dejar de<br />

escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario– no pareció tener tanto<br />

escrúpulo como vos.<br />

–Doy fe –admitió el capitán–. Incluso parecía disfrutar.<br />

<strong>El</strong> enmascarado dejó un momento la pluma en alto para dirigirle una breve mirada<br />

irónica.<br />

–Cuán malvado. ¿Y vos?<br />

–Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio.<br />

–Ya veo –el otro mojó la pluma en el tintero, retornando a su tarea–. Ahora va a resultar<br />

que sois hombre dado a la caridad cristiana...<br />

–Yerra vuestra merced –respondió sereno el capitán–. Soy conocido por hombre más<br />

inclinado a estocadas que a buenos sentimientos.<br />

–Así os recomendaron, por desgracia.<br />

–Y así es, en verdad. Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición,<br />

he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar.<br />

<strong>El</strong> dominico, que durante el anterior diálogo se había mantenido quieto como una<br />

esfinge, dio un respingo, inclinándose después sobre la mesa como si pretendiera<br />

fulminar a <strong>Alatriste</strong> allí mismo, en el acto.<br />

–¿Evitar?... Los soldados sois chusma –declaró, con infinita repugnancia–... Gentuza de<br />

armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis<br />

hablando?... Una vida se os da un ardite.<br />

<strong>El</strong> capitán recibió la andanada en silencio, y sólo al final hizo un encogimiento de<br />

hombros.

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