17.05.2013 Views

Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

No sé cuánto tiempo aguardé afuera, fundido con la oscuridad e inmóvil tras el<br />

guardacantón de la esquina. Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para<br />

quitarme un poco el frío –había ido tras el coche de Martín Saldaña y sus corchetes con<br />

sólo mi jubón y unas calzas–, y de ese modo estuve mucho rato, apretando los dientes<br />

para que no castañetearan. Al cabo, viendo que ni el capitán ni nadie salían de la casa,<br />

empecé a preocuparme. No podía creer que Saldaña hubiera asesinado a mi amo, pero<br />

en aquella ciudad y en aquel tiempo todo era posible. La idea me inquietó en serio.<br />

Cuando me fijaba bien, por una de las ventanas parecía asomar un resquicio de luz,<br />

como si alguien estuviese dentro con una lámpara; pero desde mí posición resultaba<br />

imposible comprobarlo. Así que decidí acercarme con cuidado, a echar un vistazo.<br />

Iba a hacer la descubierta cuando, por una de esas inspiraciones a las que a veces<br />

debemos la vida, advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa<br />

vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las<br />

sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. Así que, sobrecogido, reprimí<br />

mi impaciencia y permanecí en vilo, sin quitar ojo. Al cabo de un rato movióse de<br />

nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido<br />

suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí–ta–ta. Y oírla me heló la<br />

sangre en las venas.<br />

Eran al menos dos, decidí al cabo de un rato de escudriñar las tinieblas que llenaban el<br />

Portillo de las Ánimas. Uno, escondido en el zaguán más cercano, era la sombra que<br />

había visto moverse al principio. <strong>El</strong> otro, que había silbado, se encontraba más lejos,<br />

cubriendo el ángulo de la plaza que daba a la tapia del matadero. <strong>El</strong> lugar tenía tres<br />

salidas, así que durante un rato me apliqué a vigilar la tercera; y por fin, cuando una<br />

nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su<br />

contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina.<br />

<strong>El</strong> negocio estaba claro y aparentaba mal cariz; más yo no tenía medio de recorrer los<br />

treinta pasos que distaba la casa sin que me vieran. Cavilando en ello, deshice cauto el<br />

fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido<br />

por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia,<br />

podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance.<br />

Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. Así que, como tantas<br />

veces lo había visto hacer al capitán, comprobé a tientas que la piedra de chispa estaba<br />

en su sitio y eché hacia atrás, procurando ahogar su chasquido con la capa, la llave para<br />

montar el perrillo que la disparaba. Después me la puse entre el jubón y la camisa,<br />

monté la segunda y estuve con ella en la mano, teniendo la espada en la otra. La capa,<br />

desembarazada por fin, la puse sobre mis hombros. De ese modo volví a quedarme<br />

quieto, aguardando.<br />

No fue mucho tiempo más. Una luz brilló en el enorme zaguán de la casa, apagándose<br />

luego, y un carruaje pequeño asomó por una de las salidas de la plazuela. Junto a él se<br />

destacó una silueta negra que se aproximó al zaguán, y durante un brevísimo instante<br />

conferenció allí con otras dos sombras que acababan de aparecer. Después la silueta<br />

negra regresó a su esquina, las sombras subieron al carruaje, y éste pasó con sus mulas<br />

negras y la presencia fúnebre de un cochero en el pescante, casi rozándome, antes de<br />

alejarse en la oscuridad.<br />

No tuve holgura para reflexionar sobre el misterioso carruaje. Aún sonaba el eco de los<br />

cascos de las mulas, cuando en el lugar donde estaba apostada la silueta negra sonó un<br />

nuevo silbido, otra vez aquel tirurí–ta–ta, y de la sombra más cercana llegóme el sonido<br />

inconfundible de una espada saliendo despacio de su vaina. Rogué desesperadamente a<br />

Dios que apartase otra vez las nubes que cubrían la luna, y me permitiera ver mejor.<br />

Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla; nuestro Sumo Hacedor debía de

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!