Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009
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tarde: «<strong>El</strong> valor les es bastante natural, así como la paciencia en los trabajos y la<br />
confianza en la adversidad.. Los señores soldados rara vez se asombran de los malos<br />
sucesos, y se consuelan con la esperanza del pronto retorno de su buena fortuna ... ». O<br />
esa otra francesa, Madame de Aulnoy, que contó: «Se les ve expuestos a la injuria de los<br />
tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la<br />
opulencia y la prosperidad»... Vive Dios que todo esto es muy cierto; y yo, que conocí<br />
tales tiempos y aun los peores que vinieron después, puedo dar buena fe. En cuanto a<br />
Diego <strong>Alatriste</strong>, el orgullo y la soberbia le iban por dentro, y sólo se manifestaban en<br />
sus testarudos silencios. Ya dije que, a diferencia de tantos valentones que se retorcían<br />
el mostacho y hablaban fuerte en las calles y mentideros de la Corte, a él nunca lo oí<br />
fanfarronear sobre los recuerdos de su larga vida militar. Pero a veces viejos camaradas<br />
de armas sacaban a relucir, en torno a una jarra de vino, historias relacionadas con él<br />
que yo escuchaba con avidez; pues, para mis pocos años, Diego <strong>Alatriste</strong> no era sino el<br />
trasunto del padre que había perdido honrosamente en las guerras del Rey nuestro señor:<br />
uno de esos hombres pequeños, duros y bragados en los que tan pródiga fue siempre<br />
España para lo bueno y para lo malo, y a los que se refería Calderón –mi señor <strong>Alatriste</strong>,<br />
esté en la gloria o donde esté, disimulará que cite tanto a Don Pedro Calderón en vez de<br />
a su amado Lope– al escribir:<br />
...Sufren a pie quedo<br />
con un semblante, bien o malpagados.<br />
Nunca la sombra vil vieron del miedo,<br />
y aunque soberbios son, son reportados.<br />
Todo lo sufren en cualquier asalto;<br />
sólo no sufren que les hablen alto.<br />
Recuerdo un episodio que me impresionó de modo especial, sobre todo porque marcaba<br />
bien a las claras– el talante del capitán <strong>Alatriste</strong>. Juan Vicuña, que había sido sargento<br />
de caballos cuando el desastre de nuestros tercios en las dunas de Nieuport –triste la<br />
madre que allí tuvo hijo–, describió varias veces, componiendo trozos de pan y jarras de<br />
vino sobre la mesa de la taberna del Turco, la derrota sufrida por los españoles. Él, mi<br />
padre y Diego <strong>Alatriste</strong> habían sido de los afortunados que llegaron a ver ponerse el sol<br />
en aquella funesta jornada; cosa que no puede decirse de los 5.000 compatriotas,<br />
incluidos 150 jefes y capitanes, que dejaron la piel frente a holandeses, ingleses y<br />
franceses; que aunque a menudo guerreaban entre si, no tenían reparo en coaligarse<br />
unos con otros cuando se trataba de jodernos bien. En Nieuport les salió a pedir de boca:<br />
era muerto el maestre de campo Don Gaspar Zapena, y apresados el almirante de<br />
Aragón y otros jefes principales. Ya nuestras tropas en desbandada, Juan Vicuña, caídos<br />
todos sus oficiales, herido él mismo en el brazo que perdería de gangrena semanas más<br />
tarde, se retiró con su diezmada compañía junto a los restos de las tropas extranjeras<br />
aliadas. Y contaba Vicuña que, al mirar por última vez atrás antes de escapar a uña de<br />
caballo, vio cómo el veterano Tercio Viejo de Cartagena –en cuyas filas formaban mi<br />
padre y <strong>Alatriste</strong>– intentaba abandonar el campo de batalla sembrado de cadáveres,<br />
entre una turba de enemigos que lo arcabuceaban y acribillaban con mosquetes y<br />
artillería. Había muertos, agonizantes y fugitivos hasta donde abarcaba la vista, refería<br />
Vicuña. Y en pleno desastre, bajo el sol abrasador que deslumbraba las dunas de arena,<br />
entre el fuerte viento y los remolinos que lo cubrían de humo y polvo, las compañías del<br />
viejo Tercio, erizadas de picas, formadas en cuadro alrededor de sus banderas<br />
desgarradas por la metralla, escupiendo mosquetazos por los cuatro costados, se<br />
retiraban muy despacio sin romper la formación, impávidas, estrechando filas después