Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de<br />
pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír<br />
a la gente. Sentí entonces cómo la mano del capitán, que había vuelto a apoyar en mi<br />
hombro, me apartaba suavemente a un lado, y noté cómo después se retiraba un poco la<br />
capa, a fin de desembarazar la empuñadura de la daga que llevaba al cinto detrás del<br />
costado izquierdo. Terminaba en ese instante el primer acto, sonaron los aplausos del<br />
público, y <strong>Alatriste</strong> y nuestro vecino se sostuvieron la mirada silenciosamente, sin que<br />
de momento las cosas fueran más allá. Dos a cada lado, algo más lejos, los otros cuatro<br />
individuos no nos quitaban ojo de encima.<br />
Durante el baile del entreacto, el capitán buscó a Vicuña y al Licenciado Calzas con la<br />
vista y luego me confió a ellos, con el pretexto de que iba a ver mejor la segunda<br />
jornada desde donde estaban. Sonaron en ese momento fuertes aplausos entre el público<br />
y todos nos volvimos hacia uno de los aposentos superiores, donde la gente había<br />
reconocido al Rey nuestro señor, quien allí se había entrado con disimulo al inicio del<br />
primer acto. Vi entonces por vez primera sus rasgos pálidos, el cabello rubio y ondulado<br />
en la frente y las sienes, y aquella boca con el labio inferior prominente, tan<br />
característico de los Austrias, y libre todavía del enhiesto bigote que luciría después.<br />
Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almidonada y sobrios botones<br />
de plata –fiel a la pragmática de austeridad contra el lujo en la Corte que él mismo<br />
acababa de dictar–, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido<br />
un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocultar una sonrisa o unas<br />
palabras con sus acompañantes, en los que el entusiasmo del público había reconocido,<br />
junto a varios gentiles hombres españoles, al príncipe de Gales y al duque de<br />
Buckingham, a quienes Su Majestad había tenido a bien, aunque manteniendo el<br />
incógnito oficial –todos iban cubiertos, como si el Rey no estuviese allí–, invitar al<br />
espectáculo. Contrastaba la grave sobriedad de los españoles con las plumas, cintas,<br />
lazos y joyas que lucían los dos ingleses, cuya apostura y juventud fueron muy<br />
celebradas por el público que llenaba el corral de comedias, y levantaron no pocos<br />
requiebros, golpes de abanico y miradas devastadoras en la cazuela de las mujeres.<br />
Empezó la segunda jornada, que yo seguí, bebiéndome como en la anterior hasta la<br />
última de las palabras y gestos de los representantes; y durante ésta, justo cuando en el<br />
escenario el capitán Fajardo decía aquello de:<br />
«Prima» la llama. No sé<br />
si esta prima es verdadera;<br />
más no es la cuerda primera<br />
que por prima falsa esté.<br />
... volvió en ese punto a chistarle a Diego <strong>Alatriste</strong> el valentón de la capa doblada en<br />
cuatro, y esta vez se le unieron dos de los otros rufianes que en el entreacto se habían<br />
ido acercando. <strong>El</strong> propio capitán había jugado alguna vez la misma treta, así que el<br />
negocio estaba más claro que el agua; sobre todo habida cuenta de que los dos<br />
matachines restantes venían también poco a poco entre la gente. Miró el capitán a su<br />
alrededor, por ver la suerte en que se hallaba. Detalle significativo: ni el alcalde de Casa<br />
y Corte ni los alguaciles que solían cuidar del orden en las representaciones aparecían<br />
por parte alguna. En cuanto a otro socorro, el Licenciado Calzas no era hombre de<br />
armas, y el cincuentón Juan Vicuña poca destreza podía hacer con una sola mano.<br />
Respecto a Don Francisco de Quevedo, se hallaba dos filas de bancos más lejos, atento<br />
al escenario y ajeno a lo que a sus espaldas se tramaba. Y lo peor era que, influidos por<br />
el chistar de los provocadores, algunos del público empezaban a mirar mal al propio