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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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XI. EL SELLO Y LA CARTA<br />

Los gritos de las guardias española, borgoóna y tudesca al hacer el relevo en las puertas<br />

de Palacio llegaban hasta Diego <strong>Alatriste</strong> por la ventana abierta a uno de los grandes<br />

patios del Alcázar real. Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre<br />

ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan<br />

solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos<br />

metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen con una<br />

pluma de ave que mojaba en el tintero de loza de Talavera. Lo hacía sin interrupción,<br />

como si las ideas fluyesen sobre el papel con tanta facilidad como la lectura, o la tinta.<br />

Llevaba así largo rato, sin levantar la cabeza ni siquiera cuando el teniente de alguaciles<br />

Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo<br />

ante él a Diego <strong>Alatriste</strong> por corredores secretos, retirándose después. <strong>El</strong> hombre de la<br />

mesa seguía despachando cartas, imperturbable, como si estuviera solo; y el capitán<br />

tuvo tiempo sobrado para estudiarlo bien. Era corpulento, de cabeza grande y tez<br />

rubicunda, con un pelo negro y fuerte que le cubría las orejas, barba oscura y cerrada<br />

sobre el mentón y enormes bigotes que se rizaban espesos en los carrillos. Vestía de<br />

seda azul oscura, con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y<br />

sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina<br />

cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria.<br />

Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta<br />

dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su<br />

poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. <strong>El</strong> joven monarca, más amigo de<br />

fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y<br />

quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. Sus antiguos<br />

protectores el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga, favoritos del anterior Rey, se<br />

hallaban en el destierro; el duque de Osuna, caído en desgracia y con sus propiedades<br />

confiscadas; el duque de Lerma esquivaba el cadalso gracias al capelo cardenalicio –<br />

vestido de colorado para no verse ahorcado, decía la copla–, y Rodrigo Calderón, otro<br />

de los hombres principales del antiguo régimen, había sido ejecutado en la plaza<br />

pública. Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en<br />

su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía<br />

existiendo sobre la tierra.<br />

Fáciles son de imaginar los sentimientos que experimentaba Diego <strong>Alatriste</strong> al verse<br />

ante el todopoderoso privado, en aquella vasta estancia donde, aparte la alfombra y la<br />

mesa, la única decoración consistía en un retrato del difunto Rey Don Felipe Segundo,<br />

abuelo del actual monarca, que colgaba sobre una gran chimenea apagada. En especial<br />

tras reconocer en el personaje, sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, al más alto y<br />

fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. <strong>El</strong><br />

mismo a quien el de la cabeza redonda había llamado Excelencia antes de que se<br />

marchara exigiendo que en el asunto de los ingleses no corriese demasiada sangre.<br />

Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. Tampoco es<br />

que bailar al extremo de una soga fuese plato de gusto; pero al menos no lo despachaban<br />

a uno con aquel torniquete ignominioso dando vueltas en el pescuezo, y la cara de<br />

pasmo propia de los ajusticiados, con el verdugo diciendo: perdóneme vuestra merced

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